Aquel día festivo, hace casi cuarenta y cinco años, murió una joven mujer, presa de encefalitis rábica. La habían internado a empellones tres días antes en un galpón del hospital rural que yo cubría en esa guardia de mi servicio social. La escena no se me ha borrado de la memoria. Tomada de los brazos, parecía una bestia sin control (rabiosa era el adjetivo justo) que intentaba morder a sus custodios a ambos lados para que la soltaran. La ataron a un camastro de metal y la cubrieron a medias con sábanas limpias, alejada de propios y extraños, encerrada a cal y canto.

La mañana en cuestión, llegué a la clínica apenas despuntando el alba y, tras pasar visita a los pocos enfermos que seguían hospitalizados, me enteré de su muerte durante la madrugada. En los días previos, la recordaba aullando en su agonía, ante mi impotencia como médico recién graduado y consciente de que el desenlace era sólo uno.

El cuerpo exánime yacía entre cobijas revueltas y saturadas de baba. Lo trasladé con ayuda del conserje hacia el almacén que serviría de anfiteatro improvisado al fondo del jardín, tratando de descifrar en la inexpresividad de sus ojos qué quedaba de aquella rabia. Por encima de mis temores e inexperiencia, me enfundé unos guantes y extraje su cerebro mediante esa necropsia más intuitiva que obligada. Eran otros tiempos, lo admito, y mi pasión por investigar se impuso a la prudencia. Afuera marchaban los grupos de escolares para celebrar la fiesta de la Revolución y el velador (único ayudante disponible a esas tempranas horas) me asistía con una mezcla de morbo y espanto.

Recogí el cerebro disecado (luego de cerrar la tapa del cráneo y suturar como pude las sienes del cadáver) y monté en mi pequeño VW para cruzar unos treinta kilómetros de retenes militares por carreteras vecinales. Atravesábamos épocas de guerrilla y, no obstante mi aspecto ingenuo y mi bata blanca, traía una carga inexplicable en el asiento trasero de mi coche. Por fortuna, mis tragos de saliva y afectación al mostrar mis documentos no me delataron.

En el centro antirrábico del Estado me recibió una joven veterinaria que, como yo, hacía la guardia en ese aniversario de asueto. Cuando extraje el cerebro de la bolsa de plástico, expresó al garete:

​•​Caramba, ¡qué cerebro tan grande!¿De qué raza era el perro?

​•​Es un cerebro humano – repliqué con serenidad -. Hice la autopsia de una paciente que falleció esta mañana.

​•​¡Pues yo no toco eso! – exclamó en medio de un ataque de pánico.

Así que, puestos a concluir la investigación, me trastoqué súbitamente en patólogo y, siguiendo sus instrucciones, disequé el cerebro y monté las laminillas para estudiarlo. El examen microscópico reveló los distintivos cuerpos de Negri, inclusiones citoplásmicas típicas de la rabia.

Llamé para notificar del hallazgo y avisar a las autoridades locales y centrales. Además, emití un boletín junto con la veterinaria que para entonces estaba a punto de invitarme a cenar por gratitud. No he vuelto a ver un caso de hidrofobia desde entonces y la rabia humana pasó a ser una categoría metapsicológica.

La ira, el enojo, la cólera. Los diccionarios la definen como “una intensa pasión o sentimiento de disgusto, resuelto en antagonismo y nutrido de sensación de agravio o de insulto”. En los textos aristotélicos se menciona el οργή, una expresión emocional destructiva,  que intenta deshacerse de lo nocivo. Por eso, a la ira “la acompaña cierto goce, porque se pasa el tiempo vengándose con el pensamiento, y la imaginación que acude entonces causa placer, como la de los sueños (Retórica, página 96)”. Entendida así, la rabia disipa el temor y reafirma al sujeto para apartarlo de las injurias que amenazan su integridad afectiva. Es un sentimiento de aversión que protege la vulnerabilidad de nuestro psiquismo.

Somos sujetos del lenguaje. Mediante la palabra nos hacemos presentes en el mundo de los semejantes. Imploramos, negamos, elegimos, rechazamos. Sólo como sujetos hablantes desciframos significados y, desde pequeños, planteamos nuestras demandas perentorias con el llanto, que después, fruto de la experiencia y el fracaso, exige ser verbalizado. Así, la convención del diálogo transforma la perentoriedad de nuestros actos en súplicas o imposiciones, según el caso. Se puede decir que modula la violencia del impulso y lo vierte en fonemas que buscan la respuesta en el otro. El tono de voz, el ritmo y la elocuencia del discurso, derivan de esa interacción que interpela, que rasga el horizonte de lo ajeno para devolver lo propio.

Nuestro impulso natural es descargar las emociones, que se modula mediante el trabajo psíquico de representar y ligar aquellas representaciones que excitan nuestra experiencia con afectos, atenuando la dinámica de acción-reacción. En la medida en que privilegiamos la significación de las vivencias, le damos relevancia a la cualidad y modo de enlace de estas representaciones para regular nuestras descargas afectivas: Reprimimos nuestros berrinches, pedimos las cosas por favor, sonreímos para obtener una gratificación, etc. La fuerza del entorno cultural, validada en lo edípico y lo superyoico, hace su injerencia en nuestros deseos. Nada será igual en adelante, incluso el coraje tenderá a verificarse.

Por eso, todo malestar mental implica una enajenación del sujeto, un modo de extrañarse o sustraerse de la realidad, que se advierte como inaceptable. Cuando abandonamos de bebés la satisfacción plena, al servicio del placer puro, cedimos la confiabilidad a lo que percibimos y cotejamos en atención al otro.  Aprendimos a explorar periódicamente las similitudes y disonancias externas, instituyendo a la memoria como sistema de registro y confirmación. Nuestros impulsos, otrora dirigidos a nuestro cuerpo como investidura de afectos autoeróticos, se subordinaron a modificar la realidad con arreglo a fines específicos, lo que equivale a mudarnos en acciones: llorar para obtener la leche nutricia, iluminar el rostro para reclamar la mirada de mamá, retorcernos con un cólico para rogar su atención, y así sucesivamente.

Conforme maduramos, discernimos que el ejercicio de pensar pone en suspenso nuestras acciones, y que la reflexión pensante denota propiedades que permiten soportar la tensión del estímulo que quiere descargarse. Un ejemplo: “me puede gustar mucho un chico de la escuela, pero me detengo a seducirlo con palabras o insinuaciones, que iré graduando en proporción a su respuesta empática. Si me lanzo de golpe, seguro lo asusto y lo pierdo”.

Cabe preguntarnos: ¿Qué es de la rabia que surge como respuesta a la agresión? La agresión deliberada castra, desintegra, contiene todo el bagaje de la pulsión de muerte. La rabia puede ser una réplica a la motivación frustrada, sea que se ponga en entredicho la seguridad personal o alguna otra necesidad básica. La respuesta adopta así la forma de rechazo, defensa o agresión conmensurable. Nos impacta cual emergencia de un impulso endógeno que se configura como disociación o tensión displacentera. En ese sentido, todo instinto es una pieza dislocada de actividad que intenta ser expulsada hacia la alteridad. Incluso, la abstención y el silencio pueden suscribirse como expresiones de cólera.

Lo habitual, no obstante, es que la rabia desborde. Atrapa al sujeto por los hombros y lo sacude, lo secuestra, lo toma por sorpresa y le arrebata la razón y la mesura. Nubla con su vendaval oscuro toda perspectiva, inunda el afecto y subvierte las palabras en injurias o reproches. La ira tensa los músculos, crispa los puños, irrumpe en el cuerpo. De modo que otorga una fuerza inusitada a quien la padece, una rudeza que suplanta la fragilidad que le sirve de manantial. De ahí la fatiga que sigue a un ataque de cólera: los neurotransmisores exigen mucho de los tejidos, disparan a la vez tantas hormonas y catecolaminas, que se requiere un periodo de latencia para volver a la carga. Lo no hablado irrita, enciende, penetra los órganos y los inflama hasta saturarlos. Su descarga se torna imperiosa: la agresión domina y predomina. ¡Imaginen cuántos procesos psicosomáticos pueden resignificarse bajo este enfoque!

Aprovecho esta disertación para invocar la calma (aunque nos enfurezca el derrotero al que nos pretenden conducir nuestros políticos) y la civilidad en estos dos meses que restan para mutar de un sexenio cargado de diatribas y diferencias que han atravesado familias y comunidades por igual.

Es probable, porque los momios así lo anticipan, que la candidata oficialista obtendrá una victoria aplastante. De ser así, la oposición tendrá que recomponerse y pensar más en el pueblo que en sus seguidores. Para quienes dedicaron su saliva y redes sociales a atacar a un gobierno errático pero al fin y al cabo elegido por mayoría, esta derrota sucesiva los debe hacer recapacitar en cómo ayudar a construir un país mejor y no un territorio marginado.

Como asentara Sigmund Freud hace un siglo, yo me adhiero a la premisa de que el odio precede al amor en la conformación del sujeto. La consecuencia de tal inquina originaria hace que los seres humanos tendamos por naturaleza a acentuar las diferencias y rechazar lo ajeno a expensas de raza, ideología, credo o clase social.
En efecto, para tolerar a los otros como extraños con los mismos derechos en la convivencia social, se requiere un grado de autoestima y sofisticación intelectual que no se da en los árboles. Huelga decir que el resentimiento social y la discriminación de clase son polos opuestos de una misma tendencia que identifica y envenena a la vez.
En ese tenor, conmino a mis lectores a conservar la mesura y respetar el consenso de la mayoría, para ofrecernos mutuamente una patria más armónica, donde quepan todos, a derecha e izquierda, de arriba a abajo, sin exclusiones ni rencores. Es un deseo ingenuo, lo reconozco, pero confío en que prevalecerá la cordura y así, quienes aprendieron a odiar y lo siguen ejerciendo, serán siempre los eslabones rotos de la cadena humanista.

Desde Aquiles, que desató su cólera contra Agamenón por deshonrarlo, como muestra la pintura de Giovanni Battista Tiepolo (1757), los seres humanos nos hemos preguntado qué pasiones arrebatan nuestro corazón más allá de lo puramente instintivo. Nada como el amor, dirían los filósofos, porque se aprende después de que el odio ha poblado de sobra el inconsciente.

PD. Pero el coraje también es una fuerza edificante, como decía Emil Cioran: “Sin embargo, tú sigue tu camino y, como sol escéptico, ilumínalo con los rayos de tu cólera pensadora”.

Leave a comment