No queda nada

No queda nada

Es domingo y se te ha secado el corazón. Avistas el panorama desde Tropea y el mar está quieto cual si durmiese. Una parvada de gaviotas surca el horizonte en lontananza y los turistas se desperezan para elegir las mesas más cercanas a la playa. Ella se ha quedado en el hotel con lágrimas que ya no concitan sentimiento alguno, tan sólo escurren, indistintas. El dolor de la ruptura hace tiempo que cesó, cuando todo estaba perdido y seguían alimentando aquel naufragio como extraños. 

Se conocieron en Berlín, bajo una lluvia inclemente y las calles vacías. El invierno caía como un fardo y Daniela no llevaba paraguas. Poco antes, él salía de visitar el Reichstag y se refugió bajo un tejado. Justo entonces la vio pasar, ensopada. Era menudita, con el cabello revuelto y botas inapropiadas para ese clima. Silbaba e iba sorteando los charcos con trancos de bailarina. Al seguirla, no pudo desprenderse de su talle, sus senos enjutos bajo la blusa húmeda y esa sonrisa perenne, cándida, que parecía burlarse de sí misma. La alcanzó y le plantó la sombrilla sobre la cabeza sin proferir palabra. 

Al momento ella se giró temiendo un asalto pero los ojos profundos y aquiescentes de Maurice la sosegaron. Le dijo en inglés que si le parecía que la acompañara hasta encontrar un bar o su hotel, lo que ella dispusiera. Daniela respondió en italiano que no tenía idea de lo que estaba diciendo. 

– Non sento niente – le gritó, señalando el aguacero encima de ellos.

Ambos rieron al unísono y ahí mismo empezó un romance que hoy se ahoga en un pozo sin remedio. 

Durante años los amigos los llamaban “los doctores” (a cuenta de sus siglas: M.D.); así de inseparables resultaban. Viajaban mucho y aquello parecía unirlos aún más frente a los vendavales, el jet-lag o los distintos cuartos de hotel donde se amaban. 

Los padres de Daniela les ofrecían asilo cada vez que volvían a Italia e incluso habían prometido adquirir un departamento para ellos si se afincaban en Perugia. Pero el oficio de curador es inestable y la pareja se desplazaba continuamente entre los Emiratos Árabes y las capitales de Europa sin descanso. 

Entonces vino la pandemia y los puso a prueba. Ambos se contagiaron a destiempo y tuvieron que pasar dos semanas aislados mientras los síntomas cedían y discurría el miedo, entre muertes cercanas y a falta de remedios convincentes. 

Solo aquí, exánime, con un café que se enfría y su tristeza a cuestas, todo parece un sueño que se extingue. Daniela en sus brazos prolongando el orgasmo, los dedos entrelazados contando anécdotas, sus ojos inquietos buscándolo, desentrañándolo, cuando sondeaban juntos, siempre juntos, el silencio…

Se cuestiona si no serán preferibles esas relaciones burdas que observa en su derredor, que llanamente se requieren; como dos autómatas que van por la vida en penumbra y hablan por necesidad. Él y su amada, en cambio, profundizaban, objetaban, pasaban de la crítica a la censura o se asignaban tareas intelectuales con cualquier pretexto. ¿Acabó eso por fastidiarlos, por sumergir su cariño en un discurso abigarrado?

Frente a él pasa una caterva de adolescentes chanceando y golpeándose los glúteos entre majaderías. Al verlos, piensa si debieron tener hijos para consolidar el vínculo, pero Daniela – tras el aborto – decidió concentrarse en su carrera literaria y abandonar todo intento. Maurice consideró que era su prerrogativa, pese a todo, y simplemente alzaba los hombros cuando su suegra insistía en que le dieran un nieto.

Además, la muerte de su padre la devastó. Pasaron tardes enteras afuera de su habitación mientras se recuperaba de la eritroleucemia. Si no era el estrago de la quimioterapia, caía fulminado por la aplasia medular que le seguía, con fiebres altísimas y un delirio constante. Maurice deseó muchas veces que muriera, entre dientes, para ahorrarle sufrimiento, pero en el fondo ansiaba librar a su mujer de ese calvario. 

El CoVID no hizo sino empeorar las cosas, porque L’Ospedale da Campo cerró sus puertas a los familiares y se contentaron con hablar con el enfermo – cuando estaba lúcido – mediante teléfonos móviles. 

Su deceso, tan esperado y tan temido a la vez, le arrancó la risa a su madre y a ella la sumió en una amargura inusitada. Deambulaba por la casa envuelta en recriminaciones; contra la viuda, los médicos, el mundo entero. A veces hasta bien entrada la noche. Maurice le rogó que consultara a un psiquiatra, pero Daniela se negó enfáticamente, arguyendo que su duelo era un asunto íntimo y sólo el tiempo lo curaría. Se limitó a cuidar a su madre y no quedó más remedio que separarse por un año. Esa oscura herida también desangró a la pareja. 

Maurice la llamaba todos los días, a distintas horas, estuviera en Estocolmo o en Dubai. Ella a veces contestaba y se ofrecía cortante en el teléfono, acaso preguntaba cómo iban los asuntos de museografía. Otras, sencillamente, se declaraba indispuesta o dormida. Cuando podía, él se apersonaba en Perugia sin anunciarse, con un ramo de flores o un regalo exótico de los países árabes. Daniela lo recibía mediante una sonrisa vaga y se dejaba hacer el amor para saciarlo, pero carente de entusiasmo. Así, con tal indolencia, se deslizaron semanas que fueron meses.

Alguna madrugada en el bar del Ritz Carlton en Bahrein, una mujer le ofrendó sus deslumbrantes ojos negros desde el otro extremo de la barra. Estaba exhausto y el guiño le resultó arbitrario y riesgoso, pero le permitió acercarse y pedir champaña para seducirlo. Se sentía desolado y extrañaba la luz que Daniela había arrojado al limbo. Aún así, trabó conversación insulsa con la odalisca, debatiéndose todo el rato acerca de qué hacer frente a ese envite. Incluso se dejó rozar la mejilla con sus labios, simulando estar aturdido por tales encantos. Quizá lo estuvo, de momento. Sin embargo, cuando ella le pidió que la condujera a su habitación, él se desprendió con un salto de su embrujo y le dijo:

• Añoro al amor de mi vida, Aisha, y no voy a perderlo esta noche. Te agradezco la cortesía y tu belleza, pero no soy lo que parezco, no estoy buscando saciar mi soledad – y le besó la mano tras pagar la cuenta. 

Ese mismo día regresó a Perugia vía Frankfurt y se detuvo a meditar en el aeropuerto como un zombie, ajeno a la aglomeración de viajeros y al vuelo que perdía sin abordarlo. Pasó la noche en el Steigenberger incapaz de conciliar el sueño. Traía consigo una novela de Colm Toíbín que leyó, imperturbable, durante seis horas hasta que aterrizó en Umbria y emergió de su letargo. La terminal aérea le pareció insólita, como si no la hubiese recorrido en decenas de oportunidades. Exhibía una barba rala de tres días, la ropa arrugada y un aspecto de vagabundo que atraía las miradas suspicaces de otros pasajeros.

Había comprado tres juegos de sostén y de thongs en Victoria’s Secret, recordando con deleite las tallas y la tersura de piel de su Daniela. Sonreía cuando pagó las prendas a tal grado que la dependienta, en un inglés entrecortado, le ofreció un perfume de regalo. Guardó todo con cuidado en su maleta de mano y se hospedó en el hotel del aeropuerto. Después cayó en un trance y pasó la madrugada en vela. 

Una vez en Perugia, con su tesoro a cargo y de mejor talante, se encaminó en un taxi a la casa de los Vitti. Intuía que el recibimiento sería de nuevo frío pero estaba dispuesto a reconquistarla. 

Para su sorpresa, no bien franqueó la puerta, ella lo abrazó y lo besó como si hubiese resucitado. Desdeñó el paquete y subió empujándolo a su habitación para envolverlo en un coito como hacía años no tenían. Sudaron y se vertieron en saliva, semen y jadeos sin importar la hora o el barullo que producía aquel arrebato.

Hoy, al recordarlo, Maurice se permite sollozar calladamente. El océano está quieto y la marea retrocede. Impávido, sofoca otro reproche. Su egolatría le ha impedido recoger los escombros, aceptar la derrota y volver a intentarlo.

Es domingo; el sol se oculta tras las nubes, languidece, y el repicar de las campanas distantes convoca a misa. Una voz interna, muy hondo, le ruega que vuelva, que tome el rostro de su compañera entre las manos y le suplique que lo ame, que no olvide, pero que perdone. 

Bajo ese pensamiento en vilo, emprende el regreso a la habitación donde Daniela duerme. Con suerte encontrará sus labios todavía húmedos y le susurrará al oído, atestiguando su esplendor, mientras se despabila: 

• Soy tuyo, mujer, amada mía; dime que no te has dado por vencida. 

La conquista de la luna

La conquista de la luna

En aquella casa de dos plantas, revolvieron la baraja. El primogénito de ella objetó desde el comienzo; nunca habría de confraternizar con tales extranjeros. La más pequeña se mostró reticente a cualquier mimo y salió al balcón sin emitir palabra. La tarde invernal pintaba con nubarrones desflecados y lloró adosada al umbral, dejando claro que no haría familia. Los otros se miraron con suspicacia, escudriñando el territorio; aún estaba en vilo si habitarían el mismo hogar. Destaparon champaña y chocaron las copas, ajenos a la tribulación de los hijos. El festejo se prolongó hasta la madrugada y ellos, unidos en el desasosiego, observaban arropados desde la escalera. Claudia acarició a la perra y fue el primer gesto fraternal que compartieron.Luego los venció el sueño y prefirieron ocupar cuartos separados. Los Basurto en la estancia del fondo y los Rodríguez en la recámara de las niñas, cobijando a la pequeña. Se toparon en el baño varias veces esa noche, pero sólo se saludaron con mugidos, entre dientes. Habrá que ver cómo amanecen. 

Conformar una familia híbrida no es cosa fácil. Quizá los testimonios más detallados proceden de Estados Unidos, fruto de la experiencia de casi la mitad de la población urbana, donde se conoce como “blended family”. El esquema se define como dos personas divorciadas que se encuentran y aportan su progenie a cuestas, con la esperanza de que todo será miel sobre hojuelas. Pero aquello de que “el amor los mantendrá unidos” resulta pronto una falacia. La inestabilidad y el resentimiento que arrastran los hijos de un divorcio – con sus alianzas edípicas, flagrantes o inconscientes – , pone en jaque el vínculo que se  pretende forjar a contramano. Es habitual que los cónyuges se quejen de interferencia con su autoridad, de rivalidades inesperadas entre la “mezcla de hermanos” que anhelan cierto favoritismo frente a las exigencias o responsabilidades de la cotidianidad. Aún más, si uno de los padres del primer matrimonio (frecuentemente la mujer) queda en desventaja socioeconómica, sus hijos cuestionarán los privilegios que se sumen al nuevo enlace, cifrados en un sentido de justicia impelido por la lealtad, más que por la oportunidad. 

La defensa narcisista de la estirpe es con mucho uno de las primeras piezas en conflicto para la pareja.  Como ambos están gravados por las relaciones y expectativas previas, el reto para fraguar una entidad cohesiva es significativo. La llamada “norma de reciprocidad” está bajo amenaza constante y la tendencia natural es favorecer a los propios hijos, lo que requiere un gran sentido de moderación en situaciones de disputa.

Tal como se ha visto en países que reciben una considerable influencia social o mediática de Estados Unidos (Canadá, México, Colombia, Brasil, etc.), las “familiastras” (step-families en inglés) son cada día más comunes.  La expectativa de que se gestará una armonía al instante suele ser fuente de frustración, ante todo cuando no se han dirimido o anticipado las dificultades que yacen en el camino. Una pareja que se comunica poco, o que lo hace más atenta a la fantasía que a la realidad, se topará sin duda con desencuentros y fracturas en su nuevo matrimonio. Lo inevitable es repetir los patrones de conducta y afinidad que se ejercieron en el matrimonio de origen, algo que puede ser irritante cuando la nueva estructura familiar hace esfuerzos por cohesionarse.  

Hasta donde sabemos, nadie ha encontrado una mejor fórmula de acomodo que el diálogo y la tolerancia. Una familia híbrida donde “todos se entienden muy bien” está ocultando o suprimiendo afectos que saltarán como palomitas de maíz en cuanto se caliente el horno. Lo que no se habla, se enquista y se transforma en una neoplasia que termina por invadir el tejido familiar, de suyo delicado y sujeto a prueba. 

Los adolescentes, debido a su vehemencia y su capacidad de discernimiento, requieren tiempo y atención; acaso tanto como los pequeños, cuya adherencia edípica los hace especialmente vulnerables.  Como resulta obvio, estos menesteres constriñen a la pareja y requieren de un interés desusado para hacer que las cosas marchen, salvando obstáculos. Quienes no están dispuestos a tal sacrificio, difícilmente sostendrán la nueva relación con aplomo, y se deslizarán lenta pero irremisiblemente al fracaso marital. Máxime que los segundos matrimonios – donde las concesiones son menos halagüeñas y la argamasa de los hijos no existe – suelen ser mucho más frágiles.   

Los terapeutas de familia han puesto el énfasis en varias etapas de integración que pueden durar desde cuatro hasta siete años, si ambos padres saben soportar los tropiezos y mantener como eje cimentador a la nueva pareja. A saber: 

Etapa 1. Fantasía – Caracterizada por sobradas expectativas y deseos de reformular la familia como si nada hubiera pasado, ajenos a la carga que se arrastra del fracaso previo o los problemas no resueltos con los hijos.

Etapa 2. Inmersión – El sistema empieza a resentir la unión. Se experimentan las fuerzas subyacentes en tensión. El padre  o madre postiza se excluye y el lazo con el progenitor biológico se fortalece inclinando la balanza, como mecanismo de protección y defensa. El adulto excluido puede sentirse rechazado y responsable de la situación, lo que conduce a actuar con excesos.

Etapa 3. Advertencia – Caen las fantasías de la familia instantánea. Ambos padres empiezan genuinamente a conocer a los extraños con los que cohabitan y a identificar sus pautas de conducta y agresión. Si son consecuentes, los padres biológicos empiezan también a reconocer las limitaciones de un enfoque con favoritismos y emprenden estrategias de cohesión. 

Etapa 4. Movilización – Las diferencias se expresan más abiertamente. Fisuras e idiosincrasias hacen su aparición a ocho columnas. La familia se percibe envuelta en un proceso caótico, de batallas frecuentes y creciente territorialidad.  Es justo la etapa que exige mayor tolerancia y observación de ambos padres. 

Etapa 5. Acción – Se emprenden negociaciones acerca del funcionamiento del núcleo familiar. Se trazan límites y gradualmente se establece la dinámica interna y externa de la familia híbrida. Este proceso debe ser gradual y asimilando a los miembros del grupo de acuerdo a sus propias demandas afectivas y ritmo de integración. 

Etapa 6. Contacto – Se difuminan los pasos y se hace más flexible la coherencia interna. Con frecuencia, esta etapa se vive como una luna de miel y habrá que vigilar retrocesos y reticencias. Hasta aquí es que la figura del padre o la madre adoptivos adquiere significancia y se asume una cultura de respeto que moldea poco a poco a la nueva familia.

Etapa 7. Consolidación – La “familiastra” ha adquirido vínculos y matices estables, acaso confiables; los miembros que bajaron del barco se mantienen a distancia prudente y hay transparencia acerca de los nuevos roles dentro y fuera de la comunidad. Ambos padres reciben una aceptación cómoda y equilibrada, con preferencias ostensibles y sin engaños o jaloneos. Por supuesto, este contexto ideal no puede alcanzarse sin ayuda (abuelos o amigos de soporte, terapia familiar o guía espiritual) y sin atravesar las etapas previas. 

En torno a la mesa del desayuno, Octavio musita que está harto de que lo traten como mueble; Claudia escucha por lo bajo y le patea la espinilla, en un gesto de reconvención. Los extraños se han dado cuenta y fruncen el seño al unísono. No esperan a que baje su padre: salen en estampida y azotan la puerta. Con el golpe cae un florero y la foto de la boda, hechos trizas; un curioso presagio para comenzar el día.   

Les recomiendo tres libros serios, en medio de una extensa bibliografía insulsa.

  1. George S. Glass. Blending families successfully. Skyhorse, New York 2014. 
  2. Leopoldo y Charlotte Chagoya. Técnicas de terapia familiar. Guía básica. Gavia editores, México 2017. 
  3. Susan Phillips. Stepchildren speak: ten grown-up stepchildren teach us how to build healthy stepfamilies. AWYN publications, New York 2004. 

Cuaderno de amargura

Cuaderno de amargura

Como afirma un connotado autor, la enfermedad que más padecemos en la actualidad es la pandemia de la estupidez. Si bien la proliferación de teléfonos “inteligentes”, aderezados de ChatGPT, instagram y otros tantos recursos accesibles, han facilitado la comunicación global, acarrean asimismo una pereza mental inusitada.

En nuestro país, un estudio publicado por El Economista en Abril de 2023 (con todo y encierro reciente) demostró que la población adulta lee 3.4 libros al año (!!) y que tal población representa menos del 70% de los adultos activos en México. Además de ser un penoso referente de nuestra pobreza intelectual, tales cifras desmienten toda posibilidad de acceder a una perspectiva de mejoramiento social y económico en el futuro previsible. Nos estamos desgarrando las vestiduras por los libros de texto, cruzada tardía que se ha dejado en manos de burócratas sexenales, y a cambio no promovemos la lectura, porque es preferible sustituir el modelo del celular o empacharse de series televisivas que sentarse a gozar las páginas de un buen libro. 

Como invitación para mis amables lectores, a últimas fechas estoy releyendo los poemas épicos de Homero, sazonándolos con dos libros contemporáneos que les recomiendo mucho (1, 2), en especial para quienes admiten que debió acentuarse una perspectiva feminista a la epopeya de Troya. Por otro lado, la experta académica Andrea Marcolongo, que radica en París, autora de un hermoso libro que engalana el antiguo griego para los lectores profanos (traducido al inglés como The Ingenious Language, Europa Editions 2019), publicó durante la pandemia “La lezione di Enea” que invita a quienes amamos la literatura a desentrañar a Virgilio.

Como ven, en un breve párrafo he acotado cuatro o cinco libros que podrían abrir el universo pensante de cualquier paisano, dándole al tiempo la oportunidad de reflexionar por sí mismo y rastrear los orígenes de nuestra cultura occidental. No se diga virar la mirada hacia España o latinoamérica y adentrarse en Javier Cercas, Jesús Carrasco, Javier Marías, Rosa Montero, Almudena Grandes, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges o Mario Vargas Llosa por nombrar a unos cuantos del nutrido acervo que enriquece nuestro idioma.

Si a cambio preferimos los memes, Tik Tok o Facebook, la batalla no está perdida del todo, siempre y cuando renunciemos a las horas malgastadas en la pantalla y aceptemos un libro por mes en nuestro buró (sin que se llene de telarañas, por supuesto). Tal proeza equivale a superar por un múltiplo de cuatro el promedio de anemia literaria que arrastramos. 

Ayer revivimos otro 11 de septiembre y para que no se olvide, les comparto un relato que publiqué en este mismo espacio hace doce años y que me parece tan vigente como entonces para versar en torno al fanatismo (otra forma de estupidez con arteras consecuencias).

Ese martes de Septiembre, cerca de las nueve de la mañana, me encontré a un colega boquiabierto en el pasillo hacia nuestro consultorio. – Acaba de chocar un avión contra el World Trade Center de Nueva York– me dijo con voz entrecortada. Parecía una pesadilla o la escena de una película siniestra. Caminamos en silencio hacia la televisión más cercana, colgada en una esquina de la sala de espera contigua. La escena mostraba la cortina de humo que emergía de la torre norte hacia la mitad de sus 110 pisos, mientras nos tratábamos de explicar cómo podía haber ocurrido un accidente tan absurdo, en una ciudad rodeada al menos por tres aeropuertos y una seguridad aérea cotidianamente probada. 

En esos instantes difusos, apenas pasadas las 9:03 a.m., un Boeing comercial de American Airlines, entró frenando los motores a la torre sur, en un deliberado ataque de destrucción masiva. Un largo suspiro y los distantes gritos de horror de millones de televidentes se congelaron con esa imagen. Vimos aterrados cómo saltaban algunos ocupantes de las torres al vacío, ángeles que se desplomaban a una muerte segura pero lejos del infierno que consumía ambas Torres Gemelas. 

Escasamente media hora y una hora después, sin que nos hubiésemos apartado del televisor, las torres se desplomaron. Una multitud corría en desbandada, cubierta de polvo como lo mostraban las cámaras cercanas: espectros despeinados, con heridas sangrantes, automóviles destruidos, desolación  y muerte, muerte a gran escala. 

Conforme se fueron derramando las imágenes en esa mañana, entendimos que se alzaba el espectro de la guerra, que el ataque de comandos de Al-Qaeda (ni siquiera sabíamos que connotación gregaria tenía ese grupo) era el resultado de una acumulación de desaciertos y golpes de suerte que acabaron con la vida de más de cinco mil inocentes. La cara de George Bush lo denotaba, incrédulo en un aula escolar de Miami, mientras le susurraban los pormenores del atentado. ¿Quiénes estaban en Nueva York en ese momento? ¿Quiénes se quedaron varados en Terranova, Moscú o Shangai, sin poder acceder al espacio aéreo que se había cerrado en el país más poderoso y más visitado del mundo? 

Era predecible suponer que dos consecuencias directas emanarían del ataque y destrucción de los edificios del WTC. Por una parte, enfermedad pulmonar intersticial y bronquiolitis crónica en quienes estuvieron más tiempo expuestos a la emanación de polvos en la zona cero. Diversos reportes, algunos francamente amarillistas, sucedieron a la vigilancia clínica de los bomberos, policías y otros trabajadores que se dieron al rescate de cadáveres y sobrevivientes de la tragedia. Me temo que más con fines políticos que con apego a la verdad. Uno de los pocos estudios serios que rescatan la magnitud del daño pulmonar que sufrieron estos héroes anónimos) retrata una neumonitis por metales, carbón y sílice como era de esperarse ante una exposición tóxica de esa magnitud. 

El segundo efecto, quizá el más exacerbado, fue el estrés y la paranoia que suscitó este ataque en un país acostumbrado a transitar en la inopia, por chauvinismo y uniformidad social (3, 4).

Un sondeo rápido hecho a lo ancho de Estados Unidos demostró que cerca de la mitad de los adultos sufrían algún tipo de indefensión o temor derivado del impacto mediático lanzado esa mañana de Septiembre. La afrenta despertó odio, belicosidad y una suspicacia exagerada hacia los ciudadanos de origen árabe, o hacia cualquier extranjero que no comulgara con el espíritu vindicativo que alentaba el gobierno de Bush. No hubo tregua ni tiempo para reflexiones. En pocos meses, la sociedad norteamericana estaba dividida entre quienes reclamaban justicia militar (celebrando los bombardeos de Iraq como festines de fuegos artificiales) y aquellos que, conscientes del sacrificio histórico que habían implicado cuatro guerras sangrientas en el siglo XX, proponían una respuesta más programada contra esos enemigos silenciosos de Al Qaeda en Pakistán y Afganistán. Se formó un frente “aliado” arrogándose la denominación que hace eco a las fuerzas militares que destronaron a Hitler, en una especie de cruzada contra los infieles. Se inauguró el término “preemptive strike” que designa una acción bélica sin justificación por represalia; más bien, “para eliminar al enemigo antes de que ataque”. A ese respecto, les recomiendo leer el sesudo análisis del Dr. Lawrence Freedman, Profesor de Estudios de Guerra en King´s College London, que sugiere que el concepto de acciones bélicas preventivas tiene implicaciones devastadoras en la búsqueda de soluciones a los conflictos internacionales.
No hay duda que nuestra perspectiva cambió desde el 11S: la legitimación de la “guerra santa”, el asesinato de jóvenes (muchos de ellos reclutados por necesidad) y civiles, la masacre sistemática y el desmoronamiento de la sociedad en Iraq, la venganza nunca consumada. Cambió con ello la prioridad científica, el refinamiento y la calidad de la atención médica, la incidencia del estrés postraumático que afecta a incontables veteranos inmaduros, muchos de ellos con la vida rasgada para siempre (un ejemplo elocuente se ve en la película “In the valley of Elah” que protagonizan Susan Sarandon, Charlize Theron y Tommy Lee Jones (5).

Entre otras cosas, se crearon nuevas agencias para supervisar el terrorismo biológico y el daño causado por los conflictos bélicos en varios continentes. El gobierno norteamericano se atribuyó la calidad de gestor y vigilante mundial de las sublevaciones y los ataques de cualquier facción de corte islámico, sin importar la legitimidad o la naturaleza de sus motivos.

Un inquietante reporte emitido hace quince años por las Asociaciones de Psiquiatras (APA) y Médicos (AMA) denuncia que la prohibición expresa de participar en interrogatorios por parte de los profesionales de la salud está siendo vulnerada por las directivas militares en Estados Unidos. No debería extrañarnos, esa es la naturaleza humana, regida por el odio y la retaliación. Lo grave es que no haya mecanismos sociales que impidan que los prisioneros de guerra se conviertan en objetos de tortura para extraerles información a cualquier costo. 

Algo más que nuestra fe en un mundo que busca entendimientos en lugar de agresiones se cayó hace dos décadas con el estrépito de las Torres Gemelas. También se perdió la confianza en que los médicos sabremos delimitar nuestras obligaciones éticas para cuidar a los indefensos y curar a los que sufren, nada más…sin adherencias fanáticas o sed de venganza.

PD. En otro 11 de septiembre, lamentable para nuestras venas sangrantes en Latinoamérica, el Palacio de la Moneda fue asaltado por un ejército sublevado desde las maquinaciones fascistas (6). El presidente Salvador Allende defendió con su vida esa conspiración, que hundió a nuestros hermanos chilenos en el oscurantismo durante poco más de tres lustros.

Referencias.
1. Natalie Haynes. A thousand ships. Harper Perennial, New York 2021 (traducido como “Las mil naves” Narrativa Salamandra, Madrid 2022).

2. Madeleine Miller. The song of Achilles. Ecco, New York 2012 (traducido como “La canción de Aquiles, Alianza Editorial, Madrid 2021).

3. Lucy Easthope. When the dust settles: stories of love, loss and hope from an expert in disaster. Hodder & Stoughton, New York 2022.

4. Joseph Pfeifer. Ordinary heroes. A memoir of 9/11. Portfolio, New York 2021.

5. Película “In the valley of Elah” producida por NALA films, Septiembre 2007 (lanzada en Hispanoamérica como “Valle de las sombras” o “La conspiración”).

6. Mónica González. La conjura. Los mil y un días del golpe. Editorial Catalonia, Santiago 2013.

Los ríos confluyen en un mar distante

Los ríos confluyen en un mar distante

There is no antidote for the opium of time. Thomas Browne  (Hydriotaphia, 1658)

Lo esperaba en la cama, semidesnuda, todas las noches hasta que perdió la fuerza. Arropado en su cuerpo sudoroso, bajo la noche eterna, él disipaba su melancolía y se dejaba arrastrar, con ese parsimonioso oleaje que conocen los amantes. Degustaba sus besos, las caricias que permitían delinear su carne enjuta, siempre añorada. Era tanto como ausentarse, dar la espalda al día, renunciar al clima o la época del año. Desoír el barullo de las calles y sus propios pensamientos, que hubiesen querido asaltarlo y trastocar la mansedumbre que se permitía por unas horas escasas y esporádicas. 

Con aquellos desencuentros, se fueron haciendo añejos. La mujer devino escritora con pulso propio y viajó hacia el mar, donde sólo la brisa podía perturbarla. Conoció la felicidad de ser madre, e incluso acunó a un hijo adoptivo que la vida había abandonado a su suerte. Se puede decir que enfrentó sola las tempestades, recogiendo redes cuando sus playas eran azotadas por la furia de los vientos o los hombres. Sobrevivió, pese a todo. Su fragilidad fue como esos lirios que soportan las tormentas, y una vez que abre el cielo, se recuperan casi intactos cuando a su derredor  los árboles y las hojas han caído.

Los hijos crecieron y volvieron a la ciudad, con sus avatares y sus preguntas a cuestas. Ella los vio partir y se mostró entera; lloró para sí, en silencio y sin confesarlo a ninguno. Gradualmente vació los armarios y los estantes y los reemplazó con libros, recuerdos, las mismas fotografías y una gata que envejeció a su lado, más aprisa, más indiferente.  

El hombre, en cambio, se sumergió en un torbellino. Menos reflexivo, escaló montañas hasta romperse las costillas, peleó batallas ajenas y curó las cicatrices en lechos efímeros, como hacen los gladiadores. Crió familias, edificó casas que abandonó cuando era tiempo, impelido por su criterio apasionado, abriendo sendas, deshojando anhelos.

No supo conservar sus vínculos; su naturaleza indómita lo impulsaba a surcar nuevas aguas, a dejar atrás todo puerto que aparentara seguridad. Fue pareja de una modelo, auspiciado por su cuerpo firme y sus ojos ávidos de padre, de sustento. Ella, sin saberlo, acabó por retornar a sus orígenes, a mentirle y a rastrear su pasado de lujuria, pidiéndole a cambio contrición y prudencia. Repelido por tal ambigüedad, la abandonó cuando ella ansiaba recuperar su atención, exigiendo prebendas y viajes a parajes lejanos, como si sólo él pudiera descubrirle lo inesperado. Cierto es que dominaba varias lenguas y se preciaba de ser un ciudadano del mundo, pero en el fondo siempre fue un infante abandonado, en pos del oráculo de Tebas para reafirmar su hombría.

Después quiso asentarse, prohijando un hogar a contramano, con el acento pequeñoburgués de las menudas garantías. Mascotas, sábados de familia por extensión, crianza sobradamente autoritaria y hechuras alambicadas en los muros. Pero en aquel proceso errático nunca faltó la certeza del encierro, de cierta herrumbre crispando las alas y la perspectiva, de la inhóspita traición a uno mismo.

Un buen día, en tierras otrora ajenas y frente a un manjar apenas degustado, estalló en injurias – destinadas quizá a su pusilanimidad antes que nada – y emprendió otro rumbo, tan ignoto como todos los anteriores, tan apetecible como su desolación.

Llegó el día en que se ablandó su tenacidad. Lo advirtió al despertar y detallarse ante el espejo. Estaba en un baño de hotel en Delft: desde la habitación contigua resonaba el sopor de una extraña. A través de los ojos lánguidos, trazados con ese rojo amanecer de la ebriedad, se concentró en su anatomía. Había perdido ese brillo de antaño, incluso la sonrisa se opacó. Los brazos fláccidos y esa respiración entrecortada, de fumador, de simple veteranía. 

Pasó la tarde solo, contemplando el cuadro de Rembrandt que muestra al Dr. Tulp disecando al ladronzuelo Aris Kindt en el Waaggebouw. En esa imagen profética, sus alumnos miran el diagrama que sostiene otro científico invitado, René Descartes, alguna vez versado en el cuerpo y la caducidad del alma. La mano expuesta e invertida fue un error deliberado del pintor, se aduce, para revelar la naturaleza malsana de la víctima durante tal ejercicio patológico. Supo entonces que era imposible volver. Que aquellas oportunidades – en un bosque, frente a las puertas de un quirófano – eran ya territorios olvidados. Ambos torcieron el rumbo, quizá fruto de un magnetismo recíproco, que los mantuvo atraídos pero distantes. De nada sirve amar cuando hay océanos que ahogan los sueños y náufragos que deliran en la soledad de la noche. 

Cuando Eva vino a consulta aquella tarde, le pregunté por su madre. 

  • Está bien – me dijo, complacida – aún escribe sonetos y se refugia en los libros. Es independiente, siempre lo fue y lo será hasta su muerte. 

Sonreí y proseguí con el interrogatorio, fingiendo discreción. 

– Tengo anotado que estás tomando cien microgramos, además de los fármacos para el colesterol y tu reemplazo hormonal. ¿Tienes alguna molestia?

  • ¿Y tu padre? – inquirió, un envite que no esperaba. 
  • Hmmm – murmuré pensativo – creo que murió feliz, a pesar de su deterioro. Le gustaba el beisbol y un día, sin más preámbulos, notó ciertas contracciones en una pierna, a poco debilidad en los brazos y para ahorrarte su lenta progresión, empezó a tragar con dificultad y la voz se le fue apagando…

Me mira con ojos bien abiertos, apenada. 

  • No sabía – musita – ¡qué pena que sufriera tan terrible enfermedad!
  • Perdona, Eva, me dejé llevar por el recuerdo. Es un devastador trastorno neurológico; le llaman la enfermedad de Lou Gehrig, en honor a un gran beisbolista que la padeció.  
  • Pero tu padre ¿volvió a México? – me pregunta en un tono que me  remite a las descripciones relativas a su madre. 
  • A la sombra de su nostalgia, Eva. Un diletante en busca de sí mismo. 

Ambos callamos; nos une una fraternidad curiosa, que es preferible no ahondar. Reviso su tiroides, me detengo en las molestias respiratorias que la aquejan y le advierto de algunos nevos que tendrá que vigilar para evitar riesgos.  

  • Te veo en dos meses, Eva, saluda a tu mamá con mucho cariño. Evítale detalles, si es posible. 

Al verla partir, me pregunto si se vieron antes de que él muriera. Si la quiso tanto como me confesó cuando estuve a punto de divorciarme y solicité su consejo. 

  • En la vida lo valioso está en sumar, hijo mío – señaló. 

Supongo que lamentaba que aquella delicada mujer que le enseñó a salir de su pesadumbre y de tantas desventuras, no pasara el resto de sus días leyendo a su lado alguna obra de W.G. Sebald; en especial “Los anillos de Saturno”, que fueron de algún modo la metáfora de los satélites derruidos que gravitaron en su entorno. 

Lecturas recomendadas.

W.G. Sebald. The rings of Saturn. New Directions Publishing, New York 2016

Rosa Montero. La ridícula idea de no volver a verte. Booket, Madrid 2018

Claire Norton. Celle que je suis. Robert Laffont éditeur, Paris 2021