Es domingo y se te ha secado el corazón. Avistas el panorama desde Tropea y el mar está quieto cual si durmiese. Una parvada de gaviotas surca el horizonte en lontananza y los turistas se desperezan para elegir las mesas más cercanas a la playa. Ella se ha quedado en el hotel con lágrimas que ya no concitan sentimiento alguno, tan sólo escurren, indistintas. El dolor de la ruptura hace tiempo que cesó, cuando todo estaba perdido y seguían alimentando aquel naufragio como extraños.
Se conocieron en Berlín, bajo una lluvia inclemente y las calles vacías. El invierno caía como un fardo y Daniela no llevaba paraguas. Poco antes, él salía de visitar el Reichstag y se refugió bajo un tejado. Justo entonces la vio pasar, ensopada. Era menudita, con el cabello revuelto y botas inapropiadas para ese clima. Silbaba e iba sorteando los charcos con trancos de bailarina. Al seguirla, no pudo desprenderse de su talle, sus senos enjutos bajo la blusa húmeda y esa sonrisa perenne, cándida, que parecía burlarse de sí misma. La alcanzó y le plantó la sombrilla sobre la cabeza sin proferir palabra.
Al momento ella se giró temiendo un asalto pero los ojos profundos y aquiescentes de Maurice la sosegaron. Le dijo en inglés que si le parecía que la acompañara hasta encontrar un bar o su hotel, lo que ella dispusiera. Daniela respondió en italiano que no tenía idea de lo que estaba diciendo.
– Non sento niente – le gritó, señalando el aguacero encima de ellos.
Ambos rieron al unísono y ahí mismo empezó un romance que hoy se ahoga en un pozo sin remedio.
Durante años los amigos los llamaban “los doctores” (a cuenta de sus siglas: M.D.); así de inseparables resultaban. Viajaban mucho y aquello parecía unirlos aún más frente a los vendavales, el jet-lag o los distintos cuartos de hotel donde se amaban.
Los padres de Daniela les ofrecían asilo cada vez que volvían a Italia e incluso habían prometido adquirir un departamento para ellos si se afincaban en Perugia. Pero el oficio de curador es inestable y la pareja se desplazaba continuamente entre los Emiratos Árabes y las capitales de Europa sin descanso.
Entonces vino la pandemia y los puso a prueba. Ambos se contagiaron a destiempo y tuvieron que pasar dos semanas aislados mientras los síntomas cedían y discurría el miedo, entre muertes cercanas y a falta de remedios convincentes.
Solo aquí, exánime, con un café que se enfría y su tristeza a cuestas, todo parece un sueño que se extingue. Daniela en sus brazos prolongando el orgasmo, los dedos entrelazados contando anécdotas, sus ojos inquietos buscándolo, desentrañándolo, cuando sondeaban juntos, siempre juntos, el silencio…
Se cuestiona si no serán preferibles esas relaciones burdas que observa en su derredor, que llanamente se requieren; como dos autómatas que van por la vida en penumbra y hablan por necesidad. Él y su amada, en cambio, profundizaban, objetaban, pasaban de la crítica a la censura o se asignaban tareas intelectuales con cualquier pretexto. ¿Acabó eso por fastidiarlos, por sumergir su cariño en un discurso abigarrado?
Frente a él pasa una caterva de adolescentes chanceando y golpeándose los glúteos entre majaderías. Al verlos, piensa si debieron tener hijos para consolidar el vínculo, pero Daniela – tras el aborto – decidió concentrarse en su carrera literaria y abandonar todo intento. Maurice consideró que era su prerrogativa, pese a todo, y simplemente alzaba los hombros cuando su suegra insistía en que le dieran un nieto.
Además, la muerte de su padre la devastó. Pasaron tardes enteras afuera de su habitación mientras se recuperaba de la eritroleucemia. Si no era el estrago de la quimioterapia, caía fulminado por la aplasia medular que le seguía, con fiebres altísimas y un delirio constante. Maurice deseó muchas veces que muriera, entre dientes, para ahorrarle sufrimiento, pero en el fondo ansiaba librar a su mujer de ese calvario.
El CoVID no hizo sino empeorar las cosas, porque L’Ospedale da Campo cerró sus puertas a los familiares y se contentaron con hablar con el enfermo – cuando estaba lúcido – mediante teléfonos móviles.
Su deceso, tan esperado y tan temido a la vez, le arrancó la risa a su madre y a ella la sumió en una amargura inusitada. Deambulaba por la casa envuelta en recriminaciones; contra la viuda, los médicos, el mundo entero. A veces hasta bien entrada la noche. Maurice le rogó que consultara a un psiquiatra, pero Daniela se negó enfáticamente, arguyendo que su duelo era un asunto íntimo y sólo el tiempo lo curaría. Se limitó a cuidar a su madre y no quedó más remedio que separarse por un año. Esa oscura herida también desangró a la pareja.
Maurice la llamaba todos los días, a distintas horas, estuviera en Estocolmo o en Dubai. Ella a veces contestaba y se ofrecía cortante en el teléfono, acaso preguntaba cómo iban los asuntos de museografía. Otras, sencillamente, se declaraba indispuesta o dormida. Cuando podía, él se apersonaba en Perugia sin anunciarse, con un ramo de flores o un regalo exótico de los países árabes. Daniela lo recibía mediante una sonrisa vaga y se dejaba hacer el amor para saciarlo, pero carente de entusiasmo. Así, con tal indolencia, se deslizaron semanas que fueron meses.
Alguna madrugada en el bar del Ritz Carlton en Bahrein, una mujer le ofrendó sus deslumbrantes ojos negros desde el otro extremo de la barra. Estaba exhausto y el guiño le resultó arbitrario y riesgoso, pero le permitió acercarse y pedir champaña para seducirlo. Se sentía desolado y extrañaba la luz que Daniela había arrojado al limbo. Aún así, trabó conversación insulsa con la odalisca, debatiéndose todo el rato acerca de qué hacer frente a ese envite. Incluso se dejó rozar la mejilla con sus labios, simulando estar aturdido por tales encantos. Quizá lo estuvo, de momento. Sin embargo, cuando ella le pidió que la condujera a su habitación, él se desprendió con un salto de su embrujo y le dijo:
• Añoro al amor de mi vida, Aisha, y no voy a perderlo esta noche. Te agradezco la cortesía y tu belleza, pero no soy lo que parezco, no estoy buscando saciar mi soledad – y le besó la mano tras pagar la cuenta.
Ese mismo día regresó a Perugia vía Frankfurt y se detuvo a meditar en el aeropuerto como un zombie, ajeno a la aglomeración de viajeros y al vuelo que perdía sin abordarlo. Pasó la noche en el Steigenberger incapaz de conciliar el sueño. Traía consigo una novela de Colm Toíbín que leyó, imperturbable, durante seis horas hasta que aterrizó en Umbria y emergió de su letargo. La terminal aérea le pareció insólita, como si no la hubiese recorrido en decenas de oportunidades. Exhibía una barba rala de tres días, la ropa arrugada y un aspecto de vagabundo que atraía las miradas suspicaces de otros pasajeros.
Había comprado tres juegos de sostén y de thongs en Victoria’s Secret, recordando con deleite las tallas y la tersura de piel de su Daniela. Sonreía cuando pagó las prendas a tal grado que la dependienta, en un inglés entrecortado, le ofreció un perfume de regalo. Guardó todo con cuidado en su maleta de mano y se hospedó en el hotel del aeropuerto. Después cayó en un trance y pasó la madrugada en vela.
Una vez en Perugia, con su tesoro a cargo y de mejor talante, se encaminó en un taxi a la casa de los Vitti. Intuía que el recibimiento sería de nuevo frío pero estaba dispuesto a reconquistarla.
Para su sorpresa, no bien franqueó la puerta, ella lo abrazó y lo besó como si hubiese resucitado. Desdeñó el paquete y subió empujándolo a su habitación para envolverlo en un coito como hacía años no tenían. Sudaron y se vertieron en saliva, semen y jadeos sin importar la hora o el barullo que producía aquel arrebato.
Hoy, al recordarlo, Maurice se permite sollozar calladamente. El océano está quieto y la marea retrocede. Impávido, sofoca otro reproche. Su egolatría le ha impedido recoger los escombros, aceptar la derrota y volver a intentarlo.
Es domingo; el sol se oculta tras las nubes, languidece, y el repicar de las campanas distantes convoca a misa. Una voz interna, muy hondo, le ruega que vuelva, que tome el rostro de su compañera entre las manos y le suplique que lo ame, que no olvide, pero que perdone.
Bajo ese pensamiento en vilo, emprende el regreso a la habitación donde Daniela duerme. Con suerte encontrará sus labios todavía húmedos y le susurrará al oído, atestiguando su esplendor, mientras se despabila:
• Soy tuyo, mujer, amada mía; dime que no te has dado por vencida.