Acuérdate de Acapulco

Acuérdate de Acapulco


Como se desprende de la Teogonía de Hesíodo, la titán Mnemosyne, inventora del lenguaje, hizo el amor durante nueve noches con Zeus, procreando a las musas que los hombres veneramos desde siempre como paladines del quehacer artístico. En el mito órfico, también Mnemosyne figura como la garante de aquellos que al reencarnar retenían la memoria de su vida previa, a diferencia de quienes bebían del río Lethe y olvidaban todo cuanto habían experimentado y presenciado.

Tras este apunte mitológico, mis amables lectores habrán advertido que la creatividad, el don de la palabra, las emociones y la memoria tienen un lazo connatural.

En efecto, los recuerdos forman la estructura afectiva del sujeto, al grado que el deterioro cognitivo deja a quien lo padece a merced del instante, con exiguas ataduras emocionales, sin vigencia y sin futuro, presa de un pasado deshilachado y evanescente.

En ese tenor, Sigmund Freud postuló que la percepción y la memoria son dos polos del aparato psíquico, ungidos por el afecto, que los matiza al tiempo que los mantiene distantes. En aquella disquisición (Carta 52 del 6 de Diciembre de 1896), propuso que nuestra mente está organizada mediante un proceso de estratificación, donde los residuos de nuestros recuerdos son re-transcritos a la luz de nuevas circunstancias, desde la conciencia hasta la vaguedad del universo inconsciente. Pero que en buena medida, los recuerdos que solemos denominar traumáticos se mantienen excluidos de la recapitulación merced a un mecanismo de represión, que puede ser disuelto selectivamente con el trabajo de psicoanálisis, siempre y cuando se establezca un vínculo (transferencia de afectos) que permita su reedición sintomática.

Por anacrónico que parezca el método de recostarse en un diván y evocar la infancia, la premisa sigue vigente: no hay recuerdo accesible sin el anzuelo del afecto, no hay conciencia de las lesiones emocionales sin un nuevo amanecer, que disipe la niebla de la represión en pos de una reflexión – a veces súbita, y con frecuencia inexplicable – en el marco de una relación terapéutica, ceñida por la intimidad y la paciencia. Afecto al fin.

Cuando Eufrosina mira por la ventana se ausenta aún más, ha perdido la alegría que tenía impresa en su nombre. La encefalitis herpética le arrestó la memoria y reconoce apenas a sus interlocutores por los labios, que contempla absorta mientras se mueven y no puede descifrar que ecos le insinúan. Las palabras han dejado de tener resonancia en su conciencia. A veces ríe a borbotones y uno espera que regrese de su letargo emocional, pero nada sucede; observa sus manos abstraída y vuelve a su rincón al margen del mundo y de las horas.

Esta tarde está sentada frente a la televisión encendida en una telenovela que observa con detenimiento. Los personajes son como sombras, que aparecen sin dejar huella mnénica, porque la mujer solamente mira cuerpos flotantes que emiten sonidos ininteligibles. Por momentos sonríe, y su enfermera tiene que limpiar la saliva que escurre por la comisura entrecerrada, tratando de extraer sentido a sus ademanes. Todas las mañanas la viste y la asea, se toma el tiempo para pintarle los labios y alargar sus pestañas, recoger el cabello entrecano y procurarle una apariencia delicada, como en aquellos tiempos en que su gallardía despertaba envidia y sus pares la escuchaban con atención desmedida. Ahora no tiene lágrimas, su risa es hueca, y desconoce la evocación de aquellos estímulos que otrora provocaban el tacto o las palabras.  

Sus hijos la observan con una mezcla de devoción y tristeza. Han aprendido a tolerar sus silencios, a indagar en sus ojos grises, para trazar un horizonte de nubes que ya no pueden penetrar. Ella conserva una belleza tibia, atrayente. Sonríe con delectación cuando prueba un alimento o alguno de sus nietos corre o juguetea en su restringido campo visual. Pero no falta mucho, lo saben como una verdad incontestable que nadie osa proferir. La vida sin conciencia, cuando la percepción se va apagando, es un letargo que abandona el tiempo y que no toma nada aunque lo deja todo.

Le ocultan que todo se ha perdido en su lugar de origen, nadie ve la necesidad de recordarle (si acaso pudiera) que la costera está inundada, los edificios rotos y el fulgor del puerto opacado por tiempo indefinido. Es más, el célebre hotel Papagayo, donde solía bailar en Año Nuevo, yace en un caudal de escombros. 

En línea con este viñeta desafortunada, que demuestra la fragilidad de nuestra vida interior, un concepto que intriga a los científicos, porque elude toda explicación teleológica es lo que se ha dado en definir como memoria inmunológica. ¿Dónde recae? ¿Cómo se renueva? ¿Qué instrumentos la seleccionan?

Todos sabemos que una infección o su equivalente atenuado, una vacuna, inducen la generación de anticuerpos que a su vez previenen otra embestida del virus porque lo neutralizan a tiempo. Tan conspicuo es este mecanismo, que se ha establecido como norma de salud pública la inmunización para todos los niños, además de los refuerzos en poblaciones de riesgo (embarazadas, adultos mayores, viajeros, etc.). Nadie objetaría que esta política de salud ha salvado vidas, tanto como ha permitido erradicar epidemias y es la norma que promueve una generación sana. Más aún, es de las pocas estrategias en Medicina que han resultado costo-efectivas sin discusión. Quienes han abjurado – por prejuicio o razones pseudo-religiosas – de esta estrategia nos han hecho pagar la emergencia de epidemias que se sabían controladas. Como es del conocimiento público, la reaparición del sarampión en Europa y Estados Unidos es resultado de la negligencia de ciertos grupos (los llamados antiVaxxers) que se han dado a la tarea de diseminar virus desde sus propios hijos en riesgo. 

Desde el marco teórico, nos seguimos preguntando dónde radica tal virtud que hace que el repertorio celular sea tan preciso y eficiente. Dado que los anticuerpos son instrumentados por células plasmáticas, diferenciadas en secuencia desde sus precursores, los linfocitos activados, esa función tiene que asentarse en una población que migra y se replica en compartimentos donde se recluyen los glóbulos blancos y proliferan mediante un mecanismo que denominamos “selección clonal”. Ahí donde una célula programada para dar una respuesta específica (por ejemplo, contra el virus de influenza H1N1 o el SARS-CoV-2) se reproduce incesantemente y procrea una progenie con la misma especificidad. Este escenario idóneo usualmente ocurre en el interior de nuestros ganglios linfáticos.

Si bien tal noción es muy aceptada, la demostración experimental de que existen células estratificadas para cumplir su misión de memoria, se ha cumplido en diversos laboratorios de biología celular como si fuese una metáfora del sueño. La idea prevaleciente hasta hace unos cuantos años era que los linfocitos T de memoria (positivos para los marcadores CD4, CD25 y CD69), presuntamente activados, están listos desde la médula ósea para incorporarse al torrente sanguíneo y facultar la respuesta inmune ante un nuevo embate infeccioso.

Sin embargo, recientemente se ha confirmado que en realidad tales células T de memoria se encuentran en reposo (fase G0 del ciclo celular) pero que están sensiblemente enriquecidas para reaccionar contra los patógenos que suscitaron su replicación original. Esto demuestra que la versatilidad de nuestra memoria inmunológica radica en la selección clonal, no sólo en el potencial de activación de las células implicadas en la respuesta inmune.

La analogía que deriva de esta minuciosa pesquisa es que guardamos en nuestro bagaje de recuerdos aquello que capitaliza lo mejor de nuestras capacidades, sea para diferenciarnos del microcosmos que nos rodea o bien para definir nuestra identidad. Nacemos endebles, nos encontramos unos a otros como náufragos del deseo y, ¡ay María Bonita!, recordamos para vivir.

PD. No olvidemos ayudar a nuestros coterráneos en desgracia con todo aquello que esté a la mano. Acapulco está siempre en el recuerdo de todos los mexicanos.

Destellos de otoño

Destellos de otoño

“Es cierto que uno envejece desde dentro, vistiendo canas y arrugas, ajeno al cuerpo que se aja, insumiso. Hoy me rebelo ante la contumacia y la mesura que nos piden como pretensión, y frente a la condescendencia que traen apareadas sus lisonjas. Soy un viejo, así de simple.

Los recuerdos – algunos sin lustre, pero aún cargados de afecto – se desprenden como hojas secas; efímeros, recurrentes. Titubeo, los autos y peatones me evitan, e invariablemente les estorbo. Se cierran a mi paso las paredes, me desafían los goznes de puertas y ventanas,  y las calles nunca antes resultaron tan anchas, tan amorfas. 

Es curioso, pero siento que habita un fantasma en mi, que me despoja del cuerpo poco a poco. Y que anticipa con calculada ironía que se llevará también mi mente cuando haya cercenado toda mi entereza. 

Puedo percibir en detalle cómo crujen mis articulaciones, como se atrofian mis músculos miembro por miembro, y cómo – quizá con la mayor indiferencia – mi sexo sólo estorba, anuncio sumario de mi decrepitud. 

Por fortuna, mis ojos amplificados por prismas sucios, todavía me permiten leer y con ello, elegir los viejos libros que dejé inconclusos o los poemas en otros idiomas que en mi impetuosidad ahora marchita no alcanzaba a comprender. Acaso eso justamente es el beneficio colateral de soltar las riendas de la existencia: nada te retiene, no hay foto que quieras conservar o conocimiento digno de almacenarse para siempre. En todo caso, queda la vergüenza, que morirá con cada uno, entrañable y peculiar como ningún otro rasgo de carácter. 

Espero no aburrirte con esta letanía, pero ya no tengo más interlocutor que mis periodos de lucidez y la oportunidad de asirme a cualquier incauto que no tiene nada mejor que hacer que tolerarme. Perdón, me excedí en mi cinismo, pero debes aceptar que a mi edad los formalismos están bastante oxidados y suelen desmoronarse sin querella. 

No te abrumaré con mis memorias, que son tan escuetas e intrascendentes que no vale la pena representarlas. Solamente te diré, antes de que te vayas impelido por tu prisa de joven ambicioso, que al final de la vida nada se compara al fresco del mar en la mañana o la piel sudorosa de una mujer que te ha amado un instante, irreflexiva y sin promesas. Garantizo que nada te hará más feliz que el abrazo espontáneo de un hijo, aunque traiga apareada su misericordia. Y, por fin, que la tristeza y la derrota son aves de paso, que no dejan huella, salvo en aquellos entes pusilánimes que las explotan”.

Todo esto me lo contó Saúl de un plumazo, sentado en la misma mesa del Starbucks donde suelo detenerme a planear mi agenda del día. Mi café humeaba cuando se plantó delante de mi y con voz quebrada pescó mi atención. Desde su mirada gris y deslucida puede atisbar un fulgor de sarcasmo, que se veía reforzado por esa inteligencia de quien ha sido testigo de muchas caídas y acarrea sus contusiones con sobrada discreción. Lo invité a comer, pero me rechazó sin pretextos; sólo se negó con un gesto cordial y, antes de que pudiera resultarle más incómodo, se despidió de igual manera. 

Lo volví a encontrar un par de veces a la misma hora. Me saludó de lejos, dándome a entender que esa intimidad que me prodigara aquella mañana era sólo un regalo momentáneo, que no esperaba reciprocidad. Tal vez había olvidado que algún día fuimos comparsas y que lo escuché tragándome mis prejuicios, como requería la hora y la paciencia.

No obstante, el viejo despertó mi curiosidad. Al postrer encuentro, un par de semanas después, me acerqué al sillón donde sorbía su té, imperturbable, y retomé la conversación, ansioso por saber de su pasado.

“Tengo sólo una historia que marcó mi juventud, en los días más oscuros de la guerra fría. Habrás notado un dejo en mi acento, que permanece impoluto desde mi infancia en Southampton. Era yo un chamaco de unos diez u once años cuando llegó el contingente ruso, presidido por Krushchev y Bulgarin, a suavizar las tensiones con el gobierno de Anthony Eden. El barco insignia, el famoso Ordzhonikidze, atracó en el puerto flanqueado por dos fragatas de guerra. La delegación soviética se trasladó en tren a Londres donde, entre halagos y tentativas, ambos mandatarios pretendieron inaugurar un ambiente de distensión. Por debajo del agua, literalmente, los espías seguían actuando sin reparo.

Como te dije, yo era un muchacho enamorado de las historias bélicas. Conocía en detalle los aviones, submarinos y tanques que habían decorado el reciente conflicto mundial, el más sanguinario que había sufrido la humanidad y que vivimos de cerca, refugiados del Blitz y la amenaza de un desembarco nazi. Pero los aliados habían triunfado y con la fragmentación de Alemania, un nuevo episodio – esta vez subrepticio – capturaba la atención de los chicos de esa época. Coleccionábamos estampillas, intercambiábamos recortes de periódicos y nos retábamos a diario para ver que había declarado James Angleton, quien gobernaba con sagacidad la CIA o Dick White, su contraparte británica, el director de contraespionaje del reino.

Unos meses antes, el ex-agente del MI6, el insigne Kim Philly, había dado una lección a sus detractores, demostrando con gran sobriedad su inocencia respecto de la fuga de los espías Burgess y MacLean, agentes dobles de la NKVD. En la casa de su madre, rodeado de cámaras y periodistas, con un temple de acero y sin tartamudear, Philby respondió a las acusaciones que algunos parlamentarios y la prensa amarillista habían lanzado en su contra. Se le había implicado en la trama que después se conoció como “el círculo de Cambridge” y se decía que él era el soplón, el “tercer hombre”. Es decir, el responsable, oculto bajo lo que se ha dado en llamar “cloak and dagger”, en alertar a sus dos cómplices para que huyeran a Moscú antes de ser atrapados por la justicia británica. Su amistad con Guy Burgess, excéntrico personaje que vivía en estado de ebriedad, y a quien había alojado en su casa de Georgetown cuando trabajaban como agentes de inteligencia en Estados Unidos, parecía delatarlo, aunque nadie había probado tal conspiración.

Un amigo y defensor de Philby a ultranza, el ilustre espía Nicholas Elliot, ordenó que se investigara nada menos que la propela del buque soviético, que los informes secretos sugerían que era tan silenciosa que podía escapar a los sonares de los submarinos. Para ello reclutaron al mejor hombre rana con que contábamos, además de ser el héroe de la chiquillada que había seguido sus proezas en los puertos de Europa. Lionel “Buster” Crabb era un personaje pequeñito, de ojos inquietos, que paradójicamente nadaba con dificultad, pero que había desactivado bomba tras bomba durante la guerra y era el responsable de detectar un sinnúmero de torpedos y minas que hubiesen causado muchas catástrofes en la Marina Real sin su valiente entrega.

Nos habíamos fotografiado con él, a poco de que limpió las minas de Venecia y Livorno, hazaña por la que lo condecoraron con la medalla del Rey Jorge. Como buenos fanáticos de aquellas aventuras, seguíamos sus entrevistas en la radio y los periódicos cada semana. En esa oportunidad, su misión era ultrasecreta. Sólo después supimos que se alojó con su enlace militar en el Hotel Sally Port, donde le hicieron llegar su traje de buceo y dos válvulas para sus tanques. Su misión de reconocimiento era bastante simple: recorrer la quilla del barco soviético e informar cada minucia acerca de los adelantos técnicos que ocultaba. La madrugada del diecinueve de Abril de 1956 – recuerdo la fecha como si fuese ayer – “Crabbie” se sumergió en la parte más oculta del puerto. Había pasado la noche previa embriagándose en un pub con los marineros locales que lo reconocieron enseguida y le convidaron varios tragos. No era exactamente lo que la inteligencia británica anticipaba.

La inmersión resultó un desastre porque el buzo desapareció sin dejar huella. La impericia con la que se planeó la operación parecía haberle costado la vida. El primer ministro Eden se enteró después, cuando la delegación soviética ya había partido y, además de ocultar el desenlace al público, despidió a varios de los implicados, sugiriendo que Lionel Crabb había actuado por su cuenta. Recuerdo cómo lloramos su pérdida. Más aún, porque su cuerpo, mutilado encarnizadamente por las criaturas del mar, apareció flotando bajo el muelle casi un año después, todavía envuelto en su traje de hule.

Te preguntarás porque te cuento este relato con tanto detalle. En efecto, fue esa decepción y sus consecuencias indirectas lo que me hizo huir de Inglaterra y buscar parajes más acogedores; como lo hicieran mis admirados coterráneos, D.H. Lawrence y Malcolm Lowry, cada cual en su momento.

Hace pocos años, un buzo retirado de la armada soviética, Eduard Koltsov, declaró en televisión que sus compañeros esperaron a Crabbie durante aquella funesta noche, alertados por el más perverso espía de todos los tiempos, el mismísimo Kim Philby. Para entonces, éste tenía veinte años de muerto y enterrado con honores en la capital rusa. Si te interesa, te puedo contar los vericuetos de su traición algún otro día. Koltsov se sumergió detrás de nuestro héroe y lo degolló después de cortar sus tubos de aire. En la entrevista, mostró la condecoración que Khrushchev le otorgó por defender el imperio y el cuchillo con el que presuntamente asesinó a Lionel. Te confieso que volví a llorar como un niño; de rabia por esa pérdida inconfesable y de pena por el destino de tantos guerreros y sus víctimas.”

Busqué durante muchas jornadas a Saúl después de aquella plática. Pregunté por él a los baristas, quienes lo reconocían, por supuesto, pero negaban haberlo visto en un buen tiempo. Nunca llegó a contarme la tragedia de Philby y los cinco de Cambridge pero supongo que habiendo crecido en esa marejada de sentimientos y lealtades, aquel relato creció en paralelo con su propia historia.

Desde entonces, cada tercer mañana que ordeno mi café en Starbucks, apago el celular, me acomodo frente a un libro y espero, sin prisas, a que algún otro viejo me interpele.

Un hombre es un dios en ruinas

Un hombre es un dios en ruinas

La frase que tomo por título se debe a Ralph Waldo Emerson, emitida para invocar la fragilidad del ser humano. A su vez, la tradición hindú cita al odio y al deseo como las dos condiciones de la ruindad de nuestra especie. Recurro a un relato arbitrario para disentir.

Elsa, madre divorciada, decoradora de interiores, se levanta con la noticia de que unos padres en California torturaban con inmersiones a sus hijos, en un perverso ejercicio para someterlos  y disciplinarlos. La policía local está atónita con esta trama criminal sin precedentes. Le viene a la mente la tragedia de Eurípides – ficción o mito – donde Medea desata sus celos y su abandono contra dos de sus hijos. 

Cuando baja a tientas, la cocina está a oscuras y abre el refrigerador casi por instinto. Piensa por un momento en la rutina del desayuno, sus hijos trenzados de rebeldía y las eternas dificultades económicas. Puede percibir de nuevo esa soledad que entra como marejada cada mañana por la ausencia de un compañero. Muele los granos de café y siente con encono ese desamparo, la falta de cobijo y reciprocidad. 

A veces desearía volver al pasado, pese a las diferencias y la infidelidad de Mario, con tal de inclinar la balanza con más equidad. A veces…

Claudia y Héctor entran de prisa, a empellones y jalones, una escena repetida hasta el cansancio. Los mira con abulia; a la sazón dos chicos resentidos que habitan un hogar roto, que se tienen el uno al otro para descargar su ira. 

  • Tanto esfuerzo por educarlos de manera civilizada – piensa, y se limita a freír los huevos, pedirles que sirvan el jugo y se peinen. 

Ante sus protestas, hay algo de hartazgo que la obliga a mirarlos con rabia; su ingratitud es desconcertante, por mucho que entienda su impulsividad de adolescentes. Siente una lenta lágrima correr por sus mejillas y sorbe el enojo para no actuarlo otra vez, para no dejarse arrastrar por la impaciencia.  

• Cuando dejarán de manejarse como unos vándalos, egoístas e insufribles?

Al verla compungida, los hijos se detienen y callan por unos minutos. Se respira un aire triste, que todos comparten en silencio. Frente a sus bocados frugales, comen con cierta inapetencia. Se miran sin atinar a quién depositar responsabilidades por esa atmósfera incómoda que anticipa más dolor, ése que no se repara nunca del todo. Atenta a sus afectos, Elsa se recompone. Los despide con cariño y les ruega – una vez más – que no peleen, que sean más solidarios entre sí.

Recoge como puede la cocina y sube a su recámara, planeando el día. Se arregla con esmero: delineador, cabello suelto para ocultar las canas, labial discreto y un traje sastre que la hace verse profesional y entera. Hace calor, pero prefiere usar medias para disimular los repuntes de vello que no ha podido depilarse. La oferta de trabajo es tentadora pero tendrá que competir con mujeres más jóvenes, quizá con más presencia para suplir su inexperiencia. Está bien recomendada, pero el mundo es injusto para quien ha visto pasar el oleaje de sus mejores años.

La oficina de reclutamiento está plagada de mujeres ataviadas en sus mejores atuendos. Las hay muy jóvenes, casi niñas, sumidas en sus iPad mientras esperan la entrevista. La mayoría tienen aspecto de burócratas o empresarias; difícil distinguirlas en este contexto. Sin duda, Elsa es la mayor y no hay forma de obviarlo.

Se sienta al lado de una señorita que revisa su teléfono móvil con ansiedad, oteando al reloj de pared de tanto en cuanto. Tal vez programó más de una entrevista y no anticipó la cantidad de solicitantes que encontraría a su paso. Elsa toma distraídamente una revista de la mesa contigua y la hojea analizando a sus contrincantes por encima de las letras.

Exactamente a las nueve treinta, emerge una secretaria de la puerta central y pronuncia cuatro nombres del primer grupo. Las señaladas se incorporan al unísono, se arreglan la falda o la chaqueta, y se dan un retoque al cabello. Como si fuese una señal de rivalidades, las demás sacan sus espejos, lápices labiales o cepillos para darse una “manita de gato” antes de ser requeridas.

Quienes la preceden salen cabizbajas, frunciendo el ceño o con una tímida sonrisa. Algunas llevan entre manos un sobre que podría contener su currículum y su solicitud rechazada. El ambiente se espesa; pese a que todo anticipa una sensación ineludible de fracaso, Elsa se tranquiliza: nada tiene que perder.

Los minutos se hacen eternos. Por fin, con el cuarto grupo de candidatas, pasa ella. Por sus antecedentes y su edad, adivina a donde se dirige. La destinan a un cubículo al fondo de un pasillo donde la espera un individuo malencarado, que asoma detrás de una pantalla de computadora, con la corbata a medio hacer y con una persiana sucia a sus espaldas. Su actitud es despreciable, escudriña a Elsa con lascivia y la invita a sentarse con un gruñido. De golpe, se advierte sujeta a un interrogatorio en tono policiaco.

• Y usted, ¿qué nos ofrece? – le dice, casi increpándola.

Ella se endereza en su lugar, alcanza la bolsa que ha dejado a su lado, extrae el revólver y lo engatilla, apuntándole directamente al pecho. Visiblemente enfurecida, le pregunta:

• ¿Ya no te acuerdas de mí, marrano?

El hombre se ha puesto pálido, con ojos como platos y una expresión de muerte inminente. Se empuja hacia atrás en su silla giratoria y da un tumbo contra la persiana, que se agita con el peso de su cuerpo, ansioso por huir, por saltar hacia el vacío.

• ¡Quédate quieto! – le grita Elsa, roja de rabia. El hombre acata, perlado de sudor.

• Te voy a refrescar la memoria, animal. Hace tres años, en el bar Rinaldi, tú y dos de tus gorilas me atacaron afuera del baño de mujeres. Tardé meses en recuperarme de aquel ultraje y esa vergüenza sexual, esta abominación me ha costado también mi matrimonio. He pasado por varias psicoterapias con muy poco éxito; pero hace varias semanas me decidí. Mis agresores pagarían por el daño que me ocasionaron. Para tu desdicha, sólo he podido localizar a dos de ustedes. El primero, Rogelio, ¿lo recuerdas? (El hombre asiente, tembloroso). Bueno, debo decirte que descansa sin mucha paz, porque tuve tiempo de torturarlo hasta que confesó y rogó de arrepentimiento.

• Pe..pero, yo no soy ése. Ni siquiera conozco el bar que dices.

• Ahora sí, rata. El miedo te hace mentir. Pero en aquel momento te reías a carcajadas mientras tus secuaces me violaban. Nunca olvidaré tu cara, Mateo Palmieri, ¡Nunca!

Al decir esto, Elsa saca un cojín de costura de su bolso y a través de él, dispara dos veces a corta distancia justo al pecho del hombre, que cae desplomado hacia su lado izquierdo. Antes de que puedan reaccionar en las oficinas contiguas, guarda la pistola y sale de prisa hacia el vestíbulo, donde espera el último grupo de solicitantes. A sus espaldas se escuchan gritos de horror y alguien que conmina a los demás para llamar a la policía.

Frente al edificio, Elsa retoma su paso con calma. Se confunde entre los peatones y, tan pronto puede, arroja el arma homicida en un basurero al borde de la avenida. Se asegura de que nadie la sigue y toma un taxi en dirección hacia la escuela de sus hijos. El tráfico discurre con fluidez y ella enciende su teléfono para avisar que se trata de una emergencia familiar, que los chicos deben salir antes de su horario habitual. La secretaria está por preguntar de qué se trata, pero se contiene. El tono de voz de Elsa es parco y rebosa templanza. Cuelga sin más. Enseguida, cambia de celular y marca con toda calma el número de Carlota, su amiga más cercana.

• Aló, ¿eres tú, Elsa?

• Sí, te aviso que nos vamos de viaje con los chicos, amiga. Está hecho. Como acordamos, tú no sabes nada. Me habías notado distante y contrariada, pero suponías que eran mis problemas económicos. Jamás imaginaste que fuese capaz de lastimar a nadie.

• Lo sé, amiga. No te preocupes, esta tarde saco los valores de tu casa y estaré pendiente de tus noticias.

• Te aviso en cuanto estemos instalados, Carlota. Gracias por todo.

El taxista parece distraído y como habló con su interlocutora en italiano, Elsa confía en que el hombre habrá perdido el hilo de la conversación. No obstante, entabla una charla ligera con él para cerciorarse de que no sospecha nada. Está dispuesta a borrar cualquier rastro. Ahora nada puede detenerla.

Se apea del vehículo tras dejar una buena propina y confirma con alegría que sus hijos la esperan en la entrada del colegio.

• ¿Qué pasa, mamá? ¿A dónde vamos? – pregunta Claudia, con preocupación.

• Les tengo una sorpresa, hijos – dice, con una sonrisa amplia para sosegarlos. – He planeado un lindo viaje durante meses. Vendí algunas cosas que no necesitábamos y alquilé un chalet en el Caribe. No pregunten más, queridos. Vamos a ser muy felices.

Bajo las sombras de las jacarandás, Elsa abraza a los muchachos, que se dejan sumergir en su ternura, un tanto sorprendidos de esta nueva actitud de su madre, optimista y asertiva, a quien habían perdido en el ahogo de su melancolía.

Bautizos de fuego

Bautizos de fuego

~ ¿Qué tal? Habito en una ciudad sobrepoblada del Tercer Mundo y me precio de conocer sus entrañas. Crecí en un barrio popular, como se suele decir, rodeado de maleantes y prostíbulos hechizos. Había en aquel entonces un baño público, donde se ocultaban las infidelidades y los abusos sexuales, al que mis contemporáneos aspirábamos tan pronto nos alcanzara la adolescencia. Un día cualquiera ocurrió un apuñalamiento de dos amantes clandestinos y el local tan codiciado cerró para siempre. 

Entendimos que la vida estaba en otra parte, desde luego. A los doce robábamos farmacias, tiendas de abarrotes y algún otro negocio por minucias. Una forma de entrenar nuestras destrezas. Felipe, el mayor y más avezado en aquellos hurtos, nos enseñó a distraer al dependiente, ocultar lo robado en los genitales o las chaquetas roídas y, por supuesto, a eludir o sobornar a los policías del barrio cuando nos delataban. 

Tres años después constituimos una pandilla temible. Las drogas se empezaron a filtrar en nuestro rumbo y con la anuencia de los capos, comenzamos a comerciar y recibir dividendos por nuestros encargos. Ese negocio implicaba cierta audacia pero ante todo una capacidad inquebrantable para saberse muerto o matar. Ojo por ojo, sin distinciones. 

Lo supimos una tarde que cargábamos un alijo de metanfetaminas y Lauro, uno de los chicos de Iztacalco, nos enfrentó con un machete. Alguien había dado el pitazo de que cruzaríamos por sus calles y, arguyendo territorialidad, el gamberro nos exigió entregarle el botín. Mi contraparte en el negocio, Adrián, se replegó contra la pared más cercana y antepuso su cuerpo para proteger el preciado bulto. Yo abrí unos pasos para no dar ocasión a que nos enfrentara juntos. Para mi sorpresa, lanzó un golpe seco que cayó directo en la base del cuello de mi amigo, arrojando un estallido de sangre muy roja a la pared y al suelo. Adrián cayó muerto al instante, como un bulto, la boca entreabierta y la mirada seca. 

Cuando el asesino iba a recoger la presa, extraje mi navaja automática y se la clavé cinco veces rápidamente en el cuello y el tórax mientras se agachaba. Su cuerpo, desangrándose lentamente, cayó sobre el cadaver de Adrián, a quien yo no lloraría por respeto a su memoria. La escena atrajo rápidamente a varios curiosos, alguno de los cuales, cuando me alejaba a trancos, alertó a los vecinos. Nadie me reconoció ni pudo detenerme; la navaja con mis huellas cayó para siempre en una alcantarilla. La proeza me valió un ascenso en la jerarquía de los narcomenudistas del rumbo, desde entonces bautizado con el sobrenombre de “El venganza”, Venyi para los cuates. 

Admito hoy, a mis veintisiete recién cumplidos, que sólo recuerdo los ojos atónitos de mi amigo cuando agonizaba; su cara se ha borrado por completo. No hubo necesidad de avisar a su familia (más bien a su madre, porque su padre y sus hermanos habían desertado de la ciudad tiempo atrás); la SEMEFO hizo lo suyo indagando por el barrio hasta que dieron con su puerta. Creo que la mujer huyó despavorida, a sabiendas de que las represalias caerían a sus pies. 

Mediante un acto de justicia y compadrazgo, su pequeño departamento se convirtió en mi hogar. Lo encontré sucio y semivacío, pero suficiente para esconder mis cargamentos y usarlo de refugio a espaldas de la ley. Allí ahogué incontables borracheras y también me llevé a una muchachita, Marcela, que me lanzaba miradas coquetas a mi paso por la calle Nueve. Aunque apenas había menstruado, ya sabía como abrir las piernas cuando la desnudé en el catre después de ablandarla con tres tequilas. Quiso después de dos coitos que fuésemos novios, pero la detuve en seco: 

• No estoy pa’ eso, niña. Ando solo y así me voa quedar.

Lloró tantito, como sollozan los chiquitos, tímidamente, sin boquear o echar berridos; pero ya no insistió. Nuestro arreglo quedó claro. Yo la había desquintado, pero no me iba a entenar con ella ni con cualquier otra vieja. Tengo mucho trabajo y no me puedo dar el lujo de distracciones. 

Así es. Valga el recuerdo de lo que me dijo Don Genaro cuando cumplí un año bajo su tutela:

• Ira, Venyi, necito un cabrón que arme toda la administración del negocio y a ti te gira la piedra. 

• Sí, mi jefe, diga usté – le respondí solícito. 

• Ora verás: te vas a inscribir en la escuela secundaria esa abierta que es de paga. Yo mero te voy a cubrir los estudios. Pero donde me falles, te cojo y te mato, hijo elá… ¿Te queda claro?

• Sí, patrón, pero ¿ya no voy a chambear mientras estudio?

• Claro, pendejo. Pero no quiero que andes perdiendo el tiempo en tarugadas y pleitos callejeros. Vas a ser mi mano derecha…o te mueres. 

Ante tal certeza, me peiné, compré unos pantalones de casimir y una camisa blanca y me apersoné en la escuela aquella para cursar la secundaria. El asunto me gustó, porque había harta chamaca deseosa de coger y hasta una maestra que me tiró el  perro. Y claro, como vivía solo, me llevaba de a dos y tres por semana, que hasta me compraban los libros pa’l estudio. 

Fueron tres años que se me fueron como agua, porque Don Genaro me daba encomiendas burdas y de todos modos me cortaba mi tajo, así que yo tenía dinero pa’ divertirme y hasta ahorré pa’ un carro usado. 

Un buen día, hace diez años, me llamó a su oficina (o su changarro, como ustedes quieran) y me espetó con seriedad: 

• Ya te llegó la hora de darme cuentas, Venganza. Desde hoy estarás aquí, organizando papeles, haciendo cuentas y coordinando envíos. El negocio de las pastillas y la coca requieren hartísima gente y yo no puedo con todo ni tengo en quién confiar. Hasta mis hijos me han traicionado (yo lo sabía muy bien, porque tuve que madrear a uno de ellos en Iztapalapa). 

• Y entons, patrón, ¿dejo ya los estudios?

• Para nada, animal. Le sigues y te haces el niño bonito, ¿qué crees que no te he calado en estos años? Pero dejas tu pinche covacha y vienes a trabajar aquí. Tendrás un catre, una cocina y un excusado, así que no traigas a tus putitas, porque te corto el cuello. 

Esta última amenaza no era nada retórica, yo mismo atestigüé como Don Genaro había cercenado las carótidas de varios rivales en el violento mundo del narcomenudeo. 

Lo que ahora me pedía es que ampliáramos nuestra red de influencia en la capital y el Estado de México, desafiando a los cárteles de otros estados que se disputaban la plaza. Sin pensarlo dos veces, me prodigué y me hice indispensable. Entre los estudios (decidí continuar hasta la Prepa) y la puesta en marcha de una contabilidad estricta, Don Genaro, me llenó de obsequios y de libertades. Compré mi primer coche, un Tsuru del año, y con algunos extras le puse rines de magnesio, un escape nuevo y asientos de cuero (no de origen, pero sí bien chidos). Poco a poco, pude retomar mi depa y decorarlo pa’ llevarme a mis chamacas y otras güilas de ocasión, siempre que no quisieran apoltronarse, por supuesto. 

Hubo semanas que manejamos cerca del millón, pero había que dispensar mucha riqueza en mantener un ejército de emisarios, guaruras y policías a nuestro servicio. Además, el cerco de la envidia y las codicia se cerraba a nuestras orillas, de modo que Don Genaro decidió que nos fuéramos a Morelos, donde aún vive su madre, para mantener un perfil bajo y la seguridad de la empresa. 

Eso ocurrió hace dos años, cuando nadie esperaba que la méndiga pandemia secuestrara a todo el mundo, propios o extraños. El negocio prosperaba, de cualquier manera, porque nunca falta la necesidad de disiparse, como dijera mi padrino, muerto de cirrosis en mi infancia remota.

Pero la CoVID jija se acomodó en los pulmones de Don Genaro luego de las fiestas patrias y ya no lo soltó. Juro que desde el asesinato de Adrián no había visto a nadie tan jodido, boqueando, con los ojos desorbitados y la parca encima, mostrando sus fauces. Alcancé a trasladarlo al IMSS de Cuautla, pero me sorprendió el tono tiznado de su piel y las incoherencias que profería. Algo dijo del futuro o del negocio, que ya no entendí. 

Nadie acudió a recoger sus cenizas, pero dos días después, se apersonaron sus dos hijos, Genaro y Lencho, en mi oficina para reclamar lo que nunca habían trabajado. 

– Ya estuvo, cabrón. A partir de hoy te vas a la chingada…o te acabamos de chingar. 

Con un movimiento lento, destrabé el cajón y deslicé la mano en busca de la nueve milímetros, mientras les aseguraba que todo estaba en orden y que deberíamos revisar los últimos deseos de sus padre. 

– Nos vale madres, Venganza – interpuso Lencho. – Ora que está bajo tierra, el negocio es de nosotros y más vale que no te interpongas. 

– No está bajo tierra, par de pendejos. Está en esa urna atrás de ustedes. Ni se dignaron visitarlo…

Dicho lo anterior, extraje el arma y disparé al pecho de Genaro quien se había girado a ver lo que quedaba de su padre. Lencho saltó hacia un flanco cuando estaba por alcanzarlo de otro tiro. Para mi infortunio, el arma – tan poco usada – se trabó y me vi de pronto avasallado por su cuerpo de gorila, rodando por el piso y escupiendo sangre. 

No recuerdo nada más. En este cuarto de hospital, me atan unas esposas al barandal metálico de la cama y un policía vigila la puerta a toda hora. 

Entre ese espectro y lo que resta de mi, el cuarto es higiénico pero lúgubre. Busco una ventana, un haz de luz, algo familiar a qué asirme. No siento las piernas y puedo discernir apenas el entorno con el ojo izquierdo bajo un vendaje opresivo que me cubre el rostro.

Esta mañana, una enfermera bastante malgeniuda acudió para ofrecerme un medicamento y cambiar las gasas de mi abdomen, que está perforado y duele, duele como si todo estuviera perdido.

Rumor estival

Rumor estival

Pocos años atrás, descubrí un libro que me trajo de lleno trescientas páginas de infancia.

Para quienes crecimos de este lado de la frontera más bulliciosa (y con frecuencia, la más asimétrica) del mundo, los gritos o refriegas del béisbol – traducción inútil – nos llenan de nostalgia. Sobre todo en estas fechas que se va configurando la siempre célebre y dramática Serie Mundial.

Mi padre, fanático que oscilaba sin raíz entre las costas este y oeste, nos enseñó a anhelar esa atmósfera, siguiendo el box score, el olor del maní engullido con cerveza, lo trepidante de una derrota bajo el sol plomizo o la angustia de la pelota mala.

“Después de un error viene el hit” – solía repetir, y era para nosotros una sentencia fundacional, como abrir el mar en un ademán bíblico. Aprendimos con él a tolerar la impaciencia del cambio de lanzadores, la zozobra del robo de segunda, los movimientos tácticos de los jardineros y el chasco del “Texas leaguer”, tan inesperado como oportuno.

Guardadas las proporciones, nos educó en las gradas del Home Plate, siempre al margen de tercera, para apreciar el diamante en su esplendor y obviar las atrapadas de foul, que nuestros amigos codiciaban. Lo importante era el desafío, la estrategia, las señales enigmáticas desde los senderos o dictadas entre las piernas del catcher, poseedor de toda perspectiva.

Más avezado en conjuros, por mi parte descifré el significado del “7th inning stretch”, los variados desplantes que conducen a un “balk” y las pantomimas de los managers, tan necesarias para disputar una decisión como para sacar de ritmo al oponente.

Gracias a la madurez inevitable, la experiencia televisiva y otras tantas lecturas, aprendí que el “slider” es más rápido que la curva, y simula una bola rápida hasta que hace un tajo y cae bordeando el guante del receptor. Que hay cambios esperados – a fuerza de estudiar película tras película de cualquier lanzador – pero que cada envío es tan impredecible como el fárrago del cosmos. De poco más que eso se trata este asombroso drama entre almohadillas.

Con ello deduje que batear la pelota es y será, como afirmara el gran Ted Williams, el acto reflejo más complicado, y el más exacto, de todos los deportes.

Lo cierto es que mi viejo allanó el terreno para prodigar una gustosa afición. Hoy pienso que su objetivo no fue despertar nuestra lealtad hacia uno u otro equipo, sino entender que existe un orden, una dinámica interna – desde el ajedrez hasta la serpentina – para dominar al rival con inteligencia y audacia.

Viajar en avión por ocio no fue asunto de su generación, así que nos conformábamos con el televisor en blanco y negro, objeto de aquellos partidos que se colaban los sábados antes del paradigma de Octubre.

En todo caso, las gorras con emblemas atravesaron nuestro incipiente fervor con algunas tarjetas – compradas, más que halladas – de algún compañero rico cuyos padres le traían “memorabilia” antes de volver a clases.

Ansiábamos por supuesto un retazo de Carl Yastrzemski, aunque costara tanto la inflexión de ese nombre, paladín que detonara cuarenta y cuatro HRs y 121 RBIs en la temporada previa. Tal vez la foto imperecedera de Bob Gibson, tomando impulso para vencer a Goliath; o de Willie Mays, arrancando polvo estelar al surcar la segunda base.

El libro en cuestión, “The summer game”, reúne una cadena de reportajes emanados de la pluma más perspicaz del New Yorker, justo en la época en que escuchábamos la cátedra informal de cada otoño. Pero fue tras el largo verano de 1963, que llovía a cántaros por las tardes y nos refugiamos en la programación deportiva, cuando la realidad se hizo fantasía y descubrimos al fin el sortilegio de la pelota caliente.

Durante una semana le rogamos a mis padres que nos permitieran faltar a la escuela ese miércoles de octubre. Una noche antes, mi madre accedió por fin. El duelo en el Bronx no podía acarrear más revuelo: la elegancia elástica de Sandy Koufax – nuestro ídolo por mucho – contra el refinamiento y autoridad de Whitey Ford, invencible en las esquinas, amo y señor de su territorio. La historia del deporte es frugal en epopeyas.

Koufax empezó implacable al punto que en la tercera entrada había ponchado a Mantle, Maris y Pepitone, un trío de bombarderos que de suyo intimidaban. Se coreaba un juego complicado para los campeones, porque nueve jonroneros habían abanicado las curvas recurrentes del zurdo al concluir la parte baja de la quinta.

El anunciador, entre destellos erráticos, sentenció que el récord de Ks en una Serie Mundial databa exactamente de diez años, cuando Carl Erskine de Brooklyn doblegó a catorce “mulos de Manhattan”, incluyendo el orden en la última entrada.

Para el octavo, Koufax había enviado de regreso al Dugout a trece bateadores y todo era expectación, nadie reparaba en la tragedia que se cernía sobre los anfitriones.

El segunda base Howard arrancó la parte baja de la novena con una línea sólida que controló Tracewski y, tras el sencillo de Pepitone, Clete Boyer, el tercera base de los yanquis, elevó sin suerte al jardín izquierdo para el segundo out. Quedaba sólo un bateador designado, Harry Bright.

Nacido dos días antes que mi madre, ostentaba un promedio de .236 con siete imparables en su primera temporada desde su traspaso de Cincinnati.

Como admitió después de esa fatídica serie: “Esperé diecisiete años para llegar al Clásico de Otoño y, cuando por fin lo logro, me encuentro a 69 mil aficionados gritando, gritándome que abanique”.

La cuenta se colocó en dos y dos. Al siguiente lanzamiento, Bright golpeó brutalmente la pelota en terreno de foul mientras el mundo contenía el aliento. Koufax se recompuso en la loma, jaló el gatillo y lanzó una ráfaga a la esquina de adentro que el slugger vio pasar como un relámpago. El reloj se detuvo, aplaudíamos como si nos oyera nuestro pitcher, cincuenta días antes de que nuestro candor se derrumbara e impregnados de euforia hasta el futuro.

Esa tarde fuimos un puñado de profetas, detentamos los alaridos de millones que se conjugaron en aquel instante de gloria, levantamos a nuestro héroe en vilo y creímos sin reparo en la verdad del denuedo y de todo desafío.

No obstante, la falta de tercera dimensión siempre le quitó el lustre al juego, y perdimos – por falta de dinero o por distancia de sobra – la dilecta oportunidad de saborear cada lance, cada error, en la magnificencia de su estadio.

Puede afirmar que fui un niño promedio en las calles de una ciudad del Tercer Mundo, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos. Pero el rey de los deportes fue, además de un vínculo arcano con mi padre, el motivo de muchas pasiones antes de descubrir el amor por las mujeres y la Medicina, en orden equívoco.

Bibliografia sugerida.

Roger Angell. The summer game. University of Nebraska Press, Lincoln 2004. (De manera análoga a la devoción que relata el poeta Billy Collins cuando se agita imperceptiblemente con el ritmo de jazz, el autor aduce que el verdadero fan del béisbol sigue un compás exquisito, marcado por cada repliegue del pitcher que se prepara y tensado al máximo mediante ese medio paso que precede al lanzamiento.)

Wayne Coffey. They said it couldn’t be done. Broadway Books, New York 2020.

Roger Kahn. The boys of summer. Harper Perennial Modern Classics, New York 2006.

Tyler Kepner. K: a history of baseball in ten pitches. Anchor Books, New York 2020.

Jeff Silverman (editor). The greatest baseball stories ever told. The Lyons Press, Guilford CT 2001.

George F. Will. Men at work. Harper Collins Publishers, New York 2010.

PD. Esta noche empiezan los play-offs de la MLS con sendos juegos de comodines (la llamada “Wild Card”). Stay tuned!!