Como se desprende de la Teogonía de Hesíodo, la titán Mnemosyne, inventora del lenguaje, hizo el amor durante nueve noches con Zeus, procreando a las musas que los hombres veneramos desde siempre como paladines del quehacer artístico. En el mito órfico, también Mnemosyne figura como la garante de aquellos que al reencarnar retenían la memoria de su vida previa, a diferencia de quienes bebían del río Lethe y olvidaban todo cuanto habían experimentado y presenciado.
Tras este apunte mitológico, mis amables lectores habrán advertido que la creatividad, el don de la palabra, las emociones y la memoria tienen un lazo connatural.
En efecto, los recuerdos forman la estructura afectiva del sujeto, al grado que el deterioro cognitivo deja a quien lo padece a merced del instante, con exiguas ataduras emocionales, sin vigencia y sin futuro, presa de un pasado deshilachado y evanescente.
En ese tenor, Sigmund Freud postuló que la percepción y la memoria son dos polos del aparato psíquico, ungidos por el afecto, que los matiza al tiempo que los mantiene distantes. En aquella disquisición (Carta 52 del 6 de Diciembre de 1896), propuso que nuestra mente está organizada mediante un proceso de estratificación, donde los residuos de nuestros recuerdos son re-transcritos a la luz de nuevas circunstancias, desde la conciencia hasta la vaguedad del universo inconsciente. Pero que en buena medida, los recuerdos que solemos denominar traumáticos se mantienen excluidos de la recapitulación merced a un mecanismo de represión, que puede ser disuelto selectivamente con el trabajo de psicoanálisis, siempre y cuando se establezca un vínculo (transferencia de afectos) que permita su reedición sintomática.
Por anacrónico que parezca el método de recostarse en un diván y evocar la infancia, la premisa sigue vigente: no hay recuerdo accesible sin el anzuelo del afecto, no hay conciencia de las lesiones emocionales sin un nuevo amanecer, que disipe la niebla de la represión en pos de una reflexión – a veces súbita, y con frecuencia inexplicable – en el marco de una relación terapéutica, ceñida por la intimidad y la paciencia. Afecto al fin.
Cuando Eufrosina mira por la ventana se ausenta aún más, ha perdido la alegría que tenía impresa en su nombre. La encefalitis herpética le arrestó la memoria y reconoce apenas a sus interlocutores por los labios, que contempla absorta mientras se mueven y no puede descifrar que ecos le insinúan. Las palabras han dejado de tener resonancia en su conciencia. A veces ríe a borbotones y uno espera que regrese de su letargo emocional, pero nada sucede; observa sus manos abstraída y vuelve a su rincón al margen del mundo y de las horas.
Esta tarde está sentada frente a la televisión encendida en una telenovela que observa con detenimiento. Los personajes son como sombras, que aparecen sin dejar huella mnénica, porque la mujer solamente mira cuerpos flotantes que emiten sonidos ininteligibles. Por momentos sonríe, y su enfermera tiene que limpiar la saliva que escurre por la comisura entrecerrada, tratando de extraer sentido a sus ademanes. Todas las mañanas la viste y la asea, se toma el tiempo para pintarle los labios y alargar sus pestañas, recoger el cabello entrecano y procurarle una apariencia delicada, como en aquellos tiempos en que su gallardía despertaba envidia y sus pares la escuchaban con atención desmedida. Ahora no tiene lágrimas, su risa es hueca, y desconoce la evocación de aquellos estímulos que otrora provocaban el tacto o las palabras.
Sus hijos la observan con una mezcla de devoción y tristeza. Han aprendido a tolerar sus silencios, a indagar en sus ojos grises, para trazar un horizonte de nubes que ya no pueden penetrar. Ella conserva una belleza tibia, atrayente. Sonríe con delectación cuando prueba un alimento o alguno de sus nietos corre o juguetea en su restringido campo visual. Pero no falta mucho, lo saben como una verdad incontestable que nadie osa proferir. La vida sin conciencia, cuando la percepción se va apagando, es un letargo que abandona el tiempo y que no toma nada aunque lo deja todo.
Le ocultan que todo se ha perdido en su lugar de origen, nadie ve la necesidad de recordarle (si acaso pudiera) que la costera está inundada, los edificios rotos y el fulgor del puerto opacado por tiempo indefinido. Es más, el célebre hotel Papagayo, donde solía bailar en Año Nuevo, yace en un caudal de escombros.
En línea con este viñeta desafortunada, que demuestra la fragilidad de nuestra vida interior, un concepto que intriga a los científicos, porque elude toda explicación teleológica es lo que se ha dado en definir como memoria inmunológica. ¿Dónde recae? ¿Cómo se renueva? ¿Qué instrumentos la seleccionan?
Todos sabemos que una infección o su equivalente atenuado, una vacuna, inducen la generación de anticuerpos que a su vez previenen otra embestida del virus porque lo neutralizan a tiempo. Tan conspicuo es este mecanismo, que se ha establecido como norma de salud pública la inmunización para todos los niños, además de los refuerzos en poblaciones de riesgo (embarazadas, adultos mayores, viajeros, etc.). Nadie objetaría que esta política de salud ha salvado vidas, tanto como ha permitido erradicar epidemias y es la norma que promueve una generación sana. Más aún, es de las pocas estrategias en Medicina que han resultado costo-efectivas sin discusión. Quienes han abjurado – por prejuicio o razones pseudo-religiosas – de esta estrategia nos han hecho pagar la emergencia de epidemias que se sabían controladas. Como es del conocimiento público, la reaparición del sarampión en Europa y Estados Unidos es resultado de la negligencia de ciertos grupos (los llamados antiVaxxers) que se han dado a la tarea de diseminar virus desde sus propios hijos en riesgo.
Desde el marco teórico, nos seguimos preguntando dónde radica tal virtud que hace que el repertorio celular sea tan preciso y eficiente. Dado que los anticuerpos son instrumentados por células plasmáticas, diferenciadas en secuencia desde sus precursores, los linfocitos activados, esa función tiene que asentarse en una población que migra y se replica en compartimentos donde se recluyen los glóbulos blancos y proliferan mediante un mecanismo que denominamos “selección clonal”. Ahí donde una célula programada para dar una respuesta específica (por ejemplo, contra el virus de influenza H1N1 o el SARS-CoV-2) se reproduce incesantemente y procrea una progenie con la misma especificidad. Este escenario idóneo usualmente ocurre en el interior de nuestros ganglios linfáticos.
Si bien tal noción es muy aceptada, la demostración experimental de que existen células estratificadas para cumplir su misión de memoria, se ha cumplido en diversos laboratorios de biología celular como si fuese una metáfora del sueño. La idea prevaleciente hasta hace unos cuantos años era que los linfocitos T de memoria (positivos para los marcadores CD4, CD25 y CD69), presuntamente activados, están listos desde la médula ósea para incorporarse al torrente sanguíneo y facultar la respuesta inmune ante un nuevo embate infeccioso.
Sin embargo, recientemente se ha confirmado que en realidad tales células T de memoria se encuentran en reposo (fase G0 del ciclo celular) pero que están sensiblemente enriquecidas para reaccionar contra los patógenos que suscitaron su replicación original. Esto demuestra que la versatilidad de nuestra memoria inmunológica radica en la selección clonal, no sólo en el potencial de activación de las células implicadas en la respuesta inmune.
La analogía que deriva de esta minuciosa pesquisa es que guardamos en nuestro bagaje de recuerdos aquello que capitaliza lo mejor de nuestras capacidades, sea para diferenciarnos del microcosmos que nos rodea o bien para definir nuestra identidad. Nacemos endebles, nos encontramos unos a otros como náufragos del deseo y, ¡ay María Bonita!, recordamos para vivir.
PD. No olvidemos ayudar a nuestros coterráneos en desgracia con todo aquello que esté a la mano. Acapulco está siempre en el recuerdo de todos los mexicanos.