Retorno a Ítaca

Retorno a Ítaca

Ten siempre a Itaca en tu mente. Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje. Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino sin esperar que Itaca te enriquezca.
Konstantinos Petrou Kavafis, 1911


La mañana fulgura con la tibieza residual de una noche de lluvia. Nubes rotas y preñadas enmarcan al grupo de médicos que van de cuarto en cuarto. Por momentos, se detienen a cuchichear en torno a algún hallazgo ominoso, ante todo si el tumor no muestra visos de ceder en las cavidades de sus enfermos. Uno de ellos, Esteban, un hombre adusto que excede los sesenta, sigue solo en su habitación, oteando por la ventana y escribiendo a ratos sus memorias. La jefa de Neumología titubea al abrir la puerta, su séquito expectante. Decirle a un paciente con quien ha establecido una relación entrañable a fuerza de escaramuzas compartidas, que no hay nada más que ofrecerle, es una afrenta que se resiste a emprender.
Al entrar a la habitación 337, Esteban levanta la vista de su cuaderno y sonríe. Su mirada se ensombrece al cruzarla con su doctora, tan transparente que es incapaz de ocultar su desatino.

  • Buen día, doctora Simpson, la noto desencajada.
  • Tenemos que hablar, Esteban – replica ella, sin poder desembarazarse del pesar que la
    precede.
  • No hay prisa, Molly (primera vez que se dirige a ella por su nombre de pila). Tenemos toda
    una muerte por delante.


La conversación dura escasamente diez minutos, a solas, porque la doctora ha pedido a sus alumnos que la esperen afuera. No hay llanto ni brotes de histeria. Ambos interlocutores están diáfanos acerca de la tarea estéril que les ocupa.

  • Supongo que querrá irse usted a casa, Esteban – sugiere ella, para finalizar el diálogo.
  • Sí, doctora. Pero antes quiero dejarle estas notas, que no alcanzaré a publicar. Considérelo
    un regalo y un testimonio que usted, como mi mejor aliada, sabrá sopesar

Esa noche, pese al agotamiento de un día plagado de exigencias y desenlaces, la Dra. Simpson abrió la carpeta con algunas páginas sueltas que depositó en sus manos el paciente moribundo. Lo que sigue es una copia (sujeta a una mínima edición) que me hizo llegar hace unas semanas, justamente dos días después de que muriera Esteban, a quien conocí y ayudé a a bien morir.


“A la luz de la polarización social que estamos viviendo, me detengo a reflexionar en torno a mis propios avatares ideológicos y la experiencia que me ha dejado, por fortuna, un legado familiar para adentrarme en mis motivaciones inconscientes y en mis sueños. Crecí bajo el sino del psicoanálisis, tanto que en la oficina de mi padre, tal como la recuerdo – amplia y sombría -, siempre sumida en una curiosa penumbra, me recibía inmutable el busto de Sigmund Freud en bronce, anclado en un pedestal de caoba, amenazando a quien osara pasarlo por alto. Su librero mostraba las obras completas del fundador del psicoanálisis, en una edición de 1950 empastada en tela, reinando sobre otras decenas de textos de autores ignotos para mis contemporáneos, y formados en nombres enigmáticos que prefiero rememorar en orden alfabético: Bion, Etchegoyen, Kohut, Klein. Kernberg, Sullivan, Winnicott. Atónito, esquivando la mirada de mi padre, yo oteaba esos volúmenes tratando de descifrar desde sus lomos si alguna patología pudiera resultar de mi incumbencia. Ser hijo de médico supuso siempre un estigma en mis temores más arcaicos.
De modo que resultó inevitable que, al despuntar con mis arrebatos adolescentes, me viera sentado frente a un austero inquisidor, mi primer psicoanalista, quien indagaba con peculiar empatía qué aguas turbias estaba yo atravesando. Su sala de espera era peculiarmente estrecha, con lugar para dos (tres apretados, cosa que nunca ocurrió). Lo adornaba una copia deslucida de la etapa azul y rosa de Picasso (el viejo guitarrista; bien pronto lo investigué) que sentaba de suyo la atmósfera de introspección y duelo antes de confrontar al analista. En aquellas primeras sesiones me situaba cara a cara con mi interlocutor, temiendo que al ser amigo de mi padre mis secretos trascenderían esas paredes. Me limitaba a reseñar eventos circunstanciales, sin aparente trascendencia, pensando que lo disuadía de un interés más profundo en mis delirios. Me divertía contándole algunos sueños, que trastocaba deliberadamente para acreditar sus reacciones e irlo descifrando. Supongo que, sin advertirlo, había atravesado el espejo de la transferencia.
Poco a poco encontré que me agradaba hacer ese largo trayecto hasta su oficina en un edificio templado de aluminio, en aquel gélido piso, que conocí sólo a expensas de adentrarme subliminalmente en su espacio: pocos libros, austero, una ventila medio abierta y el distante murmullo de la avenida siete pisos más abajo. Aprendí a sentirme cómodo ante su templanza, su aire de complacencia y su disposición para respetar mis vacilaciones. Quizá un año después abandoné el tratamiento, en eso que se suele llamar “huida en la cura”, con la arrogante pretensión de estar sano mentalmente y de haber arrojado mi neurosis por aquella ventana hacia la calle.
Por supuesto, seguía arrastrando mis cadenas y esa época de zozobra se aderezó de una búsqueda errática mediante las sustancias psicotrópicas que pululaban entre mi generación. Fue un descalabro
que trajo consigo una cierta advertencia social; el submundo de las drogas me mostró la naturaleza más mezquina y artera de la sociedad urbana. Romper las leyes, para bien o para mal, invariablemente nos asoma al piélago de lo más crudo, donde habitan todos los demonios, propios e invitados.
No toqué fondo, pero lo ví muy cerca, en la miseria emocional, en quienes se escindieron en el torbellino del ácido lisérgico o la psilocibina, en alguno que murió lejos o se desterró del futuro, tornándose en parias o peor aún, recuerdos yertos. Decidí exiliarme en Europa para buscar un remanso, para reencontrarme. Bastaron dos años y otras tantos tropiezos y desilusiones para devolverme la razón y la melancolía, que en mi caso siempre han ido de la mano. Volví a mis orígenes y una vez inscrito en la educación superior, con un modesto ingreso que me procuraba para sentirme adulto, retomé el psicoanálisis, convencido de que si permanecía solo en la penumbra del bosque que habitaba, perdería de nuevo el rumbo.
Puedo escribir estas líneas porque, sin haber alcanzado las profundidades que aspiraba, logré reconocer que mi conflicto edípico no era solamente una ilusión sino un designio, que los sucesivos desamores se debieron siempre a mi inconsistencia y no al objeto, como solía ejemplificar el buen Segismundo. Y ante todo, que la felicidad es una quimera que se construye de retazos, por mucho denuedo y ambición que coloquemos en la empresa. Lo único que en mi experiencia tuvo un valor absoluto fue el amor hacia mis hijos, incuestionable como el rumor de la sangre misma. Aprendido, sí, porque acude a posteriori, cuando uno mece en sus brazos a cada vástago y lo hace suyo, en un breve pero intensamente lúcido destello de inmortalidad.
Hoy estoy quieto, debatiéndome con esta enfermedad que cada noche gana más terreno (de ahí el símil del cangrejo) y atento a las noticias que inundan las redes sociales acerca de una pandemia que nadie ha podido contener. Sin soberbia, puedo escribir que mi experiencia en esos divanes, esperando la interpretación que no surgía, imaginando y construyendo mi propia narrativa, me hacen un hombre más prudente y menos histérico. Soy ese Ulises andrajoso que se resiste a creer si alguien lo espera a su regreso. Así que, a fuerza de obsequiarlo como una reflexión an mis congéneres, termino con algunos argumentos producto de lecturas y testimonios de primera mano. No creo en las tesis que proponen conspiraciones biológicas o belicosas en torno al surgimiento del nuevo coronavirus o cualquiera otra peste que le siga.

Ante la debacle o la incertidumbre, la mayoría de nosotros – como niños despavoridos – tratamos de encontrar un culpable. Aquel que, por descuido o deliberadamente, arrojó al caudal humano el veneno del conocimiento y de la muerte. Piensen en la expulsión del Paraíso o, desde otra mitología, la caja de Pandora. Alguien debe haber abierto ese arcón donde guardábamos todo lo siniestro y, por supuesto, la culminación de su maldad es destruir a los más débiles, a los más pobres, a los viejos y los otrora contritos. La analogía encaja a la perfección.
El otro responsable es el gobierno. Un patriarca que no supo cumplir sus promesas de proveernos todo gratis y a manos llenas. Que nos falló cuando debía cuidarnos día y noche, ante viento y marea. Aunque se trate (sólo en lo racional) de un fenómeno microbiológico, que nadie puede detener mientras no exista una vacuna suficiente. Nos conminaron a enclaustrarnos, pero estuvimos dispuestos a cumplirlo mientras no afectara nuestros intereses personales o hasta que cediera el pánico. Una sociedad que no asume su responsabilidad colectiva es como un rebaño en desbandada, una estampida de bestias aterradas ante lo inefable, huyendo del ruido atronador de sus propios espectros. Pretender que los ministerios de Salud dicten la conducta individual es tanto como creer que un dios vela por cada uno de nuestros actos, incluso los más nimios. Cada hombre y mujer adultos, enfrentados a una infección que puede acarrear la muerte, son responsables de su integridad y la de su progenie. Pero también debe entender que cuidar su entorno, a sus vecinos y a sus compañeros de trabajo, es la medida mínima para conservar un halo de seguridad que no nos dañe, día tras día. Nadie más puede hacerlo por nosotros.
No se le puede pedir a la masa que adopte una actitud serena, eso va en contra de su impronta. Escucha lo indispensable, se resiste a pensar y actúa habitualmente por instinto, atraída por el magnetismo de la contrariedad o la violencia. Es una estructura amorfa que cede fácilmente a la desinformación y a los enredos. Eso alimenta su voracidad por lo absurdo. Basta una noticia que se replica de pantalla en pantalla para atribuirle calidad y valor de cambio. Ante una epidemia como ésta, es inevitable que los remedios mágicos, las curas milagrosas y la gracia divina tengan más injerencia que la poco convincente realidad científica, que requiere consenso y validación. ¿Porqué creerles a los hombres de ciencia si nos han dejado a merced de un enemigo invisible que mata robando el oxígeno, que no respeta a los ancianos y que a todas luces no tiene fin?
Lo irónico de toda esta experiencia es que saldremos fortalecidos. Quienes sobrevivan, habrán aprendido que no se puede confiar en la integridad corporal o la entereza de una especie que desoyó los reclamos de la Naturaleza y otros habitantes – más ingenuos – de nuestro planeta. No todos, por supuesto. Entre nosotros siempre estarán los sátrapas y los ladinos, los que se creen merecedores del destino, los que se deciden por la crueldad como argumento retaliatorio. No es una nueva espiritualidad la que nos espera, dudo que las religiones hayan aprendió la lección. Más bien permanecen asustadas y reculando en sus antiguos dogmas.
Será una nueva conciencia colectiva, afirmada en los jóvenes, replicada en los niños que sobrevivieron esta condena sin heridas permanentes, inmunes a la estulticia y al miedo. Una disposición por respetar el medio ambiente, por construir puentes de justicia social, por edificar lo necesario y desdeñar lo superfluo. Creo sinceramente en ese proyecto, pretendo regalarme ese futuro que ya no veré y, con ello, puedo permitirme este solaz, la convicción de que, a pesar de tanta agonía, nunca estuvimos al borde de perderlo todo.”


Terminé de leer estas palabras sobrecogedoras con lágrimas en las comisuras de los ojos, como si Esteban me hubiese interpelado bajo la lámpara de pie que me iluminaba esa otra noche. No sé si murió simplemente por ahogo, dada la invasión neoplásica que subyacía a sus pulmones o, si por un mero infortunio, lo alcanzó la plaga que estamos padeciendo.
Me quedé meditando en su disertación, seguro de que podemos ser mejores, aunque nuestra indiferencia y mezquindad estén continuamente amenazando, más destructivas que cualquier microorganismo.

Canto al amor

Canto al amor

Tû no puedes volver atrás / Porque la vida ya te empuja / Como un aullido interminable… José Agustín Goytisolo (Palabras para Julia, (1965)).


Está sentado frente a mí, bastante descompuesto, en tanto cae la luz oblicua sobre su rostro compungido, lo que le imprime una mayor edad de la que aduce. Es el primer paciente de la tarde y ya pone a prueba mi escucha. No bien se acomoda, vuelca en secuencia una letanía de síntomas, pero aún no expone lo sustancial. Por fin, sin interrumpirse, hace una paréntesis y, como si oyera mis cavilaciones, se refiere a su verdadero dolor.

  • Déjeme contarle lo que realmente me aflige. Estoy atrapado en el tiempo o, mejor dicho, en el recuerdo obsesivo de un amor de juventud. Julia la llamaré, aunque entre usted y yo, es un sobrenombre que se adecuó al sigilo. Julia, pues, era una criatura deslumbrante, doctor. Pese a su corta edad, una mujer resueltamente narcisista. Ambiciosa, implacable. Podia haber pasado a lo largo del camino, una sombra más de las que topamos en un día cualquiera. Un personaje nimio, tal vez. Pero me enamoré de ella sin remedio.

La mirada de Ernesto – un tanto lánguida a mi juicio – se remonta súbitamente a horizontes ignotos, enmarcado por el ventanal de mi oficina y la lluvia fina que salpica ahora los cristales.

  • Julia fungía como pasante en el despacho donde yo destacaba en mi papel de promesa entre los penalistas. Mi propia egolatría me mantenía sumergido en los casos más complicados, buscando ascender los escalafones del Derecho Penal sin mirar atrás. Me sobraban alas, créame. El jefe me halagaba abiertamente y yo me pavoneaba ante la envidia de mis correligionarios. No soy guapo, desde luego, pero el poder, por magro que sea, envanece y ciega. Es cierto, médico, pocas cosas nublan tanto y con tal desproporción nuestro juicio de realidad.

En este punto, sus ojos se humedecen y la voz se torna quebradiza, más sutil. El cabello entrecano, su robusta complexión, son los únicos rasgos que lo distinguen del joven ingenuo que evoca en su relato.

  • Me vestía cada mañana para ella, doctor. Elegía mi corbata con esmero, pensando en el color donde anclarían sus ojos. Mi esposa, Maribel (no le he contado de ella, verdad?), me observaba con cierta suspicacia porque, claro, me advertía distante, con la mente puesta en otros parajes. Supongo que justificaba mi actitud evasiva por el exceso de trabajo. Lo más triste es que incluso dejé de besar a mis pequeños hijos cuando salía del hogar, ansioso por recalar en mi amada Julia.


Suena el teléfono que olvidé acallar antes de empezar la consulta. Me disculpo, lo enmudezco, y me enderezo en el sillón frente a él, que no ha perdido el hilo y otea sin interés la neblina que asciende sobre el valle.

  • La primera vez que la vi, trajo unos documentos a mi despacho. Vestía una falda escocesa que delataba su talle y sus nalgas. Me desconcerté, doctor, era bellísima, como salida de un cuento.
  • Qué expresión tan conspicua, Ernesto – lo interrumpo. – “Salida de un cuento?”.
  • Bueno, galeno. Usted me entiende. Me perdí en su imagen.
  • Prosiga – replico, dejando en suspenso mi interpretación.
  • Mmm – murmura, visiblemente molesto por mi alarde. – Me atreví a imaginar sus calzones sensualmente apretados bajo esa faldita plisada mientras colocaba los expedientes en mi librero. El cabello rubio caía por su espalda y yo no podía dejar de observarla, embelesado. Estoy seguro que sabía mostrarse entera para seducirme, a mí o a cualquier otro; ahora lo alcanzo a comprender.


Ernesto toma un respiro y me pregunta si puede usar mi baño. Asiento y lo veo incorporarse, cabizbajo, de brazos abatidos. Cuando regresa, el semblante es opaco, como si los recuerdos lo hubiesen marchitado. El motivo inicial de consulta fue su hipertensión, pero gradualmente ha surgido un hombre descontento consigo mismo y su trayectoria profesional, lacerado por una relación edípica que no ha sabido desentrañar y un padre al que admiró pero quien siempre le resultó indiferente y punitivo.
Es llamativo como tras estos lustros de experiencia, puedo desenmascarar los conflictos emocionales que subyacen a la queja clínica. Uno podría ceñirse a los signos físicos, las constantes vitales, los desórdenes funcionales o las excrecencias anatómicas, pero la psicopatología emerge más tarde o más temprano. Basta una pausa, un viraje en el relato y nuestro paciente se sabe atendido desde un claro en el bosque de los afectos para hurgar al fondo de su dolor, ese dolor intangible que casi siempre yace más adentro.
Una vez de vuelta al consultorio aquella tarde, Ernesto me contó – enjugándose las lágrimas por momentos – como se separó de Julia tras una noche en que salieron a cenar con amigos.

  • Se estaba engalanando frente al espejo de su departamento – altiva como nunca -, mientras yo la observaba sentado sobre el retrete a sus espaldas. No tenía prisa, doctor, era como si fuese dueña del tiempo de todos quienes dependíamos de ella. Me pidió que le cepillara la melena dorada y yo, como un eunuco, la hacía lentamente, imaginando que con ello la seduciría más tarde. Vaya ingenuidad la mía! De repente, aludiendo a nada y sin voltear a verme siquiera, dijo: “Puedes dejar a tus hijos, Ernesto, tienen a su mamá; basta que lo hagas; tú dices cuando”.

Aquí detiene su relato y levanta los ojos llorosos para interpelarme, como si esperara una ratificación que él mismo conoce y reconoce desde hace tiempo, desde aquella caída en precipicio. Callo, por respeto obvio y para darle oportunidad a que concluya.

  • Se puede imaginar usted que en ese instante la tragedia de mi vida emocional cayó como un balde de agua helada sobre mi mente. Coloqué el cepillo en el lavabo y le espeté que mis hijos no eran bultos ni monedas de cambio. Me sorprendió mi propio enojo y la condición de esclavo en la que me había sumido. Ella se giró para tratar de contenerme pero todo estaba roto, irremediablemente, como una metáfora frente al cristal que todavía nos enmarcaba. Esa noche en casa de sus amigos fuimos de nuevo un par de extraños. Al salir, me embargaba una inusitada melancolía. Conduje el auto por las calles a oscuras como un autómata y, ante su sugerencia de pasar la noche juntos, abrí la portezuela de golpe y le confesé que ya no tenía fuerza, que se había agotado la pasión en mi alma y que esa brecha recién descubierta nos apartaba para siempre.
  • Lloré o lloramos juntos, estimado doctor; le aseguro que mi recuerdo se ha empañado. Lo cierto es que desde aquel instante tengo zanjado el corazón por una herida que no para de sangrar y me oscurece el horizonte.

Se había calmado un poco y reclinado sobre la silla, como quien toma un descanso inmerecido. Lo observé detenidamente; no mostraba pesar alguno. Es como si hubiese emergido de un estado de hipnosis y tardara en reconocer su entorno. Cuando reparó en mi presencia, me dijo, en una voz tan tenue que parecía un susurro, emitido para sí:

  • Se preguntará usted si la volví a ver tras aquel desencuentro, doctor. No lo sé, y eso es lo que me consume y me trae a consulta. Encontré a varias mujeres parecidas a ella en los siguientes veinte años, pero no alcanzo a discernir si fueron fantasmas o todo es un delirio que no ha cesado desde entonces.


Me quedé curiosamente lacerado por la historia de Ernesto. No soy ajeno al sufrimiento de mis pacientes pero su desolación me tocó muy hondo, como si las pérdidas inevitables que acarreamos por la vida hubiesen cobrado una luz distinta frente a su duelo. Quizá es que por designio todos somos niños desamparados en busca de ese amor imposible – por etéreo y por ajeno – que nos cobijó en la primera infancia y que permanece al fin y al cabo como un atavismo.
Aquella noche no regresé a mi casa, me corroía la soledad. Cerré la puerta de mi oficina atento a la penumbra y al rumor citadino a la distancia. Me dirigí a casa de mi novia, sin avisarle de mi visita intempestiva y, pensando en su sonrisa, compré dos ramos de rosas en el trayecto. Iba absorto, tomando los cruces de avenida con cautela pero sin advertir la hora o el curso del tráfico. Esperé con cierto apremio a que terminara sus labores y, cuando bajó de su consultorio, aún atónita por mi presencia, le pedí que me abrazara, largamente y en silencio, consciente de que el amor es un manto mágico que nos encubre acaso la fragilidad de la existencia.

Hombre triste

Hombre triste


Ring the bells that still can ring / Forget your perfect offering / There is a crack in everything / That’s how the light gets in… Leonard Cohen


Acude envuelto en una gabardina que coloca con toda la humedad y su incierto peso en la silla vecina. Parece que cada movimiento requiere un esfuerzo adicional, como si mi presencia fuera la de un verdugo al que habrá que someterse, anticipando el veredicto.

  • Buenas tardes – dice, al tiempo que esquiva la mirada.

– ¿En qué le puedo servir? – replico, empleando un tono habitual.
Aquí levanta la vista, los ojos acuosos, como si tal invitación le resultase inusitada. Se sienta con mesurada lentitud, sin dejar de otear hacia la ventana, como si recuperase el horizonte. Le doy tiempo para que se apoltrone, suspire un par de veces y, por fin, me encare y vierta aquello que le aflige.
Me relata, con titubeos e interrumpiéndose para hilar los recuerdos, una historia lamentable de pérdidas y vacío. Ha navegado por una existencia que se antoja sórdida y llagada de emociones. Dos divorcios, hijos distanciados y resentidos, un negocio fallido y una carrera burocrática que se truncó por la edad y el desdén. Es diabético, medianamente controlado, y teme que su enfisema esté por albergar un cáncer. Ha perdido dos tallas y el hambre alcanza apenas para mantenerlo a flote. Se expresa con soltura, sin alardear de su evidente inteligencia, pero la voz lo traiciona: es un lamento tenue, del héroe fracasado, de quien arrojó las promesas por la borda y dejó que el oleaje lo sofocara.

Ajeno al mundo, preso de una hiriente melancolía – pienso, evocando el aire poético que convida. Para mi sorpresa, irrumpe en el consultorio una mujer de cabello entrecano, vestida con sencillez que, sin anunciarse, le toca el hombro y se sienta frente a mí a su lado.

-Mi esposa – profiere él, ensayando una sonrisa tímida.
Lo había imaginado solo, incapaz de prodigar cariño, así que me conmueve reconvenir mi prejuicio. La saludo con cordialidad, atento a sus reacciones y el vínculo que ostensiblemente se me revela. Está maquillada con delicadeza, lo suficiente para ocultar arrugas y otorgarle un dejo de elegancia. Hacen una pareja extraña; él desangelado, ella entera, algo rígida y distante.
Advierto que no llevan argollas, pero su complicidad es patente. La diferencia de edad es tan ostensible como el carácter. Sin embargo, mientras él retoma su perorata, ella lo atiende con ternura, como si verlo envejecer y quejarse le quemara en propia piel. Cada vez que hace una pausa, ella lo mira con patente cariño y, por momentos, cuando la historia clínica toma un sesgo depresivo, lo toma de la mano y lo consuela.
Sin interrumpir su narración, permito que elabore, salvo para precisar fechas que anoto mentalmente. Su lenguaje corporal es pobre, como si todo lo hubiese derramado a lo largo de este cansancio perenne y no quedase lugar para gesticulación alguna.
Suelo hacer inferencias diagnósticas con cierta celeridad en mi trabajo, si bien no me dejo arrastrar por la soberbia o la experiencia, porque eso da pie a reiteradas equivocaciones. Menos aún en este caso. El paciente ha ido delineando su perfil y puedo detectar que procede de una guerra, una larga contienda interna, para ser más precisos. Los síntomas no son más que destellos o heridas de esa beligerancia con la que ha tratado su cuerpo y su vida. Como suele suceder, los enlista de forma deshilvanada y a mi me corresponde darles coherencia y sentido fisiopatológico, pero en cierto modo aquí me parece estar tejiendo un collage de impresiones existenciales.
Cuando estoy por revisarlo, insiste en dejarme pasar antes a la sala de exploración, casi con una reverencia, un gesto curioso de humildad. Observa el entorno con diligencia, parece que estimara la complejidad que requiere entrar a este recinto arcano, donde habrá que desnudarse y mostrar sus temores o sus evidencias. A manera de disuasión, me cuenta que siguió de cerca los recientes sucesos del Medio Oriente. Que le acongoja la decepción de constatar que en la espesura de un pueblo educado, siguen habiendo voces que reclaman sangre y tierra, que excluyen a todos cuantos piensan o visten diferente, que prefieren la arrogancia por encima de la magnanimidad.

– Temo que nos esperan años aciagos – me confiesa, inclinando más la cabeza. Y no sé bien si habla de sí mismo o del clima político que nos atañe.
Lo miro mientras le brindo apoyo para incorporarse al camastro. Me precio de respetar la autonomía de mis enfermos, tanto como de ofrecer mi ayuda si se hace necesario; pero me muestro solícito, no intimidante o presuroso.
De momento percibo que representa a todos los hombres dolientes que me ha tocado cuidar. Algunos que pasaron de largo, esperando mi consuelo y obtuvieron una ratificación y no un presagio; otros que comulgaron con mi comprensión y mi cuidado, hasta que la muerte nos separó, entrañablemente; y quizá también, otros – los menos – que se fueron decepcionados de mi incapacidad para obrar milagros, en busca de otras alas céreas para remontar abismos.
Hace unos cuantos años, aquel Noviembre, perdí a mi padre. Más que su último aliento, que no pude atestiguar o mitigar en algo, me queda el recuerdo grato de haberlo acompañado hasta su Alma Mater y disfrutar con nostalgia de aquellos espacios modificados por la restauración y el olvido. Me mostró con candor los edificios que albergaban su oficina, la biblioteca y el comedor académico como quien vuelve a su rincón de juegos infantiles. Recorrimos despacio, a su ritmo, los jardines y plazoletas mientras se ubicaba en ese renovado territorio que contemplara otrora su juventud y su entusiasmo. Gocé con él ese momento único en que su antigua compañera, Gracie, lo despidió con un beso rebosante de eterna gratitud. Ella lo convocó a los labios y mi viejo, leal a su mujer, le dijo en cuidado inglés:

-Estoy casado, amiga. No te puedo besar en la boca.

Ella replicó con petulancia:

– Mira, Gus (así lo conocía desde sus días de estudiantes), a tu esposa no le va a hacer daño y a mi me dejarás un recuerdo inolvidable. Anda, bésame, tal vez el año entrante estaremos muertos.


Ambos murieron unos meses después; pero en aquel encuentro en que se dieron la espalda satisfechos tras el mimo, quiero suponer que acaso lo anticiparon, intuitivamente; no por viejos sino porque fueron capaces de delinear con recato la amplitud de sus destinos.

La tarde se decantó suavemente sobre el mar sucio del Golfo que lo vio despuntar profesionalmente seis décadas atrás, anhelante, a orillas de su patria. Atestigüé aquel gesto de afecto cándido como quien recibe un legado de constancia, de renovada vitalidad.
Cuando regresábamos de tan añorado periplo, mientras yo conducía el auto alquilado, me contó de nuevo cómo se hizo hombre en esas latitudes, cómo segó la hojarasca que lo separaba de sí mismo y de su modesta estatura, cómo volvió – a pesar de todo – gallardo y dispuesto a crear un sitio digno para él y los suyos, del que soy fruto y consecuencia.
Inmerso en mis pensamientos, sujeto a mi paciente del brazo con suavidad para envolverlo con el manguito del baumanómetro.
– Déjeme tomar su presión, Guillermo – le digo con voz pausada. Y para mis adentros, en silencio agrego: – No hay razón para estar tristes, tenemos la inmensa fortuna de sentir y prodigar afecto.

La rabia humana

La rabia humana

Aquel día festivo, hace casi cuarenta y cinco años, murió una joven mujer, presa de encefalitis rábica. La habían internado a empellones tres días antes en un galpón del hospital rural que yo cubría en esa guardia de mi servicio social. La escena no se me ha borrado de la memoria. Tomada de los brazos, parecía una bestia sin control (rabiosa era el adjetivo justo) que intentaba morder a sus custodios a ambos lados para que la soltaran. La ataron a un camastro de metal y la cubrieron a medias con sábanas limpias, alejada de propios y extraños, encerrada a cal y canto.

La mañana en cuestión, llegué a la clínica apenas despuntando el alba y, tras pasar visita a los pocos enfermos que seguían hospitalizados, me enteré de su muerte durante la madrugada. En los días previos, la recordaba aullando en su agonía, ante mi impotencia como médico recién graduado y consciente de que el desenlace era sólo uno.

El cuerpo exánime yacía entre cobijas revueltas y saturadas de baba. Lo trasladé con ayuda del conserje hacia el almacén que serviría de anfiteatro improvisado al fondo del jardín, tratando de descifrar en la inexpresividad de sus ojos qué quedaba de aquella rabia. Por encima de mis temores e inexperiencia, me enfundé unos guantes y extraje su cerebro mediante esa necropsia más intuitiva que obligada. Eran otros tiempos, lo admito, y mi pasión por investigar se impuso a la prudencia. Afuera marchaban los grupos de escolares para celebrar la fiesta de la Revolución y el velador (único ayudante disponible a esas tempranas horas) me asistía con una mezcla de morbo y espanto.

Recogí el cerebro disecado (luego de cerrar la tapa del cráneo y suturar como pude las sienes del cadáver) y monté en mi pequeño VW para cruzar unos treinta kilómetros de retenes militares por carreteras vecinales. Atravesábamos épocas de guerrilla y, no obstante mi aspecto ingenuo y mi bata blanca, traía una carga inexplicable en el asiento trasero de mi coche. Por fortuna, mis tragos de saliva y afectación al mostrar mis documentos no me delataron.

En el centro antirrábico del Estado me recibió una joven veterinaria que, como yo, hacía la guardia en ese aniversario de asueto. Cuando extraje el cerebro de la bolsa de plástico, expresó al garete:

​•​Caramba, ¡qué cerebro tan grande!¿De qué raza era el perro?

​•​Es un cerebro humano – repliqué con serenidad -. Hice la autopsia de una paciente que falleció esta mañana.

​•​¡Pues yo no toco eso! – exclamó en medio de un ataque de pánico.

Así que, puestos a concluir la investigación, me trastoqué súbitamente en patólogo y, siguiendo sus instrucciones, disequé el cerebro y monté las laminillas para estudiarlo. El examen microscópico reveló los distintivos cuerpos de Negri, inclusiones citoplásmicas típicas de la rabia.

Llamé para notificar del hallazgo y avisar a las autoridades locales y centrales. Además, emití un boletín junto con la veterinaria que para entonces estaba a punto de invitarme a cenar por gratitud. No he vuelto a ver un caso de hidrofobia desde entonces y la rabia humana pasó a ser una categoría metapsicológica.

La ira, el enojo, la cólera. Los diccionarios la definen como “una intensa pasión o sentimiento de disgusto, resuelto en antagonismo y nutrido de sensación de agravio o de insulto”. En los textos aristotélicos se menciona el οργή, una expresión emocional destructiva,  que intenta deshacerse de lo nocivo. Por eso, a la ira “la acompaña cierto goce, porque se pasa el tiempo vengándose con el pensamiento, y la imaginación que acude entonces causa placer, como la de los sueños (Retórica, página 96)”. Entendida así, la rabia disipa el temor y reafirma al sujeto para apartarlo de las injurias que amenazan su integridad afectiva. Es un sentimiento de aversión que protege la vulnerabilidad de nuestro psiquismo.

Somos sujetos del lenguaje. Mediante la palabra nos hacemos presentes en el mundo de los semejantes. Imploramos, negamos, elegimos, rechazamos. Sólo como sujetos hablantes desciframos significados y, desde pequeños, planteamos nuestras demandas perentorias con el llanto, que después, fruto de la experiencia y el fracaso, exige ser verbalizado. Así, la convención del diálogo transforma la perentoriedad de nuestros actos en súplicas o imposiciones, según el caso. Se puede decir que modula la violencia del impulso y lo vierte en fonemas que buscan la respuesta en el otro. El tono de voz, el ritmo y la elocuencia del discurso, derivan de esa interacción que interpela, que rasga el horizonte de lo ajeno para devolver lo propio.

Nuestro impulso natural es descargar las emociones, que se modula mediante el trabajo psíquico de representar y ligar aquellas representaciones que excitan nuestra experiencia con afectos, atenuando la dinámica de acción-reacción. En la medida en que privilegiamos la significación de las vivencias, le damos relevancia a la cualidad y modo de enlace de estas representaciones para regular nuestras descargas afectivas: Reprimimos nuestros berrinches, pedimos las cosas por favor, sonreímos para obtener una gratificación, etc. La fuerza del entorno cultural, validada en lo edípico y lo superyoico, hace su injerencia en nuestros deseos. Nada será igual en adelante, incluso el coraje tenderá a verificarse.

Por eso, todo malestar mental implica una enajenación del sujeto, un modo de extrañarse o sustraerse de la realidad, que se advierte como inaceptable. Cuando abandonamos de bebés la satisfacción plena, al servicio del placer puro, cedimos la confiabilidad a lo que percibimos y cotejamos en atención al otro.  Aprendimos a explorar periódicamente las similitudes y disonancias externas, instituyendo a la memoria como sistema de registro y confirmación. Nuestros impulsos, otrora dirigidos a nuestro cuerpo como investidura de afectos autoeróticos, se subordinaron a modificar la realidad con arreglo a fines específicos, lo que equivale a mudarnos en acciones: llorar para obtener la leche nutricia, iluminar el rostro para reclamar la mirada de mamá, retorcernos con un cólico para rogar su atención, y así sucesivamente.

Conforme maduramos, discernimos que el ejercicio de pensar pone en suspenso nuestras acciones, y que la reflexión pensante denota propiedades que permiten soportar la tensión del estímulo que quiere descargarse. Un ejemplo: “me puede gustar mucho un chico de la escuela, pero me detengo a seducirlo con palabras o insinuaciones, que iré graduando en proporción a su respuesta empática. Si me lanzo de golpe, seguro lo asusto y lo pierdo”.

Cabe preguntarnos: ¿Qué es de la rabia que surge como respuesta a la agresión? La agresión deliberada castra, desintegra, contiene todo el bagaje de la pulsión de muerte. La rabia puede ser una réplica a la motivación frustrada, sea que se ponga en entredicho la seguridad personal o alguna otra necesidad básica. La respuesta adopta así la forma de rechazo, defensa o agresión conmensurable. Nos impacta cual emergencia de un impulso endógeno que se configura como disociación o tensión displacentera. En ese sentido, todo instinto es una pieza dislocada de actividad que intenta ser expulsada hacia la alteridad. Incluso, la abstención y el silencio pueden suscribirse como expresiones de cólera.

Lo habitual, no obstante, es que la rabia desborde. Atrapa al sujeto por los hombros y lo sacude, lo secuestra, lo toma por sorpresa y le arrebata la razón y la mesura. Nubla con su vendaval oscuro toda perspectiva, inunda el afecto y subvierte las palabras en injurias o reproches. La ira tensa los músculos, crispa los puños, irrumpe en el cuerpo. De modo que otorga una fuerza inusitada a quien la padece, una rudeza que suplanta la fragilidad que le sirve de manantial. De ahí la fatiga que sigue a un ataque de cólera: los neurotransmisores exigen mucho de los tejidos, disparan a la vez tantas hormonas y catecolaminas, que se requiere un periodo de latencia para volver a la carga. Lo no hablado irrita, enciende, penetra los órganos y los inflama hasta saturarlos. Su descarga se torna imperiosa: la agresión domina y predomina. ¡Imaginen cuántos procesos psicosomáticos pueden resignificarse bajo este enfoque!

Aprovecho esta disertación para invocar la calma (aunque nos enfurezca el derrotero al que nos pretenden conducir nuestros políticos) y la civilidad en estos dos meses que restan para mutar de un sexenio cargado de diatribas y diferencias que han atravesado familias y comunidades por igual.

Es probable, porque los momios así lo anticipan, que la candidata oficialista obtendrá una victoria aplastante. De ser así, la oposición tendrá que recomponerse y pensar más en el pueblo que en sus seguidores. Para quienes dedicaron su saliva y redes sociales a atacar a un gobierno errático pero al fin y al cabo elegido por mayoría, esta derrota sucesiva los debe hacer recapacitar en cómo ayudar a construir un país mejor y no un territorio marginado.

Como asentara Sigmund Freud hace un siglo, yo me adhiero a la premisa de que el odio precede al amor en la conformación del sujeto. La consecuencia de tal inquina originaria hace que los seres humanos tendamos por naturaleza a acentuar las diferencias y rechazar lo ajeno a expensas de raza, ideología, credo o clase social.
En efecto, para tolerar a los otros como extraños con los mismos derechos en la convivencia social, se requiere un grado de autoestima y sofisticación intelectual que no se da en los árboles. Huelga decir que el resentimiento social y la discriminación de clase son polos opuestos de una misma tendencia que identifica y envenena a la vez.
En ese tenor, conmino a mis lectores a conservar la mesura y respetar el consenso de la mayoría, para ofrecernos mutuamente una patria más armónica, donde quepan todos, a derecha e izquierda, de arriba a abajo, sin exclusiones ni rencores. Es un deseo ingenuo, lo reconozco, pero confío en que prevalecerá la cordura y así, quienes aprendieron a odiar y lo siguen ejerciendo, serán siempre los eslabones rotos de la cadena humanista.

Desde Aquiles, que desató su cólera contra Agamenón por deshonrarlo, como muestra la pintura de Giovanni Battista Tiepolo (1757), los seres humanos nos hemos preguntado qué pasiones arrebatan nuestro corazón más allá de lo puramente instintivo. Nada como el amor, dirían los filósofos, porque se aprende después de que el odio ha poblado de sobra el inconsciente.

PD. Pero el coraje también es una fuerza edificante, como decía Emil Cioran: “Sin embargo, tú sigue tu camino y, como sol escéptico, ilumínalo con los rayos de tu cólera pensadora”.

Ítaca o el abismo

Ítaca o el abismo

Hace unas horas, ante los ojos atribulados de una jovencita con lupus, recordé esa contingencia de salir al mundo. Usé la metáfora de zarpar para explicarle que uno ignora el destino al soltar amarras. Que anticipamos vicisitudes y desvíos, que perdemos el candor y la templanza, pero lo que vale siempre y nos sostiene es la propia travesía.

El arranque de la vida profesional es un océano cubierto de niebla y sembrado de sargazos. Cuando mis colegas afirmaban con certeza qué iban a hacer de sus vidas, yo intuía que atrás de esa soberbia se ocultaba un impulso emulador o simplemente negación, como un oportuno mecanismo de defensa.

En mi caso, como el de esta frágil paciente, miraba a diestra y siniestra con recóndito temor de fracasar. Las voces de aliento servían tan sólo como palmadas huecas en la espalda. Sentía que, en el fondo, nadie podría compartir mi trance.

Hijo de psiquiatra, la sombra de mi padre se erguía amenazante sobre la senda. Algún maestro me ofreció orientarme por el sufrimiento emocional y lanzarme al estrellato. No le creí. Entonces no tenía escucha para las promesas. Otro me sirvió en bandeja la tarea magisterial, labrada en alabanzas y progenie académica. Pero no me sedujo, los enfermos y su dolor le dieron repetidamente sentido a mi vocación. Quizá fueron otros ecos, atávicos como el de John Berger, William Osler o Samuel Shem, los que delinearon mi paso, alejándome de mi padre y sus espectros.

Pero resulta insustancial: uno siempre se tropieza con Layo en la vereda. Así que escogí una figura célebre que lo remedaba en mi inconsciente. Aprendí la maravilla de desentrañar mensajes moleculares, que entonces sólo intuíamos al estimular artificios de células en fárrago. Al mismo tiempo, impuse la delicadeza a mi tacto, para recorrer la anatomía deforme de mis pacientes sin lastimarlos. La máxima de “primero no hacer daño” se hizo carne.

Con más recursos pero sin dinero, crucé el océano a fin de labrarme un futuro, intuyendo que esa presea – la que otorgan “allá en el rancho grande” – me daría la talla necesaria para mirar de frente a mis pares y maestros.

Ahí conocí la indiferencia y la mesura, obtuve compañeros que nunca serían amigos y probé la soledad en la intemperie y al calor del trabajo experimental, que exigía constancia como deuda perenne, antes que laudos o promesas.

Pese a mis escuetas incursiones sobre el diván, hasta entonces pude delinear mi pesquisa por una quimera, en brazos de una mujer exquisita que apenas emergía del nido. Su talle en una noche desdibujada por el alcohol y la risa, lejos de las miradas de nuestros colegas, su tenue suspiro ante mis caricias y una fugaz revelación que me mostró la sima de toda renuncia, del placer proscrito.

A la sazón no supe amalgamar los privilegios que se me ofrecieron; pudo más la rivalidad edípica que el narcisismo. Dejé suspensas oportunidades y me arrojé de bruces ante empresas que resultaron turbias por su demanda afectiva y en turno insustanciales. No obstante, el viejo mundo me volvió a dotar de una cultura y una perspectiva que dimensionaron mis alas e hicieron del abismo un mito hegeliano.

Tal como afirmara el poeta “amé y fui amado” pero en mi caso la cara se iluminó y también arrastró sus sombras. Aún hoy estoy cierto de que el momento más vital de un ser humano es bajo el deleite del orgasmo femenino. No hay entrega más perfecta en la naturaleza, anticipe o no la concepción. En reciprocidad, uno se legitima como hombre y puede recobrar la identidad – en tantas batallas cuestionada – durante aquella fugaz epifanía. Tan evanescente es nuestra incursión en lo que podríamos sospechar de eternidad.

El resto de nuestra existencia consiste en aventurarnos al exterior de la cueva para perseguir fantasmas o presas de sustento. Y en ese proceso nos mantenemos desatinadamente ciegos y en estado de alerta, mientras nuestras compañeras calientan el hogar y cultivan la progenie.

Decidí volver por razones encontradas: de un lado la necesidad de probarme y devolver tierra firme a los míos, y por otro, consciente de que mis alcances en otros pagos eran más ilusorios que asequibles.

Cuando uno habla de gratitud a sus mentores, se refiere a eso: una tenue franja entre el horizonte imaginario y la conquista de las propias aptitudes, el regocijo de alcanzar la playa en la tormenta, saberse por fin útil y escuchado.

Al despedir a mi atemorizada paciente, echo un vistazo a mis libros, a mi estetoscopio colgado sin esmero, a los objetos de arte que me veneran con cierta sorna y a la enorme piñanona que me abraza y me contiene.

Llegado hasta aquí, me congratulo. El camino me eligió a mí; Ítaca es una ilusión que nunca cesa.

PS. A la luz de la masacre que se vive en la Franja de Gaza desde hace más de 5 meses y que ha cercenado la vida de 13 mil niños, he leído el inspirador libro de Yossi Klein Halevi “Letters to my palestinian neighbor” (Harper Perennial, NY 2018) intentando comprender el conflicto histórico que subyace al territorio palestino e israelí. Ésta y otras lecturas afines nos deben mover a condenar esa invasión y pugnar por el retorno a la difícil convivencia entre dos pueblos hermanos, zanjados por un odio incomprensible.

Disyuntivas

Disyuntivas

Me asignaron un buen abogado de oficio, pero los momios pesan en mi contra. Aún así, me declaré no culpable con voz firme y entera convicción. Era una mañana fría y la sala estaba casi desierta, salvo por algunos familiares (que sentía respirar hondo a mis espaldas) y el fiscalista que insistía en la pena máxima, a sabiendas de que mi crimen no lo ameritaba. El juez me miró impasible, dio un martillazo que resonó en toda mi deshonra, fijó una fianza exorbitante y la fecha del juicio en dos semanas más. 

De vuelta a mi celda, que comparto con Jimmy el defraudador, hice un recuento de los hechos, ante todo para refrescar la memoria. Trataba no obstante de darle coherencia a mi relato de cara a las acusaciones que me implicaban en la muerte de Maureen. Me senté en el camastro a reescribir mis notas, mientras mi compañero silbaba tonada tras tonada de viejas películas, haciendo caso omiso del transcurrir del tiempo. Sin duda, yo tengo más apremio.

La llamada, a la mitad de la madrugada, nos despertó. Mi mujer refunfuñó en su modorra y con el teléfono en mano, sin hacer más ruido, me encaminé a la cocina para discernir la urgencia. La paciente, a quien conocía ya por una leucemia mielocítica relativamente estable, ingresaba con fiebre, mal estado general y una radiografía de pulmones con sospecha de neumonía de focos múltiples. No era la primera vez que como hematólogo de un centro de referencia me veía implicado en la evolución tórpida de mis enfermos, pero con Maureen me unía esa amistad arropada de literatura y la música de Beethoven, cuyas diversas versiones intercambiábamos con frecuencia. Yo atesoraba sus regalos: primeras ediciones de libros de medicina escritos en Francia o Escandinavia, partituras que había entresacado de bodegones perdidos, hasta un arco para mi violín que le heredó su abuelo. A cambio, me atrevo a alardear, yo la mantenía viva y disfrutando una existencia grata y bastante asintomática entre los suyos. Su compañero de un entrañable matrimonio es un viejo empresario retirado, al servicio de su comunidad, donde dirige un equipo infantil de beisbol y participa en las jornadas para alimentar a quienes están en situación de calle. En suma, es un buen hombre, dedicado en cuerpo y alma al cuidado de su mujer, quien tras cinco lustros de fumar Pall Mall, acarreaba también su tanque de oxígeno a mis consultas. 

Me vestí en pocos minutos y salí hacia el hospital, evitando los semáforos con cierta imprudencia pero consciente de que a esas horas la ciudad dormía. Gustav, su esposo de origen noruego, me recibió aún en pijama cubierto con un abrigo. A todas luces habían salido de casa precipitadamente después de llamarme. Su aspecto era de alarma y desesperación.

• No puede respirar. doctor. ¡Ayúdenos por favor!

Lo tomé con serenidad de ambos brazos y traté de calmarlo, pero el hombre parecía desconsolado y escuchaba sólo el rumor ingente de su pánico. Asumiendo lo peor, le conminé a telefonear a sus hijas – que habitan en diferentes estados – en cuanto amaneciera. Entretanto, evaluaría la emergencia y consultaría con mis colegas de enfermedades infecciosas y cardioneumología para ofrecerle el mejor cuidado posible.

Al acercarme a su lecho, el aspecto de Maureen reflejaba con creces la inquietud de su marido. Respiraba con dificultad – cerca de cuarenta veces por minuto –  y aún así, el monitor mostraba una saturación de oxígeno alarmante. La taquicardia y la caída de presión arterial auguraban un mal pronóstico y no pasaría mucho tiempo antes de requerir intubación y eso que llamamos aminas vasoactivas (para subir la presión y ayudar a perfundir sus órganos). Ordené los exámenes de ingreso y me comuniqué a la Unidad de Terapia Intensiva; la paciente no podía esperar, su deterioro avanzaba por minutos. Mi colega, el Dr. Henry Bald, acudió a mi lado y, tras una breve discusión, acordamos un esquema de antibióticos convencional y dosis suficientes para cubrir el oportunismo de hongos. Sus condiciones y su radiografía no dejaban lugar para titubeos.

Las siguientes horas fueron desgarradoras. Hablé con toda sinceridad con Gustav y le planteé los escenarios más graves, pero insistió con gesto suplicante que no la dejara morir, que hiciéramos todo lo necesario para salvar a su amada esposa. Las hijas, todas ellas casadas, fueron arribando al hospital en el curso de las siguientes veinticuatro horas. Para entonces, el panorama se había complicado aún más.

Maureen sufría de lo que denominamos una “transformación blástica”. Es decir, que su leucemia había virado a una forma aguda con pocas posibilidades de sobrevida. Mi siguiente reunión incluyó a la familia entera, donde sugerí que tendríamos que limitar el tratamiento de la enfermedad de base hasta no tener la certeza de que la infección estuviese controlada. Asimismo, que de este fino equilibrio entre su entereza fisiológica y la invasión de microorganismos y células en desbandada dependería su existencia.

Para quienes habitamos el universo del dolor y la muerte, las horas se dilatan y tienen un significado tácito. La energía y el conocimiento están invertidos en recuperar al paciente, entender su cuerpo cono una máquina en merma que lucha por subsistir y, desde luego, espantar a todos los fantasmas que se ciernen sobre su integridad avasallada. Cada visita al cubículo me traía recuerdos; revisaba con cuidado las notas de mis colegas, los resultados de exámenes periódicos, los parámetros de presión, pulso, ventilación y las repetidas placas radiográficas con las que despertaba nuestra curiosidad cada mañana. Le tarareaba extractos de los adagios de Brahms que alguna vez compartimos mientras la revisaba, y buscaba su connivencia para volver de ese limbo que la tenía secuestrada.

Además, había tenido que ajustar la quimioterapia a dosis mínimas y como indicio de gravedad, empezaba a notar datos de meningismo, o sea, que las células malignas parecían adueñarse también de su cerebro. Omití comentar estos datos a mis colegas el primer día que lo advertí (ella llevaba una semana hospitalizada), a fin de no despertar prematuramente la amenaza de más intervenciones en una mujer ostensiblemente frágil. Pero sus condiciones no mejoraban y nos reunimos en la sala de juntas del piso contiguo para homogeneizar la estrategia. Abraham y los colegas de medicina crítica argüían el concepto de futilidad; término que genera mucha ambivalencia en el gremio, pero que no se puede soslayar. Por mi parte, les pedí tiempo para sensibilizar a la familia y, en cierto modo, porque había prometido a Gustav agotar todos mis recursos. La culpa inconsciente me precedía, acaso por el peso inefable de otras derrotas; algo tan recurrente en mi especialidad y, no obstante, maldecido. ¿De qué otro modo podría ofrecer mi ayuda y mi experiencia a mis enfermos?

A la tercera semana de intervenciones de todo género y esfuerzos vacuos, Maureen parecía recuperarse por sí sola. Recobró la conciencia y la pudimos extubar confiando en que la neumonía estaba razonablemente controlada. Su oxigenación seguía siendo errática pero las cifras de glóbulos blancos habían descendido y una brisa de esperanza se colaba entre nosotros y su desgastada familia. Sin embargo, algo lamentable ensombrecía el horizonte: había pasado tantos días inmóvil que sus músculos y sus tejidos de sostén semejaban trapos húmedos, el exceso de líquidos (necesarios para administrar medicamentos y sustancias vasoconstrictoras) la tenían hinchada y marchita. Estaba plagada de moretones y heridas de venopunción. Peor aún, los sitios de presión mostraban escaras que corrían el riesgo de infectarse en cualquier momento.  En dos palabras, habíamos desmembrado su cuerpo al insistir en rescatarlo.

Mis colegas y yo empezamos a evitar los encuentros con la familia, pretextando otras ocupaciones, cuando lo cierto es que nos avergonzábamos de nuestros desatinos. Yo los atendía con religiosa puntualidad cada mañana, pero debo admitir que estaba sumido en un impasse ante la inminencia de una recaída. Lo siniestro no se hizo esperar. Cuando anticipábamos egresarla y todo sugería que podríamos brindarle una extensión acaso inútil a su vida, se desató un delirio inesperado y cayó en coma profundo. Los monitores y el laboratorio nos ocultaban algo, pensé, arrojado con todos mis pertrechos en una marejada de incertidumbre.

La confusión se trasladó a la familia, que no entendía este desenlace y me impelía a ofrecerles una explicación racional ante lo ominoso. Traté de hacerles ver que en ocasiones la leucemia invade las meninges, si bien no podíamos descartar una neuroinfección oportunista por criptococos, listeria o bacterias distintas a las que pretendíamos haber cubierto. La actitud de Gustav fue siempre de comprensión y tolerancia, pero dos de sus hijas (una de ellas abogada en Boston) se mostraron iracundas, vociferando a los cuatro vientos nuestra incompetencia. Reuní al grupo médico y traté con ellos de calmar su desasosiego, pero las interrogantes que se filtraron en nuestra evaluación conjunta les dieron pie para acusarnos de negligencia.

Treinta y seis horas después, Maureen fallecía plácidamente – si puedo decirlo así. Con el consentimiento de su esposo, retiré personalmente cada uno de los apoyos como si me desgarrara pieza a pieza: la alimentación parenteral, la presión positiva del ventilador, la norepinefrina y dexmedetomidina, los antibióticos, y poco a poco, mientras sus familiares se despedían en torno a su lecho de muerte, el nivel de oxígeno y las soluciones. En medio de ese ritual, su hija me observaba con un rencor inédito y yo evitaba su mirada acusadora.

Poco después vino la demanda, mis colegas se desentendieron y acabé aquí, donde la noche y el día se confunden. El único consuelo es que Gustav vino a verme ayer, me trajo un libro de Jo Nesbo – curiosa ironía – y unos chocolates belgas para “quitar lo amargo de mi sentencia”. Sé que soy inocente, pero el yerro me quita el sueño y, ante los ojos del mundo, me siento culpable y no dudo que lo muestro.

En nuestra profesión, no anticipar y sopesar las consecuencias de cada acto, por inocuo que parezca, tiene repercusiones. Entre las barras de este calabozo preventivo, alcanzo a ver un prado y un granjero que atraviesa mi campo visual con su tractor oxidado. Es una reminiscencia de que la vida puede ser simple o profundamente azarosa.

El conjuro de Circe

El conjuro de Circe

Un hombre solo, una mujer / así tomados de uno en uno / son como polvo, no son nada… (José Agustín Goytisolo: Palabras para Julia, 1979)

Estamos en plena campaña electoral y, lejos de celebrar la inminencia de una presidenta por primera vez en nuestra historia democrática, las redes sociales están plagadas de diatribas y descalificaciones. 

En otros países latinoamericanos que, huelga decir, sufrieron la calamidad de una o más dictaduras, el máximo cargo ejecutivo ya ha sido ocupado por mujeres con mayor o menor éxito. Me refiero a Michelle Bachelet, Dilma Rousseff y, en Argentina, a las dudosamente célebres, Isabelita Perón y Cristina Kirchner. 

Pero aquí, como entre nuestros vecinos del norte y el sur, el machismo prevalece. La misma misoginia que se observa en frases tan decadentes como calificar a Claudia Scheinbaum de “títere de AMLO” o a Xóchitl Gálvez como “la menos mala”. 

Bajo tal miopía, es difícil postular una sociedad que respete la igualdad de géneros, y eso sin recordar los constantes feminicidios que caracterizan nuestra patria lacerada y penetrada por el crimen. 

Sabremos respetar las decisiones y decretos que surjan de una voz femenina? Acaso nuestra ancestral ambivalencia edípica nos hará culpar indistintamente a Xóchitl o a Claudia de los males heredados? 

Es notorio como, en un país polarizado y habituado a la injusticia, se venera como pocos a una virgen morena y se paralizan las calles y ciudades el diez de Mayo. Pero al mismo tiempo se abusa, se descalifica y se discrimina a las mujeres en todos los ámbitos, además de evidenciar la violencia intrafamiliar (que nunca es recíproca) y la lascivia que nos infectan a diario. 

Pareciera que el inconsciente colectivo de nuestra cultura híbrida, la única mujer aceptable es la impoluta, la virgen eterna, la que no nos traiciona con el otro y se mantiene incondicional y nutricia. Pensemos en la Malintzin, históricamente vituperada por intimar con el conquistador, pese a que de aquel maridaje surge nuestra identidad como pueblo. Lo que me lleva a considerar que más allá de las tragedias periódicas, subsistimos en el inalcanzable horizonte de la Historia y es hora ya de remontar las ambigüedades para construir un país que repare sus fracturas. 

Los cambios que hemos atestiguado en las últimas décadas, obedecen con mucho a la reivindicación que las mujeres en todos los estratos sociales han alcanzado, con destreza e inteligencia superiores a sus congéneres masculinos y a veces, porqué no, con una dosis de violencia y hartazgo que habría que entender antes que reprobar a priori. 

Vivir en una sociedad donde nuestras hijas se ven obligadas a morar en casas amuralladas, ocultarse de noche o salir pertrechadas por amigos o padres para no sufrir vejaciones es lamentable. Y no se diga en Ciudad Juárez, Ecatepec o Chilpancingo, donde son violadas y asesinadas sin miramientos. 

El gobierno saliente prometió muchos imposibles, tales como acabar con la violencia de género, redistribuir la riqueza, elevar la calidad asistencial al nivel de Escandinavia, liquidar la corrupción y someter al crimen organizado. Al margen de sus desatinos y medidas populistas, esa parálisis, esa impotencia, nos deja nuevamente huérfanos. Volvemos ante el próximo dos de junio con esa abyecta sensación de que ningún partido y ningún tlatoani pueden con tales lacras recurrentes que han vertebrado la historia contemporánea de México. Tan lejos de dios y tan avasallado desde dentro y hacia afuera. 

Por supuesto, la falta de una o más organizaciones civiles que aglutinen los verdaderos anhelos democráticos de la mayoría (sin acarreos o manipulaciones) nos mantienen atónitos, esperando – una vez más, otro sexenio – que venga un redentor o redentora que todo lo solucione y a todos complazca. Esa fantasía ha sido la piedra angular de la pasividad con que acometemos como ciudadanos cada proceso electoral. Sin exigir, anhelando como vástagos hambrientos que ahora sí nos rescaten del abismo financiero y la descomposición social. Infantes al fin, atrofiados políticamente y dispuestos a chillar de disgusto antes que hacer valer nuestros derechos.

Estoy convencido de que mientras no procuremos organismos que cuestionen, acrediten y censuren a la cúpula política, seguiremos viendo cómo se suceden los colores (tricolor, azul, amarillo o moreno) con los mismos atavismos y corruptelas. Y naturalmente, seguiremos sufriendo la decepción sexenal y la esperanza candorosa que nos entorpecen y degradan como seres pensantes. 

A dos meses exactos de acudir a las urnas, la percepción cotidiana es de poca esperanza. Por un lado, ante las encuestas y el acarreo popular, se ve poco factible un cambio de ideología. Por el otro, la candidata oficialista no ha mostrado un espíritu independiente de su mentor como para atribuirle credibilidad y legitimidad frente a una sociedad dividida y anhelante. No hay contrapeso ciudadano, más aún, porque todos aquellos movimientos frustrados a lo largo del sexenio que prometían inclusión y autonomía política se han esfumado, presa de contradicciones internas o insuficiencia logística. Nos queda confiar en que las aguas se dilaten y no nos alcance la ira divina.

Sin duda es un avance – para nada incidental – que sean dos candidatas quienes lideren las encuestas, pero no hay garantías de que las dejen trabajar en libertad hasta no verlas ceñir la banda tricolor y rodearse de gente pensante y libre de vicios. En eso confío más en Claudia Sheinbaum, dado que sus deudas son más transparentes y no tendrá salvo un partido que favorecer. Quisiera pensar lo mismo de Xóchitl Gálvez, quien ha demostrado perseverancia y valentía en un proceso abiertamente desigual. Con ello quiero plasmar mi respeto por el trabajo y el compromiso político de ambas en un país donde ser mujer es de suyo una flagrante desventaja.

Tuve la fortuna de crecer en un hogar laico donde se nutrían por igual los derroteros autóctonos, las ideas cardenistas y las venas abiertas del exilio español. Las mujeres siempre tuvieron un lugar privilegiado que respondía a su inteligencia y libertad de pensamiento. Con esa claridad he crecido, me he casado y divorciado, tanto como he educado y alentado a mis hijos e hijas.

Veo a mis pacientes con una ética inflexible donde el respeto a su integridad sexual es preeminente por encima de cualquier ideología o condición social. Y estoy consciente a la vez que debo a mis padres, mis maestros y mis enfermos (de ambos sexos) la calidad que obtienen de mi trato.

Quisiera con toda sinceridad que este dos de junio se transforme en un día insólito y venturoso para mi México. Que seamos capaces de recibir con los brazos abiertos a la candidata triunfante y le allanemos el camino para que sus principios y valores siembren la comunión y la templanza. No pidamos imposibles; nuestro territorio está sembrado de ortigas y ponzoña por generaciones: una sola mujer, por más valiente y bien intencionada, no puede revertir los males que nos contaminan y laceran nuestros pueblos y ciudades.

Confiemos con sentido crítico, exijamos alternancia y representatividad, y reconozcamos que, distantes de los designios del Olimpo, la vida cotidiana es sólo deseo y decepción.

Los anillos de Saturno

Los anillos de Saturno

Esa ojeada traviesa, inédita, fue su presentación. Reíamos en torno a una mesa, quizá unos veinte invitados, deglutiendo uvas para alcanzar las campanadas del nuevo año. Yo dejé caer las tres últimas con torpeza y, al levantar la cara por encima del borde, me encontré con su mirada oblicua, de modo que el tiempo quedó en suspenso. 

Nos habían sugerido cierta formalidad (al fin y al cabo era una reunión de trabajo) y ella vestía un traje sastre con una blusa de seda que dibujaba sus senos. Debo haber quedado boquiabierto y sonrojado ante sus ojos inquietos porque lanzó una carcajada mientras devoraba el resto de la fruta. 

En medio de los abrazos de nuestros colegas, me acerqué entre titubeos y le expresé que me cautivaba su sonrisa (no se me ocurrió otra cosa; estaba flotando entre nubes). Ella se presentó con mesura y me advirtió que no estaba sola. Como si no la hubiese oído y escudriñando en mi derredor, le ofrecí salir al aire frío para compartir una copa de champaña. Para mi sorpresa, accedió sin miramientos y brindamos a la luz de una noche oscura en la ciudad más improbable del mundo. La besé en la mejilla y prometí buscarla, por mar y tierra – así lo dije, embelesado – hasta que fuese mía. 

De nuevo, ella rió con sorna mientras se alejaba, dejando tras de sí su perfume y una perceptible sensación de apremio. 

No pude dormir esa noche pensando en qué malabares haría para conquistarla. Era psicóloga, responsable del reclutamiento de personal en otra empresa, así que urdí la treta para acudir a solicitar su ayuda psicoterapéutica; lo que entonces me pareció un pretexto lerdo pero justificado. 

Cuando entré a su cubículo, me quedé sin palabras. Estaba sentada en un sillón mullido, las piernas cruzadas bajo una falda plisada (de esas que fueron moda en mi juventud) y se había recogido el cabello atrás con una cola. Recuerdo que venía preparado con un monólogo acerca de mi soledad y las dificultades para encontrar pareja, pero su saludo exquisito me desarmó. 

​•​Pensé que serías de los que merodean a su presa. ¿Lobo o cordero? 

​•​Ni uno ni otro – respondí. – Quiero estar en tu vida, antes que en tu diván. 

​•​Pues tendrás que hacer un mejor esfuerzo – me dijo, burlona. – Ahora vete, que tengo pacientes que no me quitan el tiempo.

Creo que le guiñé un ojo, estupefacto como estaba, pero su amplia sonrisa me devolvió el aplomo, así que antes de salir le dije: -Mira, no sé qué elixir vertiste en mi copa la otra noche, pero estoy aquí por necesidad; no por embriaguez. 

Otra vez su risa dorada: – ¿A eso llamas una invitación? 

Me repuse de inmediato: – Ven a cenar conmigo; esta noche, mañana, todos los días. 

​•​Eres un huracán, Fred (primera vez que usó mi nombre con familiaridad). Déjame organizar mis horarios y, de verdad, mi paciente está por llegar. 

Nuestra primera cita fue en un restaurante italiano que supuse que brindaría algo de intimidad sin resultar pedestre. Estábamos tan ansiosos por saber uno del otro, que olvidamos ordenar la comida. La mesera acudió por tercera vez para rellenar nuestras copas e insinuar que cerrarían el local en breve. Traía consigo una burrata para otros comensales y le pedí con desinterés que nos sirviera lo mismo. La mitad del platillo quedó intacto mientras afianzábamos el encuentro e hilábamos recuerdos como advertencias. 

Cuando por fin nos corrieron del restaurante, le ayudé a ponerse su abrigo y le pedí un beso, con cierto candor, tal vez arrogante o envalentonado, que sé yo. Me miró como quien descubre a un niño a punto de hacer una rabieta y me acercó la cara con la boca entreabierta. Como es más bajita, me incliné ceremoniosamente y la tomé de la cintura. No recuerdo cuanto duró ese roce épico de nuestros labios, pero lo saboreé por horas después de verla partir. 

Desde entonces la he llamado no menos de cinco veces por día, filtrando mi impertinencia entre sus sesiones o sus horas quietas. El dichoso elixir parece haberme quitado el sentido común y a cambio me ha devuelto un arrebato que creía olvidado.

Hace una semana le regalé el libro icónico de W.G. Sebald que relata su travesía por la costa de Inglaterra, entre remembranzas y apuntes históricos. Cuando lo leí hace casi tres lustros, me cautivó el título y me prometí algún día compartirlo con mi compañera de viaje. Habiendo cumplido el conjuro, les ofrezco aquí una imagen de ese sugerente texto para empezar un año venturoso: 

El narrador se embarca en un periplo por Suffolk en la costa de East Anglia. Escribe a partir de su alta de un hospital psiquiátrico donde cayó con una profunda depresión y, en cierto modo, éste es un viaje para recuperar el horizonte perdido. Su interés ancla en la figura de Thomas Browne, un médico y escritor del siglo XVII quien esbozó la teoría de que el conocimiento verdadero es inaccesible a los seres humanos porque nunca podremos alcanzar la esencia de los fenómenos naturales. 

El paisaje en su derredor ha cambiado desde su tierna memoria tras la Primera Guerra Mundial. Los pueblos a su paso se ven vacíos, desprovistos del bullicio que él recordaba. Su primera parada en tren es en Somerleyton Hall, una elegante propiedad que ahora está derruida. El jardinero a cargo le relata que dos aeroplanos estadounidenses cayeron en el estanque cercano durante la batalla aérea contra la Luftwaffe. El declive de las residencias mientras prosigue su camino es notorio y resiente cómo la vida y las actividades sociales de otrora parecen suspendidas en el tiempo. Será que la gente, estos habitantes anónimos, entienden de verdad la devastación física y moral que acarrea la guerra? 

En Southwold, más adelante, se adentra en el archivo fotográfico de la Gran Guerra que le reitera la erosión del paisaje y la melancolía que aquellos conflictos sucesivos han dejado en la costa británica, empezando por la invasión holandesa de 1672 (la llamada ”Derde Engelse Zeeoorlog”). Ahí atestigua un documental sobre Roger Casement (1864–1916), que fue colgado por traición durante la rebelión irlandesa de Pascua en 1916. (Inevitablemente, yo evoco aquí el insigne poema de William Butler Yeats que pueden leer al final de este escrito). 

En su momento, durante la expoliación del Congo belga, Casement trabó amistad con Joseph Conrad, autor de “Heart of Darkness” (1899), quien también fue retratado con lucidez por Mario Vargas Llosa en su novela “El sueño del celta” (2010). Mediante tal recuento, nuestro narrador alude a su viaje a Bélgica para visitar el monumento a la Batalla de Waterloo y, como sentenciara el mismo Browne, se percata de que es imposible entender a fondo un suceso histórico sin haberlo vivido en carne propia.

La perspectiva del puente de Dunwich lo hace pensar en el tren oriental que alguna vez lo cruzara. Construido por el emperador de China, divaga acerca del auge y caída de aquel imperio distante y las manipulaciones de la Emperatriz Tz’u-hsi, de su supuesto envenenamiento y el golpe militar que la destronó. 

Prosiguiendo con su viaje, el narrador encuentra a un artesano que lleva veinte años construyendo un modelo del templo de Jerusalén. Visita las iglesias cercanas en un intento de comprender la naturaleza mística de los habitantes que ha conocido y, por fin, al concluir esta peculiar travesía, evoca la industria de la seda que ennobleció al imperio milenario del Lejano Oriente. Los gusanos de seda fueron sustraídos de su hábitat para convertirlos en recursos utilitarios que impactaron comunidades muy diversas, sobre todo mediante distinciones de clase y poder. Es así como la historia refleja la veleidad y las diferencias sociales, el insondable carácter de cada cultura, nos reitera el autor.

Hasta aquí el resumen de ese magnífico libro, que mucho les recomiendo.

Esta mañana Veronika duerme mientras escribo; parece como si se meciera en sueños bajo el murmullo del oleaje en la playa vecina y yo, absorto, la miro de vez en vez, atento a mis movimientos para no despertarla. Me gusta contemplarla así: el cabello revuelto, el rostro de niña, imperturbable, ajena a las horas y al gorjeo de las aves diurnas. En tanto, los anillos de Saturno gravitan en nuestro entorno, iluminando cada pasión, cada dejo de ternura que acaso develamos sin conocerlos a fondo. 

https://www.poetryfoundation.org/articles/70114/william-butler-yeats-easter-1916

Otra oleada

Otra oleada

When I cannot see words curling like rings of smoke round me I am in darknessI am nothing. (Virginia Woolf, The Waves)

El teléfono repicó varias veces desgarrando el silencio del departamento. Atrás quedaron los desvelos y los sinsabores de las últimas semanas, de suerte que Michel camina sereno hacia el hospital. La calle apenas se puebla de vendedores advenedizos que colocan con desgano las varillas y estantes para vender sus frituras. 

​•​Comida chatarra – piensa. – ¡Que metafórico! 

A su paso, los primeros transeúntes se forman para esperar el autobús. Caras largas, tapabocas mal colocados y la misma indiferencia. 

​•​El frío y la humedad – se dice al observarlos; – condiciones ideales para este bicho que no da tregua. 

Nadie parece advertir su presencia, como un fantasma en medio del anonimato. A la distancia, ruido incesante de motocicletas y los frenos agudos de un camión de basura, con su carga desbordada de hombres y costales. 

Al acceder al nosocomio, le sorprende la actitud pasiva del guardia que se dedica a tomar la temperatura de quienes llegan a visitar de lejos a sus enfermos. Todo resulta tan fútil. Las medidas de seguridad se antojan insuficientes para frenar esta andanada de contagios. De nueva cuenta caen los infectados como fichas de dominó, duplicándose las cifras a un paso vertiginoso. Basta una tos a las espaldas para que los que están cerca salten aterrorizados. La paranoia ha vuelto a inundar todos lo confines. 

El ascensor semeja un sepulcro, nadie se saluda por miedo a emitir o recibir partículas virales. Una mujer añosa es la única que profiere los buenos días por lo bajo, sin mirar a nadie. Los botones son presionados con teléfonos o codos como si estuvieran impregnados de ántrax. 

​•​Dos años y la gente no ha entendido – piensa, aunque se pregunta al tiempo si esta actitud obsesiva servirá de algo. 

La sala de Terapia Intensiva sigue envuelta en el ajetreo habitual, sólo interrumpido por los monitores y las órdenes perentorias. No hay sonrisas ni tempo para ello. 

Enfermeras van y vienen, ataviadas con sus escafandras y trajes azules. Se distinguen por un letrero en el pecho: Samia, Valérie, Lizette, Cédric, Dolores…Han olvidado sus facciones por debajo de los ojos fatigados y expectantes. 

Al recorrer los cubículos, como peceras tecnológicas donde yacen los enfermos, se detiene abruptamente. Un paciente con los puños crispados, enchufado a un ventilador que le suple la vida, le resulta familiar. Puede sentir su angustia, su feroz declive hacia la muerte.

La semejanza consigo es pasmosa, excepto por la barba rala que cubre su rostro contrito. Justo en ese momento, irrumpen dos enfermeras y el médico de guardia. La saturación de oxígeno ha caído de nuevo y las aminas no remontan su presión sistémica. Un lenguaje arcano que solamente disciernen los doctores; como él – ahora que lo escucha -, cuando estaba en funciones.

​•​¿Acaso es que ese miserable soy yo mismo? – se pregunta. 

La respuesta no tarda en producirse, cuando su colega Catherine – con quien tuvo un breve affaire hace dos años – solloza a mares mientras trata de reanimarlo. Los demás observan de brazos caídos, conscientes de que todo está perdido. Obstinada, una línea isoeléctrica, pese a las descargas sucesivas del desfibrilador, traduce la inutilidad de los esfuerzos de resucitación.

Justo en el momento en que se da por vencido el equipo, aparecen en su derredor numerosas almas en pena. El albañil diabético que acudió con los pulmones roídos, en un espasmo súbito del que cayó fulminado antes de que pudieran intubarlo. La enfermera Natalie – compañera de batalla- que contrajo la infección pese a estar vacunada y, al ser portadora de una leucemia todavía incipiente, murió un mes después sin recobrar la conciencia. El predicador que denunció las vacunas como una herramienta del diablo y a quien el COVID-19 atravesó de lado a lado como un relámpago. Los esposos que fallecieron en cubículos contiguos, ajenos al predicamento de sus siete hijos que los esperaban ansiosos fuera de la clínica, noche tras noche durante trece jornadas. 

​•​¡Doctor! – le dice una mujer envuelta en una sábana ensangrentada y con el gesto compungido. 

​•​¡Ah! ¿Qué puede usted verme? – replica Michel, abrumado de tantas sorpresas. 

​•​Por supuesto. Usted intentó salvarme…vea, mire los orificios del catéter subclavio y las numerosas heridas para tomar mis gases arteriales. No tengo incisivos (muestra la boca desdentada) debido a la intubación precipitada que usted hizo.

Michel no atina sino a callar y avergonzarse por tanta iatrogenia. 

​•​La verdad es que…

​•​Lo entiendo, no se preocupe – prosigue la muerta. – Está claro que ustedes hacen lo que pueden en condiciones de miseria. Pero, ¿porqué no pertrecharse de nuevo si anticipaban otra oleada, otro invierno de pandemia?  

​•​Tal vez la ingenuidad y una especie de abulia nos condujo hasta este punto – se atreve a sugerir. 

Tal versión de su negligencia parece molestar a su interlocutora, que desaparece del plano etéreo donde dialogan. 

Solo ante la muerte – la propia y todas aquellas que pesan sobre sus hombros – cabila en torno a aquellos años donde la formación lo endureció y le permitió bregar en aguas cada vez más profundas. 

El Instituto fue su crisol, donde los conocimientos recogidos en fragmentos durante los semestres universitarios se decantaron y adquirieron forma y sentido. Por aquellos tiempos, la práctica de la Medicina era contundente, podria decirse que incluso cruel: amputaciones a destajo, sondas de Blakemore atadas con poleas, catéteres de Tenckoff, la anestesia y la indolencia estrictamente necesarias.

Allí, cuatro décadas atrás conoció otra epidemia, marcada por prejuicios, desconocimiento y una profunda intolerancia social hacia las diferencias. Deambulando entre los caídos y los moribundos – que le guiñan un ojo en anticipación – recuerda el diálogo con su primer paciente invadido por lo que entonces se llamó “la linfadenopatía del homosexual”. 

Era un hombre de unos 60 años, otrora chef en hoteles de lujo, que había perdido su escasa fortuna en viajes y dispendios para sus amantes. Ligero de equipaje, nunca dejó de sonreír por encima de su piocha encanecida con sobrado desparpajo. 

Se mezcló entrañablemente con los otros enfermos de las salas contiguas, al grado de organizar partidas de dominó y barajas todas las tardes desafiando el orden que las enfermeras trataban de imponer. Obreros, desempleados, campesinos y hombretones venidos a menos aprendieron a respetarlo y agradecerle su jovialidad. 

​•​Hola, doctorcito, ¿ya viene a tomarme sangre de nuevo? 

​•​Sí, Jacques, tiene usted tres gérmenes distintos que lo están consumiendo. Debería ser más prudente y seguir mis indicaciones. 

​•​Con todo respeto (notorio sarcasmo), yo le doblo la edad, pero aquí soy su paciente; ni hablar. 

Ese tenor de intercambios se repetía jornada tras jornada, sin que el paciente mostrara una mejoría halagüeña. Lo más que se consiguió fue atenuar la fiebre y la tos.

Al cabo de dos semanas (las hospitalizaciones en aquellos ayeres solían ser acomodaticias), le ofreció egresarlo con el “beneficio de la mejoría”, que equivale a no ofrecer garantía alguna. 

Monsieur Jacques se enfundó su traje a rayas, se peinó y enchinó las pestañas, y así, rodeado de abrazos efusivos, se despidió del galeno. 

​•​Te debo más que la vida, Michel. Me has restituido la confianza en la humanidad. Ven por mi taller algún día de estos, para regalarte algo para tu esposa. À toute à l’heure! 

El joven doctor optó por extender la mano con cordialidad y desearle suerte, a sabiendas de que todo esfuerzo adicional habría resultado inútil. 

Un mes después, acudió al taller en el corazón del Barrio Latino; la puerta entreabierta y un olor distintivo a madera y diluyentes lo esperaban. Jacques lo recibió sentado, con el rostro visiblemente demacrado y con marcas de Kaposi en ambas sienes. 

​•​Viniste, doctorcito! Pensé que lo habías tomado a la ligera. 

​•​Lamento verte así, Jacques – devolvió él, titubeante. 

​•​No pasa nada, mi amigo. La vida es una peculiar travesía entre el amor y la muerte. 

​•​Mmmm – susurró Michel. 

​•​Cómo te prometí, tengo este collar para tu mujer. Está embarazada, ¿verdad? 

​•​Sí, nuestro segundo hijo nace en Julio próximo. 

​•​Pues cántale la Marsellesa, para que sepa de mi, ¿de acuerdo? 

Ese fue su último encuentro, por demás venturoso y reparador. Con el sabor de muerte recién adquirido en la boca, Michel otea a ambos lados de su volátil perspectiva y reconoce que, más allá de las epidemias y la fragilidad humana, queda la amistad, ese recuerdo grato, entrañable de los otros. 

Indignación

Indignación

Me distraigo del quehacer literario para compartirles una reflexión en torno al ejercicio de la Medicina en nuestro polarizado país. 

Desde luego, no se trata de un fenómeno ubicuo, pero es inquietante constatar que se ejercen acciones clínicas con poco juicio o empleando recursos anacrónicos y de dudosa eficacia. 

Citaré tres ejemplos, entre otros muchos que llegan a mi práctica cotidiana. 

Aurora, una paciente joven que atraviesa por un periodo de incertidumbre en su vida profesional, acudió a una cita obligada en una clínica de la seguridad social a fin de obtener medicamentos e incapacidad necesarios para acreditarlo en su trabajo. El trámite es habitual y reviste el engorroso laberinto de la burocracia institucional que tanto ha lacerado a quienes menos tienen por décadas. La escena no me sorprende, porque no es la última ni la más reciente. La doctora en turno recibe a mi paciente con un dejo de desprecio ostensible no bien se sienta ante ella. Las preguntas son airadas y secas, carentes de empatía alguna para quien sufre un padecimiento crónico. 

• Y qué, ¿porqué quieres más incapacidad? (no hay deferencia o respeto alguno, la tutea de inmediato para imponer su “autoridad”). 

• Es que no me he sentido bien, me duele el cuerpo y me cuesta trabajo hacer mis labores – responde la enferma, intimidada.

• Pues yo te veo bien, se me hace que finges. ¿A poco no?

• No, doctora, créame – las lágrimas ruedan por las mejillas, presa de impotencia. 

• Siempre el mismo cuento. Y aquí no me vengas a llorar, porque te vas sin el permiso, eh? 

En ningún momento un gesto de cordialidad, un mínimo interés en el diagnóstico y sus vericuetos, una palabra de aliento. Nada. 

Cuando Aurora me lo relató, pensé en la misoginia que he atestiguado a lo largo de mi experiencia en algunas colegas. ¿Qué las mueve a despreciar a las enfermas de su mismo género? Verán en ellas un reflejo de la vulnerabilidad que han tenido que superar a golpes en un mundo sobradamente machista? Será acaso una contratransferencia vindicativa? 

No pretendo generalizar, pero me parece que hace falta mucho análisis y reflexión en la formación de posgrado para crear médicos (tanto mujeres como hombres) que entiendan el sufrimiento del prójimo como un proceso que requiere empatía, observación, conocimiento al día y, ante todo, respeto. De otra manera, cualquier intervención está destinada a lastimar antes que mitigar el dolor, sea éste físico o anímico. 

El siguiente caso es el de un adolescente tardío quien viene acompañado de sus padres, visiblemente compungidos. Se mudaron hace unos meses a Tucson, Arizona buscando mejores praderas. El chico sufre de dolores crónicos que, de manera incidental, parecen haberse agudizado con el exilio. Es un chico taciturno, que mira a su alrededor con timidez y, si bien asoma vello denso en la cara, se comporta con un niño acomplejado. Como si hubiese acudido a la fuerza, algo fácil de constatar dada la multitud de sobres de estudios previos que carga su padre. La distribución de mis sillas hace que Benjamín quede frente a mi, la madre parcialmente oculta por la pantalla de mi computadora y el padre al fondo, expectante. 

Me relatan al alimón la odisea que ha seguido este joven en ambos países. Exámenes de sangre cada dos semanas, estudios de gabinete al por mayor (desde encefalogramas, electromiografías hasta resonancias de cerebro y esqueleto axial) seguidos de todo género de medicamentos analgésicos, relajantes y antineuríticos. 

Para colmo, los padres lo llevaron con dos neurólogos en Alburquerque y Phoenix que los trataron con displicencia propia de esa Medicina que sospecha de todo y que además los increparon por no haber consultado a un psiquiatra para su hijo “hipocondríaco”.

De nuevo en México, la familia continuó su tragedia hasta que, saturado de efectos farmacológicos y fracasos terapéuticos, tocaron a mi puerta con el muchacho a cuestas. 

Lo primero que llamó mi atención fue la falta de resonancia afectiva que advertí en este paciente. Estará cansado de tantas consultas infructuosas? Será un rasgo de carácter? – me pregunté en silencio. 

Se sorprendió cuando lo interrogué directamente, obviando el relato iterativo de sus padres. Con respuestas entrecortadas y volteando de forma constante hacia su madre, me contó una historia trágica de quien ha sufrido las vejaciones y el desdén de incontables médicos. Su voz se tornó en sollozo cuando le expresé que entendía su sufrimiento y lamentaba la falta de consideración que mis colegas habían mostrado hacia sus síntomas. Sugerí que no necesitaba más estudios por el momento y que, tras ofrecer un par de fármacos neutrales, me gustaría conocerlo mejor como paciente y verlo de nuevo en una semana, de preferencia solo, para explorar otras vertientes.

Esa primera consulta bastó para abrir una brecha de confianza, no pretendo más. La histeria o los trastornos psicosomáticos son tan dignos de una investigación congruente y detallada como la hiperglucemia o la insuficiencia renal. Si queremos cumplir con nuestro compromiso terapéutico, el silencio y la escucha respetuosa son el mejor aliado para no actuar precipitadamente y sin tino alguno.

El tercer ejemplo es el de una paciente, Chantal, que padece artritis reumatoide de inicio reciente. Visita, por recomendación de una amiga, a una colega de mediana edad quien confirma el diagnóstico y, sin indagar sus motivaciones inconscientes o su historia emocional, le receta fármacos inútiles y antiguos (pasando por alto la utilidad de la Terapia Biológica). No sólo eso, sino que le insiste en que no podrá tener hijos debido a su enfermedad. Chantal sale devastada de tal consulta pero entiende, porque su hermana mayor también sufre de artritis, que debe adherirse al tratamiento y aceptar con profundo dolor el dictamen de su infertilidad. 

¿Con qué derecho un galeno se atreve a formular decisiones que afectan el destino de sus pacientes sin conocerlos? Sin calcular con elemental juicio de realidad las implicaciones que tienen sus palabras y sus dictados. 

Quizá ustedes – como yo – habrán recalado en su falta de actualización por prescribir medicamentos que han sido superados en efectividad y valor científico, pero me parece que lo más grave es asegurar una fatalidad que marca a un ser humano desvalido y anhelante, que le resta poder sobre su propia vida y que la obliga a resignarse como si no hubiese futuro ni restitución. 

Estas tres viñetas nos exigen como pacientes, a la vez que nos exponen como gremio médico. Un individuo que ejerce la Medicina en el siglo XXI está obligado a actualizarse, a mantener al día los avances de su especialidad, a evaluar con juicio crítico las investigaciones pertinentes a su práctica y a saberse apoyar por colegas con más experiencia e incluso más jóvenes que tengan información más confiable en todo momento. 

La Medicina combina, como pocas τέχνης del esfuerzo humano, la ciencia y el arte. Como tal, debe amalgamar el conocimiento científico acumulado, probado y actual, junto con el afecto, el respeto y la reflexión más profunda acerca de los avatares del alma. Lo demás, es engreimiento e ignorancia, los peores pecados de quienes juramos “primero no hacer daño”.