Ten siempre a Itaca en tu mente. Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje. Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino sin esperar que Itaca te enriquezca. Konstantinos Petrou Kavafis, 1911
La mañana fulgura con la tibieza residual de una noche de lluvia. Nubes rotas y preñadas enmarcan al grupo de médicos que van de cuarto en cuarto. Por momentos, se detienen a cuchichear en torno a algún hallazgo ominoso, ante todo si el tumor no muestra visos de ceder en las cavidades de sus enfermos. Uno de ellos, Esteban, un hombre adusto que excede los sesenta, sigue solo en su habitación, oteando por la ventana y escribiendo a ratos sus memorias. La jefa de Neumología titubea al abrir la puerta, su séquito expectante. Decirle a un paciente con quien ha establecido una relación entrañable a fuerza de escaramuzas compartidas, que no hay nada más que ofrecerle, es una afrenta que se resiste a emprender.
Al entrar a la habitación 337, Esteban levanta la vista de su cuaderno y sonríe. Su mirada se ensombrece al cruzarla con su doctora, tan transparente que es incapaz de ocultar su desatino.
- Buen día, doctora Simpson, la noto desencajada.
- Tenemos que hablar, Esteban – replica ella, sin poder desembarazarse del pesar que la
precede.
- No hay prisa, Molly (primera vez que se dirige a ella por su nombre de pila). Tenemos toda
una muerte por delante.
La conversación dura escasamente diez minutos, a solas, porque la doctora ha pedido a sus alumnos que la esperen afuera. No hay llanto ni brotes de histeria. Ambos interlocutores están diáfanos acerca de la tarea estéril que les ocupa.
- Supongo que querrá irse usted a casa, Esteban – sugiere ella, para finalizar el diálogo.
- Sí, doctora. Pero antes quiero dejarle estas notas, que no alcanzaré a publicar. Considérelo
un regalo y un testimonio que usted, como mi mejor aliada, sabrá sopesar
Esa noche, pese al agotamiento de un día plagado de exigencias y desenlaces, la Dra. Simpson abrió la carpeta con algunas páginas sueltas que depositó en sus manos el paciente moribundo. Lo que sigue es una copia (sujeta a una mínima edición) que me hizo llegar hace unas semanas, justamente dos días después de que muriera Esteban, a quien conocí y ayudé a a bien morir.
“A la luz de la polarización social que estamos viviendo, me detengo a reflexionar en torno a mis propios avatares ideológicos y la experiencia que me ha dejado, por fortuna, un legado familiar para adentrarme en mis motivaciones inconscientes y en mis sueños. Crecí bajo el sino del psicoanálisis, tanto que en la oficina de mi padre, tal como la recuerdo – amplia y sombría -, siempre sumida en una curiosa penumbra, me recibía inmutable el busto de Sigmund Freud en bronce, anclado en un pedestal de caoba, amenazando a quien osara pasarlo por alto. Su librero mostraba las obras completas del fundador del psicoanálisis, en una edición de 1950 empastada en tela, reinando sobre otras decenas de textos de autores ignotos para mis contemporáneos, y formados en nombres enigmáticos que prefiero rememorar en orden alfabético: Bion, Etchegoyen, Kohut, Klein. Kernberg, Sullivan, Winnicott. Atónito, esquivando la mirada de mi padre, yo oteaba esos volúmenes tratando de descifrar desde sus lomos si alguna patología pudiera resultar de mi incumbencia. Ser hijo de médico supuso siempre un estigma en mis temores más arcaicos.
De modo que resultó inevitable que, al despuntar con mis arrebatos adolescentes, me viera sentado frente a un austero inquisidor, mi primer psicoanalista, quien indagaba con peculiar empatía qué aguas turbias estaba yo atravesando. Su sala de espera era peculiarmente estrecha, con lugar para dos (tres apretados, cosa que nunca ocurrió). Lo adornaba una copia deslucida de la etapa azul y rosa de Picasso (el viejo guitarrista; bien pronto lo investigué) que sentaba de suyo la atmósfera de introspección y duelo antes de confrontar al analista. En aquellas primeras sesiones me situaba cara a cara con mi interlocutor, temiendo que al ser amigo de mi padre mis secretos trascenderían esas paredes. Me limitaba a reseñar eventos circunstanciales, sin aparente trascendencia, pensando que lo disuadía de un interés más profundo en mis delirios. Me divertía contándole algunos sueños, que trastocaba deliberadamente para acreditar sus reacciones e irlo descifrando. Supongo que, sin advertirlo, había atravesado el espejo de la transferencia.
Poco a poco encontré que me agradaba hacer ese largo trayecto hasta su oficina en un edificio templado de aluminio, en aquel gélido piso, que conocí sólo a expensas de adentrarme subliminalmente en su espacio: pocos libros, austero, una ventila medio abierta y el distante murmullo de la avenida siete pisos más abajo. Aprendí a sentirme cómodo ante su templanza, su aire de complacencia y su disposición para respetar mis vacilaciones. Quizá un año después abandoné el tratamiento, en eso que se suele llamar “huida en la cura”, con la arrogante pretensión de estar sano mentalmente y de haber arrojado mi neurosis por aquella ventana hacia la calle.
Por supuesto, seguía arrastrando mis cadenas y esa época de zozobra se aderezó de una búsqueda errática mediante las sustancias psicotrópicas que pululaban entre mi generación. Fue un descalabro
que trajo consigo una cierta advertencia social; el submundo de las drogas me mostró la naturaleza más mezquina y artera de la sociedad urbana. Romper las leyes, para bien o para mal, invariablemente nos asoma al piélago de lo más crudo, donde habitan todos los demonios, propios e invitados.
No toqué fondo, pero lo ví muy cerca, en la miseria emocional, en quienes se escindieron en el torbellino del ácido lisérgico o la psilocibina, en alguno que murió lejos o se desterró del futuro, tornándose en parias o peor aún, recuerdos yertos. Decidí exiliarme en Europa para buscar un remanso, para reencontrarme. Bastaron dos años y otras tantos tropiezos y desilusiones para devolverme la razón y la melancolía, que en mi caso siempre han ido de la mano. Volví a mis orígenes y una vez inscrito en la educación superior, con un modesto ingreso que me procuraba para sentirme adulto, retomé el psicoanálisis, convencido de que si permanecía solo en la penumbra del bosque que habitaba, perdería de nuevo el rumbo.
Puedo escribir estas líneas porque, sin haber alcanzado las profundidades que aspiraba, logré reconocer que mi conflicto edípico no era solamente una ilusión sino un designio, que los sucesivos desamores se debieron siempre a mi inconsistencia y no al objeto, como solía ejemplificar el buen Segismundo. Y ante todo, que la felicidad es una quimera que se construye de retazos, por mucho denuedo y ambición que coloquemos en la empresa. Lo único que en mi experiencia tuvo un valor absoluto fue el amor hacia mis hijos, incuestionable como el rumor de la sangre misma. Aprendido, sí, porque acude a posteriori, cuando uno mece en sus brazos a cada vástago y lo hace suyo, en un breve pero intensamente lúcido destello de inmortalidad.
Hoy estoy quieto, debatiéndome con esta enfermedad que cada noche gana más terreno (de ahí el símil del cangrejo) y atento a las noticias que inundan las redes sociales acerca de una pandemia que nadie ha podido contener. Sin soberbia, puedo escribir que mi experiencia en esos divanes, esperando la interpretación que no surgía, imaginando y construyendo mi propia narrativa, me hacen un hombre más prudente y menos histérico. Soy ese Ulises andrajoso que se resiste a creer si alguien lo espera a su regreso. Así que, a fuerza de obsequiarlo como una reflexión an mis congéneres, termino con algunos argumentos producto de lecturas y testimonios de primera mano. No creo en las tesis que proponen conspiraciones biológicas o belicosas en torno al surgimiento del nuevo coronavirus o cualquiera otra peste que le siga.
Ante la debacle o la incertidumbre, la mayoría de nosotros – como niños despavoridos – tratamos de encontrar un culpable. Aquel que, por descuido o deliberadamente, arrojó al caudal humano el veneno del conocimiento y de la muerte. Piensen en la expulsión del Paraíso o, desde otra mitología, la caja de Pandora. Alguien debe haber abierto ese arcón donde guardábamos todo lo siniestro y, por supuesto, la culminación de su maldad es destruir a los más débiles, a los más pobres, a los viejos y los otrora contritos. La analogía encaja a la perfección.
El otro responsable es el gobierno. Un patriarca que no supo cumplir sus promesas de proveernos todo gratis y a manos llenas. Que nos falló cuando debía cuidarnos día y noche, ante viento y marea. Aunque se trate (sólo en lo racional) de un fenómeno microbiológico, que nadie puede detener mientras no exista una vacuna suficiente. Nos conminaron a enclaustrarnos, pero estuvimos dispuestos a cumplirlo mientras no afectara nuestros intereses personales o hasta que cediera el pánico. Una sociedad que no asume su responsabilidad colectiva es como un rebaño en desbandada, una estampida de bestias aterradas ante lo inefable, huyendo del ruido atronador de sus propios espectros. Pretender que los ministerios de Salud dicten la conducta individual es tanto como creer que un dios vela por cada uno de nuestros actos, incluso los más nimios. Cada hombre y mujer adultos, enfrentados a una infección que puede acarrear la muerte, son responsables de su integridad y la de su progenie. Pero también debe entender que cuidar su entorno, a sus vecinos y a sus compañeros de trabajo, es la medida mínima para conservar un halo de seguridad que no nos dañe, día tras día. Nadie más puede hacerlo por nosotros.
No se le puede pedir a la masa que adopte una actitud serena, eso va en contra de su impronta. Escucha lo indispensable, se resiste a pensar y actúa habitualmente por instinto, atraída por el magnetismo de la contrariedad o la violencia. Es una estructura amorfa que cede fácilmente a la desinformación y a los enredos. Eso alimenta su voracidad por lo absurdo. Basta una noticia que se replica de pantalla en pantalla para atribuirle calidad y valor de cambio. Ante una epidemia como ésta, es inevitable que los remedios mágicos, las curas milagrosas y la gracia divina tengan más injerencia que la poco convincente realidad científica, que requiere consenso y validación. ¿Porqué creerles a los hombres de ciencia si nos han dejado a merced de un enemigo invisible que mata robando el oxígeno, que no respeta a los ancianos y que a todas luces no tiene fin?
Lo irónico de toda esta experiencia es que saldremos fortalecidos. Quienes sobrevivan, habrán aprendido que no se puede confiar en la integridad corporal o la entereza de una especie que desoyó los reclamos de la Naturaleza y otros habitantes – más ingenuos – de nuestro planeta. No todos, por supuesto. Entre nosotros siempre estarán los sátrapas y los ladinos, los que se creen merecedores del destino, los que se deciden por la crueldad como argumento retaliatorio. No es una nueva espiritualidad la que nos espera, dudo que las religiones hayan aprendió la lección. Más bien permanecen asustadas y reculando en sus antiguos dogmas.
Será una nueva conciencia colectiva, afirmada en los jóvenes, replicada en los niños que sobrevivieron esta condena sin heridas permanentes, inmunes a la estulticia y al miedo. Una disposición por respetar el medio ambiente, por construir puentes de justicia social, por edificar lo necesario y desdeñar lo superfluo. Creo sinceramente en ese proyecto, pretendo regalarme ese futuro que ya no veré y, con ello, puedo permitirme este solaz, la convicción de que, a pesar de tanta agonía, nunca estuvimos al borde de perderlo todo.”
Terminé de leer estas palabras sobrecogedoras con lágrimas en las comisuras de los ojos, como si Esteban me hubiese interpelado bajo la lámpara de pie que me iluminaba esa otra noche. No sé si murió simplemente por ahogo, dada la invasión neoplásica que subyacía a sus pulmones o, si por un mero infortunio, lo alcanzó la plaga que estamos padeciendo.
Me quedé meditando en su disertación, seguro de que podemos ser mejores, aunque nuestra indiferencia y mezquindad estén continuamente amenazando, más destructivas que cualquier microorganismo.