El insomnio de Higeia

El insomnio de Higeia

Podemos afirmar que en buena medida la humanidad se ha construido de cara a la finitud. No hay nada más contundente que la certeza de que vamos a morir. Cualquier empresa humana, todo acto creativo o destructivo está constreñido por esa convicción. 

Desde luego se reprime y, como verdad, cabalga con el deseo en los recovecos del inconsciente, palmo a palmo. De ahí que situemos la pulsión de muerte como una fuerza motriz hacia el abandono, que nos urge hacia el retorno a lo ominoso, a la oscuridad insondable de lo que nunca fuimos, porque no hay constancia de ese origen salvo en la propia finitud. 

Existe, no obstante, un impulso (élan en francés) vital que nos hace enfrentar la claudicación tanto como aferrarnos a lo real y a lo simbólico. Paradójico de suyo, porque la tragedia de nuestro destino nos impele a soltar los brazos y dejarnos ir, cediendo la voluntad a los azares y al flujo inevitable de la consunción. 

Los ejemplos pululan. Depresión o fatiga crónica en la esfera de lo psicosomático, la tanatología como expresión utilitaria del deseo más recóndito de todo sujeto, o la batalla contra el cáncer (“los cánceres” habría que precisar), enemigo surgido de la mutabilidad y la inmolación. 

Si hay algo que define tal contraparte existencial es la lucha contra la enfermedad. En efecto, empleo arbitrariamente el sustantivo beligerante para subrayar la disposición combativa que nos hace pelear todos los días contra microbios, descomposiciones, toxicidad o accidentes que asolan a nuestra especie. 

El curandero ayer, hoy el médico, se instrumenta de recursos (conocimientos, templanza, distancia, poder carismático) para asumir esa partitura social cuyo verdadero cometido es evitar la muerte. Sabe que es una causa perdida, no hay remedio que lo impida, acaso podrá postergarla y regodearse de que ha ganado una escaramuza. Apelará a los dioses, otrora inefables —amparados en los astros y las nubes de su entendimiento—; que en la actualidad se erigen desde el Olimpo de la investigación, si bien Prometeo —representado por la industria farmacéutica y de biotecnología— haya robado el fuego y lo haga accesible a precios mercenarios. 

Nos queda entonces la imagen romántica, cada vez menos sostenible, del doctor de familia tomando del brazo a su paciente. Parte gratitud y deferencia, otro tanto autoridad y guía. Pero los hospitales con sus laberintos de higiene, los terceros pagadores con su clientelismo y, porque no, las redes sociales con su influencia perecedera y frívola, han acabado con esta escena. 

Persistimos algunos mohicanos – acaso los últimos – creyendo en la resurrección del alma nutricia, venerando a Hipócrates, Avicena, Virchow, Lister, Pasteur, Osler y tantos otros que abrieron la caja de Pandora para enseñarnos que las alimañas no son invencibles. 

Es una bendición, en el sentido pagano del término, que aún podamos comunicarnos en privado, sin presiones de extraños o atajos mercantiles, con el expreso propósito de aliviar. 

Hace cien años, nueve de cada diez fallecimientos ocurrían en condiciones elegidas por el enfermo o su familia, idealmente en una habitación, ventilada con afectos. Hoy, en las sociedades industrializadas, sólo uno de cada ocho muertes acontece fuera del hospital. La existencia se ha medicalizado a tal grado que los pacientes ya no tienen más opción que debatirse entre la aplicación de medidas extremas o acceder a un quirófano para no volver jamás.

En otro tiempo, los médicos recién graduados enfrentábamos la muerte (a nivel personal, no institucional) durante el año de servicio social, ese lapso de revelaciones que preparaba nuestra liberación al mundo y anticipaba nuestros expectativas más altas. Las más de las veces la defunción ocurría de manera aislada, confrontados con la falta de recursos técnicos y con escaso conocimiento del proceso de agonía y ulterior duelo que se derramaba en todos aquellos que participábamos.

Recuerdo con todo detalle a esa niña con falla cardiaca congénita a quien cargué exánime en brazos en la mitad de la noche entre los caseríos de Temixco; la niebla que nos rodeaba mientras escalábamos una ladera cubierta de basura y ladridos continuos. El llanto de la madre a mis espaldas, la luz parpadeante de la choza donde habitó, el humo del anafre y la culpa rasgando la memoria.

También vi morir a Jovita, con su hepatocarcinoma a cuestas, que me regaló con ingenuidad y sentido del humor antes de caer fulminada por una hematemesis. Los arroyos sucios del pueblo se desviaron para atenazar su tumba; escasa, flanqueada por una cruz de hierro y atados de cempasúchil. No había imágenes ni biopsias; en mi mano se quedó grabado el borde irregular y pétreo de su hígado.

Aquella enferma de rabia, mordida por un cachorrillo en Miacatlán, al borde del barranco, que llegó al hospital profiriendo insultos y sujetada por dos enfermeros, en una escena dantesca propia del Medioevo. En un día de asueto y estando de guardia, me tocó testificar su muerte. Era yo lo suficientemente audaz y consciente de mi lugar en la historia mínima de esos senderos, como para practicar una autopsia, trasladar su cerebro por muchos y agrestes kilómetros para disecarlo y teñirlo con fluoresceína. No se trataba del cadáver, sino del riesgo de contagio y la responsabilidad de un médico joven, un tanto iluso, ante la muerte y sus espectros.

Tras estas aventuras, que todos atesoramos como anécdotas, vienen los exámenes, las entrevistas, la ansiedad y la paciencia. Llega la carta anhelada, con ese volumen que invita a abrirla sin cuidado; la entrada triunfal al coliseo, los laureles codiciados de la residencia.

La muerte, ahora sí, se hace cotidiana. Nadie nos prepara para tal eventualidad, pero ciertamente la institución, los médicos de base o los camaradas en la trinchera cobijan y la hacen menos trágica.

El enfermo de leucemia, aplásico e infectado, que muere entre resuellos. El paciente abatido por el relámpago de un infarto, cuyo monitor exhibe toda suerte de caligrafías, antes de caer en asistolia. El insuficiente renal, rebosando esputo “asalmonado” —como solíamos designarlo— mientras rotábamos torniquetes e infundíamos diuréticos sin éxito. El aneurisma roto en eclosión de sangre, interminable, inextinguible. Muertes lentas, apremiantes o súbitas. Decesos inesperados y otros tantos deseados, éstos para mitigar el sufrimiento, para abreviar la agonía.

Con los compañeros de trinchera, bebíamos hasta quedar exhaustos, tras una semana de batallas que templaban nuestra incipiente madurez y la ciencia que acumulábamos a golpes. Discutíamos cada caso perdido, con pesadumbre y rabia, ante las miradas atónitas de nuestras jóvenes esposas, que nos permitían alcoholizarnos para hacer catarsis y emprender de nuevo el vuelo.

La muerte como un hecho categórico y tácito; como un artefacto del discurrir clínico; como un tropiezo que amerita rehacerse y dejarlo atrás… A otra cosa, mariposa.

¿Porqué detenerse a filosofar si la profesión exige salvar obstáculos y mantenerse erguido?, ¿para qué sondear afectos y decepciones si es parte del quehacer, irremediable? Ésta es claramente una actitud negadora, por muy necesaria que se presuponga. Cabe preguntarse si puede ser de otro modo, si tal impermeabilidad emocional es indispensable para transitar entre aullidos y fantasmas. No nos enseñan, lo aprendemos a contramano, con el embate de las olas y la redención de los naufragios.

Por fin, un día cualquiera, sin prisa, nos sentamos a meditar. Caduceo en mano, admitimos que en efecto cargamos cicatrices, que hay muertos que nos siguen e imprecan durante la noche, que no fuimos tan arrojados y que hemos dejado algo de piel en la contienda.

La sombra en el espejo no es la de un guerrero derrotado. Esa imagen es patética y no refleja la verdad. Somos acaso mujeres y hombres que han sabido sostener el venablo que nos confiaron, que tomamos alguna vez el cielo por asalto y que, tras aquellas recurrentes embestidas, salimos bastante airosos. Pero de tanto en cuanto, en la intimidad de las hojas marchitas, debemos reconocer que el destino nos tumbó o nos apartó de en medio.

Cada encuentro terapéutico es una sorpresa, revela una forma de sentir, de sufrir, de interpretar la fragilidad. La señora que señala su “dolor de hígado” bajo la parrilla costal izquierda; el hombre que afirma que “un aire” le ocupa el pecho; el anciano que mira sin observar, porque sus ojos en penumbra anuncian perentoriamente su sino. Todos ellos son una historia que se articula, que toca, que merece ser vertida en acciones o cuando menos, que requiere una escucha atenta y distintiva. 

Hace unos meses, por conducto de un colega entusiasta, me encontré de nuevo con el pentateuco del quehacer médico. Aquí lo traduzco con el acrónimo VOCES, pues aludo al principio de comunicación (vgr. conexión afectiva) que entraña la relación paciente-médico. 

Valor, para enfrentar decisiones en el mejor interés del enfermo. Objetividad como fruto de un bagaje indispensable de conocimientos. Compasión, que se define a sí misma. Entrega, en tanto compromiso terapéutico, dejando en lo posible al margen nuestro entorpecedor narcisismo. Suficiencia, entendida como capacidad y competencia. 

Escuchar esas voces en cada encuentro clínico es una estrategia ética que permite alejar la fatalidad y rescatar el significado del afecto. Un acto análogo al cobijo materno que nos conminara a la reciprocidad, al placer, a la bondad; en pocas palabras, a desear la vida y asumir la renuncia.

Develando el sol opaco

Develando el sol opaco

Desde hace más de cien años, la discusión en torno al duelo y la melancolía ha sido motivo de reflexión e incluso controversia. A partir del abordaje psiquiátrico que hemos observado en la cotidianidad, los matices de la tristeza y la depresión parecen haber perdido su connotación psicodinámica para uniformarse y resultar objeto de tratamiento con tricíclicos, moduladores de neurotransmisores y, más recientemente, mediante el uso y abuso de antipsicóticos de nueva generación. 

Quienes estamos habituados a ver pacientes crónicos o, por nuestra propia formación, dedicamos varias horas a la semana a la psicoterapia, nos sentimos obligados a pensar mejor en estos elementos clínicos y rastrear la psicopatología antes que tratar de aplacarlos y esconderlos. 

Así, sabemos de suyo que represión no es igual a solución. Que si bien el duelo por la pérdida de alguien amado (física o emocional) requiere elaboración y tiempo, la melancolía radica en otro orden de cosas en el inconsciente del sujeto (1). 

No se trata solamente de una disquisición romántica o literaria, como apuntó oportunamente Julia Kristeva (2), sino de un fenómeno sintomático que requiere maduración cuidadosa y escucha atenta. 

Las características mentales de la melancolía son un abatimiento profundamente doloroso, pérdida de la capacidad de amar, inhibición de toda actividad (abulia) y una disminución de la autoestima al grado tal que amerita castigo en una suerte de obsesión casi delirante. Puede parecerse a la reacción de duelo que observamos en quienes sufren la ausencia de un objeto amoroso, pero ese colapso de la autoestima es propio de la melancolía y la connota. 

Más aún, en el duelo la persona puede no haber muerto pero se ha perdido como objeto de amor (el caso típico de la ruptura de un vínculo). Naturalmente, el doliente se encuentra afligido, desinteresado en la cotidianidad, puede albergar sentimientos de autodestrucción y de culpa, pero tales emociones tienen un encaje en la realidad y pueden ser subsanadas cuando se repone la pareja amorosa o pasa el tiempo y el doliente se ve rodeado de una red de apoyo afectiva que hace menos doloroso tal proceso. 

En el caso de la bilis negra (como sugiere su definición etimológica), el paciente no identifica del todo lo que ha perdido, pues tal falta de objeto radica en el inconsciente y da lugar a una opacidad melancólica. El empobrecimiento de su subjetividad es ajeno al mundo y a la realidad circundante; adquiere su propia dinámica y desoye cualquier estímulo de aliento. 

El paciente se representa a sí mismo como carente de reconocimiento, incapaz de todo logro y a la vez despreciable; se reprocha constantemente tanto como se vilipendia y espera ser castigado por sus carencias y minusvalía. 

Desde luego, si bien esta percepción sigue los mismos cauces en la mayoría de los que sufren de melancolía, habría que aceptar que hay grados y duraciones que corresponden a cada individuo en su tragedia anímica. 

Pero existe otro fenómeno psicopatológico distintivo de la melancolía que es la identificación del sujeto con el objeto del abandono. Me explico. En la medida que la sombra del ser querido (con relativa frecuencia la madre) que no supo amar o acalló el deseo se cierne sobre la persona, ocurre un empobrecimiento emocional que se identifica con la pérdida. Ese proceso inconsciente, por identificación o bien por falta de recursos para compensarlo, ancla como merma del yo, y constituye así una regresión hacia un estado primario. Una sensación de indefensión que parodia aquel estadio donde nos percibíamos desposeídos, inermes, a merced del afecto y del sustento de otro. 

Supongo que será más ilustrativo un ejemplo. 

David es un hombre de mediana edad que vive con su pareja. Le ha resultado muy difícil aceptar su homsexualidad porque proviene de una familia conservadora, radicada en provincia, donde fue rechazado y visto con desdén por sus compañeros de universidad y, eventualmente, por sus colegas. Tal circunstancia lo obligó a intentar una nueva vida a sus cuarenta y pocos años en la capital, donde con grandes esfuerzos ha logrado un práctica de Medicina Familiar razonablemente exitosa. 

Cuando acude a mi consultorio me sorprende su timidez. Viste con discreta elegancia y advierto de inmediato su refinamiento. Pero se cohibe al saludarme y adopta una actitud que me resulta suplicante, quizá como un primer atisbo del rechazo que suscita en su entorno. 

Luce el cabello ralo, con tinte, y mantiene cierta rigidez acentuada por su talle enjuto. Gesticula con manos poco expresivas que muestran uñas muy cuidadas, pero no hay destellos que distingan su profesión o su elección de género en su actitud o vestimenta. Lo conmino a sentarse y elige la butaca que tapa parcialmente mi ordenador, así que le pido que se desplace frente a mí “para verlo sin estorbos”. 

– Cuénteme, doctor, ¿en que puedo servirle?

Su relato es un conjunto de síntomas poco sistematizados, que adereza con términos médicos pero que me sorprenden por su imprecisión anatómica. La mayoría son “achaques” propios de una persona sedentaria, malestares colónicos y mialgias en áreas de tensión. Aduce como colofón que teme que se esté apoderando de él “una enfermedad metabólica o autoinmune”. Con el debido respeto, intento darle coherencia a sus molestias pero a la vez señalar que su intermitencia y su efecto no apuntan hacia algo destructivo. Pese a ello, no consigo mitigar su ansiedad.

Más avezado en la narrativa psicológica, le pregunto por su familia y no solamente acerca de sus antecedentes médicos. Dicho sea de paso, éste es un hueco que deja mucho que desear en la célebre historia clínica que todos practicamos. Antes de responder, me mira fijamente, como si yo hubiese atravesado un portal que esconde secretos torvos. 

El rostro se le contrae en una mueca que anticipa el llanto, pero se contiene. Con voz tenue me cuenta una dolorosa historia de abusos sexuales hacia su madre por un hombre mostruoso que lo engendró pero que lo despreció desde su concepción. La mujer lo esperaba – recuerda David – con la ilusión de ver al compañero pródigo y éste, despótico en toda ocasión, llegaba a hurgar los cajones por dinero y alhajas para irse después de violarla y golpearla a mansalva. La imagen de esa madre rota, con moretones en la cara y los brazos, justificando al truhán ante su hijo atemorizado, suscita por fin las lágrimas de mi paciente.

– Nunca tuve el valor de enfrentarlo, doctor. Hubiese querido alejarlo de mi mamá, cerrar el portón a cal y canto, o llevármela lejos para evitarle esa tortura. Pero no lo hice…no pude hacerlo. La ví enfermarse de diabetes gradualmente, descuidarse hasta la insuficiencia renal y morir antes de alcanzar la hemodiálisis o algún tipo de sustitución. 

Mientras escucho su relato, puedo imaginar al adolescente impotente, cobijado tanto como cobijando el sufrimiento de su madre, quien se fue muriendo a pedazos, en deuda con el amor y la existencia. ¿Qué recurso le quedó a David sino la retracción narcisista, su exclusión de la violencia y la incomprensible sociedad que maltrataba a su ser más amado sin motivo? Por lo menos ahora vive amparado por su trabajo y una pareja que espero que sepa contenerlo y quererlo como se merece. 
Cuando estoy por invocar esta salida venturosa, me confiesa que lo atormenta una obsesión con un chico adolescente que conoció hace pocas semanas en un bar gay de la colonia Cuauhtémoc. El joven lo sedujo con miradas y caricias que acabaron en una infatuación de la que mi paciente no puede desprenderse.
– Me quita el sueño tanto como me corroe la culpa, doctor. No sé si usted pueda entenderme. Muero por dentro y me desangro cada noche.
Al escucharlo, no puedo apartar la imagen de un Gustav von Aschenbach (interpretado magistralmente por Dirk Bogarde) muriendo de melancolía en la playa del Grand Hotel des Bains mientras observa a contraluz a Tadzio (Björn Andrésen, alias “el chico más bello del mundo”). El tinte capilar negrísimo escurriéndole por las mejillas al tiempo que exhala su último suspiro (4, 5).

Le propongo un arrreglo: sus síntomas son producto de ese dolor atávico que no ha podido externar (evito desde luego los términos psicoanalíticos), de modo que darle analgésicos – a menos que lo juzgue indispensable – o psicofármacos no va a remediar nada sustancial. 

  • ¿Qué le parece si nos reunimos en una o dos sesiones semanales para tratar de entender esta sintomatología un tanto abigarrada, David?
  • ¿Sugiere usted que todo es psicosomático? – me dice, un tanto retador y otro tanto escéptico. 
  • No puedo afirmar tal cosa, y menos en una sola entrevista, pero creo que se verá usted más beneficiado con un poco de ayuda intuitiva, con escucharlo y gravitar sobre su historia, y no sencillamente purgándolo con medicamentos cuyo efecto sería transitorio. Piénselo, es tan solo una propuesta terapéutica. 

Por segunda vez me mira inquisitivo, sin asentir o proferir palabra. En silencio me pregunto si esto es apenas un chapuzón transferencial, si acaso será significativo y si, en mi dedicación puesta a su servicio, le ayudaré a florecer apenas, dejar la culpa atrás y con ello, mansamente, recuperar su maltrecha autoestima. 

Referencias. 

  1. Sigmund Freud (1915). Mourning and melancholia. Standard Edition of the complete works. The Hogarth Press 1957 (Vintage edition, 2001), Londres, Inglaterra.
  2. Julia Kristeva. Soleil noir. Dépression et mélancolie. Gallimard, Paris 1987.
  3. Christopher Bollas. Meaning and melancholia. Life in the age of bewilderment. Routledge, New York 2018. 
  4. Morte a Venezia. Un film de Luchino Visconti, estrenado en 1971, adaptación libre de la novela homónima de Thomas Mann (1912).
  5. Kristina Lindström & Kristian Petri. The most beautiful boy in the World. Documental. Tri Art Film, Suecia 2021.

 

Cuando las vacas vuelan

Cuando las vacas vuelan

Anoche soñé con la casa donde crecí. Por insólito que parezca, la ciudad era segura y silenciosa (no toda, desde luego. Pero el barullo se confinaba al centro histórico y las grandes avenidas). La barda que circundaba mi jardín apenas cubría los hombros de mi padre y saltarla era un reto cotidiano, como escapar de una prisión accesible por todos sus flancos.

Era una casa sin pretensiones, suficiente para una familia nuclear de profesionistas y sus tres hijos, ajenos a los menesteres que entraña la cimentación de una existencia cómoda y venturosa.

Solíamos ir a pie las tardes de verano a comprar mazapanes con chocolate en una pequeña mercería en el barrio, bajo el sobrentendido de que nuestros confines acababan justo ahí, en la orilla próxima de los arroyos que lo separaban del mundo. Nunca pregunté por qué, era un límite tácito y bastaba.

La dueña nos atendía afablemente (otra perplejidad de nuestro tiempo) y recibía las monedas atesoradas con sudor y paciencia que completaban el precio requerido entre todos. Alguna vez nos regaló una pieza de más y nos sentimos conquistadores del dialecto de las ofertas.

En una ciudad como ésta, los barrios de suyo eran bastante extendidos, e imperceptiblemente se fueron haciendo diversos y amorfos con los años. Entonces cabían tres equipos de futbol —cada uno limitado a su calle, territorio inviolable— y con esa rivalidad disputábamos la primacía. Éramos acaso cinco jugadores titulares, los mayores; mientras al borde de la acera esperaban las reservas, nuestros hermanos y hermanas, que llegaban a participar cuando el triunfo se daba por sentado. Nadie se ofreció a uniformarnos, así que el mejor arreglo era portar camisetas o suéteres del color más próximo a nuestro emblema. El obsequio de cumpleaños o Navidad por excelencia era un balón, que sirviera de aportación y orgullo del equipo. Cuando años después, al despuntar la pubertad, nos atrevimos a probar suerte y comprar una camiseta negra con pantaloncillos blancos, nos miramos todos con cierto desatino y dimos por concluida la inocencia.

Cada rincón, cada terreno abandonado era nuestro, por acuerdo y fantasía, donde escondíamos las reliquias de nuestras andanzas (una vieja placa de auto, trofeos desechados, lámparas en desuso, un librero desvencijado, cadenas enmohecidas o fierros que aguardaban alguna utilidad).

Conocimos la violencia en las disputas territoriales, nada más. No se hablaba de secuestros o tráfico de drogas, y prevalecía la ingenuidad sobre cualquier tragedia que no fuera relevante a nuestra inmediatez o al barrio. La televisión —en blanco y negro, vetada antes de las cinco de la tarde— era la única fuente de noticias, más allá de las anécdotas que hurtábamos de las conversaciones de los adultos. Así que la carrera por el espacio o los magnicidios y las arengas contra la segregación racial que emanaban del Imperio eran más familiares que los derroteros de la política nacional.

El toque de queda ocurría al anochecer y nos despedíamos con las rodillas rotas o las camisas manchadas de gaseosa y polvo del último minuto, disputado con rabia hasta caer rendidos. No había abrazos ni desconsuelo; una batalla más que marcaba nuestra resolución y nos remendaba en la camaradería.

Como podrán suponer, aprendimos a conducir en las calles desiertas cuando despuntaba el alba. Sacábamos el auto a hurtadillas del garage, evitando encender el motor para no dar cuenta de nuestra tropelía. Una vez empujado en silencio hasta la siguiente bocacalle, lo poníamos en marcha y salíamos a practicar nuestras destrezas al volante. Varias veces estuvimos a punto de chocar, nuestros pies ajenos y torpes sobre los pedales, pero quiso la feliz providencia que regresáramos indemnes antes de que iniciaran las actividades hogareñas. 

El otro gran reto eran los campamentos sabatinos. Pese a vivir en una sociedad injusta, donde la desigualdad se agudizó década tras década, entonces podíamos acampar con relativa seguridad en los bosques que aún quedaban sin talar o urbanizarse. Río Frío, Las Estacas, Avándaro, Desierto de los Leones o La Marquesa eran destinos comunes para los preadolescentes del DF en busca de aventuras. Durante la semana planeábamos la excursión, convencíamos a los renuentes progenitores, nos hacíamos de tiendas de campaña – abandonadas en los tapancos o prestadas de casas de vecinos – y decidíamos el atuendo según el clima. No podían faltar botellas de licor y utensilios para hervir un café o preparar unas salchichas. Creo sin temor a equivocarme que todos corrimos nuestra primera borrachera en esos pagos. 

Lo ideal era la vera de un río o una cascada, donde el baño gélido nos desperezara. Jamás fuimos amenazados o asaltados, algo inusitado en esta época de agresiones cotidianas. Dormíamos a pierna suelta, curando el sopor del alcoholismo y habiendo fumado hasta la náusea, mientras contábamos historias de terror frente a la hoguera.

A la mañana siguiente, escalábamos pendientes y descifrábamos atajos con toda la energía juvenil ostensiblemente recuperada tras unas cuantas horas de mal sueño, dichosos de ser parte de un mundo abierto e inocuo. 

Lo mismo en nuestras disquisiciones cargadas de fervor en torno a la guerra fría o el gobierno entrante y la represión del ‘68, cuando argumentábamos bajo los eucaliptos a plena luz del día viendo pasar autos y transeúntes indiferentes a nuestra arengas. Nadie se detenía o nos conminaba a cubrirnos del sol y volver a casa. Una cierta libertad, llamémosle candidez, nos cobijaba. 

Nuestro medio de locomoción habitual era la bicicleta, clasemedieros al fin, ajenos a los lujos o las motocicletas. Los coches era de nuestros padres, por supuesto, aunque aspiráramos en sueños a conducir un Ferrari o un Land Rover, según el recato o la prosapia. 

Pese al pródigo gusto por el rock, los conciertos de las bandas de moda no estaban a nuestro alcance y nos contentamos con  adquirir los LPs más codiciados en aquellas tiendas icónicas de Insurgentes o la Zona Rosa, guiados por ese programa de radio que arrancaba con el largo lamento de Hendrix en ”All along the watchtower”, himno de nuestros tiempos. 

Así compartimos los primeros discos de Led Zeppelin, Blind Faith, la ópera Tommy, The Mothers of Invention, el Exile on Main Street o algo de Black Sabath, resignados a no verlos nunca en vivo. No obstante, rastreamos con denuedo las “tocadas” donde acudían nuestros propios grupos: White Ink, Three Souls in my Mind e incluso el promisorio debut de “La Revolución de Emiliano Zapata”, quizá el primero que se atrevió a impugnar el idioma imperante para el rock autóctono.

Como todo chamaco citadino, asombrado por el entorno que se complica y multiplica, accedimos a vicios menores preñados de la cinematografía y el machismo vigentes. También urdimos travesuras sin lastimar a nadie y nos colamos en los autocinemas bajo la descomunal pantalla para ver con incomodidad y tiritando de frío las películas vetadas.

Nuestras fechorías se limitaban a hurtar algún licor de la cava familiar para aderezar los torneos de ajedrez o apostar nuestras mesadas en partidas de póker que socavaban el descanso nocturno. Todos, o casi todos, cumplimos con la profecía de terminar una carrera universitaria y si la actitud entonces parecía dispersa, llevábamos una semilla de futuro que, por fortuna o albedrío, nunca se secó. 

Fuimos quizá dueños de la calle sin proponerlo, porque no conocíamos de fronteras o intimidaciones. Podíamos jugar desafíos de escupitajos, duelos de albures tanto como retar al vendedor de merengues o de camotes (ay! aquel silbido inconfundible) para ganar una partida y perder las tres siguientes. Todo por cortejar a Carmelita, quien con sus trece años apenas florecientes, desplegaba la sonrisa más excitante de nuestro paraíso. 

Fueron unos cuantos años, un lustro tal vez, suficientes para moldear nuestro carácter y hacernos menos rígidos frente a los avatares del drama cotidiano que se ceñía en nuestra querida urbe de polvo y paja, cada día más ingobernable. Un tiempo que se disolvió a la par que la transparencia de esta región envilecida. 

Tras mudarme en la juventud, esos sueños y proezas se quedaron pululando por aquellas calles, imagino que de noche, cuando el ruido cesa y los niños duermen y divagan.

Tapar los baches

Tapar los baches

Habitamos un mundo irreflexivo, plagado de autómatas y egocéntricos en conflicto. Los amigos escasean, la gente anda en su nube y no hay tiempo para conversar, salvo nimiedades que rebosan las redes sociales. Por más que la educación – frugal recurso – ha tratado de inculcarnos la reflexión y la templanza, el mundo actual nos invita a la frivolidad y al culto por lo efímero. Anhelamos la satisfacción inmediata, la gratuidad, el desvelo en lugar de la meditación, y el parpadeo de las pantallas “inteligentes” en desprecio de la sabiduría y el ejemplo.

¿Cómo podría impactarnos una noticia trágica (un infante ahogado en las costas del Mediterráneo, niños bombardeados sin piedad huyendo de la guerra, por ejemplo) si la vemos reproducida en diferentes versiones sólo durante un día? ¿Cómo podríamos juzgar el contenido de una obra si pasa de largo entre memes, instantáneas y resúmenes triviales? Nos estamos alienando y ese efecto subliminal que aplaca nuestras emociones parece que tampoco importa.

Cuando atravieso los pasillos de mi nosocomio, lo habitual es observar a un sinnúmero de individuos, sobre todo jóvenes, que no levantan la vista de sus teléfonos celulares, caminan de frente por reflejo, desdeñan a los demás y las imágenes que trae el día, el trino de aves que pueblan los árboles en estos jardines, al viejo que requiere ayuda para subir al ascensor, al bebé que sonríe. En fin, su atención está centrada en un escenario intangible y nimio. Uno puede imaginar el tsunami mediático que tendría hoy día una arenga similar a la que hizo Orson Welles por la radio en octubre de 1938 y que ocasionó una histeria colectiva en la ciudad de Nueva York.

  • ¡El gobierno de la Cuarta Transformación nos va a arrebatar nuestros bienes! Aquellos que tienen más de una casa deberán ceder sus excedentes para familias pobres. Firma: una voz “autorizada” y replicada burdamente por los medios.

Como es obvio, los alienígenas ya no son noticia en un mundo donde la ciencia ficción resulta trivial o fruto de la fantasía. Pero la manipulación de un temor generalizado en un sector de la población que late en desconfianza podría tener consecuencias poco predecibles e incluso generar una masa inconforme dispuesta a luchar por lo que no existe.

Hace casi seis años, la mayoría de los mexicanos, por convicción o por afinidad, votó por un gobierno de izquierdas para los cargos más importantes del país. La reyerta electoral fue bastante transparente, se ventilaron defectos, argucias, ideologías y falsas promesas. Los candidatos de derecha y del partido en el poder buscaron por todos los medios reclutar a un electorado indiferente, cansado de corruptelas y nepotismo. No convencieron. Ese domingo de verano vieron disolverse su pretendida certeza en unas cuantas horas del aluvión de votantes que esta vez sí acudieron a las urnas buscando una alternativa a su pasado.
El resultado de tal gesta nos ha decepcionado bastante. Si bien se han otorgado prebendas y recursos a quienes menos los tuvieron por generaciones, la economía se ha estancado (efecto, admito, tanto de malas decisiones como de nuestra inmersión en una relación histórica de país dependiente e improductivo) y la sociedad está visiblemente polarizada.
El gobierno que accedió al poder en 2018 – legítimo en nuestra ingente democracia, debo añadir – estaba obligado a probar que gobernaría para todos, con inteligencia, prudencia y sentido del deber. Lamento, como una buena parte de los mexicanos que no fuimos arrastrados por las arengas populistas, que ha dejado mucho que desear.

El presidente, inmerso en su reticente narcisismo, no ha sabido revertir la maldición del Tlatoani, que abrigamos como especie indígena desde antes que les viéramos las caras a los barbudos de piel blanca. El problema es que seguimos alentando el nepotismo como si siete décadas del PRI no nos hubiesen mostrado suficientemente la película.
Ah! Pero es pertinente señalar que muchos de los ahora morenistas proceden de esa misma genealogía política, y están acostumbrados a robar (o saben mirar hacia otro lado) y a dejarse corromper para que el sistema fluya por cauces habituales.
A estas alturas nadie osa criticar a los opositores (de centro, derecha o pusilánimes), porque bajo la máxima de “se los advertí” nos echan en cara que fuimos ingenuos y que no hay remedio para la enfermedad crónica de la patria y sus testaferros.

La lección es bastante elocuente para todos: nunca debimos otorgarle carta blanca a los políticos que nos han gobernado; un verdadero régimen parlamentario debe sujetarse a prueba de manera constante y verificable. ¡Cuánto daño nos ha hecho el presidencialismo que padecemos! Lo mismo un tirano, que un mecenas o un redentor. Es la tragedia que resuena desde el imperio de Porfirio Díaz hasta los desplantes de telenovela de Fox y Peña Nieto, o las mañaneras incesantes de López Obrador.

Para los que vienen, podremos perdonar errores de alcance, cierta ineptitud que acompaña a su inexperiencia en cargos públicos, pero jamás la arrogancia o el autoritarismo. Son y serán siempre los servidores del pueblo, no sus jerarcas e inquisidores.

Algo muy estimulante, que a veces se pasa por alto (claro, sumergidos en las pantallas somos cada vez más miopes) es quién hizo la diferencia. De acuerdo a las encuestas de salida, fueron los jóvenes, los académicos, los intelectuales y ante todo, las mujeres y los desposeídos. Acepto sin candidez que hubo “acarreos”, como se suele decir en la jerga política nacional; pero el grueso del electorado acudió por su propio pie, dispuesto a hacer valer su voz y su voto.
Lo trágico es que estuvimos dispuestos a apechugar, como rezaban las abuelas, y juzgar, protestar si fuese preciso, e impugnar lo que no nos convenciera de sus proyectos y propuestas. Pero al cabo de casi la totalidad del sexenio, debemos aceptar que recibimos una buena dosis de pan y circo, desarrollos truncos (el vilipendiado aeropuerto) apareados con edificaciones pantagruélicas (el AIFA o el tren Maya) que distan de satisfacer las necesidades de una nación creciente y que respondieron más a fines demagógicos que sociales.
En eso, me duele aceptar, falló una vez más la democracia. Se percibe como un fracaso porque fuimos gobernados bajo la égida del revanchismo en lugar de la conciliación. Es obvio que un país tan injusto arrastra un largo resentimiento social, pero más que exacerbarlo con diatribas, hubiésemos preferido un mandato equilibrado y racional, digno de un genuino estadista y no de un opositor a ultranza.
Si queremos un país más justo, menos dividido y más acorde con la comunidad de naciones, libre de secuestradores y sicarios, tenemos que mantenernos unidos, alertas y vociferantes. Contra cualquier vendaval, sea de izquierda o de derecha, que pretenda manipularnos para su beneficio temporal.

No quiero trasmitirles una nota triste: a mi edad he observado con detenimiento cómo se comporta la clase gobernante (de cerca en México, de lejos a través de mis intereses filosóficos e históricos). Creo que las mujeres y hombres que realmente saben servir a sus conciudadanos son exiguos. Puedo pensar en Jacinta Ardern, José Mújica, Katrín Jakobsdóttir, acaso en Mahatma Gandhi, Benito Juárez o Nelson Mandela, pero no en muchos otros, incluidos los de ficción y sus imitadores (que más bien son parodias vergonzosas).

Lo cierto es que los seres humanos, desde cualquier estrato social, nos movemos por la necesidad y el deseo, ambos motivadores de conductas aberrantes cuando no hay educación  o afecto noble que los module. En eso Charlie Chaplin, gran observador de la naturaleza humana, tenía razón cuando afirmó: “You need power only when you want to do something harmful, otherwise, love is enough to get everything done” (Se necesita poder sólo cuando se quiere hacer daño. De lo contrario, el amor es suficiente para conseguirlo todo). 

Transcurre otra mañana de este incipiente otoño citadino. A mis espaldas, el tráfico de una de las ciudades más pobladas del mundo no ceja; bocinas y alarmas se alternan para perturbar el silencio que reclaman mis enfermos. Aturdido por el ruido pertinaz, bajo a pasar visita en un momento libre entre pacientes. Es una actividad que deleita por la familiaridad, el contacto con las enfermeras, el orden y la limpieza que cobijan a quienes tenemos que hospitalizar debido a la gravedad de sus síntomas.

Mi paciente reposa, esperando un baño de esponja. Sonríe al verme llegar al tiempo que me congratulo de su aparente mejoría y saludo cordialmente a sus familiares. La luz matinal inunda su habitación y todas las pantallas están apagadas. Es un remanso – medito para mis adentros. Nada como observar, escuchar, transmitir confianza.

Solicito su permiso para revisarlo: tórax, ruidos cardiacos, flujo respiratorio; abdomen, con cuidado extremo, para no despertar dolor innecesario, peristalsis, signos elocuentes. Las piernas hinchadas me dicen que tendremos que corregir el aporte de líquidos. Retiro la telemetría y revoco la orden de obtener glucemia por punción de los pulpejos (mera tortura, bromeo con mi paciente). Me encanta su respuesta: – Puras buenas noticias, doctor – me dice, con voz débil pero convincente.

Al salir de su cuarto para cumplir con la obligación de anotar mis observaciones en el expediente y explicitar mis órdenes verbales, me envuelve una gratitud por la vida. Elegí ser médico para mitigar el dolor y el sufrimiento, para acercarme lo más posible a la fragilidad humana y, porqué no, para intercambiar afectos al desnudo, ahí donde el sujeto es deseo y regresión, necesidad y duelo, latencia. He aprendido más de mis pacientes que de todos los libros y artículos que he consultado en mi formación. Es cierto que sin esas brújulas de conocimiento estaría a la deriva, pero son ellos – los enfermos – quienes dictan mi certidumbre y mi capacidad reflexiva. Por eso la inmediatez y la superficialidad me resultan despreciables. Sin un diagnóstico, cualquier tratamiento es especulativo. Sin una dirección, navegamos entre sombras y lo más probable es que encallemos en arrecifes.

Cuando he terminado de anotar, me dirijo de vuelta a mi oficina. En el trayecto me alcanza una enfermera: – Doctor, ¿hizo usted algún cambio?

Es un gesto repetido con frecuencia, pero digno de reconocer. Es en la interlocución, en la escucha, en el intercambio de apreciaciones o en la transmisión de ideas que las personas nos cuidamos unas a otras. Sin ese lapso de conciencia, de esa reflexión con el otro, nada sería posible, menos aún ante el universo virtual que osa distraernos.

  • Sí, Magda, se lo agradezco. Procuré hacer buena letra para que no haya confusiones. Mi celular quedó anotado, pero estaré en mi consultorio si me requieren.

Vamos bien y vale la pena renovar expectativas – pienso mientras me alejo. Eso es todo lo que importa.

PD. A las 8 de la noche del Halloween en 1938, Orson Welles, reportero y escritor de sólo 23 años de edad, decidió tomar unos pasajes de la obra de H.G. Wells “La guerra de los mundos” como si se tratara de un reporte verídico y en curso. Interrumpió un número de swing con su voz profunda para dar la noticia urgente de que extraterrestres con forma de trípodes estaban invadiendo Manhattan y que se desplegaban en ese momento siete mil soldados y una flotilla de aviones para repeler a los invasores. La transmisión radiofónica suscitó escenas de pánico en el este, sur e incluso en la costa oeste de Estados Unidos. Según hemos sabido hasta la fecha, aquellos extraterrestres nunca aterrizaron. En cambio, las cenizas de Orson Welles yacen esparcidas por España, país donde se dice que fue rotundamente feliz.