Podemos afirmar que en buena medida la humanidad se ha construido de cara a la finitud. No hay nada más contundente que la certeza de que vamos a morir. Cualquier empresa humana, todo acto creativo o destructivo está constreñido por esa convicción.
Desde luego se reprime y, como verdad, cabalga con el deseo en los recovecos del inconsciente, palmo a palmo. De ahí que situemos la pulsión de muerte como una fuerza motriz hacia el abandono, que nos urge hacia el retorno a lo ominoso, a la oscuridad insondable de lo que nunca fuimos, porque no hay constancia de ese origen salvo en la propia finitud.
Existe, no obstante, un impulso (élan en francés) vital que nos hace enfrentar la claudicación tanto como aferrarnos a lo real y a lo simbólico. Paradójico de suyo, porque la tragedia de nuestro destino nos impele a soltar los brazos y dejarnos ir, cediendo la voluntad a los azares y al flujo inevitable de la consunción.
Los ejemplos pululan. Depresión o fatiga crónica en la esfera de lo psicosomático, la tanatología como expresión utilitaria del deseo más recóndito de todo sujeto, o la batalla contra el cáncer (“los cánceres” habría que precisar), enemigo surgido de la mutabilidad y la inmolación.
Si hay algo que define tal contraparte existencial es la lucha contra la enfermedad. En efecto, empleo arbitrariamente el sustantivo beligerante para subrayar la disposición combativa que nos hace pelear todos los días contra microbios, descomposiciones, toxicidad o accidentes que asolan a nuestra especie.
El curandero ayer, hoy el médico, se instrumenta de recursos (conocimientos, templanza, distancia, poder carismático) para asumir esa partitura social cuyo verdadero cometido es evitar la muerte. Sabe que es una causa perdida, no hay remedio que lo impida, acaso podrá postergarla y regodearse de que ha ganado una escaramuza. Apelará a los dioses, otrora inefables —amparados en los astros y las nubes de su entendimiento—; que en la actualidad se erigen desde el Olimpo de la investigación, si bien Prometeo —representado por la industria farmacéutica y de biotecnología— haya robado el fuego y lo haga accesible a precios mercenarios.
Nos queda entonces la imagen romántica, cada vez menos sostenible, del doctor de familia tomando del brazo a su paciente. Parte gratitud y deferencia, otro tanto autoridad y guía. Pero los hospitales con sus laberintos de higiene, los terceros pagadores con su clientelismo y, porque no, las redes sociales con su influencia perecedera y frívola, han acabado con esta escena.
Persistimos algunos mohicanos – acaso los últimos – creyendo en la resurrección del alma nutricia, venerando a Hipócrates, Avicena, Virchow, Lister, Pasteur, Osler y tantos otros que abrieron la caja de Pandora para enseñarnos que las alimañas no son invencibles.
Es una bendición, en el sentido pagano del término, que aún podamos comunicarnos en privado, sin presiones de extraños o atajos mercantiles, con el expreso propósito de aliviar.
Hace cien años, nueve de cada diez fallecimientos ocurrían en condiciones elegidas por el enfermo o su familia, idealmente en una habitación, ventilada con afectos. Hoy, en las sociedades industrializadas, sólo uno de cada ocho muertes acontece fuera del hospital. La existencia se ha medicalizado a tal grado que los pacientes ya no tienen más opción que debatirse entre la aplicación de medidas extremas o acceder a un quirófano para no volver jamás.
En otro tiempo, los médicos recién graduados enfrentábamos la muerte (a nivel personal, no institucional) durante el año de servicio social, ese lapso de revelaciones que preparaba nuestra liberación al mundo y anticipaba nuestros expectativas más altas. Las más de las veces la defunción ocurría de manera aislada, confrontados con la falta de recursos técnicos y con escaso conocimiento del proceso de agonía y ulterior duelo que se derramaba en todos aquellos que participábamos.
Recuerdo con todo detalle a esa niña con falla cardiaca congénita a quien cargué exánime en brazos en la mitad de la noche entre los caseríos de Temixco; la niebla que nos rodeaba mientras escalábamos una ladera cubierta de basura y ladridos continuos. El llanto de la madre a mis espaldas, la luz parpadeante de la choza donde habitó, el humo del anafre y la culpa rasgando la memoria.
También vi morir a Jovita, con su hepatocarcinoma a cuestas, que me regaló con ingenuidad y sentido del humor antes de caer fulminada por una hematemesis. Los arroyos sucios del pueblo se desviaron para atenazar su tumba; escasa, flanqueada por una cruz de hierro y atados de cempasúchil. No había imágenes ni biopsias; en mi mano se quedó grabado el borde irregular y pétreo de su hígado.
Aquella enferma de rabia, mordida por un cachorrillo en Miacatlán, al borde del barranco, que llegó al hospital profiriendo insultos y sujetada por dos enfermeros, en una escena dantesca propia del Medioevo. En un día de asueto y estando de guardia, me tocó testificar su muerte. Era yo lo suficientemente audaz y consciente de mi lugar en la historia mínima de esos senderos, como para practicar una autopsia, trasladar su cerebro por muchos y agrestes kilómetros para disecarlo y teñirlo con fluoresceína. No se trataba del cadáver, sino del riesgo de contagio y la responsabilidad de un médico joven, un tanto iluso, ante la muerte y sus espectros.
Tras estas aventuras, que todos atesoramos como anécdotas, vienen los exámenes, las entrevistas, la ansiedad y la paciencia. Llega la carta anhelada, con ese volumen que invita a abrirla sin cuidado; la entrada triunfal al coliseo, los laureles codiciados de la residencia.
La muerte, ahora sí, se hace cotidiana. Nadie nos prepara para tal eventualidad, pero ciertamente la institución, los médicos de base o los camaradas en la trinchera cobijan y la hacen menos trágica.
El enfermo de leucemia, aplásico e infectado, que muere entre resuellos. El paciente abatido por el relámpago de un infarto, cuyo monitor exhibe toda suerte de caligrafías, antes de caer en asistolia. El insuficiente renal, rebosando esputo “asalmonado” —como solíamos designarlo— mientras rotábamos torniquetes e infundíamos diuréticos sin éxito. El aneurisma roto en eclosión de sangre, interminable, inextinguible. Muertes lentas, apremiantes o súbitas. Decesos inesperados y otros tantos deseados, éstos para mitigar el sufrimiento, para abreviar la agonía.
Con los compañeros de trinchera, bebíamos hasta quedar exhaustos, tras una semana de batallas que templaban nuestra incipiente madurez y la ciencia que acumulábamos a golpes. Discutíamos cada caso perdido, con pesadumbre y rabia, ante las miradas atónitas de nuestras jóvenes esposas, que nos permitían alcoholizarnos para hacer catarsis y emprender de nuevo el vuelo.
La muerte como un hecho categórico y tácito; como un artefacto del discurrir clínico; como un tropiezo que amerita rehacerse y dejarlo atrás… A otra cosa, mariposa.
¿Porqué detenerse a filosofar si la profesión exige salvar obstáculos y mantenerse erguido?, ¿para qué sondear afectos y decepciones si es parte del quehacer, irremediable? Ésta es claramente una actitud negadora, por muy necesaria que se presuponga. Cabe preguntarse si puede ser de otro modo, si tal impermeabilidad emocional es indispensable para transitar entre aullidos y fantasmas. No nos enseñan, lo aprendemos a contramano, con el embate de las olas y la redención de los naufragios.
Por fin, un día cualquiera, sin prisa, nos sentamos a meditar. Caduceo en mano, admitimos que en efecto cargamos cicatrices, que hay muertos que nos siguen e imprecan durante la noche, que no fuimos tan arrojados y que hemos dejado algo de piel en la contienda.
La sombra en el espejo no es la de un guerrero derrotado. Esa imagen es patética y no refleja la verdad. Somos acaso mujeres y hombres que han sabido sostener el venablo que nos confiaron, que tomamos alguna vez el cielo por asalto y que, tras aquellas recurrentes embestidas, salimos bastante airosos. Pero de tanto en cuanto, en la intimidad de las hojas marchitas, debemos reconocer que el destino nos tumbó o nos apartó de en medio.
Cada encuentro terapéutico es una sorpresa, revela una forma de sentir, de sufrir, de interpretar la fragilidad. La señora que señala su “dolor de hígado” bajo la parrilla costal izquierda; el hombre que afirma que “un aire” le ocupa el pecho; el anciano que mira sin observar, porque sus ojos en penumbra anuncian perentoriamente su sino. Todos ellos son una historia que se articula, que toca, que merece ser vertida en acciones o cuando menos, que requiere una escucha atenta y distintiva.
Hace unos meses, por conducto de un colega entusiasta, me encontré de nuevo con el pentateuco del quehacer médico. Aquí lo traduzco con el acrónimo VOCES, pues aludo al principio de comunicación (vgr. conexión afectiva) que entraña la relación paciente-médico.
Valor, para enfrentar decisiones en el mejor interés del enfermo. Objetividad como fruto de un bagaje indispensable de conocimientos. Compasión, que se define a sí misma. Entrega, en tanto compromiso terapéutico, dejando en lo posible al margen nuestro entorpecedor narcisismo. Suficiencia, entendida como capacidad y competencia.
Escuchar esas voces en cada encuentro clínico es una estrategia ética que permite alejar la fatalidad y rescatar el significado del afecto. Un acto análogo al cobijo materno que nos conminara a la reciprocidad, al placer, a la bondad; en pocas palabras, a desear la vida y asumir la renuncia.