Trayectorias

Trayectorias

Hace cuarenta años me asomé por primera vez a la Reumatología de manera formal. Mi rotación por ese departamento en el INCMNSZ comprendía tres meses que tuve que acomodar con las otras rotaciones necesarias para emprender mi subespecialidad. Cursaba el tercer año de la Residencia en Medicina Interna y creía resuelto mi futuro. Ya era padre de dos hijos y tenía bastante abandonada a su madre en medio de guardias, publicaciones y ahora además, seminarios temáticos que constituyeron en adelante la fuente de evaluación de mis capacidades histriónicas a la par con mi acervo de conocimientos. El primero de tales retos fue una descripción de las manifestaciones reumáticas de la diabetes mellitus, que fue muy celebrada por mis colegas y, me atrevo a afirmar, allanó el camino para ser aceptado como residente de la subespecialidad pocos meses después.

No me detendré más en esta etapa, salvo por haber advertido, desde el origen, que podía amalgamar mi interés por las ciencias básicas aplicadas a la fisiopatología con un deleite hacia los procesos afectivos que merodean al padecimiento crónico. 

Mi jefe entonces, el Dr. Donato Alarcón Segovia, notable mentor después en estos mismos derroteros, se atrevió a sugerir que debía continuar mis estudios en el Wellesley Hospital de Toronto para desentrañar los recovecos de la Fibromialgia, síndrome que había sido descrito tiempo atrás para desconcierto de propios y extraños. Pese a su intuición, decliné para dedicarme de lleno a la Inmunología, que en aquellos años debutara como un campo ignoto digno de explorarse para develar los secretos de los fenómenos inflamatorios autoinmunes. No me equivoqué, pero el sabor de un hueco para investigar el sufrimiento humano siguió dictando mis intereses. Habría de retomarlo tres lustros después. 

Ya entonces tenía un ofrecimiento de continuar adentrándome en la psicopatología, es decir, emprender estudios en el extranjero en Psiquiatría, promesa que no habría de cumplirse, ante todo por mi reticencia a seguir bajo la sombra de mi padre. Uno difícilmente sabe discernir qué tropiezos encierra la senda edípica cuando no está del todo analizado. 

Sea como fuere, al despuntar la primavera, y tras haber declinado una invitación para hacer la Maestría en Educación Médica en Estados Unidos, me incorporé al Departamento de Inmunología y Reumatología impulsado por un buen amigo, Arnoldo Kraus, quien sería mi confidente y protector durante ese primer año de Fellowship dadas las presiones académicas (y emocionales) que logré vislumbrar pero no anticipé del todo. Debo admitir que fue una etapa de hondas confusiones y grandes expectativas, que pusieron a prueba mi estabilidad y mi inteligencia. 

Por ventura, el enfrentarme de lleno al dolor y a la discapacidad de los enfermos reumáticos aunó más mi interés en el deterioro emocional que acompañaba tal sintomatología. Era obvio que no había deformidad que no se revistiera de un duelo profundo y que ningún dolor físico estaba desprovisto de un trágico desconsuelo o una pérdida de garantías. Los pacientes acudían a nuestros consultorios en la vieja unidad de consulta externa, próxima a la entrada posterior del hospital, para ocupar los espacios más amplios, por supuesto, dado que la mayoría acudía en silla de ruedas o acompañados de un séquito de familiares que completaban la historia clínica con anécdotas e infortunios. 

No había mucho que ofrecerles, aún más. Los esteroides sistémicos acarreaban enormes efectos indeseables, las sales de oro se destinaban a unos cuantos que podían pagarlas o que las toleraban (la tristemente célebre “crisiasis”), mientras que la D-penicillamina y la hidroxicloroquina – que de suyo escaseaban – daban resultados tan lentos como desesperantes.  En suma, veíamos cómo se deformaban gradualmente, cómo eran presa de complicaciones o, peor aún, cómo nuestros fármacos, por más candor que les imprimíamos, causaban más daño que beneficio.

Dos hallazgos importantes ocurrieron a la par de tan deficiente arsenal terapéutico. El primero de ellos fue un aliciente y pronta decepción. Una compañera de años previos, la Dra. Josefina Sauza, de origen regiomontano, había iniciado un protocolo  con un medicamento denominado Benoxaprofen que daba resultados sorprendentes en enfermos con artritis reumatoide. Yo retomé los casos que seguían en vigilancia de fase tres y era notorio lo bien que había remitido su enfermedad, algo inusitado en aquellos años. Desfortunadamente, aparecieron diversos reportes de hepatotoxicidad de la droga en cuestión y fue retirada de inmediato junto con nuestra esperanza y el bienestar de los trece pacientes que la habían recibido. Volver al tratamiento convencional fue una decepción para todos. 

El segundo fue la observación de que el methotrexate, droga antineoplásica usada en leucemia y algunos tumores sólidos, podían reducir la actividad de linfocitos incitados para penetrar las articulaciones inflamadas cuando se le empleaba a dosis bajas semanales. Esta información, que tardaría todavía unos años en generalizarse en el mundo, resultó determinante para el tratamiento de las artropatías inflamatorias. Pronto se extendió a la artritis psoriásica y a las espóndiloartropatías con un éxito sin precedentes. Debo añadir que al principio llegamos a hacer biopsias de hígado a los pacientes que desarrollaban una mínima hepatotoxicidad, temerosos de repetir el escándalo del Benoxaprofen.  El estudio original lo habíamos descubierto – como niños abriendo regalos de Navidad – Kraus y yo en Seminars in Arthritis and Rheumatism en el otoño de 1983 y de inmediato empezamos a aplicarlo. Pocas veces en mi bisoña carrera académica me había sentido que conquistaba un nuevo mundo, y creo que han sido contadas ocasiones desde entonces.

Incluso a mi llegada al Reino Unido para hacer un post-doc en Reumatología, la reticencia para emplear el methotrexate era generalizada. Cuatro años después, a mi regreso a México, todos los médicos que conocí en aquella estancia lo usaban y tanto las sales de oro como la D-penicilamina estaban en franco desuso. 

Mi regreso también contempló los primeros visos de la Terapia Biológica con el descubrimiento de que la inhibición del factor de necrosis tumoral era mucho más efectiva en modelos murinos que la tolerancia oral o la manipulación de colágeno de tipo II. 

No obstante estos avances en el terreno terapéutico y la contribución de la epidemiología para buscar mejores métodos de evaluación del beneficio y pronóstico de los enfermos reumáticos, los síntomas afectivos y la depresión seguían campeando en mi consulta. No había día en que algún paciente aquejara el abandono de su pareja, el despido de su empleo, la dificultad para tener relaciones sexuales, el abuso de los hijos o el deterioro irremisible de su situación económica. Cada uno de estos desenlaces afectaban su perspectiva cotidiana y su expectativa de vida ante nuestra creciente impotencia. 

Sería ingenuo presuponer que uno como médico puede hacer mucho más que escuchar y alentar, de ahí la importancia de contribuir con mi experiencia y ciertas técnicas de orden práctico para mejorar la calidad de vida y la adherencia terapéutica de los pacientes con padecimientos crónicos. 
En tal sentido, las décadas recorridas me han enseñado mayor humildad y mejor calidad de escucha, lo que redunda en cobijo afectivo frente al dolor y mesura en el uso de antiinflamatorios y fármacos biológicos. Si bien la inmunosupresión ha sido el sustrato terapéutico de los fenómenos autoinmunes, como resulta obvio, su exceso conlleva resultados catastróficos y efectos indeseables con los que la cuesta se hace más azarosa.

Pero ciertamente faltaba redondear la experiencia clínica con una visión más analítica de la narrativa que entraña todo padecimiento.
Hace diecinueve años decidí, tras haber constatado la sorpresa de mi padre, estudiar psicoterapia. Mi falta de un respaldo formativo en las enfermedades mentales me puso en contacto con el Pabellón 9 de Psiquiatría del Hospital Español, a cargo del Dr. Carlos Serrano, con quien (además de sus pares y residentes) estaré agradecido de por vida.
En los cinco años siguientes aprendí a sumergirme y resignificar los procesos mentales como nunca antes, desde Sigmund Freud y Donald Winnicott hasta Mark Solms, Christopher Bollas, Laurent Assoun, André Green y tantos otros brillantes psicoanalistas contemporáneos.
Quiso mi inconsciente y, porqué no, la rivalidad edípica, que no terminara la formación anhelada, pero me trajo apareada la mayor felicidad de mi existencia en dos hijas que iluminan a diario mi camino.
Hoy, más resuelto y añejo, puedo dedicarle una atención especial a mis enfermos, percibir su llanto interno, cobijar sus heridas y, sin falsas pretensiones, acompañarlos hacia un futuro más venturoso en el arduo trayecto de la enfermedad y el dolor. Acaso tal ejercicio es concierto, epifanía, y odisea en un solo cometido.

Hasta que te encuentre

Hasta que te encuentre
  • Fue toda una revelación, doctor. Me percaté de que no me gustaba el sabor de su piel, que sus ojos simulaban afecto y que en realidad todo lo que quería era fornicarme. 

Lo expresó sin dejo alguno de mojigatería; era un hecho consumado. Su mirada era solemne y parecía estar sumida en una esfera meditativa, de esas que remedan a los grandes iniciados. 

Acudió vestida con informalidad, algo pagada de sí misma. Había pedido la cita dos días antes y se acomodó a mi agenda; no exigió un horario distinto de los pocos huecos que quedaban libres. Mi secretaria lo hizo notar con cierta suficiencia, pero a mi me pareció un gesto digno y estaba ansioso por conocerla. 

A sus cuarenta y nueve años, Violet era un mujer exquisita. Tenía labios carnosos y sutilmente expresivos, un acento enigmático entre cejas y el cabello rizado y sedoso, aunque ciertamente maltratado por los tintes de años. El cuello altivo y las arrugas exactas, si puede decirse así. Entró con esa certeza que me convidó siempre que la vi, mirándome a los ojos, sin presentarse. Hacia frío en mi oficina, así que no se quitó el abrigo durante la entrevista, pero pude adivinar su cuerpo delgado, la firmeza de sus senos y el temple de su espalda bajo la ropa. No negaré que me cautivó desde el primer encuentro.

Creí que ella también habría encontrado algo meritorio de perseguir en mi presencia, pero me equivoqué. Sólo venia a constatar su relato ante la vanidad de otro hombre, y eso mismo la hacía más atractiva, más deseable. 

Acudió a dos citas más, pero cuando indagué con sutileza acerca de su pasado, sencillamente reculó y sin más preámbulos, dio por terminada la sesión…y nuestra incipiente relación terapéutica. 

La encontré casualmente tres años después, en una retrospectiva de Constable en la Somerset House. Por supuesto, no me reconoció. Parecía más joven, llevaba vaqueros y unas botas que la hacían verse más esbelta y gallarda, además de haberse cortado el cabello y teñido de un tinte más oscuro. Oteó en mi entorno cuando la sala estaba semivacía, pero no reparó en mi presencia; un visitante anónimo más, desde luego. 

  • Me da gusto verla de nuevo, Violet, cómo está? – me atreví a inquirir a sus espaldas y en voz baja, para no asustarla. 

Se giró como si hubiésemos interrumpido una añeja conversación y me dijo llanamente: – Usted también me atrajo desde aquellos encuentros fallidos, Malcolm. Qué tal si me invita un té?

Éso, sin mayúsculas, fue el inicio de un tórrido romance que me hizo romper con todos mis enlaces y, por un tiempo, denostar de la academia y perderme en la vorágine de sus besos y el erotismo que había anhelado por más de un lustro. Era fascinante verla adoptar personajes insólitos en la cama, mostrarse desnuda en cualquier momento, como si navegara en un océano propio, a cualquier hora, en cualquier instancia. 
Viajamos juntos sin hacer preguntas; es decir, siguió sin revelarme su pasado como si mirara únicamente hacia adelante, plantada en un presente que por su encanto dejaba de ser efímero. Hablábamos por horas interminables de música o de pintura, mientras se consumían nuestras reservas de vino de dudosa calidad. Fue siempre una mujer argumentativa y me resultaba notoria (y admito que envidiable) su dicción del alemán, cuando cruzamos por Berlín o nos sumergimos en las Galerias de Viena. Compartíamos a Rachmaninoff y a Sibelius, supongo que por un atavismo común, aunque yo aprendí a aceptar su crítica velada del segundo concierto y de Tapiola, sin contradecirla. Con Mahler ocurría una transfiguración mutua, es decir, no había que emitir palabra alguna, bastaba su mano en la mía para sabernos conmovidos y anticipar una madrugada vívida de orgasmos en silencio.

Una noche, tras revelarle que estaba cansado y que necesitaba recuperar mi espacio, se incorporó de nuestro lecho (estábamos en un hotel en Lucerna), se vistió sin proferir palabra y salió de mi vida cómo había entrado: resuelta, exenta de emociones o de duelos. La busqué en Facebook, en los teléfonos que conocía, pero se disipó como un fantasma; si bien supe por amigos comunes que trabajaba como comisionada de asuntos económicos durante la marejada del Brexit. 
En esa época me divorcié por segunda vez – ella lo atribuía a mi narcisismo irredento – y decidí vender mi casa en West Hampstead por un discreto departamento en las afueras de la ciudad. Tenía árboles, aire campestre y vecinos complacientes, lo que necesitaba para rescatar mi turbada paz. 
Cuando se desató la pandemia y nuestro abyecto primer ministro decidió imponernos la inmunidad de rebaño, yo cerré mi consulta privada y me asocié con un grupo multidisciplinario dedicado a tratar pacientes con CoVID y sus familiares. Mi trabajo consistía tanto en velar por sus emociones maltrechas como apoyar a los propios médicos, rendidos por el fracaso y aquellas agotadoras jornadas tantas veces carentes de esperanza. Nuestra labor llegó a oídos de diversos hospitales en Herefordshire y Sussex, a tal punto que me llamaban con cierta frecuencia para valorar casos a distancia. 

Al final del verano de aquel aciago 2020 y con algún prestigio a cuestas, recibí una llamada del director del Saint Richard’s en Chichester. Acudí como lo hacía por rutina, cuando se requerían mis servicios ante casos complicados. Dado que se trataba de una consulta como tantas otras, no corría prisa y me detuve a admirar el vitral de Chagall en la catedral, que no visitaba desde mi juventud. El recinto estaba inmerso en luz mortecina y me sacudió una extraña nostalgia, cómo si hubiese perdido mucho más de lo aquilatado hasta este punto. Salí pensando que era solamente el embrujo que me producen las iglesias, sujeto como estuve a esa educación anglicana que rechacé desde niño. 
El hospital es un edificio anodino que ha sido modernizado con escaso buen gusto a fuerza de dotarlo de luminosidad con domos forzados en su arquitectura. No obstante, me recibieron con cordialidad inesperada y una asistente me condujo a la dirección donde me esperaba el Jefe de Terapia Intensiva en ausencia del administrador. 
– Lamento que no fuimos enteramente honestos al hacerlo venir hasta aquí, doctor Lowry. Pero su visita será bien recompensada. La razón le quedará clara en cuanto me acompañe. 
Con tal admonición, aumentó mi intriga. Lo seguí a escasa distancia y dejé que me colocaran una bata quirúrgica con senda escafandra y me desinfectaran profusamente antes de entrar a la unidad de cuidados críticos. 
En un cubículo a media luz me topé con la ingrata sorpresa de que Violet me esperaba sumida en una expresión de ansiedad y alivio a la vez. Parecía como si hubiera envejecido a golpes: el cabello relamido y entrecano, la mirada triste y el rostro plagado de arrugas que sin embargo no habían logrado arrebatarle su belleza. 
Me sentí tentado a abrazarla, a besarla, a confesarle que nuestra separación había sido un error no superado, pero me contuve debido al protocolo sanitario. Simplemente me quedé observando su precario estado. El cuerpo que tanto admiré parecía haberse encogido bajo las sábanas y sus manos, laceradas por agujas, habían perdido toda vitalidad. 
Con voz opaca por la falta de aliento, me dijo en su muy cortante estilo: – Si te hubieses detenido más tiempo en la catedral, habrías encontrado un cadaver, Malcolm. Qué bueno que puedo despedirme. 
No me pregunté cómo lo supo. Volteé a ver con ojos acusatorios a mi colega, reclamando esta intrusión tan desafortunada, pero me interrumpió acercándome la tabla de signos y resultados de la enferma para que verificara su agonía. No había mucho tiempo y estaba ahí por petición explícita de ella. 
Entendí que su cáncer pancreático la había debilitado de tal forma que la infección por SARS-CoV-2 era más un alivio que una consecuencia. Era obvio que se había negado a que la intubaran y que su última petición fue que me localizaran para una consulta psiquiátrica. Nunca expresó un deseo personal al respecto, pero fue tajante: Lowry de UCL o nadie más. Debido a su posición en el servicio diplomático, me ubicaron de inmediato. 
– Querido – me externó entre jadeos – no me podía ir sin decírtelo, así que por esta vez, aunque sea la última (sonrió en tono de burla), no me interrumpas. 
Visiblemente conmovido, me senté a su lado, desafiando cualquier regla de sana distancia, presto a escuchar lo que tenía que decirme. Más aún, no pude evitar mostrarme abatido y carente de palabras, pero tomé su mano fláccida entre las mías. 

  • Te llamé para decirte que nunca se trató del sexo. Nos separó el amor, cariño, que no supimos darnos, porque es un pozo insuficiente cuando no se ilumina con honestidad y sin condiciones. Sólo eso, Malcolm. Ahora déjame morir tranquila.

No recuerdo del todo como salí aquella tarde del St. Richard’s. Tenía la vista brumosa tras arrojar el corazón mancillado en esa sala de Terapia. Cómo supondrán, no quise saber más; Violet había arreglado sus exequias de antemano y no necesitaba otra cosa de mí que escuchar su confesión. No fue una disculpa, por supuesto, fue la voz definitiva de la única mujer que amé más que a mi mismo.

Lamentos de niña

Lamentos de niña

Me mira sin parpadear —esos ojos negros, hondos de melancolía—, conteniendo el llanto. Me abstengo de explicarle lo que me transmite, es prematuro y sólo la angustiaría. La tez morena, los rasgos indígenas; vestida con recato, exuda una aire de ingenuidad que me preocupa.

Es la segunda consulta, acaso viene a renovar sus quejas. La cabeza le duele, siente que la piel se rigidiza (como piedras en la madrugada —afirma), que la despierta un dolor que no atina a reconciliarse con su anatomía, porque sigue trayectos erráticos y se pierde cuando trata de definirlo.

—No sé, a lo mejor no me explico —me dice, en tono suplicante.

Tal vez fui poco atento en la visita previa —pienso— mientras le devuelvo la mirada sin prisa. Su discurso llena el espacio, reitera sus síntomas, los desmenuza, los retoma y vuelve a inquirir. Es un día de intenso trabajo pero la escucho sin interrumpir su demanda, consciente de que este ejercicio de suyo es terapéutico.

Cuando por fin acepta que pasemos a mi sala de exploración, ocurre lo inesperado. Se sienta y me permite colocar el manguito del esfigmomanómetro, pero no deja de indicarme dónde y cuánto le duelen los brazos, la espalda, los muslos, la base del cráneo.

Una vez que completo el artificio de tomarle la presión y el sonido del velcro inunda el ambiente, se recoge emocionalmente a la espera de mis manos. Basta tocarla para percibir, de forma instantánea y distintiva, el eco sexual que subyace a su lamento. Es una exigencia histérica, anclada en una cuenca remota de la infancia, un deseo explícito en el cuerpo.

Me retraigo y palpo con cautela, a sabiendas de que estoy rozando su inconsciente herido. Ella gime y deja correr las lágrimas, evocando una reacción, de complacencia o lástima, es difícil discernirlo. Por supuesto, me abstengo y le explico que emplearemos algún analgésico en esta etapa, mientras demostramos qué causa sus molestias. Estoy cierto de que mitigar el dolor físico, de suyo subjetivo e inefable, no basta, pero me resisto a mostrar una convicción que ella juzgaría como arrogancia. La conmino a vestirse y dejar la bata clínica para que la recoja mi asistente, evitando cualquier ínfula de suficiencia y cierro la puerta con cautela.

Volvemos a mi oficina, la luz refulge en sus mejillas húmedas. Mantiene la cabeza inclinada, como una criatura que anticipa un mimo. Me tomo mi tiempo. Insisto en que los síntomas son equívocos, que no hace falta hacer exámenes porque no hay indicios de un proceso inflamatorio, pero habrá que corregir el descanso nocturno, que a su decir nunca es suficiente.

Un poco más calmada, entre suspiros, me relata que cuando era niña aparecían arañas y espectros en su cuarto justo antes de que la venciera el sueño. Rememora que las exorcizaba corriendo a acurrucarse en medio de sus padres. El recuerdo data de sus años de latencia edípica, pero es obvio que este roce corporal la excitaba tanto como la sedaba. Continuó cotidianamente hasta que cumplió diez años y el padre abandonó el hogar, para migrar allende el Río Bravo.

Tal orfandad tardía la acompañó durante su adolescencia y buscó el remanso de aquella seducción en los brazos de sus pares, sin conseguir nada más que frustración y descargas de afecto confusas, evisceradas. Ante la amenaza de una gestación prematura, decidió abstenerse en una suerte de reclusión monástica de la que se ufana, pero que visiblemente la hiere. 

  • Ahora sueño con animalitos —me confiesa— y creo que duermo más tranquila.

Sus pesadillas, que esta vez horadan la carne, se reactivaron hace algunos meses, cuando perdió un bebé y se sometió a un legrado uterino. Lo dice sin afecto, como si aquel procedimiento que le mutiló el anhelo fuese tan insignificante como necesario.

  • Debe haber sido la anestesia, doctor. Porque desde entonces mis brazos se me cansan, me pesa la cabeza y se me duerme la cara, más del lado izquierdo. Siempre del costado izquierdo. A lo mejor tengo algo neurológico…

Ante esta curiosidad retórica, aguza la mirada y la clava en mí, que me muestro deliberadamente impasible, observándola.

—¿Usted qué cree? —inquiere, parpadeando.

—No hay nada que me sugiera que tengas una enfermedad progresiva, acaso tensión acumulada por la falta de un buen descanso —le reitero, sin poder evitar mi tono paternal y quizá condescendiente.

Refugiándome en mi teclado y el parapeto de mi pantalla, escribo la receta. Aprovecho el silencio para reflexionar cuál será mi estrategia psicoterapéutica ante esta mujer tan frágil, avasallada por sus fibras más sensibles; que no se atreve a hurgar en el pasado salvo para invocar a esa chiquita, prendada de su padre, que buscó en los rincones de su habitación un erotismo que hasta este día la acecha.

Al extender la receta, observo sus ojos acuosos y le refrendo mi intención de ayudarla a salir de su predicamento. La lee con detenimiento, como si se tratara de un ensalmo arcaico, y me pregunta paso a paso para qué sirve cada fármaco. No puedo evitar pensar que de nada sirve la medicina alopática (o para fines prácticos cualquier terapia) si no se brinda un montante de afecto sutil y reprimido. Que cada paciente es una colisión de esferas planetarias, que nos deja la sensación de una empresa inacabada. 
La veo partir con su receta doblada en cuatro que oculta en la bolsa imitación de cuero. Al franquear la puerta, me larga una mirada que podría entenderse como una imploración pero que, en un remoto telón de fondo, es un reclamo imaginario hacia algún otro amor perdido.

Lo contrario del amor

Lo contrario del amor

Ella le dio la espalda. Con esa indiferencia que reunía todos sus desatinos. Fue como mirar plasmado en su desprecio cada comentario, cada error, cada rasgo de jactancia que hubiese proferido. 

En otro tiempo se fundieron en el abrazo erótico que sólo el silencio dispersaba. Llovía repicando su ventana y bajo esas sábanas blanquísima olía a semen y a sudor que debió unirlos para siempre. Pero en la vida hay encuentros que simulan ecos clandestinos. Selma de rostro duro y piel tan tersa; Trevor el evasivo, perdido en lontananza. Quizá por eso fue un amor fecundo pero quebradizo, como el arte de seducirse por etapas, a contramarcha. 

Esas laceraciones del alma no se olvidan, se arrastran como un herido de guerra, sorteando obstáculos bajo la metralla enemiga. Así se declaró Selma; incapaz de volver, vencida. Había nevado en primavera y ella arrastró los pies por jornadas incontables, mientras Trevor iba de cacería furtiva por la vida y se ausentaba sin excusas. 

Cuando regresaba, maltrecho y necesitado, ella lo increpaba: – A ti lo que te interesan son mis nalgas. ¿Te das cuenta?  
Trataba de sacudirse sus caricias, poner distancia, pero al final sus ruegos y lisonjas la tomaban por descuido y terminaba en sus brazos, presa del deseo. 
Una vez saciados, él podría admitir cínicamente que había algo de cierto en eso. – Pero también adoro el olor de tu vagina, tus pechos discretos y sensibles a mi boca, la humedad con la que me recibes y el carácter con el que me rechazas. 
Selma lo observa recelosa y si se deja besar de nuevo, es sólo porque intuye que se le colará un “te quiero” entre los labios. 
Esta noche cenarán para celebrar en Mare Nostrum, el pequeño restaurante de su barrio que suelen frecuentar. Selma se anticipa: Trevor querrá su capellini arrabiata y a ella le basta una ensalada fresca. El vino puede dejarse enfriar. 
La charla la endurece más. Reconociendo sus méritos, a su compañero (si puede nombrarlo así) lo han asignado a un hospital de campo donde los contagios abundan. Nada lo hará recapacitar. Selma puede sentir como le hierve la sangre al percatarse de que este hombre volátil no sabe quedarse. Para ella equivale a ignorarla, a no reciprocar su afecto. ¿Cómo puede dejarse horadar en su feminidad, en su maternidad cumplida, por un halcón peregrino?

Por última vez, Selma le abre su cuerpo, sin escatimar humedad o deseo. El hombre se hunde en ella, besándola con fervor inusitado, anunciando su partida. Hacen el amor arrebatados de pasión, ajenos a los lapsos momentáneos de un tiempo que no es suyo, que se esfuma entre orgasmos y suspiros. Las sábanas revueltas, la noche que se antoja interminable, pero que será otra vez cercenada debido a su inconstancia. Ella fuma antes de verlo partir, envuelta en una bata ligera, mostrándole su cuerpo enjuto, de gacela. Trevor no se atreve a despedirse; prefiere mentir, aún a costa de saber que eso acabará por lastimarla, por arrojar ese amor a las cenizas. Pero en efecto, no sabe quedarse y debió ser franco en un principio, a pesar de que Selma lo intuyera.

El resto de la historia se empaña con tintes trágicos. Trevor se alistó para un hospital de emergencia, donde los enfermos llegaban en calidad de cadáveres, manando oxígeno como náufragos, andrajosos y sedientos. La mayoría de esas poblaciones vivían en la miseria, hacinados en cuartos, dos o tres familias sin recursos, con ingresos exiguos y esporádicos. Los hombres dilapidaban en alcohol y tabaco el poco dinero que recogían; sus mujeres en cambio se aliaban para impedir esas derramas. Con tal desorden, la pandemia hizo estragos. Obesos, diabéticos y enfisematosos desfilaban por el magro hospital para ser atendidos en sus últimos sofocos. Algunos acudían con el rostro terroso, sin fuelle para hablar, quejándose entre dientes, casi exánimes. Los más mostraban esa disnea silenciosa que resultaba aún más alarmante, porque de un momento a otro caían en paro respiratorio.

Pronto, las puertas de la clínica se saturaron de carrozas fúnebres, familiares en duelo o expectantes, reporteros disfrazados de astronautas, temerosos de acercarse para precisar la noticia en turno. Dos enfermeras perdieron la vida en una semana de primavera y quince más fueron enviadas a sus domicilios bajo medidas emergentes. Si bien Trevor desestimó los protocolos de la OMS en cuanto se fue definiendo la fisiopatología de la nueva infección, no fue sino hasta mediados de Abril que empezó a anticoagular a sus pacientes. Con ese recurso empírico, notó que los pulmones volvían a expandirse, que incluso se volvía innecesario intubar a muchos de ellos, y así pudo discriminar a quienes proveían con plasma convaleciente, Remdesivir o bloqueadores de citocinas. Decirlo así, a toro pasado, es un alarde, porque tales insumos llegaban a cuentagotas. 

Pese a que contiende con la fragilidad humana, el trabajo es brutal y pierde sentido día con día. Los enfermos llegan a carretadas y en condiciones críticas. A cada instante, Trevor se ve obligado a decidir a quien rescatar o a quien sedar para dar cobijo a una muerte digna y silenciosa. Esta tarde tiene que extubar al padre de un político local para darle aliento a un adolescente que por su diabetes juvenil se debate entre la vida y la muerte. Las consecuencias de un acto de dimensiones éticas cuestionables no se hacen esperar.

  • Doctor Salinger, lo buscan en la dirección del hospital.

Al traspasar el umbral, se encuentra con un séquito de inquisidores. Está la administradora del nosocomio, los directores de Cirugía, Medicina Crítica e Investigación, dos miembros del comité de Bioética y, por si fuera poco, el Fiscal General adjunto del Estado, que lo mira como si contemplara a un criminal a punto de ser ejecutado. 

  • Siéntese, Trevor – le dice en tono amable el Director, aunque la única silla que queda libre es la del acusado, frente a un semicírculo de verdugos.
  • Iré al grano, Dr. Salinger – se adelanta la administradora, una mujer esquiva y solemne -. Lo hemos convocado porque cometió usted un error de juicio que le va a costar mucho dinero y prestigio a este hospital. Entendemos que tomó una decisión precipitada y, para no hacer más grande el asunto, le pedimos su renuncia, que haremos pública de inmediato a fin de apaciguar a la prensa y darle consuelo a la familia. 

Trevor sopesa con cuidado sus palabras. El veredicto está tomando de antemano, así que solamente le resta expresar su criterio, en un vano intento de convencer a sus colegas. Sabe bien que no conseguirá cambiar de opinión a los inquisidores; ellos no tienen idea de que la Medicina no es un albur ni un juego de prebendas; cada vida vale tanto como otra. 

  • Si me permite, Dr. Morris – empieza, dirigiéndose a su colega y amigo, el Director, fijamente a los ojos. – Quiero externar mi sentir respecto de la disyuntiva vital a la que nos ha enfrentado esta pandemia, señor. No ha sido fácil para nadie. Como usted sabe, la medicina y la religión parten del mismo manantial del espíritu humano. Intentan descifrar los miedos más ocultos de la Humanidad. Pero la historia nos enseña que pueden hacerlo sólo de dos maneras, mediante la razón o la magia. 
  • Las religiones han enfrentado ese desamparo construyendo mitos que aluden a la divinidad y la inmortalidad. La medicina ha optado por proveer una teoría científica sobre la enfermedad y la muerte. En condiciones ideales, los privilegiados aspiran a la razón, prefieren las explicaciones doctas antes que los dogmas de fe. Por el contrario, la gran mayoría, mientras estén sanos y confortables, aceptan una pequeña dosis de razón, pero en situaciones de angustia o de necesidad, prefieren la magia. Las religiones han reconocido desde siempre tal menester y se aseguran de que haya suficiente magia en sus rituales para satisfacer a las masas. Mientras tanto, la Medicina se debate cotidianamente en qué grado aplicar tales ensalmos. 

Ahora, dirigiéndose a los otros, prosigue: 

  • Les diré algo más. Una vez revelada la verdad de nuestro curato, podrán comprender que tal investidura esconde la sobriedad científica. La sotana arropa el conocimiento clínico, todos los desatinos y recomposiciones de nuestra práctica, los congresos y horas de lectura, el consenso de los pares y los metanálisis; en suma, el saber universal que invocamos ante cada reto que nos exige otro milagro. La mayoría de los médicos se satisface con cumplir a cabalidad ambas facetas en beneficio de su grey, sin reconocer la contradicción inherente al oficio. Les basta ser un modelo de la profesión y ejercitar su cometido con honestidad. Pero unos cuantos entre nosotros no nos permitimos ese lujo. Despertamos cada mañana encarando la falacia de tal ilusión, aprendemos a vivir con ella para continuar con la tarea de aliviar y guiar a los demás. Sí, sabemos que nuestra postura objetiva es un engaño y que la verdadera vocación está en el dogma, en la espiritualidad.
  • Los triages que ejercemos como semidioses son la manifestación terrenal de tal cometido pseudo-divino que nos ha sido encomendado, señora y señores. Ante la intimación de la muerte, sin embargo, nos volvemos humildes, impotentes y optamos – vueltos hacia nuestra inconsciencia – por lo que dicta nuestro corazón, no los libros o los reglamentos. Me voy de este centro al que he dedicado mi pasión y mi mejor esfuerzo, satisfecho de haber salvado muchas vidas y acongojado a la vez por haber perdido batallas que este coronavirus nos ganó. No aceptaré que mi decisión haya sido errática, porque fue deliberada y, si se tratara de mi padre, la volvería tomar en el mismo sentido. 

Con esta última frase, Trevor se levanta de un golpe de esa silla de inculpado que le fue asignada. No espera respuesta, sabe que está sentenciado y convicto. Mediante un apretón de manos se despide del policía que resguarda el recinto y sale airoso, apreciando el aroma de gardenias y la luz tenue que se decanta al caer la noche. A muchas millas de distancia, tiende un lazo de memoria hacia su amada, y sonríe.

Son las ocho pasadas y el crepúsculo se cierne con un estruendo de aves que se retraen entre las ramas para pernoctar. Selma lee distraída frente a la ventana; nada la perturba, acaso un dejo de ternura que remeda los espacios y las horas muertas. Como dijo alguna vez su padre, en paz descanse, “lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia”.

Nostalgia

Nostalgia

A nuestros muertos, tan idealizados

En aquella cultura urbana de mediados del siglo XX, se respiraba en mi ciudad un aire de candor y de certeza. Las mañanas de Navidad aparecían los niños en las aceras, retando al vecino con su flamante bicicleta, el carrito de pedales o el anhelado triciclo. Solamente los más pequeños iban acompañados, acaso porque se cansaban a poco de cargar su Juanita Pérez o su carro de bomberos. La envidia en buena lid corría por esas calles y, luego del desfile de regalos, cada cual volvía a su casa a esperar a los abuelos. 

Hace unos días recordaba con mi querida hermana la comida familiar que esperábamos con ansia todo el año. Los egregios canelones de mi tía (rellenos de una pasta de pollo y cerdo que nadie podrá igualar), la butifarra blanca y el fuet que suplía cualquier botana autóctona, recién desempacadas del mercado de San Juan. Alguno de los hijos había acompañado días antes a nuestras madres hasta el puesto designado en el mercado aquel para elegir los embutidos – siempre frescos, siempre los mismos – que traía como trofeo de haber sido el favorecido ese año. Otra vez la envidia, pero ésta sí sabía a derrota; era mi turno, yo debía haber ido – repetíamos entre dientes. No obstante, la comida era opulenta y zanjaba todas las rencillas.

Se organizaban entonces las mesas de dominó y ajedrez, mientras los más inveterados jugábamos billar bajo la mirada impávida de Bertrand Russell desde un póster en la pared del fondo. Las mujeres se ponían al día con los chismes y las pequeñas tragedias, al tiempo que la tarde se iba decantando para darle paso a otro invierno en el exilio. Creo que ahí, curioso y boquiabierto, conocí los detalles más ásperos de la zaga.
Mi madre y mi tía habían atravesado los Pirineos tres décadas atrás, huyendo de los bombarderos franquistas que asolaban a la Catalunya vencida. Se refugiarían en Santa Coloma de Farners, a la sazón mi rincón favorito en las vacaciones de una tardía adolescencia. Ahí la casa familiar – tres niveles, techos de vigas, chimenea encendida y presta para asar “llescas de pà de pagés” – acogió a la pequeña familia en su batida hacia el Nuevo Mundo. Quiso la mala fortuna que una bomba artesanal cayera próxima a la casa cuando el más pequeño estaba defecando (anécdota refrendada varias veces), lo que motivó un estreñimiento postraumático sin precedentes. Claro, treinta años después, la carcajada general disipaba el impacto de aquella derrota.
Mi abuelo, cuya bondad iluminó mi infancia y que militaba con orgullo en la ERC, cayó preso tras un ricochet de balas anarquistas y logró escapar un año antes al santuario que ofrecía el presidente Cárdenas. Este cálido país que, pese a todas sus contradicciones de clase, ofreció brazos abiertos a un gran contingente de republicanos.
Por su parte, mi madre atravesó los agrestes caminos de la frontera con una figura del Niño Dios en brazos, que hubo de ser reparada tras varias caídas en la inmensidad de la noche clandestina. Ella, su hermana y mi abuela recorrieron la Francia previa a la ocupación nazi hasta embarcarse con una tribu de desclasados hacia el México post-revolucionario que los aguardaba.
(He visto y leído mucho en torno a ese éxodo que marcó mi historia familiar, pero tendría que detenerme para elogiar la película “Cría cuervos” de Carlos Saura (1976) y las novelas históricas “Los soldados de Salamina” y “Los rojos de Ultramar” como arquetipos de aquella fractura ideológica que aún hoy divide a España).
Bajo ese sino, un joven estudiante de Medicina dio con la dulzura de una niña que apenas descifraba la cultura popular del Politécnico, bastión donde los refugiados encontraron trabajo y futuro académico.
Ella, la mirada melancólica bajo los rizos y la sonrisa tenue; él, gallardo, altivo, incluso fanfarrón ante los ojos de la chicas que acudían a verlo en los partidos de fútbol americano. Dos mundos en eclosión, dos náufragos anhelantes de puerto seguro.
El romance se sancionó en la penumbra de un departamento en la Colonia Juárez, situado en un adusto edificio que parecía por cierto emanado de las Ramblas; una vez que el abuelo Alfonso aprobara las apetencias políticas de mi padre y se cerciorase de que dejaba atrás su vida de gigoló en pos de una familia estable. La foto de la boda religiosa fue siempre para mí un enigma – caras largas y formalidad inusitada -; supongo que pesó más el veto de mi abuela que cualquier reticencia agnóstica que se filtrara a ambos lados del Atlántico.

Para entonces mi padre ya estaba cumpliendo su residencia en Psiquiatra en Texas, y se llevó a lomo de caballo (es un decir) a su flamante esposa para conquistar horizontes. No lo lograron. Los accidentes vitales son precisamente eso: oportunidades segadas y puertas que trasponer. Regresaron a México parcialmente derrotados, cuando resonaba la primera protesta contra la segregación racial en boca de Rosa Parks. (Mi valiente madre había hecho lo propio cuando se sentó con sus compañeras negras de trabajo al fondo de un autobús urbano). Nahhhh!!
Ajeno a tales avatares, fui arrullado en catalán frente al oleaje isleño del Golfo de México y acaso por ello aún me resulta natural que una buena parte de mi identidad esté atravesada por cuatro barras de sangre. Sin advertirlo del todo, crecí leyendo el Cavall Fort y escuchando a Pau Casals, alentado por la “saudade” que mis ancestros destilaron en un hogar partido por la nostalgia.

En tal tesitura era obvio que el Nadal se celebrara bajo la luz tibia del veinticinco, evocando más el destierro que el nacimiento de cualquier deidad. La comida familiar abrigaba todo aquello que podría haberse quedado en el camino.
De modo que una vez que se pasaba a los turrones, “les teules”, “els croquinyols” y la cava de San Sadurní, atestiguábamos las discusiones políticas y taurinas de los viejos, nos acercábamos a descifrar el catalán intimista de las tías y explorábamos los tesoros del tío Óscar, un personaje visionario que instaló una de las primeras computadoras que existieron en Latinoamérica, convencido desde los sesentas que la tecnología de la información marcaba el paso.

Poco a poco, los padres se fueron divorciando, los primos tomaron sendas divergentes y mi país cayó en el marasmo de la corrupción y la injusticia. Crecimos, como es obvio, y abandonamos la inocencia en ese jardín flanqueado por bambúes donde cabían una cancha de fútbol improvisado, la consanguineidad y la glotonería a manos llenas. 

Hoy volteo a ver ese pasado con la gratitud de haber sido un hijo más de otra familia híbrida, que trajo desde el Viejo Mundo la esperanza de recuperar la libertad dondequiera que fuese avasallada.