Hombre triste

Hombre triste


Ring the bells that still can ring / Forget your perfect offering / There is a crack in everything / That’s how the light gets in… Leonard Cohen


Acude envuelto en una gabardina que coloca con toda la humedad y su incierto peso en la silla vecina. Parece que cada movimiento requiere un esfuerzo adicional, como si mi presencia fuera la de un verdugo al que habrá que someterse, anticipando el veredicto.

  • Buenas tardes – dice, al tiempo que esquiva la mirada.

– ¿En qué le puedo servir? – replico, empleando un tono habitual.
Aquí levanta la vista, los ojos acuosos, como si tal invitación le resultase inusitada. Se sienta con mesurada lentitud, sin dejar de otear hacia la ventana, como si recuperase el horizonte. Le doy tiempo para que se apoltrone, suspire un par de veces y, por fin, me encare y vierta aquello que le aflige.
Me relata, con titubeos e interrumpiéndose para hilar los recuerdos, una historia lamentable de pérdidas y vacío. Ha navegado por una existencia que se antoja sórdida y llagada de emociones. Dos divorcios, hijos distanciados y resentidos, un negocio fallido y una carrera burocrática que se truncó por la edad y el desdén. Es diabético, medianamente controlado, y teme que su enfisema esté por albergar un cáncer. Ha perdido dos tallas y el hambre alcanza apenas para mantenerlo a flote. Se expresa con soltura, sin alardear de su evidente inteligencia, pero la voz lo traiciona: es un lamento tenue, del héroe fracasado, de quien arrojó las promesas por la borda y dejó que el oleaje lo sofocara.

Ajeno al mundo, preso de una hiriente melancolía – pienso, evocando el aire poético que convida. Para mi sorpresa, irrumpe en el consultorio una mujer de cabello entrecano, vestida con sencillez que, sin anunciarse, le toca el hombro y se sienta frente a mí a su lado.

-Mi esposa – profiere él, ensayando una sonrisa tímida.
Lo había imaginado solo, incapaz de prodigar cariño, así que me conmueve reconvenir mi prejuicio. La saludo con cordialidad, atento a sus reacciones y el vínculo que ostensiblemente se me revela. Está maquillada con delicadeza, lo suficiente para ocultar arrugas y otorgarle un dejo de elegancia. Hacen una pareja extraña; él desangelado, ella entera, algo rígida y distante.
Advierto que no llevan argollas, pero su complicidad es patente. La diferencia de edad es tan ostensible como el carácter. Sin embargo, mientras él retoma su perorata, ella lo atiende con ternura, como si verlo envejecer y quejarse le quemara en propia piel. Cada vez que hace una pausa, ella lo mira con patente cariño y, por momentos, cuando la historia clínica toma un sesgo depresivo, lo toma de la mano y lo consuela.
Sin interrumpir su narración, permito que elabore, salvo para precisar fechas que anoto mentalmente. Su lenguaje corporal es pobre, como si todo lo hubiese derramado a lo largo de este cansancio perenne y no quedase lugar para gesticulación alguna.
Suelo hacer inferencias diagnósticas con cierta celeridad en mi trabajo, si bien no me dejo arrastrar por la soberbia o la experiencia, porque eso da pie a reiteradas equivocaciones. Menos aún en este caso. El paciente ha ido delineando su perfil y puedo detectar que procede de una guerra, una larga contienda interna, para ser más precisos. Los síntomas no son más que destellos o heridas de esa beligerancia con la que ha tratado su cuerpo y su vida. Como suele suceder, los enlista de forma deshilvanada y a mi me corresponde darles coherencia y sentido fisiopatológico, pero en cierto modo aquí me parece estar tejiendo un collage de impresiones existenciales.
Cuando estoy por revisarlo, insiste en dejarme pasar antes a la sala de exploración, casi con una reverencia, un gesto curioso de humildad. Observa el entorno con diligencia, parece que estimara la complejidad que requiere entrar a este recinto arcano, donde habrá que desnudarse y mostrar sus temores o sus evidencias. A manera de disuasión, me cuenta que siguió de cerca los recientes sucesos del Medio Oriente. Que le acongoja la decepción de constatar que en la espesura de un pueblo educado, siguen habiendo voces que reclaman sangre y tierra, que excluyen a todos cuantos piensan o visten diferente, que prefieren la arrogancia por encima de la magnanimidad.

– Temo que nos esperan años aciagos – me confiesa, inclinando más la cabeza. Y no sé bien si habla de sí mismo o del clima político que nos atañe.
Lo miro mientras le brindo apoyo para incorporarse al camastro. Me precio de respetar la autonomía de mis enfermos, tanto como de ofrecer mi ayuda si se hace necesario; pero me muestro solícito, no intimidante o presuroso.
De momento percibo que representa a todos los hombres dolientes que me ha tocado cuidar. Algunos que pasaron de largo, esperando mi consuelo y obtuvieron una ratificación y no un presagio; otros que comulgaron con mi comprensión y mi cuidado, hasta que la muerte nos separó, entrañablemente; y quizá también, otros – los menos – que se fueron decepcionados de mi incapacidad para obrar milagros, en busca de otras alas céreas para remontar abismos.
Hace unos cuantos años, aquel Noviembre, perdí a mi padre. Más que su último aliento, que no pude atestiguar o mitigar en algo, me queda el recuerdo grato de haberlo acompañado hasta su Alma Mater y disfrutar con nostalgia de aquellos espacios modificados por la restauración y el olvido. Me mostró con candor los edificios que albergaban su oficina, la biblioteca y el comedor académico como quien vuelve a su rincón de juegos infantiles. Recorrimos despacio, a su ritmo, los jardines y plazoletas mientras se ubicaba en ese renovado territorio que contemplara otrora su juventud y su entusiasmo. Gocé con él ese momento único en que su antigua compañera, Gracie, lo despidió con un beso rebosante de eterna gratitud. Ella lo convocó a los labios y mi viejo, leal a su mujer, le dijo en cuidado inglés:

-Estoy casado, amiga. No te puedo besar en la boca.

Ella replicó con petulancia:

– Mira, Gus (así lo conocía desde sus días de estudiantes), a tu esposa no le va a hacer daño y a mi me dejarás un recuerdo inolvidable. Anda, bésame, tal vez el año entrante estaremos muertos.


Ambos murieron unos meses después; pero en aquel encuentro en que se dieron la espalda satisfechos tras el mimo, quiero suponer que acaso lo anticiparon, intuitivamente; no por viejos sino porque fueron capaces de delinear con recato la amplitud de sus destinos.

La tarde se decantó suavemente sobre el mar sucio del Golfo que lo vio despuntar profesionalmente seis décadas atrás, anhelante, a orillas de su patria. Atestigüé aquel gesto de afecto cándido como quien recibe un legado de constancia, de renovada vitalidad.
Cuando regresábamos de tan añorado periplo, mientras yo conducía el auto alquilado, me contó de nuevo cómo se hizo hombre en esas latitudes, cómo segó la hojarasca que lo separaba de sí mismo y de su modesta estatura, cómo volvió – a pesar de todo – gallardo y dispuesto a crear un sitio digno para él y los suyos, del que soy fruto y consecuencia.
Inmerso en mis pensamientos, sujeto a mi paciente del brazo con suavidad para envolverlo con el manguito del baumanómetro.
– Déjeme tomar su presión, Guillermo – le digo con voz pausada. Y para mis adentros, en silencio agrego: – No hay razón para estar tristes, tenemos la inmensa fortuna de sentir y prodigar afecto.

La rabia humana

La rabia humana

Aquel día festivo, hace casi cuarenta y cinco años, murió una joven mujer, presa de encefalitis rábica. La habían internado a empellones tres días antes en un galpón del hospital rural que yo cubría en esa guardia de mi servicio social. La escena no se me ha borrado de la memoria. Tomada de los brazos, parecía una bestia sin control (rabiosa era el adjetivo justo) que intentaba morder a sus custodios a ambos lados para que la soltaran. La ataron a un camastro de metal y la cubrieron a medias con sábanas limpias, alejada de propios y extraños, encerrada a cal y canto.

La mañana en cuestión, llegué a la clínica apenas despuntando el alba y, tras pasar visita a los pocos enfermos que seguían hospitalizados, me enteré de su muerte durante la madrugada. En los días previos, la recordaba aullando en su agonía, ante mi impotencia como médico recién graduado y consciente de que el desenlace era sólo uno.

El cuerpo exánime yacía entre cobijas revueltas y saturadas de baba. Lo trasladé con ayuda del conserje hacia el almacén que serviría de anfiteatro improvisado al fondo del jardín, tratando de descifrar en la inexpresividad de sus ojos qué quedaba de aquella rabia. Por encima de mis temores e inexperiencia, me enfundé unos guantes y extraje su cerebro mediante esa necropsia más intuitiva que obligada. Eran otros tiempos, lo admito, y mi pasión por investigar se impuso a la prudencia. Afuera marchaban los grupos de escolares para celebrar la fiesta de la Revolución y el velador (único ayudante disponible a esas tempranas horas) me asistía con una mezcla de morbo y espanto.

Recogí el cerebro disecado (luego de cerrar la tapa del cráneo y suturar como pude las sienes del cadáver) y monté en mi pequeño VW para cruzar unos treinta kilómetros de retenes militares por carreteras vecinales. Atravesábamos épocas de guerrilla y, no obstante mi aspecto ingenuo y mi bata blanca, traía una carga inexplicable en el asiento trasero de mi coche. Por fortuna, mis tragos de saliva y afectación al mostrar mis documentos no me delataron.

En el centro antirrábico del Estado me recibió una joven veterinaria que, como yo, hacía la guardia en ese aniversario de asueto. Cuando extraje el cerebro de la bolsa de plástico, expresó al garete:

​•​Caramba, ¡qué cerebro tan grande!¿De qué raza era el perro?

​•​Es un cerebro humano – repliqué con serenidad -. Hice la autopsia de una paciente que falleció esta mañana.

​•​¡Pues yo no toco eso! – exclamó en medio de un ataque de pánico.

Así que, puestos a concluir la investigación, me trastoqué súbitamente en patólogo y, siguiendo sus instrucciones, disequé el cerebro y monté las laminillas para estudiarlo. El examen microscópico reveló los distintivos cuerpos de Negri, inclusiones citoplásmicas típicas de la rabia.

Llamé para notificar del hallazgo y avisar a las autoridades locales y centrales. Además, emití un boletín junto con la veterinaria que para entonces estaba a punto de invitarme a cenar por gratitud. No he vuelto a ver un caso de hidrofobia desde entonces y la rabia humana pasó a ser una categoría metapsicológica.

La ira, el enojo, la cólera. Los diccionarios la definen como “una intensa pasión o sentimiento de disgusto, resuelto en antagonismo y nutrido de sensación de agravio o de insulto”. En los textos aristotélicos se menciona el οργή, una expresión emocional destructiva,  que intenta deshacerse de lo nocivo. Por eso, a la ira “la acompaña cierto goce, porque se pasa el tiempo vengándose con el pensamiento, y la imaginación que acude entonces causa placer, como la de los sueños (Retórica, página 96)”. Entendida así, la rabia disipa el temor y reafirma al sujeto para apartarlo de las injurias que amenazan su integridad afectiva. Es un sentimiento de aversión que protege la vulnerabilidad de nuestro psiquismo.

Somos sujetos del lenguaje. Mediante la palabra nos hacemos presentes en el mundo de los semejantes. Imploramos, negamos, elegimos, rechazamos. Sólo como sujetos hablantes desciframos significados y, desde pequeños, planteamos nuestras demandas perentorias con el llanto, que después, fruto de la experiencia y el fracaso, exige ser verbalizado. Así, la convención del diálogo transforma la perentoriedad de nuestros actos en súplicas o imposiciones, según el caso. Se puede decir que modula la violencia del impulso y lo vierte en fonemas que buscan la respuesta en el otro. El tono de voz, el ritmo y la elocuencia del discurso, derivan de esa interacción que interpela, que rasga el horizonte de lo ajeno para devolver lo propio.

Nuestro impulso natural es descargar las emociones, que se modula mediante el trabajo psíquico de representar y ligar aquellas representaciones que excitan nuestra experiencia con afectos, atenuando la dinámica de acción-reacción. En la medida en que privilegiamos la significación de las vivencias, le damos relevancia a la cualidad y modo de enlace de estas representaciones para regular nuestras descargas afectivas: Reprimimos nuestros berrinches, pedimos las cosas por favor, sonreímos para obtener una gratificación, etc. La fuerza del entorno cultural, validada en lo edípico y lo superyoico, hace su injerencia en nuestros deseos. Nada será igual en adelante, incluso el coraje tenderá a verificarse.

Por eso, todo malestar mental implica una enajenación del sujeto, un modo de extrañarse o sustraerse de la realidad, que se advierte como inaceptable. Cuando abandonamos de bebés la satisfacción plena, al servicio del placer puro, cedimos la confiabilidad a lo que percibimos y cotejamos en atención al otro.  Aprendimos a explorar periódicamente las similitudes y disonancias externas, instituyendo a la memoria como sistema de registro y confirmación. Nuestros impulsos, otrora dirigidos a nuestro cuerpo como investidura de afectos autoeróticos, se subordinaron a modificar la realidad con arreglo a fines específicos, lo que equivale a mudarnos en acciones: llorar para obtener la leche nutricia, iluminar el rostro para reclamar la mirada de mamá, retorcernos con un cólico para rogar su atención, y así sucesivamente.

Conforme maduramos, discernimos que el ejercicio de pensar pone en suspenso nuestras acciones, y que la reflexión pensante denota propiedades que permiten soportar la tensión del estímulo que quiere descargarse. Un ejemplo: “me puede gustar mucho un chico de la escuela, pero me detengo a seducirlo con palabras o insinuaciones, que iré graduando en proporción a su respuesta empática. Si me lanzo de golpe, seguro lo asusto y lo pierdo”.

Cabe preguntarnos: ¿Qué es de la rabia que surge como respuesta a la agresión? La agresión deliberada castra, desintegra, contiene todo el bagaje de la pulsión de muerte. La rabia puede ser una réplica a la motivación frustrada, sea que se ponga en entredicho la seguridad personal o alguna otra necesidad básica. La respuesta adopta así la forma de rechazo, defensa o agresión conmensurable. Nos impacta cual emergencia de un impulso endógeno que se configura como disociación o tensión displacentera. En ese sentido, todo instinto es una pieza dislocada de actividad que intenta ser expulsada hacia la alteridad. Incluso, la abstención y el silencio pueden suscribirse como expresiones de cólera.

Lo habitual, no obstante, es que la rabia desborde. Atrapa al sujeto por los hombros y lo sacude, lo secuestra, lo toma por sorpresa y le arrebata la razón y la mesura. Nubla con su vendaval oscuro toda perspectiva, inunda el afecto y subvierte las palabras en injurias o reproches. La ira tensa los músculos, crispa los puños, irrumpe en el cuerpo. De modo que otorga una fuerza inusitada a quien la padece, una rudeza que suplanta la fragilidad que le sirve de manantial. De ahí la fatiga que sigue a un ataque de cólera: los neurotransmisores exigen mucho de los tejidos, disparan a la vez tantas hormonas y catecolaminas, que se requiere un periodo de latencia para volver a la carga. Lo no hablado irrita, enciende, penetra los órganos y los inflama hasta saturarlos. Su descarga se torna imperiosa: la agresión domina y predomina. ¡Imaginen cuántos procesos psicosomáticos pueden resignificarse bajo este enfoque!

Aprovecho esta disertación para invocar la calma (aunque nos enfurezca el derrotero al que nos pretenden conducir nuestros políticos) y la civilidad en estos dos meses que restan para mutar de un sexenio cargado de diatribas y diferencias que han atravesado familias y comunidades por igual.

Es probable, porque los momios así lo anticipan, que la candidata oficialista obtendrá una victoria aplastante. De ser así, la oposición tendrá que recomponerse y pensar más en el pueblo que en sus seguidores. Para quienes dedicaron su saliva y redes sociales a atacar a un gobierno errático pero al fin y al cabo elegido por mayoría, esta derrota sucesiva los debe hacer recapacitar en cómo ayudar a construir un país mejor y no un territorio marginado.

Como asentara Sigmund Freud hace un siglo, yo me adhiero a la premisa de que el odio precede al amor en la conformación del sujeto. La consecuencia de tal inquina originaria hace que los seres humanos tendamos por naturaleza a acentuar las diferencias y rechazar lo ajeno a expensas de raza, ideología, credo o clase social.
En efecto, para tolerar a los otros como extraños con los mismos derechos en la convivencia social, se requiere un grado de autoestima y sofisticación intelectual que no se da en los árboles. Huelga decir que el resentimiento social y la discriminación de clase son polos opuestos de una misma tendencia que identifica y envenena a la vez.
En ese tenor, conmino a mis lectores a conservar la mesura y respetar el consenso de la mayoría, para ofrecernos mutuamente una patria más armónica, donde quepan todos, a derecha e izquierda, de arriba a abajo, sin exclusiones ni rencores. Es un deseo ingenuo, lo reconozco, pero confío en que prevalecerá la cordura y así, quienes aprendieron a odiar y lo siguen ejerciendo, serán siempre los eslabones rotos de la cadena humanista.

Desde Aquiles, que desató su cólera contra Agamenón por deshonrarlo, como muestra la pintura de Giovanni Battista Tiepolo (1757), los seres humanos nos hemos preguntado qué pasiones arrebatan nuestro corazón más allá de lo puramente instintivo. Nada como el amor, dirían los filósofos, porque se aprende después de que el odio ha poblado de sobra el inconsciente.

PD. Pero el coraje también es una fuerza edificante, como decía Emil Cioran: “Sin embargo, tú sigue tu camino y, como sol escéptico, ilumínalo con los rayos de tu cólera pensadora”.

Ítaca o el abismo

Ítaca o el abismo

Hace unas horas, ante los ojos atribulados de una jovencita con lupus, recordé esa contingencia de salir al mundo. Usé la metáfora de zarpar para explicarle que uno ignora el destino al soltar amarras. Que anticipamos vicisitudes y desvíos, que perdemos el candor y la templanza, pero lo que vale siempre y nos sostiene es la propia travesía.

El arranque de la vida profesional es un océano cubierto de niebla y sembrado de sargazos. Cuando mis colegas afirmaban con certeza qué iban a hacer de sus vidas, yo intuía que atrás de esa soberbia se ocultaba un impulso emulador o simplemente negación, como un oportuno mecanismo de defensa.

En mi caso, como el de esta frágil paciente, miraba a diestra y siniestra con recóndito temor de fracasar. Las voces de aliento servían tan sólo como palmadas huecas en la espalda. Sentía que, en el fondo, nadie podría compartir mi trance.

Hijo de psiquiatra, la sombra de mi padre se erguía amenazante sobre la senda. Algún maestro me ofreció orientarme por el sufrimiento emocional y lanzarme al estrellato. No le creí. Entonces no tenía escucha para las promesas. Otro me sirvió en bandeja la tarea magisterial, labrada en alabanzas y progenie académica. Pero no me sedujo, los enfermos y su dolor le dieron repetidamente sentido a mi vocación. Quizá fueron otros ecos, atávicos como el de John Berger, William Osler o Samuel Shem, los que delinearon mi paso, alejándome de mi padre y sus espectros.

Pero resulta insustancial: uno siempre se tropieza con Layo en la vereda. Así que escogí una figura célebre que lo remedaba en mi inconsciente. Aprendí la maravilla de desentrañar mensajes moleculares, que entonces sólo intuíamos al estimular artificios de células en fárrago. Al mismo tiempo, impuse la delicadeza a mi tacto, para recorrer la anatomía deforme de mis pacientes sin lastimarlos. La máxima de “primero no hacer daño” se hizo carne.

Con más recursos pero sin dinero, crucé el océano a fin de labrarme un futuro, intuyendo que esa presea – la que otorgan “allá en el rancho grande” – me daría la talla necesaria para mirar de frente a mis pares y maestros.

Ahí conocí la indiferencia y la mesura, obtuve compañeros que nunca serían amigos y probé la soledad en la intemperie y al calor del trabajo experimental, que exigía constancia como deuda perenne, antes que laudos o promesas.

Pese a mis escuetas incursiones sobre el diván, hasta entonces pude delinear mi pesquisa por una quimera, en brazos de una mujer exquisita que apenas emergía del nido. Su talle en una noche desdibujada por el alcohol y la risa, lejos de las miradas de nuestros colegas, su tenue suspiro ante mis caricias y una fugaz revelación que me mostró la sima de toda renuncia, del placer proscrito.

A la sazón no supe amalgamar los privilegios que se me ofrecieron; pudo más la rivalidad edípica que el narcisismo. Dejé suspensas oportunidades y me arrojé de bruces ante empresas que resultaron turbias por su demanda afectiva y en turno insustanciales. No obstante, el viejo mundo me volvió a dotar de una cultura y una perspectiva que dimensionaron mis alas e hicieron del abismo un mito hegeliano.

Tal como afirmara el poeta “amé y fui amado” pero en mi caso la cara se iluminó y también arrastró sus sombras. Aún hoy estoy cierto de que el momento más vital de un ser humano es bajo el deleite del orgasmo femenino. No hay entrega más perfecta en la naturaleza, anticipe o no la concepción. En reciprocidad, uno se legitima como hombre y puede recobrar la identidad – en tantas batallas cuestionada – durante aquella fugaz epifanía. Tan evanescente es nuestra incursión en lo que podríamos sospechar de eternidad.

El resto de nuestra existencia consiste en aventurarnos al exterior de la cueva para perseguir fantasmas o presas de sustento. Y en ese proceso nos mantenemos desatinadamente ciegos y en estado de alerta, mientras nuestras compañeras calientan el hogar y cultivan la progenie.

Decidí volver por razones encontradas: de un lado la necesidad de probarme y devolver tierra firme a los míos, y por otro, consciente de que mis alcances en otros pagos eran más ilusorios que asequibles.

Cuando uno habla de gratitud a sus mentores, se refiere a eso: una tenue franja entre el horizonte imaginario y la conquista de las propias aptitudes, el regocijo de alcanzar la playa en la tormenta, saberse por fin útil y escuchado.

Al despedir a mi atemorizada paciente, echo un vistazo a mis libros, a mi estetoscopio colgado sin esmero, a los objetos de arte que me veneran con cierta sorna y a la enorme piñanona que me abraza y me contiene.

Llegado hasta aquí, me congratulo. El camino me eligió a mí; Ítaca es una ilusión que nunca cesa.

PS. A la luz de la masacre que se vive en la Franja de Gaza desde hace más de 5 meses y que ha cercenado la vida de 13 mil niños, he leído el inspirador libro de Yossi Klein Halevi “Letters to my palestinian neighbor” (Harper Perennial, NY 2018) intentando comprender el conflicto histórico que subyace al territorio palestino e israelí. Ésta y otras lecturas afines nos deben mover a condenar esa invasión y pugnar por el retorno a la difícil convivencia entre dos pueblos hermanos, zanjados por un odio incomprensible.

Disyuntivas

Disyuntivas

Me asignaron un buen abogado de oficio, pero los momios pesan en mi contra. Aún así, me declaré no culpable con voz firme y entera convicción. Era una mañana fría y la sala estaba casi desierta, salvo por algunos familiares (que sentía respirar hondo a mis espaldas) y el fiscalista que insistía en la pena máxima, a sabiendas de que mi crimen no lo ameritaba. El juez me miró impasible, dio un martillazo que resonó en toda mi deshonra, fijó una fianza exorbitante y la fecha del juicio en dos semanas más. 

De vuelta a mi celda, que comparto con Jimmy el defraudador, hice un recuento de los hechos, ante todo para refrescar la memoria. Trataba no obstante de darle coherencia a mi relato de cara a las acusaciones que me implicaban en la muerte de Maureen. Me senté en el camastro a reescribir mis notas, mientras mi compañero silbaba tonada tras tonada de viejas películas, haciendo caso omiso del transcurrir del tiempo. Sin duda, yo tengo más apremio.

La llamada, a la mitad de la madrugada, nos despertó. Mi mujer refunfuñó en su modorra y con el teléfono en mano, sin hacer más ruido, me encaminé a la cocina para discernir la urgencia. La paciente, a quien conocía ya por una leucemia mielocítica relativamente estable, ingresaba con fiebre, mal estado general y una radiografía de pulmones con sospecha de neumonía de focos múltiples. No era la primera vez que como hematólogo de un centro de referencia me veía implicado en la evolución tórpida de mis enfermos, pero con Maureen me unía esa amistad arropada de literatura y la música de Beethoven, cuyas diversas versiones intercambiábamos con frecuencia. Yo atesoraba sus regalos: primeras ediciones de libros de medicina escritos en Francia o Escandinavia, partituras que había entresacado de bodegones perdidos, hasta un arco para mi violín que le heredó su abuelo. A cambio, me atrevo a alardear, yo la mantenía viva y disfrutando una existencia grata y bastante asintomática entre los suyos. Su compañero de un entrañable matrimonio es un viejo empresario retirado, al servicio de su comunidad, donde dirige un equipo infantil de beisbol y participa en las jornadas para alimentar a quienes están en situación de calle. En suma, es un buen hombre, dedicado en cuerpo y alma al cuidado de su mujer, quien tras cinco lustros de fumar Pall Mall, acarreaba también su tanque de oxígeno a mis consultas. 

Me vestí en pocos minutos y salí hacia el hospital, evitando los semáforos con cierta imprudencia pero consciente de que a esas horas la ciudad dormía. Gustav, su esposo de origen noruego, me recibió aún en pijama cubierto con un abrigo. A todas luces habían salido de casa precipitadamente después de llamarme. Su aspecto era de alarma y desesperación.

• No puede respirar. doctor. ¡Ayúdenos por favor!

Lo tomé con serenidad de ambos brazos y traté de calmarlo, pero el hombre parecía desconsolado y escuchaba sólo el rumor ingente de su pánico. Asumiendo lo peor, le conminé a telefonear a sus hijas – que habitan en diferentes estados – en cuanto amaneciera. Entretanto, evaluaría la emergencia y consultaría con mis colegas de enfermedades infecciosas y cardioneumología para ofrecerle el mejor cuidado posible.

Al acercarme a su lecho, el aspecto de Maureen reflejaba con creces la inquietud de su marido. Respiraba con dificultad – cerca de cuarenta veces por minuto –  y aún así, el monitor mostraba una saturación de oxígeno alarmante. La taquicardia y la caída de presión arterial auguraban un mal pronóstico y no pasaría mucho tiempo antes de requerir intubación y eso que llamamos aminas vasoactivas (para subir la presión y ayudar a perfundir sus órganos). Ordené los exámenes de ingreso y me comuniqué a la Unidad de Terapia Intensiva; la paciente no podía esperar, su deterioro avanzaba por minutos. Mi colega, el Dr. Henry Bald, acudió a mi lado y, tras una breve discusión, acordamos un esquema de antibióticos convencional y dosis suficientes para cubrir el oportunismo de hongos. Sus condiciones y su radiografía no dejaban lugar para titubeos.

Las siguientes horas fueron desgarradoras. Hablé con toda sinceridad con Gustav y le planteé los escenarios más graves, pero insistió con gesto suplicante que no la dejara morir, que hiciéramos todo lo necesario para salvar a su amada esposa. Las hijas, todas ellas casadas, fueron arribando al hospital en el curso de las siguientes veinticuatro horas. Para entonces, el panorama se había complicado aún más.

Maureen sufría de lo que denominamos una “transformación blástica”. Es decir, que su leucemia había virado a una forma aguda con pocas posibilidades de sobrevida. Mi siguiente reunión incluyó a la familia entera, donde sugerí que tendríamos que limitar el tratamiento de la enfermedad de base hasta no tener la certeza de que la infección estuviese controlada. Asimismo, que de este fino equilibrio entre su entereza fisiológica y la invasión de microorganismos y células en desbandada dependería su existencia.

Para quienes habitamos el universo del dolor y la muerte, las horas se dilatan y tienen un significado tácito. La energía y el conocimiento están invertidos en recuperar al paciente, entender su cuerpo cono una máquina en merma que lucha por subsistir y, desde luego, espantar a todos los fantasmas que se ciernen sobre su integridad avasallada. Cada visita al cubículo me traía recuerdos; revisaba con cuidado las notas de mis colegas, los resultados de exámenes periódicos, los parámetros de presión, pulso, ventilación y las repetidas placas radiográficas con las que despertaba nuestra curiosidad cada mañana. Le tarareaba extractos de los adagios de Brahms que alguna vez compartimos mientras la revisaba, y buscaba su connivencia para volver de ese limbo que la tenía secuestrada.

Además, había tenido que ajustar la quimioterapia a dosis mínimas y como indicio de gravedad, empezaba a notar datos de meningismo, o sea, que las células malignas parecían adueñarse también de su cerebro. Omití comentar estos datos a mis colegas el primer día que lo advertí (ella llevaba una semana hospitalizada), a fin de no despertar prematuramente la amenaza de más intervenciones en una mujer ostensiblemente frágil. Pero sus condiciones no mejoraban y nos reunimos en la sala de juntas del piso contiguo para homogeneizar la estrategia. Abraham y los colegas de medicina crítica argüían el concepto de futilidad; término que genera mucha ambivalencia en el gremio, pero que no se puede soslayar. Por mi parte, les pedí tiempo para sensibilizar a la familia y, en cierto modo, porque había prometido a Gustav agotar todos mis recursos. La culpa inconsciente me precedía, acaso por el peso inefable de otras derrotas; algo tan recurrente en mi especialidad y, no obstante, maldecido. ¿De qué otro modo podría ofrecer mi ayuda y mi experiencia a mis enfermos?

A la tercera semana de intervenciones de todo género y esfuerzos vacuos, Maureen parecía recuperarse por sí sola. Recobró la conciencia y la pudimos extubar confiando en que la neumonía estaba razonablemente controlada. Su oxigenación seguía siendo errática pero las cifras de glóbulos blancos habían descendido y una brisa de esperanza se colaba entre nosotros y su desgastada familia. Sin embargo, algo lamentable ensombrecía el horizonte: había pasado tantos días inmóvil que sus músculos y sus tejidos de sostén semejaban trapos húmedos, el exceso de líquidos (necesarios para administrar medicamentos y sustancias vasoconstrictoras) la tenían hinchada y marchita. Estaba plagada de moretones y heridas de venopunción. Peor aún, los sitios de presión mostraban escaras que corrían el riesgo de infectarse en cualquier momento.  En dos palabras, habíamos desmembrado su cuerpo al insistir en rescatarlo.

Mis colegas y yo empezamos a evitar los encuentros con la familia, pretextando otras ocupaciones, cuando lo cierto es que nos avergonzábamos de nuestros desatinos. Yo los atendía con religiosa puntualidad cada mañana, pero debo admitir que estaba sumido en un impasse ante la inminencia de una recaída. Lo siniestro no se hizo esperar. Cuando anticipábamos egresarla y todo sugería que podríamos brindarle una extensión acaso inútil a su vida, se desató un delirio inesperado y cayó en coma profundo. Los monitores y el laboratorio nos ocultaban algo, pensé, arrojado con todos mis pertrechos en una marejada de incertidumbre.

La confusión se trasladó a la familia, que no entendía este desenlace y me impelía a ofrecerles una explicación racional ante lo ominoso. Traté de hacerles ver que en ocasiones la leucemia invade las meninges, si bien no podíamos descartar una neuroinfección oportunista por criptococos, listeria o bacterias distintas a las que pretendíamos haber cubierto. La actitud de Gustav fue siempre de comprensión y tolerancia, pero dos de sus hijas (una de ellas abogada en Boston) se mostraron iracundas, vociferando a los cuatro vientos nuestra incompetencia. Reuní al grupo médico y traté con ellos de calmar su desasosiego, pero las interrogantes que se filtraron en nuestra evaluación conjunta les dieron pie para acusarnos de negligencia.

Treinta y seis horas después, Maureen fallecía plácidamente – si puedo decirlo así. Con el consentimiento de su esposo, retiré personalmente cada uno de los apoyos como si me desgarrara pieza a pieza: la alimentación parenteral, la presión positiva del ventilador, la norepinefrina y dexmedetomidina, los antibióticos, y poco a poco, mientras sus familiares se despedían en torno a su lecho de muerte, el nivel de oxígeno y las soluciones. En medio de ese ritual, su hija me observaba con un rencor inédito y yo evitaba su mirada acusadora.

Poco después vino la demanda, mis colegas se desentendieron y acabé aquí, donde la noche y el día se confunden. El único consuelo es que Gustav vino a verme ayer, me trajo un libro de Jo Nesbo – curiosa ironía – y unos chocolates belgas para “quitar lo amargo de mi sentencia”. Sé que soy inocente, pero el yerro me quita el sueño y, ante los ojos del mundo, me siento culpable y no dudo que lo muestro.

En nuestra profesión, no anticipar y sopesar las consecuencias de cada acto, por inocuo que parezca, tiene repercusiones. Entre las barras de este calabozo preventivo, alcanzo a ver un prado y un granjero que atraviesa mi campo visual con su tractor oxidado. Es una reminiscencia de que la vida puede ser simple o profundamente azarosa.

El conjuro de Circe

El conjuro de Circe

Un hombre solo, una mujer / así tomados de uno en uno / son como polvo, no son nada… (José Agustín Goytisolo: Palabras para Julia, 1979)

Estamos en plena campaña electoral y, lejos de celebrar la inminencia de una presidenta por primera vez en nuestra historia democrática, las redes sociales están plagadas de diatribas y descalificaciones. 

En otros países latinoamericanos que, huelga decir, sufrieron la calamidad de una o más dictaduras, el máximo cargo ejecutivo ya ha sido ocupado por mujeres con mayor o menor éxito. Me refiero a Michelle Bachelet, Dilma Rousseff y, en Argentina, a las dudosamente célebres, Isabelita Perón y Cristina Kirchner. 

Pero aquí, como entre nuestros vecinos del norte y el sur, el machismo prevalece. La misma misoginia que se observa en frases tan decadentes como calificar a Claudia Scheinbaum de “títere de AMLO” o a Xóchitl Gálvez como “la menos mala”. 

Bajo tal miopía, es difícil postular una sociedad que respete la igualdad de géneros, y eso sin recordar los constantes feminicidios que caracterizan nuestra patria lacerada y penetrada por el crimen. 

Sabremos respetar las decisiones y decretos que surjan de una voz femenina? Acaso nuestra ancestral ambivalencia edípica nos hará culpar indistintamente a Xóchitl o a Claudia de los males heredados? 

Es notorio como, en un país polarizado y habituado a la injusticia, se venera como pocos a una virgen morena y se paralizan las calles y ciudades el diez de Mayo. Pero al mismo tiempo se abusa, se descalifica y se discrimina a las mujeres en todos los ámbitos, además de evidenciar la violencia intrafamiliar (que nunca es recíproca) y la lascivia que nos infectan a diario. 

Pareciera que el inconsciente colectivo de nuestra cultura híbrida, la única mujer aceptable es la impoluta, la virgen eterna, la que no nos traiciona con el otro y se mantiene incondicional y nutricia. Pensemos en la Malintzin, históricamente vituperada por intimar con el conquistador, pese a que de aquel maridaje surge nuestra identidad como pueblo. Lo que me lleva a considerar que más allá de las tragedias periódicas, subsistimos en el inalcanzable horizonte de la Historia y es hora ya de remontar las ambigüedades para construir un país que repare sus fracturas. 

Los cambios que hemos atestiguado en las últimas décadas, obedecen con mucho a la reivindicación que las mujeres en todos los estratos sociales han alcanzado, con destreza e inteligencia superiores a sus congéneres masculinos y a veces, porqué no, con una dosis de violencia y hartazgo que habría que entender antes que reprobar a priori. 

Vivir en una sociedad donde nuestras hijas se ven obligadas a morar en casas amuralladas, ocultarse de noche o salir pertrechadas por amigos o padres para no sufrir vejaciones es lamentable. Y no se diga en Ciudad Juárez, Ecatepec o Chilpancingo, donde son violadas y asesinadas sin miramientos. 

El gobierno saliente prometió muchos imposibles, tales como acabar con la violencia de género, redistribuir la riqueza, elevar la calidad asistencial al nivel de Escandinavia, liquidar la corrupción y someter al crimen organizado. Al margen de sus desatinos y medidas populistas, esa parálisis, esa impotencia, nos deja nuevamente huérfanos. Volvemos ante el próximo dos de junio con esa abyecta sensación de que ningún partido y ningún tlatoani pueden con tales lacras recurrentes que han vertebrado la historia contemporánea de México. Tan lejos de dios y tan avasallado desde dentro y hacia afuera. 

Por supuesto, la falta de una o más organizaciones civiles que aglutinen los verdaderos anhelos democráticos de la mayoría (sin acarreos o manipulaciones) nos mantienen atónitos, esperando – una vez más, otro sexenio – que venga un redentor o redentora que todo lo solucione y a todos complazca. Esa fantasía ha sido la piedra angular de la pasividad con que acometemos como ciudadanos cada proceso electoral. Sin exigir, anhelando como vástagos hambrientos que ahora sí nos rescaten del abismo financiero y la descomposición social. Infantes al fin, atrofiados políticamente y dispuestos a chillar de disgusto antes que hacer valer nuestros derechos.

Estoy convencido de que mientras no procuremos organismos que cuestionen, acrediten y censuren a la cúpula política, seguiremos viendo cómo se suceden los colores (tricolor, azul, amarillo o moreno) con los mismos atavismos y corruptelas. Y naturalmente, seguiremos sufriendo la decepción sexenal y la esperanza candorosa que nos entorpecen y degradan como seres pensantes. 

A dos meses exactos de acudir a las urnas, la percepción cotidiana es de poca esperanza. Por un lado, ante las encuestas y el acarreo popular, se ve poco factible un cambio de ideología. Por el otro, la candidata oficialista no ha mostrado un espíritu independiente de su mentor como para atribuirle credibilidad y legitimidad frente a una sociedad dividida y anhelante. No hay contrapeso ciudadano, más aún, porque todos aquellos movimientos frustrados a lo largo del sexenio que prometían inclusión y autonomía política se han esfumado, presa de contradicciones internas o insuficiencia logística. Nos queda confiar en que las aguas se dilaten y no nos alcance la ira divina.

Sin duda es un avance – para nada incidental – que sean dos candidatas quienes lideren las encuestas, pero no hay garantías de que las dejen trabajar en libertad hasta no verlas ceñir la banda tricolor y rodearse de gente pensante y libre de vicios. En eso confío más en Claudia Sheinbaum, dado que sus deudas son más transparentes y no tendrá salvo un partido que favorecer. Quisiera pensar lo mismo de Xóchitl Gálvez, quien ha demostrado perseverancia y valentía en un proceso abiertamente desigual. Con ello quiero plasmar mi respeto por el trabajo y el compromiso político de ambas en un país donde ser mujer es de suyo una flagrante desventaja.

Tuve la fortuna de crecer en un hogar laico donde se nutrían por igual los derroteros autóctonos, las ideas cardenistas y las venas abiertas del exilio español. Las mujeres siempre tuvieron un lugar privilegiado que respondía a su inteligencia y libertad de pensamiento. Con esa claridad he crecido, me he casado y divorciado, tanto como he educado y alentado a mis hijos e hijas.

Veo a mis pacientes con una ética inflexible donde el respeto a su integridad sexual es preeminente por encima de cualquier ideología o condición social. Y estoy consciente a la vez que debo a mis padres, mis maestros y mis enfermos (de ambos sexos) la calidad que obtienen de mi trato.

Quisiera con toda sinceridad que este dos de junio se transforme en un día insólito y venturoso para mi México. Que seamos capaces de recibir con los brazos abiertos a la candidata triunfante y le allanemos el camino para que sus principios y valores siembren la comunión y la templanza. No pidamos imposibles; nuestro territorio está sembrado de ortigas y ponzoña por generaciones: una sola mujer, por más valiente y bien intencionada, no puede revertir los males que nos contaminan y laceran nuestros pueblos y ciudades.

Confiemos con sentido crítico, exijamos alternancia y representatividad, y reconozcamos que, distantes de los designios del Olimpo, la vida cotidiana es sólo deseo y decepción.