Ring the bells that still can ring / Forget your perfect offering / There is a crack in everything / That’s how the light gets in… Leonard Cohen
Acude envuelto en una gabardina que coloca con toda la humedad y su incierto peso en la silla vecina. Parece que cada movimiento requiere un esfuerzo adicional, como si mi presencia fuera la de un verdugo al que habrá que someterse, anticipando el veredicto.
- Buenas tardes – dice, al tiempo que esquiva la mirada.
– ¿En qué le puedo servir? – replico, empleando un tono habitual.
Aquí levanta la vista, los ojos acuosos, como si tal invitación le resultase inusitada. Se sienta con mesurada lentitud, sin dejar de otear hacia la ventana, como si recuperase el horizonte. Le doy tiempo para que se apoltrone, suspire un par de veces y, por fin, me encare y vierta aquello que le aflige.
Me relata, con titubeos e interrumpiéndose para hilar los recuerdos, una historia lamentable de pérdidas y vacío. Ha navegado por una existencia que se antoja sórdida y llagada de emociones. Dos divorcios, hijos distanciados y resentidos, un negocio fallido y una carrera burocrática que se truncó por la edad y el desdén. Es diabético, medianamente controlado, y teme que su enfisema esté por albergar un cáncer. Ha perdido dos tallas y el hambre alcanza apenas para mantenerlo a flote. Se expresa con soltura, sin alardear de su evidente inteligencia, pero la voz lo traiciona: es un lamento tenue, del héroe fracasado, de quien arrojó las promesas por la borda y dejó que el oleaje lo sofocara.
Ajeno al mundo, preso de una hiriente melancolía – pienso, evocando el aire poético que convida. Para mi sorpresa, irrumpe en el consultorio una mujer de cabello entrecano, vestida con sencillez que, sin anunciarse, le toca el hombro y se sienta frente a mí a su lado.
-Mi esposa – profiere él, ensayando una sonrisa tímida.
Lo había imaginado solo, incapaz de prodigar cariño, así que me conmueve reconvenir mi prejuicio. La saludo con cordialidad, atento a sus reacciones y el vínculo que ostensiblemente se me revela. Está maquillada con delicadeza, lo suficiente para ocultar arrugas y otorgarle un dejo de elegancia. Hacen una pareja extraña; él desangelado, ella entera, algo rígida y distante.
Advierto que no llevan argollas, pero su complicidad es patente. La diferencia de edad es tan ostensible como el carácter. Sin embargo, mientras él retoma su perorata, ella lo atiende con ternura, como si verlo envejecer y quejarse le quemara en propia piel. Cada vez que hace una pausa, ella lo mira con patente cariño y, por momentos, cuando la historia clínica toma un sesgo depresivo, lo toma de la mano y lo consuela.
Sin interrumpir su narración, permito que elabore, salvo para precisar fechas que anoto mentalmente. Su lenguaje corporal es pobre, como si todo lo hubiese derramado a lo largo de este cansancio perenne y no quedase lugar para gesticulación alguna.
Suelo hacer inferencias diagnósticas con cierta celeridad en mi trabajo, si bien no me dejo arrastrar por la soberbia o la experiencia, porque eso da pie a reiteradas equivocaciones. Menos aún en este caso. El paciente ha ido delineando su perfil y puedo detectar que procede de una guerra, una larga contienda interna, para ser más precisos. Los síntomas no son más que destellos o heridas de esa beligerancia con la que ha tratado su cuerpo y su vida. Como suele suceder, los enlista de forma deshilvanada y a mi me corresponde darles coherencia y sentido fisiopatológico, pero en cierto modo aquí me parece estar tejiendo un collage de impresiones existenciales.
Cuando estoy por revisarlo, insiste en dejarme pasar antes a la sala de exploración, casi con una reverencia, un gesto curioso de humildad. Observa el entorno con diligencia, parece que estimara la complejidad que requiere entrar a este recinto arcano, donde habrá que desnudarse y mostrar sus temores o sus evidencias. A manera de disuasión, me cuenta que siguió de cerca los recientes sucesos del Medio Oriente. Que le acongoja la decepción de constatar que en la espesura de un pueblo educado, siguen habiendo voces que reclaman sangre y tierra, que excluyen a todos cuantos piensan o visten diferente, que prefieren la arrogancia por encima de la magnanimidad.
– Temo que nos esperan años aciagos – me confiesa, inclinando más la cabeza. Y no sé bien si habla de sí mismo o del clima político que nos atañe.
Lo miro mientras le brindo apoyo para incorporarse al camastro. Me precio de respetar la autonomía de mis enfermos, tanto como de ofrecer mi ayuda si se hace necesario; pero me muestro solícito, no intimidante o presuroso.
De momento percibo que representa a todos los hombres dolientes que me ha tocado cuidar. Algunos que pasaron de largo, esperando mi consuelo y obtuvieron una ratificación y no un presagio; otros que comulgaron con mi comprensión y mi cuidado, hasta que la muerte nos separó, entrañablemente; y quizá también, otros – los menos – que se fueron decepcionados de mi incapacidad para obrar milagros, en busca de otras alas céreas para remontar abismos.
Hace unos cuantos años, aquel Noviembre, perdí a mi padre. Más que su último aliento, que no pude atestiguar o mitigar en algo, me queda el recuerdo grato de haberlo acompañado hasta su Alma Mater y disfrutar con nostalgia de aquellos espacios modificados por la restauración y el olvido. Me mostró con candor los edificios que albergaban su oficina, la biblioteca y el comedor académico como quien vuelve a su rincón de juegos infantiles. Recorrimos despacio, a su ritmo, los jardines y plazoletas mientras se ubicaba en ese renovado territorio que contemplara otrora su juventud y su entusiasmo. Gocé con él ese momento único en que su antigua compañera, Gracie, lo despidió con un beso rebosante de eterna gratitud. Ella lo convocó a los labios y mi viejo, leal a su mujer, le dijo en cuidado inglés:
-Estoy casado, amiga. No te puedo besar en la boca.
Ella replicó con petulancia:
– Mira, Gus (así lo conocía desde sus días de estudiantes), a tu esposa no le va a hacer daño y a mi me dejarás un recuerdo inolvidable. Anda, bésame, tal vez el año entrante estaremos muertos.
Ambos murieron unos meses después; pero en aquel encuentro en que se dieron la espalda satisfechos tras el mimo, quiero suponer que acaso lo anticiparon, intuitivamente; no por viejos sino porque fueron capaces de delinear con recato la amplitud de sus destinos.
La tarde se decantó suavemente sobre el mar sucio del Golfo que lo vio despuntar profesionalmente seis décadas atrás, anhelante, a orillas de su patria. Atestigüé aquel gesto de afecto cándido como quien recibe un legado de constancia, de renovada vitalidad.
Cuando regresábamos de tan añorado periplo, mientras yo conducía el auto alquilado, me contó de nuevo cómo se hizo hombre en esas latitudes, cómo segó la hojarasca que lo separaba de sí mismo y de su modesta estatura, cómo volvió – a pesar de todo – gallardo y dispuesto a crear un sitio digno para él y los suyos, del que soy fruto y consecuencia.
Inmerso en mis pensamientos, sujeto a mi paciente del brazo con suavidad para envolverlo con el manguito del baumanómetro.
– Déjeme tomar su presión, Guillermo – le digo con voz pausada. Y para mis adentros, en silencio agrego: – No hay razón para estar tristes, tenemos la inmensa fortuna de sentir y prodigar afecto.