Hace unas horas, ante los ojos atribulados de una jovencita con lupus, recordé esa contingencia de salir al mundo. Usé la metáfora de zarpar para explicarle que uno ignora el destino al soltar amarras. Que anticipamos vicisitudes y desvíos, que perdemos el candor y la templanza, pero lo que vale siempre y nos sostiene es la propia travesía.

El arranque de la vida profesional es un océano cubierto de niebla y sembrado de sargazos. Cuando mis colegas afirmaban con certeza qué iban a hacer de sus vidas, yo intuía que atrás de esa soberbia se ocultaba un impulso emulador o simplemente negación, como un oportuno mecanismo de defensa.

En mi caso, como el de esta frágil paciente, miraba a diestra y siniestra con recóndito temor de fracasar. Las voces de aliento servían tan sólo como palmadas huecas en la espalda. Sentía que, en el fondo, nadie podría compartir mi trance.

Hijo de psiquiatra, la sombra de mi padre se erguía amenazante sobre la senda. Algún maestro me ofreció orientarme por el sufrimiento emocional y lanzarme al estrellato. No le creí. Entonces no tenía escucha para las promesas. Otro me sirvió en bandeja la tarea magisterial, labrada en alabanzas y progenie académica. Pero no me sedujo, los enfermos y su dolor le dieron repetidamente sentido a mi vocación. Quizá fueron otros ecos, atávicos como el de John Berger, William Osler o Samuel Shem, los que delinearon mi paso, alejándome de mi padre y sus espectros.

Pero resulta insustancial: uno siempre se tropieza con Layo en la vereda. Así que escogí una figura célebre que lo remedaba en mi inconsciente. Aprendí la maravilla de desentrañar mensajes moleculares, que entonces sólo intuíamos al estimular artificios de células en fárrago. Al mismo tiempo, impuse la delicadeza a mi tacto, para recorrer la anatomía deforme de mis pacientes sin lastimarlos. La máxima de “primero no hacer daño” se hizo carne.

Con más recursos pero sin dinero, crucé el océano a fin de labrarme un futuro, intuyendo que esa presea – la que otorgan “allá en el rancho grande” – me daría la talla necesaria para mirar de frente a mis pares y maestros.

Ahí conocí la indiferencia y la mesura, obtuve compañeros que nunca serían amigos y probé la soledad en la intemperie y al calor del trabajo experimental, que exigía constancia como deuda perenne, antes que laudos o promesas.

Pese a mis escuetas incursiones sobre el diván, hasta entonces pude delinear mi pesquisa por una quimera, en brazos de una mujer exquisita que apenas emergía del nido. Su talle en una noche desdibujada por el alcohol y la risa, lejos de las miradas de nuestros colegas, su tenue suspiro ante mis caricias y una fugaz revelación que me mostró la sima de toda renuncia, del placer proscrito.

A la sazón no supe amalgamar los privilegios que se me ofrecieron; pudo más la rivalidad edípica que el narcisismo. Dejé suspensas oportunidades y me arrojé de bruces ante empresas que resultaron turbias por su demanda afectiva y en turno insustanciales. No obstante, el viejo mundo me volvió a dotar de una cultura y una perspectiva que dimensionaron mis alas e hicieron del abismo un mito hegeliano.

Tal como afirmara el poeta “amé y fui amado” pero en mi caso la cara se iluminó y también arrastró sus sombras. Aún hoy estoy cierto de que el momento más vital de un ser humano es bajo el deleite del orgasmo femenino. No hay entrega más perfecta en la naturaleza, anticipe o no la concepción. En reciprocidad, uno se legitima como hombre y puede recobrar la identidad – en tantas batallas cuestionada – durante aquella fugaz epifanía. Tan evanescente es nuestra incursión en lo que podríamos sospechar de eternidad.

El resto de nuestra existencia consiste en aventurarnos al exterior de la cueva para perseguir fantasmas o presas de sustento. Y en ese proceso nos mantenemos desatinadamente ciegos y en estado de alerta, mientras nuestras compañeras calientan el hogar y cultivan la progenie.

Decidí volver por razones encontradas: de un lado la necesidad de probarme y devolver tierra firme a los míos, y por otro, consciente de que mis alcances en otros pagos eran más ilusorios que asequibles.

Cuando uno habla de gratitud a sus mentores, se refiere a eso: una tenue franja entre el horizonte imaginario y la conquista de las propias aptitudes, el regocijo de alcanzar la playa en la tormenta, saberse por fin útil y escuchado.

Al despedir a mi atemorizada paciente, echo un vistazo a mis libros, a mi estetoscopio colgado sin esmero, a los objetos de arte que me veneran con cierta sorna y a la enorme piñanona que me abraza y me contiene.

Llegado hasta aquí, me congratulo. El camino me eligió a mí; Ítaca es una ilusión que nunca cesa.

PS. A la luz de la masacre que se vive en la Franja de Gaza desde hace más de 5 meses y que ha cercenado la vida de 13 mil niños, he leído el inspirador libro de Yossi Klein Halevi “Letters to my palestinian neighbor” (Harper Perennial, NY 2018) intentando comprender el conflicto histórico que subyace al territorio palestino e israelí. Ésta y otras lecturas afines nos deben mover a condenar esa invasión y pugnar por el retorno a la difícil convivencia entre dos pueblos hermanos, zanjados por un odio incomprensible.

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