Los anillos de Saturno

Los anillos de Saturno

Esa ojeada traviesa, inédita, fue su presentación. Reíamos en torno a una mesa, quizá unos veinte invitados, deglutiendo uvas para alcanzar las campanadas del nuevo año. Yo dejé caer las tres últimas con torpeza y, al levantar la cara por encima del borde, me encontré con su mirada oblicua, de modo que el tiempo quedó en suspenso. 

Nos habían sugerido cierta formalidad (al fin y al cabo era una reunión de trabajo) y ella vestía un traje sastre con una blusa de seda que dibujaba sus senos. Debo haber quedado boquiabierto y sonrojado ante sus ojos inquietos porque lanzó una carcajada mientras devoraba el resto de la fruta. 

En medio de los abrazos de nuestros colegas, me acerqué entre titubeos y le expresé que me cautivaba su sonrisa (no se me ocurrió otra cosa; estaba flotando entre nubes). Ella se presentó con mesura y me advirtió que no estaba sola. Como si no la hubiese oído y escudriñando en mi derredor, le ofrecí salir al aire frío para compartir una copa de champaña. Para mi sorpresa, accedió sin miramientos y brindamos a la luz de una noche oscura en la ciudad más improbable del mundo. La besé en la mejilla y prometí buscarla, por mar y tierra – así lo dije, embelesado – hasta que fuese mía. 

De nuevo, ella rió con sorna mientras se alejaba, dejando tras de sí su perfume y una perceptible sensación de apremio. 

No pude dormir esa noche pensando en qué malabares haría para conquistarla. Era psicóloga, responsable del reclutamiento de personal en otra empresa, así que urdí la treta para acudir a solicitar su ayuda psicoterapéutica; lo que entonces me pareció un pretexto lerdo pero justificado. 

Cuando entré a su cubículo, me quedé sin palabras. Estaba sentada en un sillón mullido, las piernas cruzadas bajo una falda plisada (de esas que fueron moda en mi juventud) y se había recogido el cabello atrás con una cola. Recuerdo que venía preparado con un monólogo acerca de mi soledad y las dificultades para encontrar pareja, pero su saludo exquisito me desarmó. 

​•​Pensé que serías de los que merodean a su presa. ¿Lobo o cordero? 

​•​Ni uno ni otro – respondí. – Quiero estar en tu vida, antes que en tu diván. 

​•​Pues tendrás que hacer un mejor esfuerzo – me dijo, burlona. – Ahora vete, que tengo pacientes que no me quitan el tiempo.

Creo que le guiñé un ojo, estupefacto como estaba, pero su amplia sonrisa me devolvió el aplomo, así que antes de salir le dije: -Mira, no sé qué elixir vertiste en mi copa la otra noche, pero estoy aquí por necesidad; no por embriaguez. 

Otra vez su risa dorada: – ¿A eso llamas una invitación? 

Me repuse de inmediato: – Ven a cenar conmigo; esta noche, mañana, todos los días. 

​•​Eres un huracán, Fred (primera vez que usó mi nombre con familiaridad). Déjame organizar mis horarios y, de verdad, mi paciente está por llegar. 

Nuestra primera cita fue en un restaurante italiano que supuse que brindaría algo de intimidad sin resultar pedestre. Estábamos tan ansiosos por saber uno del otro, que olvidamos ordenar la comida. La mesera acudió por tercera vez para rellenar nuestras copas e insinuar que cerrarían el local en breve. Traía consigo una burrata para otros comensales y le pedí con desinterés que nos sirviera lo mismo. La mitad del platillo quedó intacto mientras afianzábamos el encuentro e hilábamos recuerdos como advertencias. 

Cuando por fin nos corrieron del restaurante, le ayudé a ponerse su abrigo y le pedí un beso, con cierto candor, tal vez arrogante o envalentonado, que sé yo. Me miró como quien descubre a un niño a punto de hacer una rabieta y me acercó la cara con la boca entreabierta. Como es más bajita, me incliné ceremoniosamente y la tomé de la cintura. No recuerdo cuanto duró ese roce épico de nuestros labios, pero lo saboreé por horas después de verla partir. 

Desde entonces la he llamado no menos de cinco veces por día, filtrando mi impertinencia entre sus sesiones o sus horas quietas. El dichoso elixir parece haberme quitado el sentido común y a cambio me ha devuelto un arrebato que creía olvidado.

Hace una semana le regalé el libro icónico de W.G. Sebald que relata su travesía por la costa de Inglaterra, entre remembranzas y apuntes históricos. Cuando lo leí hace casi tres lustros, me cautivó el título y me prometí algún día compartirlo con mi compañera de viaje. Habiendo cumplido el conjuro, les ofrezco aquí una imagen de ese sugerente texto para empezar un año venturoso: 

El narrador se embarca en un periplo por Suffolk en la costa de East Anglia. Escribe a partir de su alta de un hospital psiquiátrico donde cayó con una profunda depresión y, en cierto modo, éste es un viaje para recuperar el horizonte perdido. Su interés ancla en la figura de Thomas Browne, un médico y escritor del siglo XVII quien esbozó la teoría de que el conocimiento verdadero es inaccesible a los seres humanos porque nunca podremos alcanzar la esencia de los fenómenos naturales. 

El paisaje en su derredor ha cambiado desde su tierna memoria tras la Primera Guerra Mundial. Los pueblos a su paso se ven vacíos, desprovistos del bullicio que él recordaba. Su primera parada en tren es en Somerleyton Hall, una elegante propiedad que ahora está derruida. El jardinero a cargo le relata que dos aeroplanos estadounidenses cayeron en el estanque cercano durante la batalla aérea contra la Luftwaffe. El declive de las residencias mientras prosigue su camino es notorio y resiente cómo la vida y las actividades sociales de otrora parecen suspendidas en el tiempo. Será que la gente, estos habitantes anónimos, entienden de verdad la devastación física y moral que acarrea la guerra? 

En Southwold, más adelante, se adentra en el archivo fotográfico de la Gran Guerra que le reitera la erosión del paisaje y la melancolía que aquellos conflictos sucesivos han dejado en la costa británica, empezando por la invasión holandesa de 1672 (la llamada ”Derde Engelse Zeeoorlog”). Ahí atestigua un documental sobre Roger Casement (1864–1916), que fue colgado por traición durante la rebelión irlandesa de Pascua en 1916. (Inevitablemente, yo evoco aquí el insigne poema de William Butler Yeats que pueden leer al final de este escrito). 

En su momento, durante la expoliación del Congo belga, Casement trabó amistad con Joseph Conrad, autor de “Heart of Darkness” (1899), quien también fue retratado con lucidez por Mario Vargas Llosa en su novela “El sueño del celta” (2010). Mediante tal recuento, nuestro narrador alude a su viaje a Bélgica para visitar el monumento a la Batalla de Waterloo y, como sentenciara el mismo Browne, se percata de que es imposible entender a fondo un suceso histórico sin haberlo vivido en carne propia.

La perspectiva del puente de Dunwich lo hace pensar en el tren oriental que alguna vez lo cruzara. Construido por el emperador de China, divaga acerca del auge y caída de aquel imperio distante y las manipulaciones de la Emperatriz Tz’u-hsi, de su supuesto envenenamiento y el golpe militar que la destronó. 

Prosiguiendo con su viaje, el narrador encuentra a un artesano que lleva veinte años construyendo un modelo del templo de Jerusalén. Visita las iglesias cercanas en un intento de comprender la naturaleza mística de los habitantes que ha conocido y, por fin, al concluir esta peculiar travesía, evoca la industria de la seda que ennobleció al imperio milenario del Lejano Oriente. Los gusanos de seda fueron sustraídos de su hábitat para convertirlos en recursos utilitarios que impactaron comunidades muy diversas, sobre todo mediante distinciones de clase y poder. Es así como la historia refleja la veleidad y las diferencias sociales, el insondable carácter de cada cultura, nos reitera el autor.

Hasta aquí el resumen de ese magnífico libro, que mucho les recomiendo.

Esta mañana Veronika duerme mientras escribo; parece como si se meciera en sueños bajo el murmullo del oleaje en la playa vecina y yo, absorto, la miro de vez en vez, atento a mis movimientos para no despertarla. Me gusta contemplarla así: el cabello revuelto, el rostro de niña, imperturbable, ajena a las horas y al gorjeo de las aves diurnas. En tanto, los anillos de Saturno gravitan en nuestro entorno, iluminando cada pasión, cada dejo de ternura que acaso develamos sin conocerlos a fondo. 

https://www.poetryfoundation.org/articles/70114/william-butler-yeats-easter-1916

Otra oleada

Otra oleada

When I cannot see words curling like rings of smoke round me I am in darknessI am nothing. (Virginia Woolf, The Waves)

El teléfono repicó varias veces desgarrando el silencio del departamento. Atrás quedaron los desvelos y los sinsabores de las últimas semanas, de suerte que Michel camina sereno hacia el hospital. La calle apenas se puebla de vendedores advenedizos que colocan con desgano las varillas y estantes para vender sus frituras. 

​•​Comida chatarra – piensa. – ¡Que metafórico! 

A su paso, los primeros transeúntes se forman para esperar el autobús. Caras largas, tapabocas mal colocados y la misma indiferencia. 

​•​El frío y la humedad – se dice al observarlos; – condiciones ideales para este bicho que no da tregua. 

Nadie parece advertir su presencia, como un fantasma en medio del anonimato. A la distancia, ruido incesante de motocicletas y los frenos agudos de un camión de basura, con su carga desbordada de hombres y costales. 

Al acceder al nosocomio, le sorprende la actitud pasiva del guardia que se dedica a tomar la temperatura de quienes llegan a visitar de lejos a sus enfermos. Todo resulta tan fútil. Las medidas de seguridad se antojan insuficientes para frenar esta andanada de contagios. De nueva cuenta caen los infectados como fichas de dominó, duplicándose las cifras a un paso vertiginoso. Basta una tos a las espaldas para que los que están cerca salten aterrorizados. La paranoia ha vuelto a inundar todos lo confines. 

El ascensor semeja un sepulcro, nadie se saluda por miedo a emitir o recibir partículas virales. Una mujer añosa es la única que profiere los buenos días por lo bajo, sin mirar a nadie. Los botones son presionados con teléfonos o codos como si estuvieran impregnados de ántrax. 

​•​Dos años y la gente no ha entendido – piensa, aunque se pregunta al tiempo si esta actitud obsesiva servirá de algo. 

La sala de Terapia Intensiva sigue envuelta en el ajetreo habitual, sólo interrumpido por los monitores y las órdenes perentorias. No hay sonrisas ni tempo para ello. 

Enfermeras van y vienen, ataviadas con sus escafandras y trajes azules. Se distinguen por un letrero en el pecho: Samia, Valérie, Lizette, Cédric, Dolores…Han olvidado sus facciones por debajo de los ojos fatigados y expectantes. 

Al recorrer los cubículos, como peceras tecnológicas donde yacen los enfermos, se detiene abruptamente. Un paciente con los puños crispados, enchufado a un ventilador que le suple la vida, le resulta familiar. Puede sentir su angustia, su feroz declive hacia la muerte.

La semejanza consigo es pasmosa, excepto por la barba rala que cubre su rostro contrito. Justo en ese momento, irrumpen dos enfermeras y el médico de guardia. La saturación de oxígeno ha caído de nuevo y las aminas no remontan su presión sistémica. Un lenguaje arcano que solamente disciernen los doctores; como él – ahora que lo escucha -, cuando estaba en funciones.

​•​¿Acaso es que ese miserable soy yo mismo? – se pregunta. 

La respuesta no tarda en producirse, cuando su colega Catherine – con quien tuvo un breve affaire hace dos años – solloza a mares mientras trata de reanimarlo. Los demás observan de brazos caídos, conscientes de que todo está perdido. Obstinada, una línea isoeléctrica, pese a las descargas sucesivas del desfibrilador, traduce la inutilidad de los esfuerzos de resucitación.

Justo en el momento en que se da por vencido el equipo, aparecen en su derredor numerosas almas en pena. El albañil diabético que acudió con los pulmones roídos, en un espasmo súbito del que cayó fulminado antes de que pudieran intubarlo. La enfermera Natalie – compañera de batalla- que contrajo la infección pese a estar vacunada y, al ser portadora de una leucemia todavía incipiente, murió un mes después sin recobrar la conciencia. El predicador que denunció las vacunas como una herramienta del diablo y a quien el COVID-19 atravesó de lado a lado como un relámpago. Los esposos que fallecieron en cubículos contiguos, ajenos al predicamento de sus siete hijos que los esperaban ansiosos fuera de la clínica, noche tras noche durante trece jornadas. 

​•​¡Doctor! – le dice una mujer envuelta en una sábana ensangrentada y con el gesto compungido. 

​•​¡Ah! ¿Qué puede usted verme? – replica Michel, abrumado de tantas sorpresas. 

​•​Por supuesto. Usted intentó salvarme…vea, mire los orificios del catéter subclavio y las numerosas heridas para tomar mis gases arteriales. No tengo incisivos (muestra la boca desdentada) debido a la intubación precipitada que usted hizo.

Michel no atina sino a callar y avergonzarse por tanta iatrogenia. 

​•​La verdad es que…

​•​Lo entiendo, no se preocupe – prosigue la muerta. – Está claro que ustedes hacen lo que pueden en condiciones de miseria. Pero, ¿porqué no pertrecharse de nuevo si anticipaban otra oleada, otro invierno de pandemia?  

​•​Tal vez la ingenuidad y una especie de abulia nos condujo hasta este punto – se atreve a sugerir. 

Tal versión de su negligencia parece molestar a su interlocutora, que desaparece del plano etéreo donde dialogan. 

Solo ante la muerte – la propia y todas aquellas que pesan sobre sus hombros – cabila en torno a aquellos años donde la formación lo endureció y le permitió bregar en aguas cada vez más profundas. 

El Instituto fue su crisol, donde los conocimientos recogidos en fragmentos durante los semestres universitarios se decantaron y adquirieron forma y sentido. Por aquellos tiempos, la práctica de la Medicina era contundente, podria decirse que incluso cruel: amputaciones a destajo, sondas de Blakemore atadas con poleas, catéteres de Tenckoff, la anestesia y la indolencia estrictamente necesarias.

Allí, cuatro décadas atrás conoció otra epidemia, marcada por prejuicios, desconocimiento y una profunda intolerancia social hacia las diferencias. Deambulando entre los caídos y los moribundos – que le guiñan un ojo en anticipación – recuerda el diálogo con su primer paciente invadido por lo que entonces se llamó “la linfadenopatía del homosexual”. 

Era un hombre de unos 60 años, otrora chef en hoteles de lujo, que había perdido su escasa fortuna en viajes y dispendios para sus amantes. Ligero de equipaje, nunca dejó de sonreír por encima de su piocha encanecida con sobrado desparpajo. 

Se mezcló entrañablemente con los otros enfermos de las salas contiguas, al grado de organizar partidas de dominó y barajas todas las tardes desafiando el orden que las enfermeras trataban de imponer. Obreros, desempleados, campesinos y hombretones venidos a menos aprendieron a respetarlo y agradecerle su jovialidad. 

​•​Hola, doctorcito, ¿ya viene a tomarme sangre de nuevo? 

​•​Sí, Jacques, tiene usted tres gérmenes distintos que lo están consumiendo. Debería ser más prudente y seguir mis indicaciones. 

​•​Con todo respeto (notorio sarcasmo), yo le doblo la edad, pero aquí soy su paciente; ni hablar. 

Ese tenor de intercambios se repetía jornada tras jornada, sin que el paciente mostrara una mejoría halagüeña. Lo más que se consiguió fue atenuar la fiebre y la tos.

Al cabo de dos semanas (las hospitalizaciones en aquellos ayeres solían ser acomodaticias), le ofreció egresarlo con el “beneficio de la mejoría”, que equivale a no ofrecer garantía alguna. 

Monsieur Jacques se enfundó su traje a rayas, se peinó y enchinó las pestañas, y así, rodeado de abrazos efusivos, se despidió del galeno. 

​•​Te debo más que la vida, Michel. Me has restituido la confianza en la humanidad. Ven por mi taller algún día de estos, para regalarte algo para tu esposa. À toute à l’heure! 

El joven doctor optó por extender la mano con cordialidad y desearle suerte, a sabiendas de que todo esfuerzo adicional habría resultado inútil. 

Un mes después, acudió al taller en el corazón del Barrio Latino; la puerta entreabierta y un olor distintivo a madera y diluyentes lo esperaban. Jacques lo recibió sentado, con el rostro visiblemente demacrado y con marcas de Kaposi en ambas sienes. 

​•​Viniste, doctorcito! Pensé que lo habías tomado a la ligera. 

​•​Lamento verte así, Jacques – devolvió él, titubeante. 

​•​No pasa nada, mi amigo. La vida es una peculiar travesía entre el amor y la muerte. 

​•​Mmmm – susurró Michel. 

​•​Cómo te prometí, tengo este collar para tu mujer. Está embarazada, ¿verdad? 

​•​Sí, nuestro segundo hijo nace en Julio próximo. 

​•​Pues cántale la Marsellesa, para que sepa de mi, ¿de acuerdo? 

Ese fue su último encuentro, por demás venturoso y reparador. Con el sabor de muerte recién adquirido en la boca, Michel otea a ambos lados de su volátil perspectiva y reconoce que, más allá de las epidemias y la fragilidad humana, queda la amistad, ese recuerdo grato, entrañable de los otros. 

Indignación

Indignación

Me distraigo del quehacer literario para compartirles una reflexión en torno al ejercicio de la Medicina en nuestro polarizado país. 

Desde luego, no se trata de un fenómeno ubicuo, pero es inquietante constatar que se ejercen acciones clínicas con poco juicio o empleando recursos anacrónicos y de dudosa eficacia. 

Citaré tres ejemplos, entre otros muchos que llegan a mi práctica cotidiana. 

Aurora, una paciente joven que atraviesa por un periodo de incertidumbre en su vida profesional, acudió a una cita obligada en una clínica de la seguridad social a fin de obtener medicamentos e incapacidad necesarios para acreditarlo en su trabajo. El trámite es habitual y reviste el engorroso laberinto de la burocracia institucional que tanto ha lacerado a quienes menos tienen por décadas. La escena no me sorprende, porque no es la última ni la más reciente. La doctora en turno recibe a mi paciente con un dejo de desprecio ostensible no bien se sienta ante ella. Las preguntas son airadas y secas, carentes de empatía alguna para quien sufre un padecimiento crónico. 

• Y qué, ¿porqué quieres más incapacidad? (no hay deferencia o respeto alguno, la tutea de inmediato para imponer su “autoridad”). 

• Es que no me he sentido bien, me duele el cuerpo y me cuesta trabajo hacer mis labores – responde la enferma, intimidada.

• Pues yo te veo bien, se me hace que finges. ¿A poco no?

• No, doctora, créame – las lágrimas ruedan por las mejillas, presa de impotencia. 

• Siempre el mismo cuento. Y aquí no me vengas a llorar, porque te vas sin el permiso, eh? 

En ningún momento un gesto de cordialidad, un mínimo interés en el diagnóstico y sus vericuetos, una palabra de aliento. Nada. 

Cuando Aurora me lo relató, pensé en la misoginia que he atestiguado a lo largo de mi experiencia en algunas colegas. ¿Qué las mueve a despreciar a las enfermas de su mismo género? Verán en ellas un reflejo de la vulnerabilidad que han tenido que superar a golpes en un mundo sobradamente machista? Será acaso una contratransferencia vindicativa? 

No pretendo generalizar, pero me parece que hace falta mucho análisis y reflexión en la formación de posgrado para crear médicos (tanto mujeres como hombres) que entiendan el sufrimiento del prójimo como un proceso que requiere empatía, observación, conocimiento al día y, ante todo, respeto. De otra manera, cualquier intervención está destinada a lastimar antes que mitigar el dolor, sea éste físico o anímico. 

El siguiente caso es el de un adolescente tardío quien viene acompañado de sus padres, visiblemente compungidos. Se mudaron hace unos meses a Tucson, Arizona buscando mejores praderas. El chico sufre de dolores crónicos que, de manera incidental, parecen haberse agudizado con el exilio. Es un chico taciturno, que mira a su alrededor con timidez y, si bien asoma vello denso en la cara, se comporta con un niño acomplejado. Como si hubiese acudido a la fuerza, algo fácil de constatar dada la multitud de sobres de estudios previos que carga su padre. La distribución de mis sillas hace que Benjamín quede frente a mi, la madre parcialmente oculta por la pantalla de mi computadora y el padre al fondo, expectante. 

Me relatan al alimón la odisea que ha seguido este joven en ambos países. Exámenes de sangre cada dos semanas, estudios de gabinete al por mayor (desde encefalogramas, electromiografías hasta resonancias de cerebro y esqueleto axial) seguidos de todo género de medicamentos analgésicos, relajantes y antineuríticos. 

Para colmo, los padres lo llevaron con dos neurólogos en Alburquerque y Phoenix que los trataron con displicencia propia de esa Medicina que sospecha de todo y que además los increparon por no haber consultado a un psiquiatra para su hijo “hipocondríaco”.

De nuevo en México, la familia continuó su tragedia hasta que, saturado de efectos farmacológicos y fracasos terapéuticos, tocaron a mi puerta con el muchacho a cuestas. 

Lo primero que llamó mi atención fue la falta de resonancia afectiva que advertí en este paciente. Estará cansado de tantas consultas infructuosas? Será un rasgo de carácter? – me pregunté en silencio. 

Se sorprendió cuando lo interrogué directamente, obviando el relato iterativo de sus padres. Con respuestas entrecortadas y volteando de forma constante hacia su madre, me contó una historia trágica de quien ha sufrido las vejaciones y el desdén de incontables médicos. Su voz se tornó en sollozo cuando le expresé que entendía su sufrimiento y lamentaba la falta de consideración que mis colegas habían mostrado hacia sus síntomas. Sugerí que no necesitaba más estudios por el momento y que, tras ofrecer un par de fármacos neutrales, me gustaría conocerlo mejor como paciente y verlo de nuevo en una semana, de preferencia solo, para explorar otras vertientes.

Esa primera consulta bastó para abrir una brecha de confianza, no pretendo más. La histeria o los trastornos psicosomáticos son tan dignos de una investigación congruente y detallada como la hiperglucemia o la insuficiencia renal. Si queremos cumplir con nuestro compromiso terapéutico, el silencio y la escucha respetuosa son el mejor aliado para no actuar precipitadamente y sin tino alguno.

El tercer ejemplo es el de una paciente, Chantal, que padece artritis reumatoide de inicio reciente. Visita, por recomendación de una amiga, a una colega de mediana edad quien confirma el diagnóstico y, sin indagar sus motivaciones inconscientes o su historia emocional, le receta fármacos inútiles y antiguos (pasando por alto la utilidad de la Terapia Biológica). No sólo eso, sino que le insiste en que no podrá tener hijos debido a su enfermedad. Chantal sale devastada de tal consulta pero entiende, porque su hermana mayor también sufre de artritis, que debe adherirse al tratamiento y aceptar con profundo dolor el dictamen de su infertilidad. 

¿Con qué derecho un galeno se atreve a formular decisiones que afectan el destino de sus pacientes sin conocerlos? Sin calcular con elemental juicio de realidad las implicaciones que tienen sus palabras y sus dictados. 

Quizá ustedes – como yo – habrán recalado en su falta de actualización por prescribir medicamentos que han sido superados en efectividad y valor científico, pero me parece que lo más grave es asegurar una fatalidad que marca a un ser humano desvalido y anhelante, que le resta poder sobre su propia vida y que la obliga a resignarse como si no hubiese futuro ni restitución. 

Estas tres viñetas nos exigen como pacientes, a la vez que nos exponen como gremio médico. Un individuo que ejerce la Medicina en el siglo XXI está obligado a actualizarse, a mantener al día los avances de su especialidad, a evaluar con juicio crítico las investigaciones pertinentes a su práctica y a saberse apoyar por colegas con más experiencia e incluso más jóvenes que tengan información más confiable en todo momento. 

La Medicina combina, como pocas τέχνης del esfuerzo humano, la ciencia y el arte. Como tal, debe amalgamar el conocimiento científico acumulado, probado y actual, junto con el afecto, el respeto y la reflexión más profunda acerca de los avatares del alma. Lo demás, es engreimiento e ignorancia, los peores pecados de quienes juramos “primero no hacer daño”.

Oda a la languidez

Oda a la languidez

La playa está desierta y desde el horizonte amenaza un vendaval. Varios pescadores la observan con recelo mientras atan sus lanchas en el vaivén del oleaje; Leonora pasa de largo sin advertirlo, ensimismada con sus propios demonios. Atrás quedaron los días de lucha, pero todavía retumba el fragor de alguna batalla en sus sienes. Se palpa el vientre hinchado y calcula las semanas que restan por parir, sopesando el embrión que lleva dentro y la tensión entre sus glúteos. No ha sido feliz, por más que intente convencerse; tan sólo preñada de deseo y de incertidumbre. 

Su esposo hace lo que puede para alimentarlos a ella y a su primogénito en ese puerto anodino, donde siempre será una extraña. Leonora contribuye dando clases, vendiendo repostería, ofreciéndose en la clínica como auxiliar o secretaria; pero su existencia es frugal y Eduardo parece acomodarse a ese ambiente de privaciones.

Es alta y esbelta, de piernas largas y senos pequeños a pesar del embarazo. Camina con firmeza, hundiendo los pies en la arena húmeda como si quisiera sepultar su rabia con cada zancada. Cuando aceptó ser la mujer de ese joven constructor todo eran albricias; ahora se debate entre el arrepentimiento y la venganza. 

Su nutrida melena parda se revuelve con el viento vespertino y decide, harta de su conmiseración, entrar a un café y sentarse frente a la ventana. Un par de comensales la saludan por lo bajo, suspicaces de una mujer sin compañía en estos arrabales. 

Ante la taza humeante, se permite llorar por primera vez en varios meses; los abandonos precoces son como una herida que nunca cierra, se repite. Ya no buscará más a su padre, ese hombre robusto y evasivo que no la supo cuidar, mucho menos retenerla o hacerla parte de su vida. Se enjuga las lágrimas y vuelve a endurecerse, reajustando su determinación y lo que resta del día. Eduardo estará llegando a casa y la abuela habrá dormido al niño, pero ella intuye que su destino yace en otra parte y pondera las opciones.

La tarde de ensombrece y los silencios campean. Ahí sola frente a sus rumores de tiempo, Leonora decide abandonarlo; no logrará jamás sacarlo de aquel marasmo. Paga la cuenta y sale de cara a la ventisca para confrontar a su amante. Una llovizna tenue empaña la acera, los muros salitrosos, su frente y la noche. 

Él es un hombre mayor, de escaso cabello y mejillas flácidas, que mira desapercibidamente el ocaso desde esa veranda con polilla de años. El habano entre sus dedos está por acabarse y su aroma inunda la calle cuando arriba Leonora, solícita y a hurtadillas. Carlos se incorpora, la besa largamente y le pide que se quede, que no sabe más estar sin ella. Su erección incipiente la retiene, pese a que el hombre sólo conoce el presente y le ha vetado las promesas. 

Ebrios de amor, arrojan la ropa en torno a la cama y dejan que el sudor se mezcle con la oscuridad y el arrebato. Ella se monta a horcajadas para saborear el orgasmo, mientras Carlos la mira, a su ritmo, para grabarse esa imagen de placer que instaura un territorio. Cuenta sus lunares, dibuja sus pestañas y es, por un momento, el escultor recurrente de sus labios y sus senos. 

En la penumbra que ahora percibe acaso más ajena, saciada y contrita, Leonora se sumerge en una inquietud que la abrasa. Lo fustiga para que se comprometa y la lleve lejos, donde el mar no erosione esta pasión tan dispareja. Él la observa y se pregunta si todo es un señuelo, una sórdida oportunidad para eludir la muerte. El cáncer roe sus pulmones y no se atreve a admitir otra derrota; la última, definitiva.

Bañada en lágrimas, ella le propina una bofetada, esperando que se irrite, que reaccione. Pero su amante, quien alguna vez apeló a la ternura con cierta lucidez, se encoge de hombros y la deja ir, rasgando la penumbra con su furia. 

Una cortina de sal arremete cuando abre la ventana y ahoga el grito que la traería de vuelta. Carlos se advierte impotente en su agonía, observando cómo se aleja, imperturbable, y él mismo se confunde – ahora sí – con esos marineros que esperan, con afanosa paciencia, a que pase la tormenta. Más acá del mar embravecido, anónima entre los transeúntes que corren a guarecerse del ciclón, Leonora se recompone y marcha a rescatar a sus hijos. Ningún hombre vale la pena ni merece su despojo. Mientras camina, resuelta e impávida ante el miedo que pulula en su derredor, puede sentir ese calor efímero entre las piernas, una gravidez que la hace más fuerte, más mujer a cada paso.

Es Día de muertos y las calles del mísero puerto se visten de Zempasúchil. Camina absorta en sus inquietudes, ajena a las miradas y al susurro del viento. Abordará el primer tren hacia la capital, con su atado de ropa y dos manojos de dinero que le permitan sacudirse este destino. 

La estación le resulta más sombría que nunca; una mujer sola puede interpretarse como un objeto abandonado entre los migrantes y los oportunistas. Gallarda y en tono desafiante, aborda el transporte eludiendo el contacto forzado con otros cuerpos. Por fortuna, a su lado se sienta una mujer añosa y maloliente que custodia a su hijo en el asiento contiguo. Mejor aún. Así podrá evitar toda conversación nimia durante el trayecto de varias horas. 

El paisaje es agreste, con el verdor en contraste que ha dejado la temporada de huracanes. Aquí y allá los caseríos se suceden; habitantes como fantasmas, perros y caballos macilentos decorando las veredas. Ella nunca se habituó a la pobreza que la rodeaba, quizá eso la alejó definitivamente de Eduardo, de su mundo irreparable. 

Llora en silencio, enjugando las lagrimas contra el cristal para no ser advertida en su melancolía. No tendría nada que explicar, salvo esta soledad que ahora la acompaña. Se toca suavemente el vientre para sentir alivio, su vástago será quien abra el horizonte, se dice entre dientes y, por primera vez en largos años, experimenta una sensación de consuelo, si no de dicha todavía. 

Al llegar a la gran ciudad buscará a Rufina, la matrona de la casa de citas donde habitó con su madre. Fue en su momento una suerte de abuela, generosa y risueña, que le evitaba el contacto con toda esa cuadrilla de hombres que entraban y salían de aquellas habitaciones mal iluminadas donde la desnudez y el tufo de alcohol eran la norma.

Ella era una más de los niños que dormían en el traspatio, a quienes dejó de ver a cuentagotas; unos porqué huyeron de esa vida licenciosa, otros porque prefirieron la calle al desprecio, la lujuria o la violencia, y ella, aterrada, porque recibió una educación precaria en el internado de Nuestra Señora de la Asunción, donde cohabitó como una huérfana más, sin prejuicios ni favoritismos. 

Eso y la generosidad ocasional de Rufina, la salvaron del abismo. Esta noche le ofrecerá su ayuda en retribución, aunque no podrá ocultarle que más bien necesita de un refugio y la confianza para empezar de nuevo. Con esos pensamientos la vence la fatiga, y atenazando los bultos contra su vientre hinchado, se deja arrastrar hasta un sueño ligero, el único admisible para quien sobrevive al borde del deseo.