Lugares comunes

Lugares comunes

El reciente refrendo del populismo en Argentina – e insertos en una variante con sus propios matices – nos obliga a reflexionar en torno a la reinvindicación de los movimientos de masas y la autarquía en países que consideramos cultos y dignos de una herencia democrática. No se diga el decantado de gobiernos con tintes vindicativos como los que hemos visto sucederse en Hispanoamérica. Tal parece que la máxima de “el hombre es el lobo del hombre” requiere de una cohorte de ovejas para entronizarse.

Como tantos otros apóstatas del determinismo, coincido en que los tiranos no son pocos y constituyen una amenaza para todas las sociedades modernas, más aún para los países débiles o aquellos que dependen económicamente de algún imperio.

Donde no concuerdo es en esa pretendida suposición de que el encumbramiento de los dictadorzuelos es un fenómeno contradictorio, como una maldición, algo ajeno a los anhelos democráticos de la mayoría. Me parece en cambio que la tiranía y el populismo son resultado natural del descontento popular, del hartazgo social ante la clase dominante (que se vanagloria en el Olimpo), oportunamente amalgamado por un líder carismático; the right one at the right time. Baste recordar a Elías Canetti con aquella brillante caracterización psicosocial publicada en 1960, “Masse und Macht”.

El ejemplo obvio fue el ascenso de Trump, cuyo apellido significa indistintamente triunfo o pedo. Un billonario estridente, fanfarrón y misógino que se jacta de no respetar a ninguna autoridad más que a sí mismo. Que escoge mujeres como si fuesen objetos de cambio, a quienes denigra o desecha. Que produce su propio show de televisión, cínico y reaccionario; y que se aloja en su torre de marfil en la capital del Imperio moderno, Midtown Manhattan o en los meandros de sus propiedades en Florida, donde el FBI toca la puerta con sobrados titubeos.

Durante su campaña dedicó todos sus recursos y energía a descalificar a sus contrincantes; por ineficientes, por inocuos, acusándolos de lacayos del sistema o de pusilánimes ante las amenazas – en su mayoría ficticias y exageradas – que se yerguen contra su país. El Estado Islámico tanto como los inmigrantes que roban y asesinan, la usurpación de puestos de trabajo tanto como la avaricia de la industria china, los tratados económicos a la par con el terrorismo internacional.

Poco a poco, su discurso aglutinó la inconformidad con la paranoia, y la percepción de que un santuario a prueba de toda inestabilidad no sólo es deseable, sino que es genuinamente posible. En pocas palabras, el ideal se transforma en cumplimiento de deseo. Lo único que se antepone es refrendarlo, votar por él, elegirlo no obstante sus diatribas y disparates. El mesías económico, el que devolverá a sus paisanos la titularidad y el respeto que merecen. Estamos ante su segunda venida?

Hemos escuchado repetidamente que Trump no ganó el voto popular, que fue el sistema anómalo de votos electorales lo que le permitió hacerse con la presidencia. Por el contario, ganó con toda la fuerza y el estrépito que le proveyeron la prensa y la televisión, con el refrendo de sus compromisarios que lo alababan en letreros, símbolos, gorras y camisetas. Make America great again no fue sólo un eslogan, fue la causa y el motivo, la voz que se gritaba y se susurraba, la que se temía pero a la vez se deseaba sin objeciones.

Me parece además que es una trampa necia querer asimilar a este déspota y a sus sucédanos en América Latina con Hitler, Putin, Stalin o Nerón, para fines prácticos. Lo único que tienen en común es la autocracia, pero se entronizaron en circunstancias sociales y épocas muy distintas. Los dos primeros aupados por sus partidos para erigirse en salvadores – del sometimiento o la confusión política -, pero ante todo pertrechados por guardias pretorianas que garantizaron su ascenso. Parecido a Tiberio Claudio Nerón quizá, salvo por las manos sucias de Agripina y la conflagración de Gaio Ofonio Tigellino.

Lo más perturbador, para quienes vivimos a la sombra del Imperio – además de sabernos beneficiados por los gobiernos republicanos como paradoja política – es que Donald Trump va a la cabeza de las primarias de cara a las elecciones del 5 de noviembre de 2024. Mientras escribo esto, constato que tiene 63 delegados frente a 17 de Nikki Haley, otra vocera del conservadurismo más abyecto. Dado que Joe Biden no ha logrado aglutinar la popularidad ni de sus propios acólitos, el panorama pinta sombrío.

Es verdad que hay lugares comunes, pero lo más constante es la necesidad de las masas por verse legitimadas y arrastradas en un clamor unísono. Los convoco a pensar en los rallies republicanos tanto como en las arengas de Nuremberg o las adoraciones públicas de los líderes religiosos. Dentro de la masa, parafraseando a Canetti, las personas no son adversarios o entes distintos, que privatizan su espacio en relación al otro. Se constituyen inconscientemente en aliados – motivados por la música, el color y los símbolos de pertenencia – cuyas emociones se dirigen y descargan contra un enemigo común. Como omnívoros, carnívoros deseantes, los seres humanos queremos devorar, destrozar, comernos al que se nos opone, insiste Canetti. Los dientes son un arquetipo de poder y sus atributos – la mordida, la gesticulación y la mandíbula apretada – son la metáfora actuante del orden y el dominio.

Más que un antídoto para combatir nuestros temores y aislamiento, la masa es una poderosa fuerza ecualizadora y reivindicativa.

El insigne autor alemán, también Premio Nobel, formula cuatro atributos propios de las masas. A saber:

• 1. La masa necesita crecer. Carece de límites naturales y propugna por su expansión y proselitismo.

• 2. Dentro de la masa hay igualdad. Las diferencias individuales se diluyen. De hecho todas las teorías democráticas y de justicia, a que tanto apelamos, derivan de la experiencia masiva y su legitimación.

• 3. La masa venera la densidad. Nunca es suficiente, nada la divide, mientras más espesa se percibe más vigorosa y opulenta.

• 4. La multitud necesita una directriz. Está en movimiento y requiere descargar su potencial en alguna dirección. Si tal vector se dirige en contra de un enemigo virtual o construido, la masa responde como un todo, sin chistar, sin recular.

Podemos suponer que los líderes no necesariamente conocen estas variantes psicodinámicas, pero sus ideólogos las ven, las intuyen y las instrumentan. Piensen en Joseph Goebbels, Georgy Aleksandrov o, para aterrizar en nuestro tiempo, en Steve Bannon, el más cercano asesor de Trump, ahora depuesto y con el rabo entre las piernas.

El temor que despertó en los cinco continentes este inicuo hombre de negocios armado con misiles nucleares; como su contraparte en el Kremlin, repulsivos gobernantes que despiertan atravesado por delirios paranoicos, ratifica la poca fe que nos adjudicamos los ciudadanos como individuos pensantes, acaso capaces de decidir qué nos conviene para ocupar las casas de gobierno.

Es difícil postular en este momento si tales personajes como Javier Milei, Marine Le Pen, Geert Wilders o el mismo Trump se perderán en las aguas revueltas de su propia demencia racista. Me temo que vendrán otros – siempre – que sepan apelar a la rabia inconsciente que yace en todo sujeto cuando no está satisfecho.

Un fantasma recorre el mundo: la ignorancia…y cabalga sobre el corcel de la manipulación mediática. Contrario a lo que dicta nuestra ingenuidad, el populismo no será derrotado por los hechos o el retorno triunfante de la democracia. En cada hombre y mujer está el sueño, el ideal de verse perennemente ahíto. ¿Porqué habríamos de rechazar las gratificaciones y las promesas, cuando nos devuelven a ese estado de goce donde todo nos habría sido dado?

Lo trivial y lo trascendente

Lo trivial y lo trascendente

Es un día cualquiera en esta ciudad sin orden. Mientras desciendo hacia la avenida principal, un autobús con gente colgando de sus puertas, se abalanza contra los autos que le impiden el paso. Alguien saldrá herido – pienso -; para mi sorpresa, las piezas se acomodan y el flujo de tráfico sigue su curso aglomerado.

Hay charcos y basura por doquier, los peatones corren para eludirlos y no empezar la mañana ensopados y maledicientes.

Un guardia mal encarado me cede el paso al tiempo que pasan zumbando dos camionetas, la segunda a escasos metros, custodios del atropello, sin duda. La fila de coches con luces intermitentes estorba el paso, pero asumimos la regla de tomar nuestro lugar en la procesión. No obstante, siempre acude un vivales que salta el acuerdo, a sabiendas de que está violando el derecho de los otros. En un país donde se pondera el revanchismo, ésa es la norma, no la excepción.

Con tales pensamientos, esquivo varios taxis y transeúntes que me salen al paso, sin advertencia, justificados y cegados por la prisa. Afortunadamente, las notas de la Kreisleriana de Schumann no se agolpan tanto en el caparazón que me traslada, y puedo reducir la velocidad para atestiguar cómo el mundo se tropieza en mi entorno.

Del otro lado del camino, los bocinazos preceden a una hilera de coches que sortean un accidente. Los conductores están al pie de sus autos, discutiendo incongruencias y atados a sus móviles, llamando entre gesticulaciones vanas al destino. Tardarán horas en resolver el litigio, ya se sabe. Entretanto, el cúmulo de coches se agolpa y el ruido va in crescendo.

Aquí entro al hospital, como un remanso. El estacionamiento ya está ocupado a medias; colegas tempraneros y familiares que pernoctan, enfermeras o personal que se despereza con el café obligado y el pan dulce.

Me acerco al ascensor y antes de acceder del todo me alcanza una pareja que corre como si éste fuese el último tren a la eternidad. Saludan con aliento entrecortado y suben sólo al primer piso, ansiosos y perseverantes en su descompostura. No deja de asombrarme esta zozobra por llegar al elevador que se escapa. ¿Hemos perdido el sentido del tiempo, la paciencia?

Vivimos en este universo apremiante, donde los celulares tienen que ser respondidos aunque se nos vaya en ello la vida. Chatear al volante, interrumpir las conversaciones, estar y no estar, todo al tiempo, por capricho.

Mi primer paciente llega tarde, enmarcado por el rumor incesante que aturde desde la calle vecina y la construcción interminable en nuestros predios. Saluda inquieto, sin mirarme a los ojos, adoptando una curiosa sumisión. Deja su celular sobre el escritorio y extiende una carpeta con estudios antes de iniciar su relato.

Súbitamente todo sufre una transformación. Los motores se apagan, la puerta se torna infranqueable, mi teléfono se aleja hasta hacerse imperceptible y la pantalla que nos estorba, deja de titilar.

Escucho atentamente, entrecruzo los dedos sobre las piernas, giro la silla para ofrecerme y atiendo, sólo atiendo; desmenuzando cada inflexión de voz, cada expresión sintomática, cada gesto de malestar o de angustia.

No he olvidado que mis maestros me enseñaron el valor de la anamnesis, pero ha sido la experiencia, los fracasos, los errores por omisión y la certidumbre cuando la luz fue mía y pude desplegar sin ambages el arte de la cura, que me instruí en atender. Sondear las palabras, matizar los gestos, pintar el cuadro entero del padecimiento y entretejer la narrativa con mis conocimientos y enseñanzas. Urdir la trama del sujeto, observarlo frente al abismo de su cuerpo herido, tomar su aflicción y hacerla un maderamen coherente, incluso explicable, pieza a pieza, ésta y otra vez, como asistir a un ritual atávico. No interrumpo, apenas traduzco al lenguaje más discreto sus desaciertos, evito adjetivar y me abstengo de cualquier término grandilocuente, que sólo nos distanciaría.

Ser médico esta mañana es zarpar hacia el mar donde todos los miedos y las preguntas cobran vida, donde la ballena blanca embiste pero puede al fin ser derrotada, a expensas de uno mismo, de nuestras veleidades y exigencias. De ser por una vez y para siempre, quien puede mitigar el dolor y esperar sólo esa recompensa.

Cuando juramos primero no hacer daño, en la humildad de nuestra juventud recién condecorada, también aceptamos inconscientemente la convicción de hacer el bien, por encima de nosotros mismos, de recibir el pago justo; eso mismo, otorgar un servicio, lejos de la banalidad y el credo.

Como es obvio, tropezamos con frecuencia, somos falibles y acaso perfectibles, miramos a través de una ventana que se va nublando con los años y así perdemos tino, requisando la confianza y la resolución.

Veo a mis colegas viejos arrastrar los pies por los pasillos. Nos conocemos, aunque esquivemos el saludo. Ellos saben que se acerca el momento en que tendrán que ceder, recluirse y abandonar el barco.

Seguimos en turno. Ahora que las canas nos delatan y la energía cobra su cuota, reconocemos que somos solamente un recurso, efímero si bien necesario, para cobijar el dolor que nos compete.

El prestigio es vanidad, y se disuelve con el paso imperturbable del tiempo. Ser o no ser, aunque parezca panfletario, es el dilema simple de toda existencia.

POST HOC ERGO PROPTER HOC

La falacia a que hace alusión este subtítulo se acomete con inusitada frecuencia en el quehacer médico, especialmente en lo que podríamos denominar “fabricaciones  terapéuticas”.

Lo puntualizo con un ejemplo peculiar. Hace algunos años, acudió a mi consultorio un representante de laboratorio quien promocionaba un compuesto que contiene vitamina B12. Como suele ocurrir, lo recibí con amabilidad y le permití desplegar su perorata.

– Usted sabe, doctor; nuestra tableta está indicada en todo tipo de neuropatías – alardeó, extendiéndome una exigua muestra. – Sobre todo en neuropatía periférica de cualquier etiología.

Aún cordial, le pregunté: – Tiene usted alguna evidencia científica de esta afirmación?

– Desde luego, médico, se la traigo en mi próxima visita.

Con cierta petulancia, admito, pero zanjada por la mejor intención, le espeté: – La única neuropatía que mitiga la vitamina B12 es aquella que resulta de su deficiencia, propia de la anemia perniciosa. Pero si usted me puede proporcionar evidencia por escrito de que sus efectos son extensivos a otras neuropatías, rectificaré con gusto.

– Téngalo por seguro, doctor. Le traigo los artículos o al menos las referencias bibliográficas cuanto antes. Gracias por recibirme.

Esa fue la última vez que lo vi.

La tendencia humana – una forma de candidez alimentada por ignorancia – que hace suponer que una relación de causa-efecto deriva de la conjunción de eventualidades, es más común de lo que se piensa. Es tanto como colegir que si el sol sale cuando el gallo canta, su gorjeo es lo que lo hace aparecer. Es también el modo de operar del pensamiento mágico en los infantes o en los obsesivos. Es decir: “Oprimo una tecla y aparezco un muñeco”. “Piso una raya y sobreviene una catástrofe”.

Si en la vida cotidiana tal embuste tiene consecuencias absurdas, en Medicina puede conducir a intervenciones equívocas y no pocas veces, dañinas para el enfermo.

El ejemplo que les mencioné arriba se puede multiplicar con otros nutrientes, a saber:

A. Los suplementos de vitamina C para prevenir la gripe, la influenza o la infección por SARS-CoV-2, asumiendo que las mucosas se ven fortalecidas por el ácido ascórbico. En este caso, el supuesto deriva de que el escorbuto se manifiesta con frecuencia por denudación o fragilidad de las mucosas, facilitando así las infecciones secundarias. Si la vitamina C resuelve el escorbuto, debe servir para aliviar la inflamación o tumefacción de la nariz y garganta. Como reza nuestro lema: post hoc ergo propter hoc. Lo que ocurre después es su atributo… sin prueba alguna.

B. El uso indiscriminado de vitamina A en la degeneración macular o las retinopatías vasculares. Como se sabe, el retinal – de ahí toma su nombre – se obtiene de algunas carnes y de los beta carotenos (zanahorias, papaya, jitomate, etc.). Este compuesto puede dar lugar a dos metabolitos, el ácido retinoico, crucial en la embriogénesis, y el retinol, la forma hidrolizada, liposoluble, que se utiliza como antioxidante y para fines cosméticos. Si bien el retinal es un cromóforo esencial para la visión, en combinación con las opsinas, porque fija los fotones que componen los haces de luz para convertirlos en señales eléctricas que se reconocen como imágenes, su ingesta no se traduce en mejorar la vista de los ojos dañados. Su deficiencia causa la llamada “ceguera nocturna” que, como es obvio, se corrige con suplementos de vitamina A. Pero una retinopatía diabética, una retinosis pigmentaria o una neuritis óptica jamás mejorarán con una dosis extra de ese nutriente. Aún más, el estudio AREDS,  auspiciado por los Institutos Nacionales de Salud (NIH) en Bethesda, demostró que los beta-carotenos por sí solos no detienen la progresión de la maculopatía degenerativa.

Algo similar puede decirse de los complejos vitamínicos para “subir las defensas” (sic) o de los suplementos de cartílago (y sus derivados) para prevenir la osteoartrosis.

Nuestro enunciado también se aplica en la creencia (nada más alejado del espíritu científico) de que un dato aislado constituye un epítome diagnóstico. Me toca verlo con asiduidad por numerosas referencias de pacientes que, sin tener historia alguna consistente con un padecimiento autoinmune, son presuntamente diagnosticados porque sus “anticuerpos salieron positivos”.

Las enfermedades inmunológicas, de suyo complejas, no pueden diagnosticarse a la ligera. Como en todos los casos, se requiere una historia clínica detallada, que rastree antecedentes familiares, recuento de infecciones, exposición a tóxicos y, más aún, un desglose minucioso de todos los síntomas y signos que ha advertido el paciente a lo largo de su malestar. Sin ello, la brújula se pierde en la niebla de la ineptitud. Sólo después de contar con esta información, y haber puntualizado una revisión por aparatos y sistemas, cabe pensar qué se hará para constatarlo.

Es lamentable que hoy se abuse tanto de estudios e imágenes mal orientados. Si no se sabe lo que se busca, lo más probable es que no se logre interpretar y el titubeo termine en mayor oscurantismo.

El proceso diagnóstico requiere de tres elementos fundamentales: capacidad de inferencia, sentido crítico y conocimientos al día. Los dos primeros los brinda el carácter y la inteligencia, y es difícil subsanarlos por mucho que se estudie.

Con ello, y pese al más altruista talante democrático, no cualquiera puede ser un buen médico. Se necesita además disciplina, un alma inquisitiva (que investigue y se atreva a experimentar), un respeto por los propios límites y una actitud sobria para tomar decisiones que afectan la vida misma de los demás.

Pero un galeno mediocre puede apoyarse en otros, más experimentados, más brillantes, que le iluminen la senda. Lo importante es reconocerse y reconocerlo.

Nadie puede curarlo todo, mucho menos en esta época donde la profusión de conocimientos es inalcanzable. Aceptar esa limitación por principio, no sólo es un gesto de nobleza, sino que evita daño al prójimo y abre la posibilidad de colaborar para el manejo integral de los pacientes, que debiera ser nuestra tarea mínima.

Cuando un médico dice a su interlocutor algo como: “creo que usted tiene tal o cual cosa”, “me parece que va por ahí” o “a lo mejor se trata de esto o aquello” lo que demuestra es una ignorancia supina.

El quehacer médico es un arte, en efecto. Pero carente de un sustento científico es un yerro y una atribución, tan delirante como hacerse de unas alas de cera y partir a conquistar el sol; tan artera como creer que un solo ensalmo es capaz de curar todos los males.

Aquellos meandros del tiempo

Aquellos meandros del tiempo

La ciencia se destilaba en la familia. Mi madre había cruzado el Atlántico tras su padre, químico farmacéutico, impelida por una guerra fraternal que dejó partido su país hasta la fecha. Apoyada por las medidas liberales del presidente Cárdenas, pudo aspirar a una educación superior en la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas, semillero de grandes investigadores y en aquellos años, una luz de esperanza académica para los exiliados.

En el “Poli” conoció a mi padre, que aspiraba a ser mariscal de campo mientras ella agitaba pompones bajo las gradas. La Ciudad de México era apenas una extensión del centro histórico, se andaba con soltura por sus calles. Con un abuelo socialista y ajeno a las peculiaridades autóctonas, el romance se verificó en la sala familiar, a horas fijas. Mi padre no se resistió y a cambio obtuvo una dosis de cultura europea que nunca habría aglutinado por su cuenta. Las charlas con mi abuelo precedían el encuentro con la novia, quien daba ocasión para el careo mientras ella se emperifollaba a hurtadillas.

Cuando el noviazgo fue sancionado con aprobación —supongo que habiendo puesto a prueba más la inteligencia que la cabalidad del pretendiente— pudieron salir al cine.

Guardamos un retrato de mi madre cuando se inauguró el cine Roble en Paseo de la Reforma, donde casualmente acudió a la premiere, sonriéndole a un país prometedor y fulgurante. Luminarias como Luis Buñuel, Erich Fromm, León Felipe, Isaac Costero, Pedro Garfias y tantos otros encontraron en estas playas un lugar para florecer sin persecuciones.

Era el nuestro un horizonte donde se podía ver más allá de la miseria humana.

Tras un posgrado en el extranjero, volvieron —como se suele decir— con una mano atrás y otra delante. Pasamos algunas penurias mientras el psiquiatra recién ceñido encontraba camino y trabajo. Pero la farmacia del abuelo nos mantuvo a flote. Las tabletas entonces se cortaban a mano y las infusiones se cocían en retortas y matraces que remedaban un escenario de alquimistas.

Caminábamos apenas y nos dejaban mirar esos malabares entre morteros y frascos de cerámica con nombres indescifrables, bruñidos en latín. Bajo ese sello, mi madre configuró más adelante el botiquín que acompañó mi infancia.

Nos mudamos en cuanto nació la benjamina a una tierra prometida, a las orillas de Coyoacán y los residuos del volcán del Xitle, cuando se construía la Ciudad Universitaria y el sur era el nuevo auge citadino. El cuarto en cuestión yacía bajo la escalera, insuficiente para que un adulto entrara de pie, forzado a encorvarse bajo el foco ardiente. Ordenadas en cajas de zapatos (cuya tapa invariablemente servía de soporte por si la humedecía un jarabe derramado), se podían leer las variedades de medicamentos. Sin seguir un orden alfabético o cualquier otra sistematización, rezaban: “dolor”, “estómago”, “colitis”, “urticaria”, “gripe y catarro [sic]”, “riñones” y demás que no recordaría. Quiero suponer que había colagogos, reostáticos, orexígenos y otros menjunjes que la farmacopea de aquella época consideraba necesarios; pero la memoria del cuarto de las arañas me engaña.

Con una dosis de piperazina, destinada a cubrir la cuota semestral de desparasitación, alguno de nosotros hizo un cuadro de intoxicación neurológica y aquello, sumado a la madurez y la cautela, terminaron con la carrera empírica de mi madre. Quizá nuestro querido pediatra, el Cata, cuya puerta labrada en la colonia Roma vio pasar más nalgas tumefactas que un prostíbulo, desestimó también la idea de automedicarnos.

Ante tal salvedad, cruzamos una infancia propia de los vástagos de la pequeña burguesía citadina. Aprendimos otro idioma con la fantasía de que traspondríamos las fronteras que mis padres (ella exiliada, él arrojado de bruces al origen) anhelaron en su propia narrativa. 

No fuimos malos estudiantes. De hecho, aún guardo las medallas oxidadas que portaba en el pecho al fin de curso, adivinando para mis ambiciones candorosas a qué premio equivaldría ese año un primer lugar. De ahí la insinuación se transformaba en promesa y una entrada triunfal a la juguetería Ara, que ocupaba una manzana entera de Insurgentes Sur. Casi el Paraíso …

Después venía el invierno y las ansiadas vacaciones decembrinas con el montante de sueños y la discreción obligada hacia los hermanos menores. Los tiempos y los ingresos no permitían grandes aventuras y bastaba una reclusión en un hotel de Cuernavaca para sentir que el año se renovaba exitosamente. Acaso un campamento para tenernos distraídos y evitar los riesgos de merodear en bicicleta o jugar fútbol en el asfalto esquivando automóviles. Así conocí lugares de nombres inolvidables como Tehuixtla o Palo Bolero, además de debutar entre la atracción y la suspicaz amistad hacia el otro género.

Debo admitir que la ingenuidad era nuestra moneda de cambio. Subíamos en autobuses sin reservas o nos colgábamos deportivamente de los tranvías cuando se agotaba la morralla. La excursión preferida ocurría en enero, cuando viajábamos a las inhóspitas calles del centro: Madero, Cinco de Mayo, Bolívar… en busca de los libros del curso que iniciaba. Nada nos detenía. Era nuestra ciudad, nuestra anchura.

Me resulta inverosímil todo lo que hemos perdido en unas cuantas décadas. Somos extraños en este territorio ocupado; la credulidad que nos conducía sin apremio se desaguó en las alcantarillas. Hay quien afirma que el transporte colectivo (Metro) rasgó las fronteras virtuales que contenían a la sociedad urbana, pero es obvio que la desigualdad y la injusticia rompieron el dique.

Por legado inevitable, nos hicimos médicos o psicólogos. Entre otros oráculos, el “cuarto de las arañas” nos contagió el delirio de conocer y descifrar los secretos de la Fisiología y la Farmacología. Satisfechos, volvimos al puerto; un hedor de vicio y mugre nos recibió a plomo.

Uno tras otro, los gobiernos corruptos se repartieron la plaza. Dejaron crecer sus tribus, impregnaron de avaricia las paredes y los templos, secuestraron el altruismo, escupieron a la integridad y mostraron los dientes. Cuando el paisaje se opacó de cenizas, le dieron paso a los engendros y siguen cobrando el diezmo. Los demás nos encerramos, apagamos las velas y nos sumergimos en la oquedad de nuestras pantallas.

Ante tal encrucijada, la tarea esencial es curarnos y ofrecer una salida a esta sociedad corrompida, destronar a los dioses abyectos y limpiar la casa. En el solaz vespertino de mi consultorio, tras ésta y tantas otras tardes, me asaltan los recuerdos y me escucho decir entre dientes: “cuando se cerró aquella puerta, las telarañas dejaron de brillar en la oscuridad y ninguna voz se oía”.

Hoy veo con cierto desconsuelo todo aquello que no pude cambiar así como atino a discernir las manzanas podridas que pueblan esta patria herida y vilipendiada por generaciones. En un gesto de redención, antes que lamentarme, me reitero acaso en el amor de quienes me han querido, en la vivacidad que aprecio en mi progenie, llena de esperanza e inocencia. Quizá, me digo, en eso y poco más se resume la gota de inmortalidad que me deparó la vida.

Un mundo violento

Un mundo violento

Bajo un cielo de invierno, con listones deshilachados de nubes blanquísimas, recibo a mis invitados para la cena de acción de gracias. Uno a uno los abrazo y les explico que este año tendremos como invitados a unos primos de la costa oeste que han sufrido mucho por el CoVID. La mesa para veinte personas fue alquilada por mi mujer con tiempo, quien ha preparado dos sendos pavos, gravy en abundancia, jalea de menta y un bouquet para cada cuatro comensales en señal de bienvenida. El ambiente es de familiaridad y consuelo, tras dos años de ausencia. 

Como suele suceder, mi tío Herman cuenta anécdotas de la guerra de Vietnam que a veces nos resultan escandalosas (fue boina verde, se pueden imaginar), pero lo dejamos explayarse en su viudez, atenidos a la soledad que arrastra. Selma es una invitada especial. Procede del sur de Mississippi donde se crió huérfana y trabajó como obrera de la industria textil hasta que llegó a pedir trabajo a nuestra puerta. La hemos adoptado como una más de la familia y es quien pone el sello a todas nuestra viandas con un sazón muy sureño. 

Los niños comen aparte, viendo la televisión y alejados de las conversaciones aburridas de los adultos. La única menor que está a la mesa es Jennifer, quien permanece cabizbaja durante toda la cena y ocultando su cara con largos mechones de cabello rizado. Es la hija de mi primo Horatio, quien se divorció hace una década entre reclamos y disputas económicas. Jenny come en silencio, sin levantar la mirada, salvo para constatar alguna broma; no sonríe tampoco, pero supongo que como adolescente está ensimismada y no la conmino a unirse a nuestra tertulia. 

Mi mujer, siempre acomedida, la invita a recoger los platos y ayudarle a traer los postres que conserva en la cocina. Aprovecho para incorporarme, recoger los restos de la cena, algunas copas sucias y las botellas de vino (un cabernet de Napa excepcional) ya vacías.  

Cuando acudo a la cocina, Sharon me busca los ojos mediante una mirada de angustia. Conozco a mi esposa y rara vez pierde la compostura, así que alzo las cejas para preguntar en silencio de qué se trata. Ella aprovecha que mi sobrina está de espaldas para señalar que le revise el rostro. Me acerco con algún titubeo y puedo constatar que, en efecto, Jennifer tiene el labio inferior partido y la mejilla hinchada y amoratada de un golpe reciente. Presa de alarma, me acerco más para interrogarla, pero mi mujer me detiene de un brazo para que deje volver a la niña herida al comedor. Una vez solos, me dice en un susurro:

– Estoy segura que el padre la maltrata, Roy. Cada vez que él hablaba, Jennifer levantaba la vista con una mueca de terror y suspicacia. Créeme, no lo estoy imaginando. 

 Esta revelación de mi mujer, que además es psicóloga, me deja atónito y percibo como me inunda la ira. Conozco a Horatio desde niños y no lo creí capaz de tal violencia hacia su hija, de suyo frágil por perder a su madre, quien desapareció de sus vidas hace más de un lustro. 

Regreso al comedor atisbando hacia donde está mi primo, atragantado de reproches e indignación. Él, como si nada, bebe su licor mientras departe con mi hermano Phillip, comentando el triunfo de los Raiders. Mi enojo se acrecienta porque no puedo concebir tanta bestialidad oculta bajo una máscara de bonhomía.

Al cabo de tres horas, se van retirado mis invitados. He acordado con Sharon que acompañaré a Horatio y Jennifer al aeropuerto, so pretexto de que debo recoger a un familiar que llega de Europa. Mi esposa objeta esta decisión intempestiva, pero entiende que alguien debe frenar tal abuso. No obstante, me dice:

– ¿Porqué no lo denuncias a Social Services en California? Seguramente harán más que tú para proteger a esa niña.

– Tal vez tengas razón – le replico. – Pero tengo la obligación moral de confrontarlo e impedir que la siga golpeando.

Mi introspección de tal chiquilla desvalida me enerva aún más, pero evito mencionarlo a Sharon, que ya está bastante ansiosa al respecto. Me planto una chaqueta y guantes para alcanzar a mi primo en su auto rentado. Al aproximarme a la portezuela delantera, le pido a Jennifer que pase al asiento trasero, pero ella se resiste mirando de reojo a su padre, quien sujeta con fuerza el volante, como generando una orden imperiosa que ancla precisamente en el terror de su hija. Desisto y abro despacio la puerta posterior para subir al auto. 

Durante el trayecto, el agresor pasa un brazo por los hombros de su hija, quien se recarga en su padre, con un gesto (que percibo forzado) de connivencia. Nada puede extraer ya mi percepción de que estoy ante una escena montada para encubrir el abuso. ¿Qué más le habrá hecho este monstruo a su hija? – me pregunto en el trayecto. 

Lo que sigue es un recuento de esa fatídica velada.

Cuando llegamos al aeropuerto y dejamos el coche en Hertz, les sugerí acudir a un Starbucks en el departure lounge que seguramente sería lo único abierto a esta hora durante el asueto. Jennifer se mantenía cabizbaja con su pequeña bolsa adherida al cuerpo, ambas manos crispadas y arrastrando su pena.

Nos sentamos en una mesita esquinada en el pequeño local y yo traje café para todos, tratando de mantener el clima afable, pese a que me corroía la furia. Dejé que dieran ambos su primer trago del latte y entonces, enderezando la espalda, increpé a mi primo: “Crees, imbécil, que no me he dado cuenta que golpeas a esta muchacha? ¿Crees de verdad que puedes ocultar tus fechorías y salirte con la tuya? ¿Con qué derecho abusas de ella? ¡Debería matarte, hijo de puta!”

Al recibir esta diatriba, Horatio se retiró un metro aún sentado y me miró con absoluta rabia. 

“Y tú, ¿porqué te arrogas el derecho de decirme cómo llevo mi existencia y la de mi progenie? ¿Dónde has estado todos estos años, estúpido?”

El tono se había tornado tan violento que la chica temblaba a nuestro lado. No me atreví sino a pasar una mano tímida por su brazo, para tranquilizarla. Para mi sorpresa su padre extrajo una navaja automática y con la presión del pulgar, expulsó la hoja afilada apuntándola hacia mi costado. Al verlo tan resuelto y sobreponiéndome al impacto inicial, le grité: 

“Anda, mátame, cobarde. Sólo así te librarás de mi reproche, pero mi mujer estará atenta a denunciarte por todos tus crímenes.”

La poca gente que se hallaba a nuestro derredor aulló para que se detuviera, visiblemente alarmada. Alguien – nunca falta – levantó su teléfono móvil para grabar la escena.

En contra de lo que cualquiera esperaría, el psicótico se abalanzó sobre su hija asustada y sólo mi intervención justa evitó que le cortara más allá de un navajazo superficial en el pecho. Con toda mi fuerza, y ayudado por un guardia que se interpuso entre nosotros, derribé a Horatio y lo desarmé momentáneamente. Su cabeza golpeó en el piso con tanta fuerza que no tardó en surgir un charco de sangre del occipucio. El arma cayó a los pies de la jovencita quien la miró como quien advierte un animal ponzoñoso.

Para entonces, se había congregado un buen número de curiosos al frente del local comercial y otros guardias venían corriendo desde las salas de abordaje.

Pensé con ingenuidad que todo acabaría ahi, final feliz digno de Universal Studios. Pero había más: Jenny, transformada en una arpía, levantó el puñal, se cortó de un tajo la muñeca izquierda y, tras un salto muy ágil, acercó el chorro de sangre arterial a la boca entreabierta de su padre. 

“Bebe, bebe, cariño, que te desangras!” – le gritó al agresor caído.

Atiné a arrancarme la bufanda para vendar la herida autoinflingida, un actor más de una pesadilla surrealista. Todo lo restante; la policía, los paramédicos, los cuchicheos de los curiosos, las luces – siempre las luces narcóticas -, la palidez creciente del verdugo, la mirada exangüe de su hija y la náusea, fueron un caleidoscopio de emociones que todavía no puedo resignificar.

El colofón de esta tragedia es más amable. Jennifer vive con nosotros y desde hace una semana acude a psicoterapia con una colega de Sharon. Su padre, espero, pasará el resto de su vida en prisión tratando de explicarse que lo motivó a maltratar a su ser más querido o, mejor aún, qué odio descomunal emergió en sus entrañas hacia los genes de su ex-esposa, al grado de descargar toda su inquina en contra de una adolescente perturbada.

Esta mañana las nubes han adquirido volumen mientras acompaño a mi sobrina a su nueva escuela. Retomará los cursos reprobados de High School y, con suerte además del cariño que apenas descubre, será una mujer menos lesionada en algún futuro. 

Entretanto, pienso en este mundo convulso donde el odio precede al amor en el destino impredecible de todos los humanos.