Victorias paradójicas

Victorias paradójicas

Maltratada y retocada, la Ciudad de México es un bastión del tercermundismo que no cesa de sorprendernos por sus contrastes. Aquí, uno de los magnates más ricos del mundo exhibe sus feudos comerciales y colecciones de arte mientras amasa fortunas inverosímiles cada minuto. El ciudadano de a pie, receloso y acomodaticio, sigue repicando mansamente su teléfono móvil, ignorante de lo que urde desde la superestructura.
Aquí duele la pobreza, pero también se desdibuja en esa peculiar democratización que brindan los centros comerciales, los bares y los “antros”. Aunque no del todo, porque siempre habrá un dialecto —más que lo pecuniario— que distingue a los que alardean de lo superfluo y a los que aspiran o lo resienten.

Mi padre creció aquí, en esos vecindarios del centro histórico que se descarapelaban cada verano y cuyos habitantes, destinados a evitar su derrumbe, dignamente recubrían de yeso a falta de pintura en épocas menos lluviosas. En su barrio, la pertenencia equivalía a identidad. El zaguán apolillado se abría a un umbral en penumbra y maloliente de humedad, con acceso inmediato al patio central, donde jugábamos béisbol y los adultos retaban nuestra ansiedad adolescente demostrando quién era el macho dominante. Entrada la tarde, los adultos veían corridas de toros en una minúscula televisión mientras nosotros nos retábamos para decidir quién se atrevía a penetrar la bodega pestilente del fondo de la vecindad, donde acechaban los monstruos de nuestras pesadillas.

Surgido de tal entorno en desventaja, supo aprovechar las exiguas oportunidades que brindaron los gobiernos post-revolucionarios para hacerse de un perfil profesional exitoso, para debutar como Profesor Asistente en la Universidad de Texas y llegar a Vicepresidente de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Ese logro, para admiración y envidia por igual de sus contemporáneos, opacó todas las carencias que impuso el destino a un chico huérfano de la colonia Guerrero. No obstante, nos llevó de visita repetidamente a casa de su madre, en un intento de mostrarnos la injusta realidad y ubicarnos en el territorio democrático que él quiso inculcarnos, sin agravios o resentimientos.

En aquellas ocasionales visitas de domingo, entendí que, en su orfandad y como muchos chicos del proletariado urbano de entonces, mi padre buscaba un horizonte y una figura con quien identificarse.

No dudo que en ese tenor, el Bombardero Café, de Detroit, resultara un ideal. Así, con ese flamante subtítulo, se refirió siempre a su héroe de la infancia. Hace ochenta y cinco años, en una noche estival del Yankee Stadium, Joe Louis vengó a los descamisados del sur estadounidense y de más acá, cuando noqueó en el primer asalto a Max Schmeling, el gladiador ario que desayunaba con Hitler.

Contrario a lo que se tiene por leyenda, Schmeling no era un adherente del partido nazi, ni siquiera profesaba esa ideología nacionalista, más allá de ser el orgullo deportivo de una Alemania que ya planeaba dominar al mundo. Su entrenador, que hablaba siempre a través de un puro, era judío, y Schmeling lo protegió hasta que la presión dictatorial lo hizo insostenible.

La otra cara de la moneda es que el campeón alemán era el ídolo de la white America que denostaba por igual a los negros y a los judíos. Los arios norteamericanos veían con rencor el ascenso de los deportistas “de color” (siempre me pareció el epíteto más denigrante) sin delatar su propia condición fascista porque representaba the American way of life. En los estados sureños, el embrión del Ku Klux Klan nacía por esa década, negándose a aceptar la democracia y manteniendo la segregación racial que pregonaba Goebbels, aunque con distinta insignia.

El mismo Joe Louis lo denunció: “¿Pueden creer que hay americanos blancos que agradecen lo que Hitler está haciendo? Vienen a ver mis entrenamientos con svastikas en el brazo y se ríen como burros”. Su familia había huido de Alabama en 1926 justamente por las amenazas del kkk (¿por qué se arrogan tres iniciales los delincuentes de extrema derecha, como aquella infame triple A argentina?), para instalarse en el barrio Black Bottom de Detroit buscando trabajo y un futuro más prometedor.

Hizo una carrera meteórica desde su debut amateur a los diecisiete años. Ganó setenta y dos peleas profesionales con sólo tres derrotas: una a manos de Max Schmeling tras doce rounds trepidantes y otra que significó el fin de su carrera pugilística, en contra de una estrella en ascenso, el imponente Rocky Marciano, en 1951. Fue campeón de peso completo entre 1937 y 1949, el periodo más largo de cualquier peleador en la historia del boxeo.

Después de derrotar a Max Baer, a quien nadie había noqueado, Joe Louis era el contendiente por excelencia para llevarse el título mundial de los pesados, que en 1936 detentaba James J. Braddock. El Bombardero Café llevaba veintisiete peleas sin derrota y había demostrado que, como David, podía tumbar a cualquier gigante. Para su primera pelea, se entrenó en Lakewood, Nueva Jersey; un paraje suburbano rodeado de campos de golf. Alabado por la prensa, se dedicó en su fatuidad a disfrutar su joven matrimonio y a jugar golf en vez de entrenar para la pelea. Desde entonces sabemos que las sirenas también abundan en los greens.

Max Schmeling, quien pretendía recuperar su malogrado título, había sido cuestionado por su edad y se entrenó con esmero, además de estudiar en filmes todas las debilidades del famoso boxeador norteamericano. Explotó precisamente su talón de Aquiles: Joe Louis dejaba caer el brazo izquierdo después de lanzar un jab de derecha y por ahí entró el golpe contundente que lo derribó en el doceavo episodio.

Langston Hughes, el gran poeta negro del siglo xx, quien como tantos otros baluartes del afroamericanismo asistió a la pelea, describió las calles de Harlem inundadas de llanto y desolación. Schmeling le dedicó el triunfo a Hitler y el nazismo, en aquella noche fatídica, fue reivindicado ante el azoro del deporte.

El destino no perdona, y la fatal enfermedad del engreimiento cayó en los hombros del joven boxeador Joseph Louis Barrow, el atleta laureado de 1935, que se creía Ícaro y se acercó demasiado al sol de las luminarias y la banalidad periodística. Mi padre recordaba con amargura esa derrota, porque había visto muchos ídolos locales precipitarse hasta el olvido, ahogados en alcohol o rodeados de prostitutas y lisonjas.

Los promotores de Schmeling, saboreando la victoria, intentaron negociar una pelea con el campeón, pero el temor de verse envueltos en propaganda nacionalsocialista retractó al equipo de Braddock, quienes reconocieron una opción más lucrativa contra el contendiente negro.

La pelea por el campeonato se celebró en Chicago el 22 de junio de 1937, fecha en que Joe Louis ganó su ansiado cinturón en ocho asaltos, en medio de la Gran Depresión. Quedaba entonces, por supuesto, la afrenta con Max Schmeling, pero esta segunda vez con el título en juego además de toda la alharaca política y racial que despertaba esa revancha.

El campeón le advirtió a su entrenador, Chappie Blackburn, que descargaría toda su agresividad en los primeros tres asaltos. Desde que repicó la primera campanada, Joe Louis se abalanzó rabiosamente sobre un aturdido Schmeling, quien recibió sin defensa cinco ganchos al costado y un golpe seco que lo hizo gritar de dolor. El referee paró la pelea y ofreció una cuenta de protección al retador, mientras Joe Louis miraba con denuedo desde su esquina. Apenas recibió la indicación, el Bombardero Café arrancó de nuevo contra el alemán, derribándolo de un gancho de derecha contundente. El retador se paró sin escuchar el aullido ensordecedor que lo azuzaba.

Esta vez, Joe Louis asestó todos sus golpes contra la cabeza, tres de ellos directo a la quijada de Schmeling, quien trastabilló y cayó a la lona de nuevo. Se incorporó tambaleante sin esperar la cuenta de protección y de nuevo fue embestido por golpes cruzados que lo arrojaron al centro del ring, una masa amorfa y sin amparo. Desde su esquina voló una toalla, pero el entrenador hubo de ingresar al cuadrilátero para decretar el nocaut técnico. Habían pasado poco más de dos minutos del primer round y Max Schmeling alcanzó a esgrimir dos golpes en medio de la marejada que le propinó el campeón. El altivo luchador alemán fue admitido en el Policlínico de Nueva York donde se encontró que su cuerpo macerado tenía varias costillas fracturadas.

Tras la rotunda victoria, los habitantes de los barrios afroamericanos celebraron tribalmente: de haber perdido —decían— habríamos regresado a la esclavitud, otro negro colgando de un árbol con la soga de la supremacía blanca apretándole el cuello. Las calles resonaban entre saxofones y alaridos con el nombre de ese niño del avasallado sureste, que capitaneaba todos los anhelos de libertad e igualdad.

Schmeling regresó para conformarse con el cetro europeo y luego caer en desgracia frente al régimen nazi, sobre todo porque protegió a dos niños judíos durante la masacre de la Kristallnacht. Regresó a Estados Unidos después de la guerra para hacerse de acciones de Coca-Cola que introdujo con su pequeña empresa comercial en Alemania para deleite los berlineses afines a Kennedy. Trabó entonces una cercana amistad con quien fuera su némesis, que cultivaron hasta su muerte en 1981.

Joe Louis murió desposeído, alcanzado a golpes por su falta de estructura, después de varios fracasos matrimoniales y tras su derrumbe en el licor y la heroína, como tantos otros pugilistas de barrio que mi padre vio caer. Su contrincante y amigo, el viejo Max, pagó parte de las exequias.

Pese a las críticas racistas de los periódicos que relataron su triunfo, el Bombardero Café fue desde aquella noche el símbolo de emancipación en muchos rincones del mundo, identificados con su gesta y su fugaz inocencia. Mi padre lo admiró con un fervor casi infantil hasta su propia muerte. Hoy lo recuerdo con el mismo afecto que él me prodigó, celebrando sus noventa y siete años no cumplidos así como los méritos y beneplácitos que cosechó en su vida.

El mundanal ruido

El mundanal ruido

I frequently hear music in the very heart of noise – George Gershwin

  • A últimas fechas la estupidez me lastima – dijo, como si hablara en voz alta para si. 

Ambos mirábamos el mismo cuadro de Rothko en el museo y por un momento pensé que aludía a algo concreto. Era una mujer bajita, con el cabello rizado, mestiza y con acento distintivo de la costa este. 

  • Perdón? – inquirí en voz baja. 

Ella se giró para mirarme directamente a los ojos, buscando un interlocutor con la suficiente madurez para entenderla. En mi propia candidez, pensé que estaría ebria o se trataba de otra loca queriendo entablar conversación desde su soledad. 

Nada más alejado de su rostro sereno y su mirada altiva. Le calculé unos cincuenta años, vestida con pulcritud, los dientes alineados y exudando un perfume floral con discreción, maquillada de igual manera y sin excesos. 

  • No pretendo ofuscarlo, señor, estaba sencillamente ponderando la inercia de las redes sociales, lo poco que reflexionan nuestro congéneres. Perdone la intromisión.
  • No se disculpe – le dije, más compuesto. – Roy…Anderson. Y usted es? 

Nos habíamos vuelto de frente para encararnos con cordialidad, de modo que le extendí la mano en señal de aquiescencia. 

  • Lorna Vernon, encantada – tomando mi mano con la suya, regordeta, tibia. 

Le sugerí, ajeno a cualquier afán de seducirla, que nos sentáramos a dialogar en el café del museo, que conozco muy bien tras múltiples visitas. 

  • Si usted gusta, sólo por charlar, Sra. Vernon. 

Ella inclinó la cabeza en un ademán de consentimiento y ahí arrancó una amistad que ha sido reveladora en mi perspectiva de vida. 

La época era sombría. Estábamos a la mitad de la llamada “Operación Tormenta del Desierto” y un hijo de Lorna, recién emanado de la adolescencia, combatía en esas tierras inhóspitas. Su familia tenía un peculiar linaje en la Marina – abuelo, su padre, dos tíos- así que el destino del hijo parecía sellado desde la cuna. Ella, paradójicamente, se jactaba de ser pacifista y haberse opuesto a los sinsabores de la guerra de Vietnam, incluidas las protestas por los estudiantes acribillados en Kent State. 
Solíamos pasear por Central Park cuando el clima lo permitía y acomodarnos al menos una vez al mes en el Russian Tea Room de la 57 aunque las finanzas no estuvieran boyantes. Un ritual, digámoslo así.
Ahí me contó de su divorcio, que surcó aguas oscuras hasta que el hombre, alcohólico irredento, murió en un hospital de mala muerte en Puerto Rico, llevándose consigo lo poco que restaba de misericordia. A mi vez le relaté esa opereta que fue mi matrimonio, disuelto en Bruselas, tras años de bregar por una vocación y terminar, como soy, redimido en un escritor mediocre. Dos novelas que se vendieron a cuentagotas, un compendio de cuentos cortos y los libretos teatrales con los que aún me gano la vida.
Pero basta decir que nuestras charlas eran más que una simple catarsis, compartíamos intereses artísticos y literarios, autores recientes del llamado Boom latinoamericano y pintores que despuntaban en la escena del hiperrealismo neoyorquino. La comunión alcanzó la intimidad sin rozar siquiera la idea de un noviazgo. Ahora que lo medito, era franca camaradería; tanto que nos prometimos acudir juntos al reestreno de Fiddler on the roof en el Gershwin Theatre.

Fue en esas fechas cuando me anunció con profunda ambivalencia que su hijo volvía a los Estados Unidos después de su segundo tour en Irak y tras haber pasado seis semanas en un hospital militar afectado por estrés postraumático.
Danny boy, como solían apodarlo en casa, regresó para pasar la navidad del 90 y con la intención de matricularse en la Universidad de Albany, mediante una media beca otorgada por sus servicios en batalla. Antes de instalarse con otros dos veteranos en Schenectady, decidió visitar a su madre y ella me pidió conocerlo, aprovechando su corto tránsito por Brooklyn.
Lorna eligió un cálido restaurante, Henry’s End, y se vistió de gala, si bien sobria, para recibir al hijo pródigo. Tras esperarlo más de una hora, Dan hizo su aparición. Parecía un fantasma y deambulaba como tal. Lo más llamativo no era sólo su atuendo, roído y sucio, sino un porte sombrío que atrajo la atención de los comensales a su paso.
En franco contraste con el ambiente festivo que se respiraba en el barrio, Daniel arrastraba consigo los estragos de la guerra. Un conflicto ajeno, inútil, que le había robado la sonrisa.
Se sentó sin emitir palabra, oteándonos como extraños y evitando el abrazo de su madre, que no alcanzó a incorporarse cuando él me lanzó una mirada rabiosa.

  • Quién es éste? – preguntó entre dientes, sin dejar de escrudiñarme.

Lorna apenas se recompuso. – Es…es un amigo que quería conocerte, hijo – apuntó titubeante.
– Mmff – emitió Daniel, refunfuñando.
Yo entendí el mensaje implícito, rocé el hombro de mi amiga y salí en silencio del restaurante, consciente de que mi presencia resultaba harto incómoda.
Esperé unas semanas para volver a contactarla, con la intención de dar espacio a que esa relación floreciera de nuevo.
Sin embargo, cuando mi teléfono sonó aquella madrugada y reconocí su voz quebrada, supe que me esperaba un desenlace catastrófico.
– Daniel se quitó la vida – me dijo mi amiga entre sollozos.
Me enfundé en lo primero que encontré a la mano, desatento a la intensa nevada que teñía las calles de Brooklyn. La encontré sentada en el sofá de su sala de estar, desaliñada y rodeada de Kleenex arrugados; parecía como si la muerte hubiese penetrado en esa hogar como una avasalladora presencia. La abracé durante varios minutos, ambos en silencio, en un intento vano de darle cobijo a su devastación. No había voz que alcanzara a darle consuelo alguno.
El funeral fue bastante austero, con algunos veteranos arropados en abrigos negros y con caras extraviadas, acaso más familiarizados que nosotros con tales tragedias.
Tras dejarla en su departamento, al cuidado de una vecina, mi teléfono al alcance, regresé a mi casa hecho trizas. Me senté frente al televisor y pensé por un momento en verter mi aflicción viendo de nuevo “In the Valley of Elah”(1). El absurdo asesinato de Mike (hijo del protagonista) y su ulterior desmembramiento, me hicieron reflexionar de nuevo en la insensatez de la guerra, de conducir a jóvenes idealistas a pelear y morir por causas que nunca entenderemos, a la conquista de territorios que no nos pertenecen y que han quedado desolados tras nuestra presencia destructiva. Lo que nos devuelven esas incursiones diabólicas es una turba de muchachos confusos, drogados hasta el olvido e incapaces de reconocer el valor de la vida tras atestiguar tanto sufrimiento y tanta muerte.
Esta tarde, cuando apenas despunta la primavera y se ven los primeros brotes en las ramas desnudas de los maples y los cerezos que bordean mis calles, me desplazo nuevamente a visitar a Lorna. Le llevo un ramo de rosas blancas y una partitura del concierto de clarinete de Mozart que encontré en el Juliet Art and Music Center en Queens. Quizá este detalle lánguido le devuelva un poco la esperanza y podamos, en alguna jornada próxima, quejarnos juntos del mundanal ruido.

Referencia.
1. In the Valley of Elah. Película estrenada en 2007, dirigida por Paul Haggis con las memorables actuaciones de Tommy Lee Jones, Charlize Theron y Susan Sarandon.

Dialéctica de la Medicina actual

Dialéctica de la Medicina actual

Con cierta indignación – y más información que lo habitual – el familiar de mi paciente me pregunta: – ¿Porqué la medicina alopática trata de apagar todos los síntomas? ¿No es mejor la acupuntura o la homeopatía, que profundizan?

Cavilo unos segundos, mirándolo con empatía. Le explico que si bien la acupuntura es un método terapéutico milenario que infiere trayectos de energía (Qi o chi) para modular ciertas respuestas orgánicas, es difícil elucidar su asertividad en términos anatómicos y quizá por ello la reservamos para ciertas neuropatías o trastornos músculo-esqueléticos. La homeopatía, por su parte, tiene un lugar en la farmacopea en tanto se basa en el principio de la similitud sintomática y con ello pretende resolver ciertas afecciones – sobre todo funcionales – bajo la premisa de asimilar lo fisiológico y causar las mínimas reacciones secundarias. Pero se queda corta frente a las infecciones graves, aquello que requiere resolución quirúrgica y ante cualquier neoplasia, que responde a sus propios dispositivos.

Pero el nudo de la cuestión es la supresión y/o la anulación de las molestias que prevalece como principio terapéutico en la alopatía. Desde la aspirina hasta la novedosa Terapia Biológica, se trata de cortar, mutilar, mitigar o desencajar el mal que se revela oscuramente por sus signos (objetivos) y sus síntomas (como dimensión subjetiva de lo inenarrable). 

Puesto que la enfermedad es un insulto biológico, es indistinguible conceptualmente del daño, de aquello lesivo que debe erradicarse.  Por tradición, lo patológico se articula en un bagaje observable de síntomas que responden a un curso predecible. Es una noción que data del siglo XVIII, acuñada por el médico inglés Thomas Sydenham, que Kraepelin adaptó en Psiquiatría como recurso para el diagnóstico diferencial entre dementia praecox (esquizofrenia) y hebefrenia.

Esta elaboración fenoménica ha sido suplantada en la modernidad por el fundamento de que los procesos patológicos son cambios nocivos o destructivos que se apartan de la normalidad (homeostasis). De modo que suscitan que una o más partes de un sujeto que son connaturales a su especie adquieran otra dirección. Podemos intuir claramente el fundamento de la fisiopatología como premisa esencial de esta explicación para toda enfermedad. No obstante, tal perspectiva funcionalista ha sido criticada por un modelo actuarial, que se basa en riesgos y umbrales, como podría ser el caso de la hipertensión arterial, que ejerce su acción perniciosa sin evidencia sintomática y en condiciones de escaso daño estructural (modificaciones discernibles en la integridad del endotelio vascular, por ejemplo). 

 La medicina del siglo XXI alardea de ser objetiva. Denomina a los procesos patogénicos a expensas de trastornos de regulación (desde lo molecular hasta lo orgánico ) que pueden ser implicados en la mayoría de los casos, independientemente de las vertientes sintomáticas (individuales) que adopte el padecimiento. De ahí el imperio de las estadísticas, que se nutre de la replicación de eventos observables para generalizar inferencias.

En ese sentido, la Medicina contemporánea tiende a ser conservadora y escasamente inferencial. Basa sus intuiciones y revelaciones en aquello que se desvía de la norma natural para construir argumentos putativos que redondea en principios nosológicos. En ese valor epistemológico radica su éxito, sin desestimar la enorme influencia que ejerce la investigación promocionada por la industria farmacéutica para imprimirle  poder dictatorial. Las leyes biológicas que subyacen tanto a la salud como a la enfermedad pueden acaso ser acuñadas mediante la investigación biomédica, de tal forma que su edificio provee un cuerpo conceptual irrefutable a todo aquel que pretende someterse al quehacer médico, sin objeciones. Pero eso no garantiza el tratamiento eficiente de todo desorden físico o mental, ni siquiera la peculiaridad de prevenirlo o descubrirlo a tiempo. Tampoco explica todos los fenómenos que se apartan de tal normatividad y que constituyen la excepción de cualquier regla.

Suponemos que las ideas relevantes en torno al metabolismo humano son las que derivan de una función adaptativa. Y, ¿porqué no? Hemos recogido incontables pruebas de la evolución de las especies que así lo atestiguan. Pero las ciencias biomédicas emplean una ideación causal, no teleológica, de las funciones vitales. El conocimiento clínico establece que las estructuras funcionales (moléculas, células, tejidos por igual) puedan identificarse y analizarse en tanto contribuyen al mantenimiento del organismo como un sistema vivo.  La falla para articular este comportamiento esencial, esta idealización, se traduce en un estado patológico. 

Un órgano  – como puede verse en un modelo experimental, en un simulador o en un libro de texto – dista mucho de ofrecer un ejemplo estadístico. Es una abstracción. Deriva su autoridad de su eficiencia predictiva, de donde se extrapolan sus defectos o alteraciones funcionales. Así que, en efecto, el comportamiento biológico – y por extensión, patológico – que aprendemos y enseñamos de los seres humanos es una idealización destinada a imponer orden y variabilidad.

La variación de un rasgo biológico es, por cierto, de lo más ubicua. De modo que establecer que un sistema u órgano humano está funcionando correctamente no siempre es empresa fácil. Por ello diseñamos escalas, rangos, límites que pueden modificarse en la medida en que sus determinantes se hacen más estrictas y generalizables. Un ejemplo actual son las diferencias en el metabolismo de medicamentos que vemos en los genotipos de Citocromo P450 entre individuos de raza negra o raza blanca.  O la prevalencia de ciertas manifestaciones cardiovasculares en sujetos con mayor o menor susceptibilidad a la aterogénesis (umbrales al fin, volviendo al modelo actuarial). No se diga en los trastornos neuropsiquiátricos, donde los estímulos y detonantes de psicopatología se restringen a variaciones casi individuales o familiares, pese a la intención de amalgamarlas en sumas vectoriales de neurotransmisores.

Por eso los modelos de estrés, de susceptibilidad psicosomática o de neuroinmunopatología resultan tan escurridizos. A falta de elementos cuantificables, que pueden extrapolarse a otras situaciones análogas o  grupos de pacientes que se asimilan por su sintomatología o destellos clínico-patológicos, estamos en tierra de nadie.  Ahí es donde la medicina alternativa encuentra surcos para explayarse con cierta fertilidad. 

En general, el pensamiento científico valora la neutralidad y el distanciamiento emocional, a fin de recoger información decantada de los fenómenos naturales con el mínimo sesgo que dicten los afectos. La máxima Popperiana de refutar toda hipótesis antes de adoptarla como válida, se basa en esa premisa del investigador como observador y recolector minucioso de su objeto de estudio. La dicotomía planteada en la práctica de la Medicina respecto de las enfermedades mentales y/o físicas sigue induciendo a crear cotos de conocimiento que restringen una perspectiva más integradora del espectro patológico. Lo físico es tangible, lo mental es etéreo.

El tratamiento – bastante exitoso, cabe decir – de los “desórdenes mentales” con moduladores de la neurotransmisión ha permitido restringir el empleo de electrochoques, lobotomía y otras torturas que caracterizaron el despunte de la Psiquiatría moderna. Pero la premisa es análoga: suprimir la angustia, desmotivar la depresión, acallar las voces que claman por otro orden simbólico. 

¿Cómo podríamos ser ajenos a ese dolor? ¿Dónde esconder los afectos, sobre todo habiendo escuchado tantas historias, empezando por la que delata nuestra propia fragilidad? 

Un reto creciente en la clínica es la necesidad de aparear la investigación biomolecular (y sus innegables alcances) con el arte del discernimiento del fenómeno patológico en cada paciente. Hemos repetido que el padecimiento es un proceso que se engarza en la vida del sujeto y la tiñe de síntomas, contrariedades e incapacidades. Como tal, se aleja del modelo nosológico que la enmarca en tanto recae en la narrativa de una experiencia singular e irrepetible. La insistencia en pasar de la genómica a la proteómica da cuenta de este esfuerzo por documentar lo racial, comunitario o familiar por encima de las peculiaridades de especie.

No obstante, lo que resalta a todas luces en la práctica de la Medicina es el distanciamiento afectivo que se antepone al padecer del enfermo. Si bien esta postura – un tanto higiénica, otro tanto fóbica – reviste el interés ético de no condicionar el proceso terapéutico a oscilaciones de la subjetividad, es imposible negar que cada encuentro clínico funda un lazo transferencial. Este concepto, descrito originalmente por Sigmund Freud  hace un siglo, tiende a menospreciarse porque se asume que interfiere con el discernimiento semiológico. Lo cierto es que toda acción que involucra dos individuos en el cauce de analizar un trastorno en el ámbito clínico implica de suyo lo intersubjetivo. Es decir, la transferencia de emociones que se depositan a una y otra parte con implicaciones mediatas o inmediatas de acuerdo al fenómeno clínico que les da origen. La confianza tácita y los resultados inesperados, tanto como los abusos y excesos son resultado directo de esta maquinación que se escurre de la conciencia.  

Sorprende aún más que la Psiquiatría actual, tan atenta a los fenómenos intracerebrales, se aleja del entrelineado que cabe advertir en todo discurso fisiopatológico para incidir a cambio en alguna contracorriente de señales neuronales. La propedéutica ha dejado de enseñar la esencia de lo humano a fuerza de desglosar sus ingredientes. 

Desde luego, los avances técnicos en Imagenología (ante todo en PET y fMRI) ofrecen una ventana de observación a procesos vasculares o bioquímicos que denotan ciertas respuestas conductuales, desde la irritabilidad hasta el sueño REM pasando por la epilepsia. Pero no pueden indicarnos por necesidad el contenido de una pesadilla o la asociación con eventos infantiles que anclan o prefiguran la neurosis. Para eso sigue siendo indispensable la escucha. 

Un médico que no atiende – en el sentido socrático del término – o que no inquiere de manera dialéctica en la narrativa del sujeto que lo interpela, extravía el núcleo del padecimiento por muchos recursos paraclínicos de que disponga.  En algunos países de Europa, estas premisas de la entrevista médica se traducen ya afortunadamente en políticas asistenciales.

Lo que ha traído el ejercicio contemporáneo de la Medicina es una certidumbre de que todo está al alcance mediante parámetros de laboratorio o inferencias virtuales traducidas por equipos cada vez más precisos de diagnóstico por imagen. Tal afirmación, por reproducible que parezca, puede resultar una falacia.

 La experiencia subjetiva de un individuo, que es fundamental en la articulación de su historia médica, tiene como cimiento su herencia; pero así como interactúa con el ambiente desde lo microbiológico y lo metabólico – y lo acopla en modificaciones epigenéticas -, requiere a la par de un horizonte imaginario que dibuja su personalidad y sus características afectivas. 

No hay enfermo sin desorden biológico, cabría afirmar bajo esa perspectiva positivista. Como tampoco hay paciente sin una historia que connota su padecimiento y que lo hace digno de una escucha atenta.  

Cielo de invierno

Cielo de invierno

In War: Resolution,

In Defeat: Defiance,

In Victory: Magnanimity,

In Peace: Good Will.

Winston S. Churchill, The Second World War

Stefano sabe que no es único, pero éso es consuelo de tontos. Camina sin reparar en otros transeúntes, ensimismado en sus reflexiones y arrastrando los pies, como enlodado. No ha podido deshacerse de una relación tanto intensa como tóxica que le ha impedido progresar. Se reprocha haber sido tan torpe, tan tibio, a sabiendas de que ella estaba casada y nunca dejaría a su familia. 

Entra al bar de costumbre y se topa con la mirada de dos vecinos que no lo reconocen, pero que él ha visto jugar bolos en el parque cercano. El local huele a tabaco usado y a humedad latente; quizá no sea lo más higiénico para comer unas tapas. Se acerca a la barra y saluda de mala gana a Miquel, el fontanero, que lo observa desde una esquina bebiendo una caña. 

• Tanta melancolía – se dice. – ¿De dónde sacar fuerza para emprender la vida? 

Medita sin proponérselo en la piel de las serpientes, como si eso fuese posible en el cuerpo humano para desembarazarse de falsas promesas y amores errantes. 

Una pareja desconocida entra riendo y atrae las miradas lacónicas de la concurrencia. Ella es rubia, muy joven y se deja abrazar por el hombre que la acompaña con sobrada sensualidad. Se aposentan en un rincón y se besan como si estuviesen solos, desafiando la envidia de la concurrencia. 

Stefano deja escapar unas lágrimas sobre el café que se enfría sin probarlo. Recuerda por momentos los besos furtivos, la clandestinidad, la pasión que edificaron a contramano, ocultos a las miradas de sus compañeros de trabajo. Un juego, que terminó por quemarlos desde dentro. 

• Estará ahora recuperando a su familia, desechando el affaire, cómo se desprenden las hojas inservibles en otoño – se dice, rumiando, mientras seca las lágrimas con el dorso de la mano. 

• ¿Te sirvo otro, chaval? – pregunta el cantinero, reclinándose para acercarle un anís. – Prueba – le dice – esto mitiga los desamores. 

El joven levanta la vista vidriosa y agradece con una mueca, antes de bajar el licor de un trago. 

• Despacio, hombre – le espeta el viejo. – No hay mal que por bien no venga. 

Esa noche, Stefano deambula por las calles del barrio, tratando de olvidar, haciendo un esfuerzo vano por borrarla de su mente. Las prostitutas lo llaman y él sonríe tontamente pero pasa de largo con el corazón maltrecho y sin destino. Así, a oscuras de mente y rumbo, se advierte frente a la casa de su amante. Está pertrechada mediante un zaguán de hierro, flanqueada por dos faroles rústicos y por muros inaccesibles donde asoman apenas unas enredaderas. En una ventana en alto puede distinguir su silueta y la del esposo charlando animadamente, como si nada pasara entre ellos. Stefano fue sólo un vendaval que no hizo mella, un verano olvidado; habrá que aprender a vivir con ese anonimato. Un perro ladra con fuerza en la casa contigua y él retrocede de un susto; la penumbra se cierra en sus remembranzas. 

Con esa frustración a cuestas emprende el camino a su departamento. Cierta luz tibia se filtra desde la calle cuando gira la llave y abre lentamente hasta sentir el olor de pulcritud que daba por sentado. Bajo ese destello, su biblioteca es un bálsamo a la vista porque describe su pasado remoto sin cuestionarlo. En el escritorio yace la última carta inconclusa que no dirigirá a aquel amor arrebatado, pero que luce indiferente y en alguna medida la retiene. Ahora le ha dado por leer ciencia ficción y se sumergirá en el último libro de la trilogía de la fundación de Asimov, que había permitido que se empolvara durante dos décadas en su buró. 

Entre las páginas del viejo texto, encuentra una nota garabateada durante su juventud, cuando solía refugiarse en la poesía para expresar o reprimir sus sentimientos. Es un soneto de Miguel Hernández, que copió a la letra y esta noche aparece evocador sobre un papel amarillento. 

“Fuera menos penado si no fuera / nardo tu tez para mi vista, nardo / cardo tu piel para mi tacto, cardo / tuera tu voz para mi oído, tuera. 

Tuera tu voz para mi oído, tuera, / y ardo en tu voz y en tu alrededor, ardo, / y tardo en arder lo que a ofrecerte, tardo / miera, mi voz para la tuya, miera. 

Zarza es tu mano si la tiento, zarza, / ola tu cuerpo si la alcanzo, ola, / cerca una vez pero un millar no cerca.

Garza es mi pena, esbelta y triste garza, / sola como un suspiro y un ay, sola, / terca en su error y en su desgracia terca.”

Tras leerlo dos o tres veces, se le escapa el cansancio y se desviste frente al ronroneo lejano de la ciudad dormida. Sabe que no podrá conciliar el sueño de nuevo. En su terquedad y en su desgracia se ha quedado solo – se confiesa – y únicamente le queda este canto de sirenas, acaso un soneto enmohecido de aflicciones. 

La madrugada transcurre entre ladridos de perros y paso de ambulancias a la distancia, como es habitual en todo paisaje urbano. Nuestro personaje extiende su tristeza como una cobija y se apresta a pernoctar. Decide a la vez que no beberá más alcohol – ponzoña para el alma – y se limita a observar cómo amanece en un cielo pálido con nubes rasantes. Se avecina el invierno y con ello una pausada melancolía: “el amor siempre es un contratiempo” le dijo alguna vez un buen amigo y hoy esa frase tan poco trillada le brinda cierto alivio. 

Cuando sale a trotar en torno al parque más cercano, se encuentra con los corredores habituales. Una pareja que despliega su atletismo se cruza en su camino y saludan desde sus ojos avispados por encima de los cubrebocas. – ¡Qué difícil es descifrar sus expresiones con estas mordazas! – murmura, al tiempo que percibe el sudor deslizándose en su espalda. Hace tres semanas perdió a un amigo, obeso e indolente sí, pero que llenaba de alegría sus reuniones en otra época, que esta mañana se antoja remota e irrecuperable. No se permitirá más dolor, se repite, tomando un descanso junto a un roble con el corazón en la garganta. 

La rutina del trabajo lo envuelve en la semana, alternando horas interminables frente al ordenador y algunas visitas ocasionales a la oficina para dejar impresos o revisar portadas de libros cuya publicación sigue en veremos. La casa editorial ha repuntado un poco tras lo álgido de la pandemia, tal vez la gente se refugia en la lectura para mitigar el tedio o el aislamiento. Pero siguen las ventas en números rojos, dada la competencia. Se ha rumoreado que habrán despidos a final de año y, con seguridad, que los aguinaldos caerán a cuentagotas. Nadie parece tener garantía en el trabajo y si las vacunas no se distribuyen con uniformidad (acá la influenza, allá el CoVID) tampoco podrán gozar de libre circulación o del remanso que simula el entretenimiento. 

Esta tarde ha decidido acudir al cine, remedando al ex-guardameta Bloch de Peter Handke, para asesinar metafóricamente a su amor perdido. La sala está semivacía, con lugares proscritos y un aire de languidez y de ausencia. Hacía tiempo que quería ver de nuevo “Blue Velvet” y ahora la exhiben en versión original con subtítulos, a los que no está acostumbrado y le cuesta seguir la trama. Se le antojan unas palomitas de maíz pero no encuentra cambio en los bolsillos y desiste, concentrándose en la siniestra relación que convocan Isabella Rosellini y Dennis Hopper. Un dolor profundo se le clava en el pecho y sabe que va a llorar una vez más, de impotencia, de vergüenza. Pero se contiene y sale del cine intempestivamente, tropezando con varias butacas. 

Lo ciega la luz de la tarde, y al restaurar las imágenes, descubre un pequeño café al frente que no visitaba hace años. Es evidente que lo atienden nuevos dueños, porque la fachada está recompuesta y ahora tiene jardineras con tulipanes que le dan una nota de color. Las mesas están separadas y huele a pizza recién horneada. Elige un lugar al azar y observa su entorno, que por primera vez en muchos días lo llena de solaz o de confianza, a saber. Una mesera joven con careta se acerca para atenderlo y sin querer, advierte sus rizos pardos y una mirada luminosa que no se esperaba. Puede adivinar su sonrisa bajo la mascarilla y siente ese calor vibrante que a veces logra atemperar los presagios y darle sentido a las hojas muertas.

Ordena una pasta all’arrabbiata que ella repite con su voz melodiosa. Tal vez le pregunte su nombre y, con algo de perspicacia, adivine si es soltera y si querría departir con un joven desconocido. 

• La vida es una ilusión constante – se escucha decir, burlándose de si mismo – para dejar atrás el rumor de un río que persigue algún otro mar imaginario.

Notas. 

Miguel Hernández. El rayo que no cesa. Espasa Libros, Madrid 1999. 

Peter Handke. El miedo del portero al penalti. Alfaguara. Penguin Random House Grupo Editorial, Barcelona 2006.

Blue Velvet (Terciopelo azul). Película de David Lynch, estrenada en 1986 con las actuaciones de Isabella Rossellini, Kyle MacLachlan, Dennis Hopper y Laura Dern, entre otros.