Maltratada y retocada, la Ciudad de México es un bastión del tercermundismo que no cesa de sorprendernos por sus contrastes. Aquí, uno de los magnates más ricos del mundo exhibe sus feudos comerciales y colecciones de arte mientras amasa fortunas inverosímiles cada minuto. El ciudadano de a pie, receloso y acomodaticio, sigue repicando mansamente su teléfono móvil, ignorante de lo que urde desde la superestructura.
Aquí duele la pobreza, pero también se desdibuja en esa peculiar democratización que brindan los centros comerciales, los bares y los “antros”. Aunque no del todo, porque siempre habrá un dialecto —más que lo pecuniario— que distingue a los que alardean de lo superfluo y a los que aspiran o lo resienten.
Mi padre creció aquí, en esos vecindarios del centro histórico que se descarapelaban cada verano y cuyos habitantes, destinados a evitar su derrumbe, dignamente recubrían de yeso a falta de pintura en épocas menos lluviosas. En su barrio, la pertenencia equivalía a identidad. El zaguán apolillado se abría a un umbral en penumbra y maloliente de humedad, con acceso inmediato al patio central, donde jugábamos béisbol y los adultos retaban nuestra ansiedad adolescente demostrando quién era el macho dominante. Entrada la tarde, los adultos veían corridas de toros en una minúscula televisión mientras nosotros nos retábamos para decidir quién se atrevía a penetrar la bodega pestilente del fondo de la vecindad, donde acechaban los monstruos de nuestras pesadillas.
Surgido de tal entorno en desventaja, supo aprovechar las exiguas oportunidades que brindaron los gobiernos post-revolucionarios para hacerse de un perfil profesional exitoso, para debutar como Profesor Asistente en la Universidad de Texas y llegar a Vicepresidente de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Ese logro, para admiración y envidia por igual de sus contemporáneos, opacó todas las carencias que impuso el destino a un chico huérfano de la colonia Guerrero. No obstante, nos llevó de visita repetidamente a casa de su madre, en un intento de mostrarnos la injusta realidad y ubicarnos en el territorio democrático que él quiso inculcarnos, sin agravios o resentimientos.
En aquellas ocasionales visitas de domingo, entendí que, en su orfandad y como muchos chicos del proletariado urbano de entonces, mi padre buscaba un horizonte y una figura con quien identificarse.
No dudo que en ese tenor, el Bombardero Café, de Detroit, resultara un ideal. Así, con ese flamante subtítulo, se refirió siempre a su héroe de la infancia. Hace ochenta y cinco años, en una noche estival del Yankee Stadium, Joe Louis vengó a los descamisados del sur estadounidense y de más acá, cuando noqueó en el primer asalto a Max Schmeling, el gladiador ario que desayunaba con Hitler.
Contrario a lo que se tiene por leyenda, Schmeling no era un adherente del partido nazi, ni siquiera profesaba esa ideología nacionalista, más allá de ser el orgullo deportivo de una Alemania que ya planeaba dominar al mundo. Su entrenador, que hablaba siempre a través de un puro, era judío, y Schmeling lo protegió hasta que la presión dictatorial lo hizo insostenible.
La otra cara de la moneda es que el campeón alemán era el ídolo de la white America que denostaba por igual a los negros y a los judíos. Los arios norteamericanos veían con rencor el ascenso de los deportistas “de color” (siempre me pareció el epíteto más denigrante) sin delatar su propia condición fascista porque representaba the American way of life. En los estados sureños, el embrión del Ku Klux Klan nacía por esa década, negándose a aceptar la democracia y manteniendo la segregación racial que pregonaba Goebbels, aunque con distinta insignia.
El mismo Joe Louis lo denunció: “¿Pueden creer que hay americanos blancos que agradecen lo que Hitler está haciendo? Vienen a ver mis entrenamientos con svastikas en el brazo y se ríen como burros”. Su familia había huido de Alabama en 1926 justamente por las amenazas del kkk (¿por qué se arrogan tres iniciales los delincuentes de extrema derecha, como aquella infame triple A argentina?), para instalarse en el barrio Black Bottom de Detroit buscando trabajo y un futuro más prometedor.
Hizo una carrera meteórica desde su debut amateur a los diecisiete años. Ganó setenta y dos peleas profesionales con sólo tres derrotas: una a manos de Max Schmeling tras doce rounds trepidantes y otra que significó el fin de su carrera pugilística, en contra de una estrella en ascenso, el imponente Rocky Marciano, en 1951. Fue campeón de peso completo entre 1937 y 1949, el periodo más largo de cualquier peleador en la historia del boxeo.
Después de derrotar a Max Baer, a quien nadie había noqueado, Joe Louis era el contendiente por excelencia para llevarse el título mundial de los pesados, que en 1936 detentaba James J. Braddock. El Bombardero Café llevaba veintisiete peleas sin derrota y había demostrado que, como David, podía tumbar a cualquier gigante. Para su primera pelea, se entrenó en Lakewood, Nueva Jersey; un paraje suburbano rodeado de campos de golf. Alabado por la prensa, se dedicó en su fatuidad a disfrutar su joven matrimonio y a jugar golf en vez de entrenar para la pelea. Desde entonces sabemos que las sirenas también abundan en los greens.
Max Schmeling, quien pretendía recuperar su malogrado título, había sido cuestionado por su edad y se entrenó con esmero, además de estudiar en filmes todas las debilidades del famoso boxeador norteamericano. Explotó precisamente su talón de Aquiles: Joe Louis dejaba caer el brazo izquierdo después de lanzar un jab de derecha y por ahí entró el golpe contundente que lo derribó en el doceavo episodio.
Langston Hughes, el gran poeta negro del siglo xx, quien como tantos otros baluartes del afroamericanismo asistió a la pelea, describió las calles de Harlem inundadas de llanto y desolación. Schmeling le dedicó el triunfo a Hitler y el nazismo, en aquella noche fatídica, fue reivindicado ante el azoro del deporte.
El destino no perdona, y la fatal enfermedad del engreimiento cayó en los hombros del joven boxeador Joseph Louis Barrow, el atleta laureado de 1935, que se creía Ícaro y se acercó demasiado al sol de las luminarias y la banalidad periodística. Mi padre recordaba con amargura esa derrota, porque había visto muchos ídolos locales precipitarse hasta el olvido, ahogados en alcohol o rodeados de prostitutas y lisonjas.
Los promotores de Schmeling, saboreando la victoria, intentaron negociar una pelea con el campeón, pero el temor de verse envueltos en propaganda nacionalsocialista retractó al equipo de Braddock, quienes reconocieron una opción más lucrativa contra el contendiente negro.
La pelea por el campeonato se celebró en Chicago el 22 de junio de 1937, fecha en que Joe Louis ganó su ansiado cinturón en ocho asaltos, en medio de la Gran Depresión. Quedaba entonces, por supuesto, la afrenta con Max Schmeling, pero esta segunda vez con el título en juego además de toda la alharaca política y racial que despertaba esa revancha.
El campeón le advirtió a su entrenador, Chappie Blackburn, que descargaría toda su agresividad en los primeros tres asaltos. Desde que repicó la primera campanada, Joe Louis se abalanzó rabiosamente sobre un aturdido Schmeling, quien recibió sin defensa cinco ganchos al costado y un golpe seco que lo hizo gritar de dolor. El referee paró la pelea y ofreció una cuenta de protección al retador, mientras Joe Louis miraba con denuedo desde su esquina. Apenas recibió la indicación, el Bombardero Café arrancó de nuevo contra el alemán, derribándolo de un gancho de derecha contundente. El retador se paró sin escuchar el aullido ensordecedor que lo azuzaba.
Esta vez, Joe Louis asestó todos sus golpes contra la cabeza, tres de ellos directo a la quijada de Schmeling, quien trastabilló y cayó a la lona de nuevo. Se incorporó tambaleante sin esperar la cuenta de protección y de nuevo fue embestido por golpes cruzados que lo arrojaron al centro del ring, una masa amorfa y sin amparo. Desde su esquina voló una toalla, pero el entrenador hubo de ingresar al cuadrilátero para decretar el nocaut técnico. Habían pasado poco más de dos minutos del primer round y Max Schmeling alcanzó a esgrimir dos golpes en medio de la marejada que le propinó el campeón. El altivo luchador alemán fue admitido en el Policlínico de Nueva York donde se encontró que su cuerpo macerado tenía varias costillas fracturadas.
Tras la rotunda victoria, los habitantes de los barrios afroamericanos celebraron tribalmente: de haber perdido —decían— habríamos regresado a la esclavitud, otro negro colgando de un árbol con la soga de la supremacía blanca apretándole el cuello. Las calles resonaban entre saxofones y alaridos con el nombre de ese niño del avasallado sureste, que capitaneaba todos los anhelos de libertad e igualdad.
Schmeling regresó para conformarse con el cetro europeo y luego caer en desgracia frente al régimen nazi, sobre todo porque protegió a dos niños judíos durante la masacre de la Kristallnacht. Regresó a Estados Unidos después de la guerra para hacerse de acciones de Coca-Cola que introdujo con su pequeña empresa comercial en Alemania para deleite los berlineses afines a Kennedy. Trabó entonces una cercana amistad con quien fuera su némesis, que cultivaron hasta su muerte en 1981.
Joe Louis murió desposeído, alcanzado a golpes por su falta de estructura, después de varios fracasos matrimoniales y tras su derrumbe en el licor y la heroína, como tantos otros pugilistas de barrio que mi padre vio caer. Su contrincante y amigo, el viejo Max, pagó parte de las exequias.
Pese a las críticas racistas de los periódicos que relataron su triunfo, el Bombardero Café fue desde aquella noche el símbolo de emancipación en muchos rincones del mundo, identificados con su gesta y su fugaz inocencia. Mi padre lo admiró con un fervor casi infantil hasta su propia muerte. Hoy lo recuerdo con el mismo afecto que él me prodigó, celebrando sus noventa y siete años no cumplidos así como los méritos y beneplácitos que cosechó en su vida.