A medida que la humanidad registra cinco millones de casos de COVID-19 y sufre la muerte de 330 mil – la mayoría de éstas en silencio y rodeadas de máscaras anónimas – se habla de un proceso gradual de restitución.
Restitución del orden, de la movilidad, de la vida pública a tientas y a distancia. Durante doce semanas (en algunos países aún más) los negocios se cerraron, las sillas de los restaurantes se invirtieron, los cines quedaron a oscuras y las playas vieron pasar las olas sin risas o chapuzones. Las plazas permanecieron abandonadas los domingos y los parques ajenos al público, con sus perros confinados, sus pájaros y ardillas ajenas al barullo. Se detuvo la producción, el comercio, el tráfico y la algarabía, en una parálisis sin precedentes.
Si bien rondaron los escépticos y los profetas del Apocalipsis, la mayoría de la gente se tomó en serio la pandemia y se recluyeron confiando en que este diminuto enemigo acabaría por disiparse. No hay tal. Apenas estamos emergiendo de la primera revolcada.
Sin ser médico de trinchera, he podido atestiguar como este coronavirus invade el organismo de los más endebles, secuestra sus pulmones y su aliento, imprime un tinte terroso en el rostro demacrado y agota, succionando la energía y el hálito de vida de quien lo padece. Los casos poco sintomáticos – que afortunadamente son los más -, resultan un verdadero alivio. Pero estamos cerca del final de la primavera y los decesos se siguen acumulando. El optimismo que ha reinado en las comunicaciones oficiales se hace cada día más exiguo y la vuelta al ritmo habitual citadino o rural parece cada vez más distante.
En medio de toda esta incertidumbre, los gobiernos claman por una “nueva normalidad” que presupone el restablecimiento gradual de la educación, el comercio y la movilidad cotidiana, con ciertas restricciones para lo que se denominan “actividades no esenciales”. Es un criterio ambiguo, por supuesto, porque para un funcionario público podría no ser esencial vender jugos o fritangas cerca de su domicilio, pero para un ciudadano de a pie en la precariedad del Tercer Mundo, eso es justamente la razón de su existencia.
Desde una perspectiva básica, cabe preguntarse cómo se logrará el retorno gradual de las actividades económicas en una sociedad tan interconectada mediante un sistema de servicios, intermediarios y flujo de capitales que mantiene apenas la supervivencia en un país zanjado por tantas desigualdades. ¿Se le puede prohibir a los taxistas, las sirvientas, los limpiabotas o los vendedores ambulantes integrarse a la vida social esperando su turno? Desde mi ventana, donde atisbo tres puestos de alimentos perecederos, una florería (que no ha cerrado) y un sitio de autos de alquiler, tal propuesta me parece bastante ilusa.
Piensen por un momento en los diversos estantes improvisados que se colocan en las salidas del Metro, las paradas de autobuses o afuera de las oficinas de gobierno con sus tortas, tamales, carnitas humeantes y dulces de todos colores. Será imposible mantenerlos a raya una vez que se restituya el funcionamiento de sectores como la construcción, la administración pública y la fabricación de insumos. Ningún poder de persuasión logrará que la vendedora de aguas frescas o de atole se quede en su domicilio esperando la señal de arranque, mientras sus competidores obtienen las escasas monedas que se derramarán desde el día uno post-confinamiento.
El fenómeno predecible, como es obvio y ya ha sucedido en otras latitudes, es que los contagios van a recrudecerse. Algunos países del lejano Oriente se han visto obligados a echar marcha atrás en sus medidas de relajación a la luz de un repunte de infecciones. ¡Por supuesto! Todo virus se transmite de persona a persona, no está calladamente esperando en las calles o los edificios a que el clima lo despierte. Recordemos que se replica en organismos vivos y, en cuanto éstos se encuentran disponibles y sin inmunidad previa, el SARS-CoV-2 vuelve a saltar de un individuo a otro para prevalecer y continuar su estrago.
Me temo que es ingenuo suponer que la “sana distancia” se va a mantener en el transporte público, las fondas o los mercados itinerantes. Una vez que se da luz verde para el intercambio social y económico, máxime en megalópolis como las capitales latinoamericanas, la diseminación de la epidemia resurgirá sin obstáculos. Los tapabocas y mascarillas hechizas pueden simular un cierto control, pero recuerden que estamos lidiando con un enemigo invisible que buscará todos los orificios y contactos humanos para reproducirse e infectar a los que estaban alejados previamente.
De otro lado, esta paranoia que nos han infundido las noticias y las redes sociales, y más aún, el rumor de muertes tan cercanas, hará que tan incierta normalidad tenga matices peculiares. Con ello quiero decir que la sociedad en general se mostrará reticente para cualquier cercanía. Estaremos esperando que los restaurantes interpongan mesas vacías para antojarse seguros. Los teatros y cines se verán semivacíos y transitaremos por sus pasillos protegiendo nuestras palomitas con dos manos para evitar que el aliento de nuestros vecinos las contaminen de veneno. La costumbre de besarse ante un saludo cordial será vetada, y los codos sustituirán al estrechar las manos como un saludo prudente y resentidamente fóbico.
Puedo imaginar la profusión de obsesivos lavándose las manos a cada oportunidad y además, obligados a coincidir en los lavabos o baños públicos contrario a su mejor juicio. Agotaremos las reservas de desinfectantes, hipoclorito y gel de alcohol cada semana, en un intento vano por ahuyentar al virus que repta en nuestros árboles respiratorios. Propiciaremos reuniones por Zoom (aplicación que se ha enriquecido monumentalmente en dos meses) y las fiestas multitudinarias que gozábamos de adolescentes serán cosa del pasado.
¿Cómo conquistarán nuestros nietos a sus contemporáneos? El juego de la botella, del teléfono descompuesto o la intimidad de los llamados “antros” estarán prohibidos hasta que no estemos todos vacunados o la inmunidad de manada se haya cubierto con suficiente amplitud. A este respecto, me permito aclarar el concepto que me parece que no ha quedado claro en la mayoría de nuestros conciudadanos. Me explico: cuando ocurre una nueva infección por un germen que era desconocido para la humanidad, los contagios se van sucediendo al ritmo que dicta la aglomeración de las comunidades o la tasa de replicación del bicho. Quienes están más cerca de los enfermos graves, por supuesto tenderán a infectarse más agresivamente y más rápido, como ha sucedido con los valientes médicos y enfermeras que están en la primera línea de batalla. Poco a poco, a medida que se infectan los más sanos y se desplaza la infección de puerta en puerta, se van creando focos rojos de contagio, que pueden aislarse (como se intentó en Corea del Sur, Japón e Indonesia) pero eso sólo retrasa la inmunización (la adquisición de resistencia a la nueva enfermedad), no la detiene del todo. Ya señalaba yo más arriba que este virus, como cualquier otro, requiere de mamíferos y ciertos receptores celulares, para invadir y reproducirse. En tanto esos organismos vírgenes estén disponibles, el coronavirus viajará más temprano que tarde y los colonizará. Si se trata de personas jóvenes y sanas, la infección pasará apenas como una gripe fuerte, una diarrea autolimitada o una pérdida transitoria del olfato. De modo que gradualmente la población se irá infectando con mayor o menor impacto clínico. La estimación gruesa es que se requiere que dos terceras partes de un país o una región se contagie para alcanzar cierto equilibrio epidémico. Desde luego, caerán los más débiles y tendrán que ser hospitalizados aquellos que debuten con una complicación sistémica, pero la mayoría se irá contagiando pasivamente y establecerán una cortina de inmunidad que implica que “la manada” ha adquirido defensas para mitigar la infección masiva. Naturalmente, para que eso ocurra tienen que exponerse casi todos los que habitan en ese país o región, y eso implica que los más viejos y los más vulnerables pueden morir.
No dejo de pensar en esos agradables personajes de la tercera edad que nos ayudaban a empacar las compras en los supermercados o que cumplían labores menores en las iglesias, los centros de recreación o las oficinas. ¿Qué será de ellos y cuándo podremos disfrutar su compañía de nuevo? ¿Cuándo asistiremos a estadios o centros comerciales sin sentir que pulula un asesino? ¿Y respecto de los hoteles de paso y los cotilleos a contramano? ¿Dónde conduciremos el secreto de nuestro amor o nuestras seducciones sin ser desterrados? ¿Podremos resguardar o sacar a pasear a nuestros familiares con la confianza de no caerán fulminados al instante?
Tanto como todos mis lectores, yo quiero ver florecer mi ciudad con júbilo y frivolidad; me encantará ver a los niños correr en las plazas y parques como si les hubiesen otorgado un derecho único para explotar la vida. Deseo volver a mojar los pies en la arena húmeda y tomarme un vino fresco con un par de amigos para burlarnos de todo lo que es nimio e importante. Pero mi pronóstico no es tan halagüeño, lo lamento.
Lo “normal” si así queremos denominarlo, es que una infección viral de novo requiere al menos unos años para estabilizarse. Vendrán oleadas funestas – dos o tres calculan los expertos – antes de que una vacuna introduzca artificialmente anticuerpos que neutralicen al SARS-CoV-2, o bien que la población joven en su mayoría se haya contagiado para que el virus se asiente en las comunidades y ya no diezme a los ancianos y a los enfermos crónicos.
La situación actual, sin embargo, es que seguirán los contagios, curvas epidemiológicas mediante, y habrá que tolerar la pérdida creciente de propios y extraños con dolor e impotencia.
La enfermedad que bautizamos como COVID-19 llegó para quedarse. Se prolongará seguramente hasta el 2022 o 2023 si nos va bien, pero no esperen milagros ni condiciones amables. Es una lucha por la supervivencia y deberemos confiar en nuestra sabiduría y creatividad científicas, tanto como nuestro sentido de solidaridad, para crear eso que han dado por llamar “la nueva normalidad”.