La rabia humana

La rabia humana

Aquel día festivo, hace casi cuarenta y cinco años, murió una joven mujer, presa de encefalitis rábica. La habían internado a empellones tres días antes en un galpón del hospital rural que yo cubría en esa guardia de mi servicio social. La escena no se me ha borrado de la memoria. Tomada de los brazos, parecía una bestia sin control (rabiosa era el adjetivo justo) que intentaba morder a sus custodios a ambos lados para que la soltaran. La ataron a un camastro de metal y la cubrieron a medias con sábanas limpias, alejada de propios y extraños, encerrada a cal y canto.

La mañana en cuestión, llegué a la clínica apenas despuntando el alba y, tras pasar visita a los pocos enfermos que seguían hospitalizados, me enteré de su muerte durante la madrugada. En los días previos, la recordaba aullando en su agonía, ante mi impotencia como médico recién graduado y consciente de que el desenlace era sólo uno.

El cuerpo exánime yacía entre cobijas revueltas y saturadas de baba. Lo trasladé con ayuda del conserje hacia el almacén que serviría de anfiteatro improvisado al fondo del jardín, tratando de descifrar en la inexpresividad de sus ojos qué quedaba de aquella rabia. Por encima de mis temores e inexperiencia, me enfundé unos guantes y extraje su cerebro mediante esa necropsia más intuitiva que obligada. Eran otros tiempos, lo admito, y mi pasión por investigar se impuso a la prudencia. Afuera marchaban los grupos de escolares para celebrar la fiesta de la Revolución y el velador (único ayudante disponible a esas tempranas horas) me asistía con una mezcla de morbo y espanto.

Recogí el cerebro disecado (luego de cerrar la tapa del cráneo y suturar como pude las sienes del cadáver) y monté en mi pequeño VW para cruzar unos treinta kilómetros de retenes militares por carreteras vecinales. Atravesábamos épocas de guerrilla y, no obstante mi aspecto ingenuo y mi bata blanca, traía una carga inexplicable en el asiento trasero de mi coche. Por fortuna, mis tragos de saliva y afectación al mostrar mis documentos no me delataron.

En el centro antirrábico del Estado me recibió una joven veterinaria que, como yo, hacía la guardia en ese aniversario de asueto. Cuando extraje el cerebro de la bolsa de plástico, expresó al garete:

​•​Caramba, ¡qué cerebro tan grande!¿De qué raza era el perro?

​•​Es un cerebro humano – repliqué con serenidad -. Hice la autopsia de una paciente que falleció esta mañana.

​•​¡Pues yo no toco eso! – exclamó en medio de un ataque de pánico.

Así que, puestos a concluir la investigación, me trastoqué súbitamente en patólogo y, siguiendo sus instrucciones, disequé el cerebro y monté las laminillas para estudiarlo. El examen microscópico reveló los distintivos cuerpos de Negri, inclusiones citoplásmicas típicas de la rabia.

Llamé para notificar del hallazgo y avisar a las autoridades locales y centrales. Además, emití un boletín junto con la veterinaria que para entonces estaba a punto de invitarme a cenar por gratitud. No he vuelto a ver un caso de hidrofobia desde entonces y la rabia humana pasó a ser una categoría metapsicológica.

La ira, el enojo, la cólera. Los diccionarios la definen como “una intensa pasión o sentimiento de disgusto, resuelto en antagonismo y nutrido de sensación de agravio o de insulto”. En los textos aristotélicos se menciona el οργή, una expresión emocional destructiva,  que intenta deshacerse de lo nocivo. Por eso, a la ira “la acompaña cierto goce, porque se pasa el tiempo vengándose con el pensamiento, y la imaginación que acude entonces causa placer, como la de los sueños (Retórica, página 96)”. Entendida así, la rabia disipa el temor y reafirma al sujeto para apartarlo de las injurias que amenazan su integridad afectiva. Es un sentimiento de aversión que protege la vulnerabilidad de nuestro psiquismo.

Somos sujetos del lenguaje. Mediante la palabra nos hacemos presentes en el mundo de los semejantes. Imploramos, negamos, elegimos, rechazamos. Sólo como sujetos hablantes desciframos significados y, desde pequeños, planteamos nuestras demandas perentorias con el llanto, que después, fruto de la experiencia y el fracaso, exige ser verbalizado. Así, la convención del diálogo transforma la perentoriedad de nuestros actos en súplicas o imposiciones, según el caso. Se puede decir que modula la violencia del impulso y lo vierte en fonemas que buscan la respuesta en el otro. El tono de voz, el ritmo y la elocuencia del discurso, derivan de esa interacción que interpela, que rasga el horizonte de lo ajeno para devolver lo propio.

Nuestro impulso natural es descargar las emociones, que se modula mediante el trabajo psíquico de representar y ligar aquellas representaciones que excitan nuestra experiencia con afectos, atenuando la dinámica de acción-reacción. En la medida en que privilegiamos la significación de las vivencias, le damos relevancia a la cualidad y modo de enlace de estas representaciones para regular nuestras descargas afectivas: Reprimimos nuestros berrinches, pedimos las cosas por favor, sonreímos para obtener una gratificación, etc. La fuerza del entorno cultural, validada en lo edípico y lo superyoico, hace su injerencia en nuestros deseos. Nada será igual en adelante, incluso el coraje tenderá a verificarse.

Por eso, todo malestar mental implica una enajenación del sujeto, un modo de extrañarse o sustraerse de la realidad, que se advierte como inaceptable. Cuando abandonamos de bebés la satisfacción plena, al servicio del placer puro, cedimos la confiabilidad a lo que percibimos y cotejamos en atención al otro.  Aprendimos a explorar periódicamente las similitudes y disonancias externas, instituyendo a la memoria como sistema de registro y confirmación. Nuestros impulsos, otrora dirigidos a nuestro cuerpo como investidura de afectos autoeróticos, se subordinaron a modificar la realidad con arreglo a fines específicos, lo que equivale a mudarnos en acciones: llorar para obtener la leche nutricia, iluminar el rostro para reclamar la mirada de mamá, retorcernos con un cólico para rogar su atención, y así sucesivamente.

Conforme maduramos, discernimos que el ejercicio de pensar pone en suspenso nuestras acciones, y que la reflexión pensante denota propiedades que permiten soportar la tensión del estímulo que quiere descargarse. Un ejemplo: “me puede gustar mucho un chico de la escuela, pero me detengo a seducirlo con palabras o insinuaciones, que iré graduando en proporción a su respuesta empática. Si me lanzo de golpe, seguro lo asusto y lo pierdo”.

Cabe preguntarnos: ¿Qué es de la rabia que surge como respuesta a la agresión? La agresión deliberada castra, desintegra, contiene todo el bagaje de la pulsión de muerte. La rabia puede ser una réplica a la motivación frustrada, sea que se ponga en entredicho la seguridad personal o alguna otra necesidad básica. La respuesta adopta así la forma de rechazo, defensa o agresión conmensurable. Nos impacta cual emergencia de un impulso endógeno que se configura como disociación o tensión displacentera. En ese sentido, todo instinto es una pieza dislocada de actividad que intenta ser expulsada hacia la alteridad. Incluso, la abstención y el silencio pueden suscribirse como expresiones de cólera.

Lo habitual, no obstante, es que la rabia desborde. Atrapa al sujeto por los hombros y lo sacude, lo secuestra, lo toma por sorpresa y le arrebata la razón y la mesura. Nubla con su vendaval oscuro toda perspectiva, inunda el afecto y subvierte las palabras en injurias o reproches. La ira tensa los músculos, crispa los puños, irrumpe en el cuerpo. De modo que otorga una fuerza inusitada a quien la padece, una rudeza que suplanta la fragilidad que le sirve de manantial. De ahí la fatiga que sigue a un ataque de cólera: los neurotransmisores exigen mucho de los tejidos, disparan a la vez tantas hormonas y catecolaminas, que se requiere un periodo de latencia para volver a la carga. Lo no hablado irrita, enciende, penetra los órganos y los inflama hasta saturarlos. Su descarga se torna imperiosa: la agresión domina y predomina. ¡Imaginen cuántos procesos psicosomáticos pueden resignificarse bajo este enfoque!

Aprovecho esta disertación para invocar la calma (aunque nos enfurezca el derrotero al que nos pretenden conducir nuestros políticos) y la civilidad en estos dos meses que restan para mutar de un sexenio cargado de diatribas y diferencias que han atravesado familias y comunidades por igual.

Es probable, porque los momios así lo anticipan, que la candidata oficialista obtendrá una victoria aplastante. De ser así, la oposición tendrá que recomponerse y pensar más en el pueblo que en sus seguidores. Para quienes dedicaron su saliva y redes sociales a atacar a un gobierno errático pero al fin y al cabo elegido por mayoría, esta derrota sucesiva los debe hacer recapacitar en cómo ayudar a construir un país mejor y no un territorio marginado.

Como asentara Sigmund Freud hace un siglo, yo me adhiero a la premisa de que el odio precede al amor en la conformación del sujeto. La consecuencia de tal inquina originaria hace que los seres humanos tendamos por naturaleza a acentuar las diferencias y rechazar lo ajeno a expensas de raza, ideología, credo o clase social.
En efecto, para tolerar a los otros como extraños con los mismos derechos en la convivencia social, se requiere un grado de autoestima y sofisticación intelectual que no se da en los árboles. Huelga decir que el resentimiento social y la discriminación de clase son polos opuestos de una misma tendencia que identifica y envenena a la vez.
En ese tenor, conmino a mis lectores a conservar la mesura y respetar el consenso de la mayoría, para ofrecernos mutuamente una patria más armónica, donde quepan todos, a derecha e izquierda, de arriba a abajo, sin exclusiones ni rencores. Es un deseo ingenuo, lo reconozco, pero confío en que prevalecerá la cordura y así, quienes aprendieron a odiar y lo siguen ejerciendo, serán siempre los eslabones rotos de la cadena humanista.

Desde Aquiles, que desató su cólera contra Agamenón por deshonrarlo, como muestra la pintura de Giovanni Battista Tiepolo (1757), los seres humanos nos hemos preguntado qué pasiones arrebatan nuestro corazón más allá de lo puramente instintivo. Nada como el amor, dirían los filósofos, porque se aprende después de que el odio ha poblado de sobra el inconsciente.

PD. Pero el coraje también es una fuerza edificante, como decía Emil Cioran: “Sin embargo, tú sigue tu camino y, como sol escéptico, ilumínalo con los rayos de tu cólera pensadora”.

Trayectorias

Trayectorias

Hace cuarenta años me asomé por primera vez a la Reumatología de manera formal. Mi rotación por ese departamento en el INCMNSZ comprendía tres meses que tuve que acomodar con las otras rotaciones necesarias para emprender mi subespecialidad. Cursaba el tercer año de la Residencia en Medicina Interna y creía resuelto mi futuro. Ya era padre de dos hijos y tenía bastante abandonada a su madre en medio de guardias, publicaciones y ahora además, seminarios temáticos que constituyeron en adelante la fuente de evaluación de mis capacidades histriónicas a la par con mi acervo de conocimientos. El primero de tales retos fue una descripción de las manifestaciones reumáticas de la diabetes mellitus, que fue muy celebrada por mis colegas y, me atrevo a afirmar, allanó el camino para ser aceptado como residente de la subespecialidad pocos meses después.

No me detendré más en esta etapa, salvo por haber advertido, desde el origen, que podía amalgamar mi interés por las ciencias básicas aplicadas a la fisiopatología con un deleite hacia los procesos afectivos que merodean al padecimiento crónico. 

Mi jefe entonces, el Dr. Donato Alarcón Segovia, notable mentor después en estos mismos derroteros, se atrevió a sugerir que debía continuar mis estudios en el Wellesley Hospital de Toronto para desentrañar los recovecos de la Fibromialgia, síndrome que había sido descrito tiempo atrás para desconcierto de propios y extraños. Pese a su intuición, decliné para dedicarme de lleno a la Inmunología, que en aquellos años debutara como un campo ignoto digno de explorarse para develar los secretos de los fenómenos inflamatorios autoinmunes. No me equivoqué, pero el sabor de un hueco para investigar el sufrimiento humano siguió dictando mis intereses. Habría de retomarlo tres lustros después. 

Ya entonces tenía un ofrecimiento de continuar adentrándome en la psicopatología, es decir, emprender estudios en el extranjero en Psiquiatría, promesa que no habría de cumplirse, ante todo por mi reticencia a seguir bajo la sombra de mi padre. Uno difícilmente sabe discernir qué tropiezos encierra la senda edípica cuando no está del todo analizado. 

Sea como fuere, al despuntar la primavera, y tras haber declinado una invitación para hacer la Maestría en Educación Médica en Estados Unidos, me incorporé al Departamento de Inmunología y Reumatología impulsado por un buen amigo, Arnoldo Kraus, quien sería mi confidente y protector durante ese primer año de Fellowship dadas las presiones académicas (y emocionales) que logré vislumbrar pero no anticipé del todo. Debo admitir que fue una etapa de hondas confusiones y grandes expectativas, que pusieron a prueba mi estabilidad y mi inteligencia. 

Por ventura, el enfrentarme de lleno al dolor y a la discapacidad de los enfermos reumáticos aunó más mi interés en el deterioro emocional que acompañaba tal sintomatología. Era obvio que no había deformidad que no se revistiera de un duelo profundo y que ningún dolor físico estaba desprovisto de un trágico desconsuelo o una pérdida de garantías. Los pacientes acudían a nuestros consultorios en la vieja unidad de consulta externa, próxima a la entrada posterior del hospital, para ocupar los espacios más amplios, por supuesto, dado que la mayoría acudía en silla de ruedas o acompañados de un séquito de familiares que completaban la historia clínica con anécdotas e infortunios. 

No había mucho que ofrecerles, aún más. Los esteroides sistémicos acarreaban enormes efectos indeseables, las sales de oro se destinaban a unos cuantos que podían pagarlas o que las toleraban (la tristemente célebre “crisiasis”), mientras que la D-penicillamina y la hidroxicloroquina – que de suyo escaseaban – daban resultados tan lentos como desesperantes.  En suma, veíamos cómo se deformaban gradualmente, cómo eran presa de complicaciones o, peor aún, cómo nuestros fármacos, por más candor que les imprimíamos, causaban más daño que beneficio.

Dos hallazgos importantes ocurrieron a la par de tan deficiente arsenal terapéutico. El primero de ellos fue un aliciente y pronta decepción. Una compañera de años previos, la Dra. Josefina Sauza, de origen regiomontano, había iniciado un protocolo  con un medicamento denominado Benoxaprofen que daba resultados sorprendentes en enfermos con artritis reumatoide. Yo retomé los casos que seguían en vigilancia de fase tres y era notorio lo bien que había remitido su enfermedad, algo inusitado en aquellos años. Desfortunadamente, aparecieron diversos reportes de hepatotoxicidad de la droga en cuestión y fue retirada de inmediato junto con nuestra esperanza y el bienestar de los trece pacientes que la habían recibido. Volver al tratamiento convencional fue una decepción para todos. 

El segundo fue la observación de que el methotrexate, droga antineoplásica usada en leucemia y algunos tumores sólidos, podían reducir la actividad de linfocitos incitados para penetrar las articulaciones inflamadas cuando se le empleaba a dosis bajas semanales. Esta información, que tardaría todavía unos años en generalizarse en el mundo, resultó determinante para el tratamiento de las artropatías inflamatorias. Pronto se extendió a la artritis psoriásica y a las espóndiloartropatías con un éxito sin precedentes. Debo añadir que al principio llegamos a hacer biopsias de hígado a los pacientes que desarrollaban una mínima hepatotoxicidad, temerosos de repetir el escándalo del Benoxaprofen.  El estudio original lo habíamos descubierto – como niños abriendo regalos de Navidad – Kraus y yo en Seminars in Arthritis and Rheumatism en el otoño de 1983 y de inmediato empezamos a aplicarlo. Pocas veces en mi bisoña carrera académica me había sentido que conquistaba un nuevo mundo, y creo que han sido contadas ocasiones desde entonces.

Incluso a mi llegada al Reino Unido para hacer un post-doc en Reumatología, la reticencia para emplear el methotrexate era generalizada. Cuatro años después, a mi regreso a México, todos los médicos que conocí en aquella estancia lo usaban y tanto las sales de oro como la D-penicilamina estaban en franco desuso. 

Mi regreso también contempló los primeros visos de la Terapia Biológica con el descubrimiento de que la inhibición del factor de necrosis tumoral era mucho más efectiva en modelos murinos que la tolerancia oral o la manipulación de colágeno de tipo II. 

No obstante estos avances en el terreno terapéutico y la contribución de la epidemiología para buscar mejores métodos de evaluación del beneficio y pronóstico de los enfermos reumáticos, los síntomas afectivos y la depresión seguían campeando en mi consulta. No había día en que algún paciente aquejara el abandono de su pareja, el despido de su empleo, la dificultad para tener relaciones sexuales, el abuso de los hijos o el deterioro irremisible de su situación económica. Cada uno de estos desenlaces afectaban su perspectiva cotidiana y su expectativa de vida ante nuestra creciente impotencia. 

Sería ingenuo presuponer que uno como médico puede hacer mucho más que escuchar y alentar, de ahí la importancia de contribuir con mi experiencia y ciertas técnicas de orden práctico para mejorar la calidad de vida y la adherencia terapéutica de los pacientes con padecimientos crónicos. 
En tal sentido, las décadas recorridas me han enseñado mayor humildad y mejor calidad de escucha, lo que redunda en cobijo afectivo frente al dolor y mesura en el uso de antiinflamatorios y fármacos biológicos. Si bien la inmunosupresión ha sido el sustrato terapéutico de los fenómenos autoinmunes, como resulta obvio, su exceso conlleva resultados catastróficos y efectos indeseables con los que la cuesta se hace más azarosa.

Pero ciertamente faltaba redondear la experiencia clínica con una visión más analítica de la narrativa que entraña todo padecimiento.
Hace diecinueve años decidí, tras haber constatado la sorpresa de mi padre, estudiar psicoterapia. Mi falta de un respaldo formativo en las enfermedades mentales me puso en contacto con el Pabellón 9 de Psiquiatría del Hospital Español, a cargo del Dr. Carlos Serrano, con quien (además de sus pares y residentes) estaré agradecido de por vida.
En los cinco años siguientes aprendí a sumergirme y resignificar los procesos mentales como nunca antes, desde Sigmund Freud y Donald Winnicott hasta Mark Solms, Christopher Bollas, Laurent Assoun, André Green y tantos otros brillantes psicoanalistas contemporáneos.
Quiso mi inconsciente y, porqué no, la rivalidad edípica, que no terminara la formación anhelada, pero me trajo apareada la mayor felicidad de mi existencia en dos hijas que iluminan a diario mi camino.
Hoy, más resuelto y añejo, puedo dedicarle una atención especial a mis enfermos, percibir su llanto interno, cobijar sus heridas y, sin falsas pretensiones, acompañarlos hacia un futuro más venturoso en el arduo trayecto de la enfermedad y el dolor. Acaso tal ejercicio es concierto, epifanía, y odisea en un solo cometido.

Lamentos de niña

Lamentos de niña

Me mira sin parpadear —esos ojos negros, hondos de melancolía—, conteniendo el llanto. Me abstengo de explicarle lo que me transmite, es prematuro y sólo la angustiaría. La tez morena, los rasgos indígenas; vestida con recato, exuda una aire de ingenuidad que me preocupa.

Es la segunda consulta, acaso viene a renovar sus quejas. La cabeza le duele, siente que la piel se rigidiza (como piedras en la madrugada —afirma), que la despierta un dolor que no atina a reconciliarse con su anatomía, porque sigue trayectos erráticos y se pierde cuando trata de definirlo.

—No sé, a lo mejor no me explico —me dice, en tono suplicante.

Tal vez fui poco atento en la visita previa —pienso— mientras le devuelvo la mirada sin prisa. Su discurso llena el espacio, reitera sus síntomas, los desmenuza, los retoma y vuelve a inquirir. Es un día de intenso trabajo pero la escucho sin interrumpir su demanda, consciente de que este ejercicio de suyo es terapéutico.

Cuando por fin acepta que pasemos a mi sala de exploración, ocurre lo inesperado. Se sienta y me permite colocar el manguito del esfigmomanómetro, pero no deja de indicarme dónde y cuánto le duelen los brazos, la espalda, los muslos, la base del cráneo.

Una vez que completo el artificio de tomarle la presión y el sonido del velcro inunda el ambiente, se recoge emocionalmente a la espera de mis manos. Basta tocarla para percibir, de forma instantánea y distintiva, el eco sexual que subyace a su lamento. Es una exigencia histérica, anclada en una cuenca remota de la infancia, un deseo explícito en el cuerpo.

Me retraigo y palpo con cautela, a sabiendas de que estoy rozando su inconsciente herido. Ella gime y deja correr las lágrimas, evocando una reacción, de complacencia o lástima, es difícil discernirlo. Por supuesto, me abstengo y le explico que emplearemos algún analgésico en esta etapa, mientras demostramos qué causa sus molestias. Estoy cierto de que mitigar el dolor físico, de suyo subjetivo e inefable, no basta, pero me resisto a mostrar una convicción que ella juzgaría como arrogancia. La conmino a vestirse y dejar la bata clínica para que la recoja mi asistente, evitando cualquier ínfula de suficiencia y cierro la puerta con cautela.

Volvemos a mi oficina, la luz refulge en sus mejillas húmedas. Mantiene la cabeza inclinada, como una criatura que anticipa un mimo. Me tomo mi tiempo. Insisto en que los síntomas son equívocos, que no hace falta hacer exámenes porque no hay indicios de un proceso inflamatorio, pero habrá que corregir el descanso nocturno, que a su decir nunca es suficiente.

Un poco más calmada, entre suspiros, me relata que cuando era niña aparecían arañas y espectros en su cuarto justo antes de que la venciera el sueño. Rememora que las exorcizaba corriendo a acurrucarse en medio de sus padres. El recuerdo data de sus años de latencia edípica, pero es obvio que este roce corporal la excitaba tanto como la sedaba. Continuó cotidianamente hasta que cumplió diez años y el padre abandonó el hogar, para migrar allende el Río Bravo.

Tal orfandad tardía la acompañó durante su adolescencia y buscó el remanso de aquella seducción en los brazos de sus pares, sin conseguir nada más que frustración y descargas de afecto confusas, evisceradas. Ante la amenaza de una gestación prematura, decidió abstenerse en una suerte de reclusión monástica de la que se ufana, pero que visiblemente la hiere. 

  • Ahora sueño con animalitos —me confiesa— y creo que duermo más tranquila.

Sus pesadillas, que esta vez horadan la carne, se reactivaron hace algunos meses, cuando perdió un bebé y se sometió a un legrado uterino. Lo dice sin afecto, como si aquel procedimiento que le mutiló el anhelo fuese tan insignificante como necesario.

  • Debe haber sido la anestesia, doctor. Porque desde entonces mis brazos se me cansan, me pesa la cabeza y se me duerme la cara, más del lado izquierdo. Siempre del costado izquierdo. A lo mejor tengo algo neurológico…

Ante esta curiosidad retórica, aguza la mirada y la clava en mí, que me muestro deliberadamente impasible, observándola.

—¿Usted qué cree? —inquiere, parpadeando.

—No hay nada que me sugiera que tengas una enfermedad progresiva, acaso tensión acumulada por la falta de un buen descanso —le reitero, sin poder evitar mi tono paternal y quizá condescendiente.

Refugiándome en mi teclado y el parapeto de mi pantalla, escribo la receta. Aprovecho el silencio para reflexionar cuál será mi estrategia psicoterapéutica ante esta mujer tan frágil, avasallada por sus fibras más sensibles; que no se atreve a hurgar en el pasado salvo para invocar a esa chiquita, prendada de su padre, que buscó en los rincones de su habitación un erotismo que hasta este día la acecha.

Al extender la receta, observo sus ojos acuosos y le refrendo mi intención de ayudarla a salir de su predicamento. La lee con detenimiento, como si se tratara de un ensalmo arcaico, y me pregunta paso a paso para qué sirve cada fármaco. No puedo evitar pensar que de nada sirve la medicina alopática (o para fines prácticos cualquier terapia) si no se brinda un montante de afecto sutil y reprimido. Que cada paciente es una colisión de esferas planetarias, que nos deja la sensación de una empresa inacabada. 
La veo partir con su receta doblada en cuatro que oculta en la bolsa imitación de cuero. Al franquear la puerta, me larga una mirada que podría entenderse como una imploración pero que, en un remoto telón de fondo, es un reclamo imaginario hacia algún otro amor perdido.

Develando el sol opaco

Develando el sol opaco

Desde hace más de cien años, la discusión en torno al duelo y la melancolía ha sido motivo de reflexión e incluso controversia. A partir del abordaje psiquiátrico que hemos observado en la cotidianidad, los matices de la tristeza y la depresión parecen haber perdido su connotación psicodinámica para uniformarse y resultar objeto de tratamiento con tricíclicos, moduladores de neurotransmisores y, más recientemente, mediante el uso y abuso de antipsicóticos de nueva generación. 

Quienes estamos habituados a ver pacientes crónicos o, por nuestra propia formación, dedicamos varias horas a la semana a la psicoterapia, nos sentimos obligados a pensar mejor en estos elementos clínicos y rastrear la psicopatología antes que tratar de aplacarlos y esconderlos. 

Así, sabemos de suyo que represión no es igual a solución. Que si bien el duelo por la pérdida de alguien amado (física o emocional) requiere elaboración y tiempo, la melancolía radica en otro orden de cosas en el inconsciente del sujeto (1). 

No se trata solamente de una disquisición romántica o literaria, como apuntó oportunamente Julia Kristeva (2), sino de un fenómeno sintomático que requiere maduración cuidadosa y escucha atenta. 

Las características mentales de la melancolía son un abatimiento profundamente doloroso, pérdida de la capacidad de amar, inhibición de toda actividad (abulia) y una disminución de la autoestima al grado tal que amerita castigo en una suerte de obsesión casi delirante. Puede parecerse a la reacción de duelo que observamos en quienes sufren la ausencia de un objeto amoroso, pero ese colapso de la autoestima es propio de la melancolía y la connota. 

Más aún, en el duelo la persona puede no haber muerto pero se ha perdido como objeto de amor (el caso típico de la ruptura de un vínculo). Naturalmente, el doliente se encuentra afligido, desinteresado en la cotidianidad, puede albergar sentimientos de autodestrucción y de culpa, pero tales emociones tienen un encaje en la realidad y pueden ser subsanadas cuando se repone la pareja amorosa o pasa el tiempo y el doliente se ve rodeado de una red de apoyo afectiva que hace menos doloroso tal proceso. 

En el caso de la bilis negra (como sugiere su definición etimológica), el paciente no identifica del todo lo que ha perdido, pues tal falta de objeto radica en el inconsciente y da lugar a una opacidad melancólica. El empobrecimiento de su subjetividad es ajeno al mundo y a la realidad circundante; adquiere su propia dinámica y desoye cualquier estímulo de aliento. 

El paciente se representa a sí mismo como carente de reconocimiento, incapaz de todo logro y a la vez despreciable; se reprocha constantemente tanto como se vilipendia y espera ser castigado por sus carencias y minusvalía. 

Desde luego, si bien esta percepción sigue los mismos cauces en la mayoría de los que sufren de melancolía, habría que aceptar que hay grados y duraciones que corresponden a cada individuo en su tragedia anímica. 

Pero existe otro fenómeno psicopatológico distintivo de la melancolía que es la identificación del sujeto con el objeto del abandono. Me explico. En la medida que la sombra del ser querido (con relativa frecuencia la madre) que no supo amar o acalló el deseo se cierne sobre la persona, ocurre un empobrecimiento emocional que se identifica con la pérdida. Ese proceso inconsciente, por identificación o bien por falta de recursos para compensarlo, ancla como merma del yo, y constituye así una regresión hacia un estado primario. Una sensación de indefensión que parodia aquel estadio donde nos percibíamos desposeídos, inermes, a merced del afecto y del sustento de otro. 

Supongo que será más ilustrativo un ejemplo. 

David es un hombre de mediana edad que vive con su pareja. Le ha resultado muy difícil aceptar su homsexualidad porque proviene de una familia conservadora, radicada en provincia, donde fue rechazado y visto con desdén por sus compañeros de universidad y, eventualmente, por sus colegas. Tal circunstancia lo obligó a intentar una nueva vida a sus cuarenta y pocos años en la capital, donde con grandes esfuerzos ha logrado un práctica de Medicina Familiar razonablemente exitosa. 

Cuando acude a mi consultorio me sorprende su timidez. Viste con discreta elegancia y advierto de inmediato su refinamiento. Pero se cohibe al saludarme y adopta una actitud que me resulta suplicante, quizá como un primer atisbo del rechazo que suscita en su entorno. 

Luce el cabello ralo, con tinte, y mantiene cierta rigidez acentuada por su talle enjuto. Gesticula con manos poco expresivas que muestran uñas muy cuidadas, pero no hay destellos que distingan su profesión o su elección de género en su actitud o vestimenta. Lo conmino a sentarse y elige la butaca que tapa parcialmente mi ordenador, así que le pido que se desplace frente a mí “para verlo sin estorbos”. 

– Cuénteme, doctor, ¿en que puedo servirle?

Su relato es un conjunto de síntomas poco sistematizados, que adereza con términos médicos pero que me sorprenden por su imprecisión anatómica. La mayoría son “achaques” propios de una persona sedentaria, malestares colónicos y mialgias en áreas de tensión. Aduce como colofón que teme que se esté apoderando de él “una enfermedad metabólica o autoinmune”. Con el debido respeto, intento darle coherencia a sus molestias pero a la vez señalar que su intermitencia y su efecto no apuntan hacia algo destructivo. Pese a ello, no consigo mitigar su ansiedad.

Más avezado en la narrativa psicológica, le pregunto por su familia y no solamente acerca de sus antecedentes médicos. Dicho sea de paso, éste es un hueco que deja mucho que desear en la célebre historia clínica que todos practicamos. Antes de responder, me mira fijamente, como si yo hubiese atravesado un portal que esconde secretos torvos. 

El rostro se le contrae en una mueca que anticipa el llanto, pero se contiene. Con voz tenue me cuenta una dolorosa historia de abusos sexuales hacia su madre por un hombre mostruoso que lo engendró pero que lo despreció desde su concepción. La mujer lo esperaba – recuerda David – con la ilusión de ver al compañero pródigo y éste, despótico en toda ocasión, llegaba a hurgar los cajones por dinero y alhajas para irse después de violarla y golpearla a mansalva. La imagen de esa madre rota, con moretones en la cara y los brazos, justificando al truhán ante su hijo atemorizado, suscita por fin las lágrimas de mi paciente.

– Nunca tuve el valor de enfrentarlo, doctor. Hubiese querido alejarlo de mi mamá, cerrar el portón a cal y canto, o llevármela lejos para evitarle esa tortura. Pero no lo hice…no pude hacerlo. La ví enfermarse de diabetes gradualmente, descuidarse hasta la insuficiencia renal y morir antes de alcanzar la hemodiálisis o algún tipo de sustitución. 

Mientras escucho su relato, puedo imaginar al adolescente impotente, cobijado tanto como cobijando el sufrimiento de su madre, quien se fue muriendo a pedazos, en deuda con el amor y la existencia. ¿Qué recurso le quedó a David sino la retracción narcisista, su exclusión de la violencia y la incomprensible sociedad que maltrataba a su ser más amado sin motivo? Por lo menos ahora vive amparado por su trabajo y una pareja que espero que sepa contenerlo y quererlo como se merece. 
Cuando estoy por invocar esta salida venturosa, me confiesa que lo atormenta una obsesión con un chico adolescente que conoció hace pocas semanas en un bar gay de la colonia Cuauhtémoc. El joven lo sedujo con miradas y caricias que acabaron en una infatuación de la que mi paciente no puede desprenderse.
– Me quita el sueño tanto como me corroe la culpa, doctor. No sé si usted pueda entenderme. Muero por dentro y me desangro cada noche.
Al escucharlo, no puedo apartar la imagen de un Gustav von Aschenbach (interpretado magistralmente por Dirk Bogarde) muriendo de melancolía en la playa del Grand Hotel des Bains mientras observa a contraluz a Tadzio (Björn Andrésen, alias “el chico más bello del mundo”). El tinte capilar negrísimo escurriéndole por las mejillas al tiempo que exhala su último suspiro (4, 5).

Le propongo un arrreglo: sus síntomas son producto de ese dolor atávico que no ha podido externar (evito desde luego los términos psicoanalíticos), de modo que darle analgésicos – a menos que lo juzgue indispensable – o psicofármacos no va a remediar nada sustancial. 

  • ¿Qué le parece si nos reunimos en una o dos sesiones semanales para tratar de entender esta sintomatología un tanto abigarrada, David?
  • ¿Sugiere usted que todo es psicosomático? – me dice, un tanto retador y otro tanto escéptico. 
  • No puedo afirmar tal cosa, y menos en una sola entrevista, pero creo que se verá usted más beneficiado con un poco de ayuda intuitiva, con escucharlo y gravitar sobre su historia, y no sencillamente purgándolo con medicamentos cuyo efecto sería transitorio. Piénselo, es tan solo una propuesta terapéutica. 

Por segunda vez me mira inquisitivo, sin asentir o proferir palabra. En silencio me pregunto si esto es apenas un chapuzón transferencial, si acaso será significativo y si, en mi dedicación puesta a su servicio, le ayudaré a florecer apenas, dejar la culpa atrás y con ello, mansamente, recuperar su maltrecha autoestima. 

Referencias. 

  1. Sigmund Freud (1915). Mourning and melancholia. Standard Edition of the complete works. The Hogarth Press 1957 (Vintage edition, 2001), Londres, Inglaterra.
  2. Julia Kristeva. Soleil noir. Dépression et mélancolie. Gallimard, Paris 1987.
  3. Christopher Bollas. Meaning and melancholia. Life in the age of bewilderment. Routledge, New York 2018. 
  4. Morte a Venezia. Un film de Luchino Visconti, estrenado en 1971, adaptación libre de la novela homónima de Thomas Mann (1912).
  5. Kristina Lindström & Kristian Petri. The most beautiful boy in the World. Documental. Tri Art Film, Suecia 2021.

 

Acuérdate de Acapulco

Acuérdate de Acapulco


Como se desprende de la Teogonía de Hesíodo, la titán Mnemosyne, inventora del lenguaje, hizo el amor durante nueve noches con Zeus, procreando a las musas que los hombres veneramos desde siempre como paladines del quehacer artístico. En el mito órfico, también Mnemosyne figura como la garante de aquellos que al reencarnar retenían la memoria de su vida previa, a diferencia de quienes bebían del río Lethe y olvidaban todo cuanto habían experimentado y presenciado.

Tras este apunte mitológico, mis amables lectores habrán advertido que la creatividad, el don de la palabra, las emociones y la memoria tienen un lazo connatural.

En efecto, los recuerdos forman la estructura afectiva del sujeto, al grado que el deterioro cognitivo deja a quien lo padece a merced del instante, con exiguas ataduras emocionales, sin vigencia y sin futuro, presa de un pasado deshilachado y evanescente.

En ese tenor, Sigmund Freud postuló que la percepción y la memoria son dos polos del aparato psíquico, ungidos por el afecto, que los matiza al tiempo que los mantiene distantes. En aquella disquisición (Carta 52 del 6 de Diciembre de 1896), propuso que nuestra mente está organizada mediante un proceso de estratificación, donde los residuos de nuestros recuerdos son re-transcritos a la luz de nuevas circunstancias, desde la conciencia hasta la vaguedad del universo inconsciente. Pero que en buena medida, los recuerdos que solemos denominar traumáticos se mantienen excluidos de la recapitulación merced a un mecanismo de represión, que puede ser disuelto selectivamente con el trabajo de psicoanálisis, siempre y cuando se establezca un vínculo (transferencia de afectos) que permita su reedición sintomática.

Por anacrónico que parezca el método de recostarse en un diván y evocar la infancia, la premisa sigue vigente: no hay recuerdo accesible sin el anzuelo del afecto, no hay conciencia de las lesiones emocionales sin un nuevo amanecer, que disipe la niebla de la represión en pos de una reflexión – a veces súbita, y con frecuencia inexplicable – en el marco de una relación terapéutica, ceñida por la intimidad y la paciencia. Afecto al fin.

Cuando Eufrosina mira por la ventana se ausenta aún más, ha perdido la alegría que tenía impresa en su nombre. La encefalitis herpética le arrestó la memoria y reconoce apenas a sus interlocutores por los labios, que contempla absorta mientras se mueven y no puede descifrar que ecos le insinúan. Las palabras han dejado de tener resonancia en su conciencia. A veces ríe a borbotones y uno espera que regrese de su letargo emocional, pero nada sucede; observa sus manos abstraída y vuelve a su rincón al margen del mundo y de las horas.

Esta tarde está sentada frente a la televisión encendida en una telenovela que observa con detenimiento. Los personajes son como sombras, que aparecen sin dejar huella mnénica, porque la mujer solamente mira cuerpos flotantes que emiten sonidos ininteligibles. Por momentos sonríe, y su enfermera tiene que limpiar la saliva que escurre por la comisura entrecerrada, tratando de extraer sentido a sus ademanes. Todas las mañanas la viste y la asea, se toma el tiempo para pintarle los labios y alargar sus pestañas, recoger el cabello entrecano y procurarle una apariencia delicada, como en aquellos tiempos en que su gallardía despertaba envidia y sus pares la escuchaban con atención desmedida. Ahora no tiene lágrimas, su risa es hueca, y desconoce la evocación de aquellos estímulos que otrora provocaban el tacto o las palabras.  

Sus hijos la observan con una mezcla de devoción y tristeza. Han aprendido a tolerar sus silencios, a indagar en sus ojos grises, para trazar un horizonte de nubes que ya no pueden penetrar. Ella conserva una belleza tibia, atrayente. Sonríe con delectación cuando prueba un alimento o alguno de sus nietos corre o juguetea en su restringido campo visual. Pero no falta mucho, lo saben como una verdad incontestable que nadie osa proferir. La vida sin conciencia, cuando la percepción se va apagando, es un letargo que abandona el tiempo y que no toma nada aunque lo deja todo.

Le ocultan que todo se ha perdido en su lugar de origen, nadie ve la necesidad de recordarle (si acaso pudiera) que la costera está inundada, los edificios rotos y el fulgor del puerto opacado por tiempo indefinido. Es más, el célebre hotel Papagayo, donde solía bailar en Año Nuevo, yace en un caudal de escombros. 

En línea con este viñeta desafortunada, que demuestra la fragilidad de nuestra vida interior, un concepto que intriga a los científicos, porque elude toda explicación teleológica es lo que se ha dado en definir como memoria inmunológica. ¿Dónde recae? ¿Cómo se renueva? ¿Qué instrumentos la seleccionan?

Todos sabemos que una infección o su equivalente atenuado, una vacuna, inducen la generación de anticuerpos que a su vez previenen otra embestida del virus porque lo neutralizan a tiempo. Tan conspicuo es este mecanismo, que se ha establecido como norma de salud pública la inmunización para todos los niños, además de los refuerzos en poblaciones de riesgo (embarazadas, adultos mayores, viajeros, etc.). Nadie objetaría que esta política de salud ha salvado vidas, tanto como ha permitido erradicar epidemias y es la norma que promueve una generación sana. Más aún, es de las pocas estrategias en Medicina que han resultado costo-efectivas sin discusión. Quienes han abjurado – por prejuicio o razones pseudo-religiosas – de esta estrategia nos han hecho pagar la emergencia de epidemias que se sabían controladas. Como es del conocimiento público, la reaparición del sarampión en Europa y Estados Unidos es resultado de la negligencia de ciertos grupos (los llamados antiVaxxers) que se han dado a la tarea de diseminar virus desde sus propios hijos en riesgo. 

Desde el marco teórico, nos seguimos preguntando dónde radica tal virtud que hace que el repertorio celular sea tan preciso y eficiente. Dado que los anticuerpos son instrumentados por células plasmáticas, diferenciadas en secuencia desde sus precursores, los linfocitos activados, esa función tiene que asentarse en una población que migra y se replica en compartimentos donde se recluyen los glóbulos blancos y proliferan mediante un mecanismo que denominamos “selección clonal”. Ahí donde una célula programada para dar una respuesta específica (por ejemplo, contra el virus de influenza H1N1 o el SARS-CoV-2) se reproduce incesantemente y procrea una progenie con la misma especificidad. Este escenario idóneo usualmente ocurre en el interior de nuestros ganglios linfáticos.

Si bien tal noción es muy aceptada, la demostración experimental de que existen células estratificadas para cumplir su misión de memoria, se ha cumplido en diversos laboratorios de biología celular como si fuese una metáfora del sueño. La idea prevaleciente hasta hace unos cuantos años era que los linfocitos T de memoria (positivos para los marcadores CD4, CD25 y CD69), presuntamente activados, están listos desde la médula ósea para incorporarse al torrente sanguíneo y facultar la respuesta inmune ante un nuevo embate infeccioso.

Sin embargo, recientemente se ha confirmado que en realidad tales células T de memoria se encuentran en reposo (fase G0 del ciclo celular) pero que están sensiblemente enriquecidas para reaccionar contra los patógenos que suscitaron su replicación original. Esto demuestra que la versatilidad de nuestra memoria inmunológica radica en la selección clonal, no sólo en el potencial de activación de las células implicadas en la respuesta inmune.

La analogía que deriva de esta minuciosa pesquisa es que guardamos en nuestro bagaje de recuerdos aquello que capitaliza lo mejor de nuestras capacidades, sea para diferenciarnos del microcosmos que nos rodea o bien para definir nuestra identidad. Nacemos endebles, nos encontramos unos a otros como náufragos del deseo y, ¡ay María Bonita!, recordamos para vivir.

PD. No olvidemos ayudar a nuestros coterráneos en desgracia con todo aquello que esté a la mano. Acapulco está siempre en el recuerdo de todos los mexicanos.

Bautizos de fuego

Bautizos de fuego

~ ¿Qué tal? Habito en una ciudad sobrepoblada del Tercer Mundo y me precio de conocer sus entrañas. Crecí en un barrio popular, como se suele decir, rodeado de maleantes y prostíbulos hechizos. Había en aquel entonces un baño público, donde se ocultaban las infidelidades y los abusos sexuales, al que mis contemporáneos aspirábamos tan pronto nos alcanzara la adolescencia. Un día cualquiera ocurrió un apuñalamiento de dos amantes clandestinos y el local tan codiciado cerró para siempre. 

Entendimos que la vida estaba en otra parte, desde luego. A los doce robábamos farmacias, tiendas de abarrotes y algún otro negocio por minucias. Una forma de entrenar nuestras destrezas. Felipe, el mayor y más avezado en aquellos hurtos, nos enseñó a distraer al dependiente, ocultar lo robado en los genitales o las chaquetas roídas y, por supuesto, a eludir o sobornar a los policías del barrio cuando nos delataban. 

Tres años después constituimos una pandilla temible. Las drogas se empezaron a filtrar en nuestro rumbo y con la anuencia de los capos, comenzamos a comerciar y recibir dividendos por nuestros encargos. Ese negocio implicaba cierta audacia pero ante todo una capacidad inquebrantable para saberse muerto o matar. Ojo por ojo, sin distinciones. 

Lo supimos una tarde que cargábamos un alijo de metanfetaminas y Lauro, uno de los chicos de Iztacalco, nos enfrentó con un machete. Alguien había dado el pitazo de que cruzaríamos por sus calles y, arguyendo territorialidad, el gamberro nos exigió entregarle el botín. Mi contraparte en el negocio, Adrián, se replegó contra la pared más cercana y antepuso su cuerpo para proteger el preciado bulto. Yo abrí unos pasos para no dar ocasión a que nos enfrentara juntos. Para mi sorpresa, lanzó un golpe seco que cayó directo en la base del cuello de mi amigo, arrojando un estallido de sangre muy roja a la pared y al suelo. Adrián cayó muerto al instante, como un bulto, la boca entreabierta y la mirada seca. 

Cuando el asesino iba a recoger la presa, extraje mi navaja automática y se la clavé cinco veces rápidamente en el cuello y el tórax mientras se agachaba. Su cuerpo, desangrándose lentamente, cayó sobre el cadaver de Adrián, a quien yo no lloraría por respeto a su memoria. La escena atrajo rápidamente a varios curiosos, alguno de los cuales, cuando me alejaba a trancos, alertó a los vecinos. Nadie me reconoció ni pudo detenerme; la navaja con mis huellas cayó para siempre en una alcantarilla. La proeza me valió un ascenso en la jerarquía de los narcomenudistas del rumbo, desde entonces bautizado con el sobrenombre de “El venganza”, Venyi para los cuates. 

Admito hoy, a mis veintisiete recién cumplidos, que sólo recuerdo los ojos atónitos de mi amigo cuando agonizaba; su cara se ha borrado por completo. No hubo necesidad de avisar a su familia (más bien a su madre, porque su padre y sus hermanos habían desertado de la ciudad tiempo atrás); la SEMEFO hizo lo suyo indagando por el barrio hasta que dieron con su puerta. Creo que la mujer huyó despavorida, a sabiendas de que las represalias caerían a sus pies. 

Mediante un acto de justicia y compadrazgo, su pequeño departamento se convirtió en mi hogar. Lo encontré sucio y semivacío, pero suficiente para esconder mis cargamentos y usarlo de refugio a espaldas de la ley. Allí ahogué incontables borracheras y también me llevé a una muchachita, Marcela, que me lanzaba miradas coquetas a mi paso por la calle Nueve. Aunque apenas había menstruado, ya sabía como abrir las piernas cuando la desnudé en el catre después de ablandarla con tres tequilas. Quiso después de dos coitos que fuésemos novios, pero la detuve en seco: 

• No estoy pa’ eso, niña. Ando solo y así me voa quedar.

Lloró tantito, como sollozan los chiquitos, tímidamente, sin boquear o echar berridos; pero ya no insistió. Nuestro arreglo quedó claro. Yo la había desquintado, pero no me iba a entenar con ella ni con cualquier otra vieja. Tengo mucho trabajo y no me puedo dar el lujo de distracciones. 

Así es. Valga el recuerdo de lo que me dijo Don Genaro cuando cumplí un año bajo su tutela:

• Ira, Venyi, necito un cabrón que arme toda la administración del negocio y a ti te gira la piedra. 

• Sí, mi jefe, diga usté – le respondí solícito. 

• Ora verás: te vas a inscribir en la escuela secundaria esa abierta que es de paga. Yo mero te voy a cubrir los estudios. Pero donde me falles, te cojo y te mato, hijo elá… ¿Te queda claro?

• Sí, patrón, pero ¿ya no voy a chambear mientras estudio?

• Claro, pendejo. Pero no quiero que andes perdiendo el tiempo en tarugadas y pleitos callejeros. Vas a ser mi mano derecha…o te mueres. 

Ante tal certeza, me peiné, compré unos pantalones de casimir y una camisa blanca y me apersoné en la escuela aquella para cursar la secundaria. El asunto me gustó, porque había harta chamaca deseosa de coger y hasta una maestra que me tiró el  perro. Y claro, como vivía solo, me llevaba de a dos y tres por semana, que hasta me compraban los libros pa’l estudio. 

Fueron tres años que se me fueron como agua, porque Don Genaro me daba encomiendas burdas y de todos modos me cortaba mi tajo, así que yo tenía dinero pa’ divertirme y hasta ahorré pa’ un carro usado. 

Un buen día, hace diez años, me llamó a su oficina (o su changarro, como ustedes quieran) y me espetó con seriedad: 

• Ya te llegó la hora de darme cuentas, Venganza. Desde hoy estarás aquí, organizando papeles, haciendo cuentas y coordinando envíos. El negocio de las pastillas y la coca requieren hartísima gente y yo no puedo con todo ni tengo en quién confiar. Hasta mis hijos me han traicionado (yo lo sabía muy bien, porque tuve que madrear a uno de ellos en Iztapalapa). 

• Y entons, patrón, ¿dejo ya los estudios?

• Para nada, animal. Le sigues y te haces el niño bonito, ¿qué crees que no te he calado en estos años? Pero dejas tu pinche covacha y vienes a trabajar aquí. Tendrás un catre, una cocina y un excusado, así que no traigas a tus putitas, porque te corto el cuello. 

Esta última amenaza no era nada retórica, yo mismo atestigüé como Don Genaro había cercenado las carótidas de varios rivales en el violento mundo del narcomenudeo. 

Lo que ahora me pedía es que ampliáramos nuestra red de influencia en la capital y el Estado de México, desafiando a los cárteles de otros estados que se disputaban la plaza. Sin pensarlo dos veces, me prodigué y me hice indispensable. Entre los estudios (decidí continuar hasta la Prepa) y la puesta en marcha de una contabilidad estricta, Don Genaro, me llenó de obsequios y de libertades. Compré mi primer coche, un Tsuru del año, y con algunos extras le puse rines de magnesio, un escape nuevo y asientos de cuero (no de origen, pero sí bien chidos). Poco a poco, pude retomar mi depa y decorarlo pa’ llevarme a mis chamacas y otras güilas de ocasión, siempre que no quisieran apoltronarse, por supuesto. 

Hubo semanas que manejamos cerca del millón, pero había que dispensar mucha riqueza en mantener un ejército de emisarios, guaruras y policías a nuestro servicio. Además, el cerco de la envidia y las codicia se cerraba a nuestras orillas, de modo que Don Genaro decidió que nos fuéramos a Morelos, donde aún vive su madre, para mantener un perfil bajo y la seguridad de la empresa. 

Eso ocurrió hace dos años, cuando nadie esperaba que la méndiga pandemia secuestrara a todo el mundo, propios o extraños. El negocio prosperaba, de cualquier manera, porque nunca falta la necesidad de disiparse, como dijera mi padrino, muerto de cirrosis en mi infancia remota.

Pero la CoVID jija se acomodó en los pulmones de Don Genaro luego de las fiestas patrias y ya no lo soltó. Juro que desde el asesinato de Adrián no había visto a nadie tan jodido, boqueando, con los ojos desorbitados y la parca encima, mostrando sus fauces. Alcancé a trasladarlo al IMSS de Cuautla, pero me sorprendió el tono tiznado de su piel y las incoherencias que profería. Algo dijo del futuro o del negocio, que ya no entendí. 

Nadie acudió a recoger sus cenizas, pero dos días después, se apersonaron sus dos hijos, Genaro y Lencho, en mi oficina para reclamar lo que nunca habían trabajado. 

– Ya estuvo, cabrón. A partir de hoy te vas a la chingada…o te acabamos de chingar. 

Con un movimiento lento, destrabé el cajón y deslicé la mano en busca de la nueve milímetros, mientras les aseguraba que todo estaba en orden y que deberíamos revisar los últimos deseos de sus padre. 

– Nos vale madres, Venganza – interpuso Lencho. – Ora que está bajo tierra, el negocio es de nosotros y más vale que no te interpongas. 

– No está bajo tierra, par de pendejos. Está en esa urna atrás de ustedes. Ni se dignaron visitarlo…

Dicho lo anterior, extraje el arma y disparé al pecho de Genaro quien se había girado a ver lo que quedaba de su padre. Lencho saltó hacia un flanco cuando estaba por alcanzarlo de otro tiro. Para mi infortunio, el arma – tan poco usada – se trabó y me vi de pronto avasallado por su cuerpo de gorila, rodando por el piso y escupiendo sangre. 

No recuerdo nada más. En este cuarto de hospital, me atan unas esposas al barandal metálico de la cama y un policía vigila la puerta a toda hora. 

Entre ese espectro y lo que resta de mi, el cuarto es higiénico pero lúgubre. Busco una ventana, un haz de luz, algo familiar a qué asirme. No siento las piernas y puedo discernir apenas el entorno con el ojo izquierdo bajo un vendaje opresivo que me cubre el rostro.

Esta mañana, una enfermera bastante malgeniuda acudió para ofrecerme un medicamento y cambiar las gasas de mi abdomen, que está perforado y duele, duele como si todo estuviera perdido.