Ítaca o el abismo

Ítaca o el abismo

Hace unas horas, ante los ojos atribulados de una jovencita con lupus, recordé esa contingencia de salir al mundo. Usé la metáfora de zarpar para explicarle que uno ignora el destino al soltar amarras. Que anticipamos vicisitudes y desvíos, que perdemos el candor y la templanza, pero lo que vale siempre y nos sostiene es la propia travesía.

El arranque de la vida profesional es un océano cubierto de niebla y sembrado de sargazos. Cuando mis colegas afirmaban con certeza qué iban a hacer de sus vidas, yo intuía que atrás de esa soberbia se ocultaba un impulso emulador o simplemente negación, como un oportuno mecanismo de defensa.

En mi caso, como el de esta frágil paciente, miraba a diestra y siniestra con recóndito temor de fracasar. Las voces de aliento servían tan sólo como palmadas huecas en la espalda. Sentía que, en el fondo, nadie podría compartir mi trance.

Hijo de psiquiatra, la sombra de mi padre se erguía amenazante sobre la senda. Algún maestro me ofreció orientarme por el sufrimiento emocional y lanzarme al estrellato. No le creí. Entonces no tenía escucha para las promesas. Otro me sirvió en bandeja la tarea magisterial, labrada en alabanzas y progenie académica. Pero no me sedujo, los enfermos y su dolor le dieron repetidamente sentido a mi vocación. Quizá fueron otros ecos, atávicos como el de John Berger, William Osler o Samuel Shem, los que delinearon mi paso, alejándome de mi padre y sus espectros.

Pero resulta insustancial: uno siempre se tropieza con Layo en la vereda. Así que escogí una figura célebre que lo remedaba en mi inconsciente. Aprendí la maravilla de desentrañar mensajes moleculares, que entonces sólo intuíamos al estimular artificios de células en fárrago. Al mismo tiempo, impuse la delicadeza a mi tacto, para recorrer la anatomía deforme de mis pacientes sin lastimarlos. La máxima de “primero no hacer daño” se hizo carne.

Con más recursos pero sin dinero, crucé el océano a fin de labrarme un futuro, intuyendo que esa presea – la que otorgan “allá en el rancho grande” – me daría la talla necesaria para mirar de frente a mis pares y maestros.

Ahí conocí la indiferencia y la mesura, obtuve compañeros que nunca serían amigos y probé la soledad en la intemperie y al calor del trabajo experimental, que exigía constancia como deuda perenne, antes que laudos o promesas.

Pese a mis escuetas incursiones sobre el diván, hasta entonces pude delinear mi pesquisa por una quimera, en brazos de una mujer exquisita que apenas emergía del nido. Su talle en una noche desdibujada por el alcohol y la risa, lejos de las miradas de nuestros colegas, su tenue suspiro ante mis caricias y una fugaz revelación que me mostró la sima de toda renuncia, del placer proscrito.

A la sazón no supe amalgamar los privilegios que se me ofrecieron; pudo más la rivalidad edípica que el narcisismo. Dejé suspensas oportunidades y me arrojé de bruces ante empresas que resultaron turbias por su demanda afectiva y en turno insustanciales. No obstante, el viejo mundo me volvió a dotar de una cultura y una perspectiva que dimensionaron mis alas e hicieron del abismo un mito hegeliano.

Tal como afirmara el poeta “amé y fui amado” pero en mi caso la cara se iluminó y también arrastró sus sombras. Aún hoy estoy cierto de que el momento más vital de un ser humano es bajo el deleite del orgasmo femenino. No hay entrega más perfecta en la naturaleza, anticipe o no la concepción. En reciprocidad, uno se legitima como hombre y puede recobrar la identidad – en tantas batallas cuestionada – durante aquella fugaz epifanía. Tan evanescente es nuestra incursión en lo que podríamos sospechar de eternidad.

El resto de nuestra existencia consiste en aventurarnos al exterior de la cueva para perseguir fantasmas o presas de sustento. Y en ese proceso nos mantenemos desatinadamente ciegos y en estado de alerta, mientras nuestras compañeras calientan el hogar y cultivan la progenie.

Decidí volver por razones encontradas: de un lado la necesidad de probarme y devolver tierra firme a los míos, y por otro, consciente de que mis alcances en otros pagos eran más ilusorios que asequibles.

Cuando uno habla de gratitud a sus mentores, se refiere a eso: una tenue franja entre el horizonte imaginario y la conquista de las propias aptitudes, el regocijo de alcanzar la playa en la tormenta, saberse por fin útil y escuchado.

Al despedir a mi atemorizada paciente, echo un vistazo a mis libros, a mi estetoscopio colgado sin esmero, a los objetos de arte que me veneran con cierta sorna y a la enorme piñanona que me abraza y me contiene.

Llegado hasta aquí, me congratulo. El camino me eligió a mí; Ítaca es una ilusión que nunca cesa.

PS. A la luz de la masacre que se vive en la Franja de Gaza desde hace más de 5 meses y que ha cercenado la vida de 13 mil niños, he leído el inspirador libro de Yossi Klein Halevi “Letters to my palestinian neighbor” (Harper Perennial, NY 2018) intentando comprender el conflicto histórico que subyace al territorio palestino e israelí. Ésta y otras lecturas afines nos deben mover a condenar esa invasión y pugnar por el retorno a la difícil convivencia entre dos pueblos hermanos, zanjados por un odio incomprensible.

Otra oleada

Otra oleada

When I cannot see words curling like rings of smoke round me I am in darknessI am nothing. (Virginia Woolf, The Waves)

El teléfono repicó varias veces desgarrando el silencio del departamento. Atrás quedaron los desvelos y los sinsabores de las últimas semanas, de suerte que Michel camina sereno hacia el hospital. La calle apenas se puebla de vendedores advenedizos que colocan con desgano las varillas y estantes para vender sus frituras. 

​•​Comida chatarra – piensa. – ¡Que metafórico! 

A su paso, los primeros transeúntes se forman para esperar el autobús. Caras largas, tapabocas mal colocados y la misma indiferencia. 

​•​El frío y la humedad – se dice al observarlos; – condiciones ideales para este bicho que no da tregua. 

Nadie parece advertir su presencia, como un fantasma en medio del anonimato. A la distancia, ruido incesante de motocicletas y los frenos agudos de un camión de basura, con su carga desbordada de hombres y costales. 

Al acceder al nosocomio, le sorprende la actitud pasiva del guardia que se dedica a tomar la temperatura de quienes llegan a visitar de lejos a sus enfermos. Todo resulta tan fútil. Las medidas de seguridad se antojan insuficientes para frenar esta andanada de contagios. De nueva cuenta caen los infectados como fichas de dominó, duplicándose las cifras a un paso vertiginoso. Basta una tos a las espaldas para que los que están cerca salten aterrorizados. La paranoia ha vuelto a inundar todos lo confines. 

El ascensor semeja un sepulcro, nadie se saluda por miedo a emitir o recibir partículas virales. Una mujer añosa es la única que profiere los buenos días por lo bajo, sin mirar a nadie. Los botones son presionados con teléfonos o codos como si estuvieran impregnados de ántrax. 

​•​Dos años y la gente no ha entendido – piensa, aunque se pregunta al tiempo si esta actitud obsesiva servirá de algo. 

La sala de Terapia Intensiva sigue envuelta en el ajetreo habitual, sólo interrumpido por los monitores y las órdenes perentorias. No hay sonrisas ni tempo para ello. 

Enfermeras van y vienen, ataviadas con sus escafandras y trajes azules. Se distinguen por un letrero en el pecho: Samia, Valérie, Lizette, Cédric, Dolores…Han olvidado sus facciones por debajo de los ojos fatigados y expectantes. 

Al recorrer los cubículos, como peceras tecnológicas donde yacen los enfermos, se detiene abruptamente. Un paciente con los puños crispados, enchufado a un ventilador que le suple la vida, le resulta familiar. Puede sentir su angustia, su feroz declive hacia la muerte.

La semejanza consigo es pasmosa, excepto por la barba rala que cubre su rostro contrito. Justo en ese momento, irrumpen dos enfermeras y el médico de guardia. La saturación de oxígeno ha caído de nuevo y las aminas no remontan su presión sistémica. Un lenguaje arcano que solamente disciernen los doctores; como él – ahora que lo escucha -, cuando estaba en funciones.

​•​¿Acaso es que ese miserable soy yo mismo? – se pregunta. 

La respuesta no tarda en producirse, cuando su colega Catherine – con quien tuvo un breve affaire hace dos años – solloza a mares mientras trata de reanimarlo. Los demás observan de brazos caídos, conscientes de que todo está perdido. Obstinada, una línea isoeléctrica, pese a las descargas sucesivas del desfibrilador, traduce la inutilidad de los esfuerzos de resucitación.

Justo en el momento en que se da por vencido el equipo, aparecen en su derredor numerosas almas en pena. El albañil diabético que acudió con los pulmones roídos, en un espasmo súbito del que cayó fulminado antes de que pudieran intubarlo. La enfermera Natalie – compañera de batalla- que contrajo la infección pese a estar vacunada y, al ser portadora de una leucemia todavía incipiente, murió un mes después sin recobrar la conciencia. El predicador que denunció las vacunas como una herramienta del diablo y a quien el COVID-19 atravesó de lado a lado como un relámpago. Los esposos que fallecieron en cubículos contiguos, ajenos al predicamento de sus siete hijos que los esperaban ansiosos fuera de la clínica, noche tras noche durante trece jornadas. 

​•​¡Doctor! – le dice una mujer envuelta en una sábana ensangrentada y con el gesto compungido. 

​•​¡Ah! ¿Qué puede usted verme? – replica Michel, abrumado de tantas sorpresas. 

​•​Por supuesto. Usted intentó salvarme…vea, mire los orificios del catéter subclavio y las numerosas heridas para tomar mis gases arteriales. No tengo incisivos (muestra la boca desdentada) debido a la intubación precipitada que usted hizo.

Michel no atina sino a callar y avergonzarse por tanta iatrogenia. 

​•​La verdad es que…

​•​Lo entiendo, no se preocupe – prosigue la muerta. – Está claro que ustedes hacen lo que pueden en condiciones de miseria. Pero, ¿porqué no pertrecharse de nuevo si anticipaban otra oleada, otro invierno de pandemia?  

​•​Tal vez la ingenuidad y una especie de abulia nos condujo hasta este punto – se atreve a sugerir. 

Tal versión de su negligencia parece molestar a su interlocutora, que desaparece del plano etéreo donde dialogan. 

Solo ante la muerte – la propia y todas aquellas que pesan sobre sus hombros – cabila en torno a aquellos años donde la formación lo endureció y le permitió bregar en aguas cada vez más profundas. 

El Instituto fue su crisol, donde los conocimientos recogidos en fragmentos durante los semestres universitarios se decantaron y adquirieron forma y sentido. Por aquellos tiempos, la práctica de la Medicina era contundente, podria decirse que incluso cruel: amputaciones a destajo, sondas de Blakemore atadas con poleas, catéteres de Tenckoff, la anestesia y la indolencia estrictamente necesarias.

Allí, cuatro décadas atrás conoció otra epidemia, marcada por prejuicios, desconocimiento y una profunda intolerancia social hacia las diferencias. Deambulando entre los caídos y los moribundos – que le guiñan un ojo en anticipación – recuerda el diálogo con su primer paciente invadido por lo que entonces se llamó “la linfadenopatía del homosexual”. 

Era un hombre de unos 60 años, otrora chef en hoteles de lujo, que había perdido su escasa fortuna en viajes y dispendios para sus amantes. Ligero de equipaje, nunca dejó de sonreír por encima de su piocha encanecida con sobrado desparpajo. 

Se mezcló entrañablemente con los otros enfermos de las salas contiguas, al grado de organizar partidas de dominó y barajas todas las tardes desafiando el orden que las enfermeras trataban de imponer. Obreros, desempleados, campesinos y hombretones venidos a menos aprendieron a respetarlo y agradecerle su jovialidad. 

​•​Hola, doctorcito, ¿ya viene a tomarme sangre de nuevo? 

​•​Sí, Jacques, tiene usted tres gérmenes distintos que lo están consumiendo. Debería ser más prudente y seguir mis indicaciones. 

​•​Con todo respeto (notorio sarcasmo), yo le doblo la edad, pero aquí soy su paciente; ni hablar. 

Ese tenor de intercambios se repetía jornada tras jornada, sin que el paciente mostrara una mejoría halagüeña. Lo más que se consiguió fue atenuar la fiebre y la tos.

Al cabo de dos semanas (las hospitalizaciones en aquellos ayeres solían ser acomodaticias), le ofreció egresarlo con el “beneficio de la mejoría”, que equivale a no ofrecer garantía alguna. 

Monsieur Jacques se enfundó su traje a rayas, se peinó y enchinó las pestañas, y así, rodeado de abrazos efusivos, se despidió del galeno. 

​•​Te debo más que la vida, Michel. Me has restituido la confianza en la humanidad. Ven por mi taller algún día de estos, para regalarte algo para tu esposa. À toute à l’heure! 

El joven doctor optó por extender la mano con cordialidad y desearle suerte, a sabiendas de que todo esfuerzo adicional habría resultado inútil. 

Un mes después, acudió al taller en el corazón del Barrio Latino; la puerta entreabierta y un olor distintivo a madera y diluyentes lo esperaban. Jacques lo recibió sentado, con el rostro visiblemente demacrado y con marcas de Kaposi en ambas sienes. 

​•​Viniste, doctorcito! Pensé que lo habías tomado a la ligera. 

​•​Lamento verte así, Jacques – devolvió él, titubeante. 

​•​No pasa nada, mi amigo. La vida es una peculiar travesía entre el amor y la muerte. 

​•​Mmmm – susurró Michel. 

​•​Cómo te prometí, tengo este collar para tu mujer. Está embarazada, ¿verdad? 

​•​Sí, nuestro segundo hijo nace en Julio próximo. 

​•​Pues cántale la Marsellesa, para que sepa de mi, ¿de acuerdo? 

Ese fue su último encuentro, por demás venturoso y reparador. Con el sabor de muerte recién adquirido en la boca, Michel otea a ambos lados de su volátil perspectiva y reconoce que, más allá de las epidemias y la fragilidad humana, queda la amistad, ese recuerdo grato, entrañable de los otros. 

Un mundo violento

Un mundo violento

Bajo un cielo de invierno, con listones deshilachados de nubes blanquísimas, recibo a mis invitados para la cena de acción de gracias. Uno a uno los abrazo y les explico que este año tendremos como invitados a unos primos de la costa oeste que han sufrido mucho por el CoVID. La mesa para veinte personas fue alquilada por mi mujer con tiempo, quien ha preparado dos sendos pavos, gravy en abundancia, jalea de menta y un bouquet para cada cuatro comensales en señal de bienvenida. El ambiente es de familiaridad y consuelo, tras dos años de ausencia. 

Como suele suceder, mi tío Herman cuenta anécdotas de la guerra de Vietnam que a veces nos resultan escandalosas (fue boina verde, se pueden imaginar), pero lo dejamos explayarse en su viudez, atenidos a la soledad que arrastra. Selma es una invitada especial. Procede del sur de Mississippi donde se crió huérfana y trabajó como obrera de la industria textil hasta que llegó a pedir trabajo a nuestra puerta. La hemos adoptado como una más de la familia y es quien pone el sello a todas nuestra viandas con un sazón muy sureño. 

Los niños comen aparte, viendo la televisión y alejados de las conversaciones aburridas de los adultos. La única menor que está a la mesa es Jennifer, quien permanece cabizbaja durante toda la cena y ocultando su cara con largos mechones de cabello rizado. Es la hija de mi primo Horatio, quien se divorció hace una década entre reclamos y disputas económicas. Jenny come en silencio, sin levantar la mirada, salvo para constatar alguna broma; no sonríe tampoco, pero supongo que como adolescente está ensimismada y no la conmino a unirse a nuestra tertulia. 

Mi mujer, siempre acomedida, la invita a recoger los platos y ayudarle a traer los postres que conserva en la cocina. Aprovecho para incorporarme, recoger los restos de la cena, algunas copas sucias y las botellas de vino (un cabernet de Napa excepcional) ya vacías.  

Cuando acudo a la cocina, Sharon me busca los ojos mediante una mirada de angustia. Conozco a mi esposa y rara vez pierde la compostura, así que alzo las cejas para preguntar en silencio de qué se trata. Ella aprovecha que mi sobrina está de espaldas para señalar que le revise el rostro. Me acerco con algún titubeo y puedo constatar que, en efecto, Jennifer tiene el labio inferior partido y la mejilla hinchada y amoratada de un golpe reciente. Presa de alarma, me acerco más para interrogarla, pero mi mujer me detiene de un brazo para que deje volver a la niña herida al comedor. Una vez solos, me dice en un susurro:

– Estoy segura que el padre la maltrata, Roy. Cada vez que él hablaba, Jennifer levantaba la vista con una mueca de terror y suspicacia. Créeme, no lo estoy imaginando. 

 Esta revelación de mi mujer, que además es psicóloga, me deja atónito y percibo como me inunda la ira. Conozco a Horatio desde niños y no lo creí capaz de tal violencia hacia su hija, de suyo frágil por perder a su madre, quien desapareció de sus vidas hace más de un lustro. 

Regreso al comedor atisbando hacia donde está mi primo, atragantado de reproches e indignación. Él, como si nada, bebe su licor mientras departe con mi hermano Phillip, comentando el triunfo de los Raiders. Mi enojo se acrecienta porque no puedo concebir tanta bestialidad oculta bajo una máscara de bonhomía.

Al cabo de tres horas, se van retirado mis invitados. He acordado con Sharon que acompañaré a Horatio y Jennifer al aeropuerto, so pretexto de que debo recoger a un familiar que llega de Europa. Mi esposa objeta esta decisión intempestiva, pero entiende que alguien debe frenar tal abuso. No obstante, me dice:

– ¿Porqué no lo denuncias a Social Services en California? Seguramente harán más que tú para proteger a esa niña.

– Tal vez tengas razón – le replico. – Pero tengo la obligación moral de confrontarlo e impedir que la siga golpeando.

Mi introspección de tal chiquilla desvalida me enerva aún más, pero evito mencionarlo a Sharon, que ya está bastante ansiosa al respecto. Me planto una chaqueta y guantes para alcanzar a mi primo en su auto rentado. Al aproximarme a la portezuela delantera, le pido a Jennifer que pase al asiento trasero, pero ella se resiste mirando de reojo a su padre, quien sujeta con fuerza el volante, como generando una orden imperiosa que ancla precisamente en el terror de su hija. Desisto y abro despacio la puerta posterior para subir al auto. 

Durante el trayecto, el agresor pasa un brazo por los hombros de su hija, quien se recarga en su padre, con un gesto (que percibo forzado) de connivencia. Nada puede extraer ya mi percepción de que estoy ante una escena montada para encubrir el abuso. ¿Qué más le habrá hecho este monstruo a su hija? – me pregunto en el trayecto. 

Lo que sigue es un recuento de esa fatídica velada.

Cuando llegamos al aeropuerto y dejamos el coche en Hertz, les sugerí acudir a un Starbucks en el departure lounge que seguramente sería lo único abierto a esta hora durante el asueto. Jennifer se mantenía cabizbaja con su pequeña bolsa adherida al cuerpo, ambas manos crispadas y arrastrando su pena.

Nos sentamos en una mesita esquinada en el pequeño local y yo traje café para todos, tratando de mantener el clima afable, pese a que me corroía la furia. Dejé que dieran ambos su primer trago del latte y entonces, enderezando la espalda, increpé a mi primo: “Crees, imbécil, que no me he dado cuenta que golpeas a esta muchacha? ¿Crees de verdad que puedes ocultar tus fechorías y salirte con la tuya? ¿Con qué derecho abusas de ella? ¡Debería matarte, hijo de puta!”

Al recibir esta diatriba, Horatio se retiró un metro aún sentado y me miró con absoluta rabia. 

“Y tú, ¿porqué te arrogas el derecho de decirme cómo llevo mi existencia y la de mi progenie? ¿Dónde has estado todos estos años, estúpido?”

El tono se había tornado tan violento que la chica temblaba a nuestro lado. No me atreví sino a pasar una mano tímida por su brazo, para tranquilizarla. Para mi sorpresa su padre extrajo una navaja automática y con la presión del pulgar, expulsó la hoja afilada apuntándola hacia mi costado. Al verlo tan resuelto y sobreponiéndome al impacto inicial, le grité: 

“Anda, mátame, cobarde. Sólo así te librarás de mi reproche, pero mi mujer estará atenta a denunciarte por todos tus crímenes.”

La poca gente que se hallaba a nuestro derredor aulló para que se detuviera, visiblemente alarmada. Alguien – nunca falta – levantó su teléfono móvil para grabar la escena.

En contra de lo que cualquiera esperaría, el psicótico se abalanzó sobre su hija asustada y sólo mi intervención justa evitó que le cortara más allá de un navajazo superficial en el pecho. Con toda mi fuerza, y ayudado por un guardia que se interpuso entre nosotros, derribé a Horatio y lo desarmé momentáneamente. Su cabeza golpeó en el piso con tanta fuerza que no tardó en surgir un charco de sangre del occipucio. El arma cayó a los pies de la jovencita quien la miró como quien advierte un animal ponzoñoso.

Para entonces, se había congregado un buen número de curiosos al frente del local comercial y otros guardias venían corriendo desde las salas de abordaje.

Pensé con ingenuidad que todo acabaría ahi, final feliz digno de Universal Studios. Pero había más: Jenny, transformada en una arpía, levantó el puñal, se cortó de un tajo la muñeca izquierda y, tras un salto muy ágil, acercó el chorro de sangre arterial a la boca entreabierta de su padre. 

“Bebe, bebe, cariño, que te desangras!” – le gritó al agresor caído.

Atiné a arrancarme la bufanda para vendar la herida autoinflingida, un actor más de una pesadilla surrealista. Todo lo restante; la policía, los paramédicos, los cuchicheos de los curiosos, las luces – siempre las luces narcóticas -, la palidez creciente del verdugo, la mirada exangüe de su hija y la náusea, fueron un caleidoscopio de emociones que todavía no puedo resignificar.

El colofón de esta tragedia es más amable. Jennifer vive con nosotros y desde hace una semana acude a psicoterapia con una colega de Sharon. Su padre, espero, pasará el resto de su vida en prisión tratando de explicarse que lo motivó a maltratar a su ser más querido o, mejor aún, qué odio descomunal emergió en sus entrañas hacia los genes de su ex-esposa, al grado de descargar toda su inquina en contra de una adolescente perturbada.

Esta mañana las nubes han adquirido volumen mientras acompaño a mi sobrina a su nueva escuela. Retomará los cursos reprobados de High School y, con suerte además del cariño que apenas descubre, será una mujer menos lesionada en algún futuro. 

Entretanto, pienso en este mundo convulso donde el odio precede al amor en el destino impredecible de todos los humanos. 

El mundanal ruido

El mundanal ruido

I frequently hear music in the very heart of noise – George Gershwin

  • A últimas fechas la estupidez me lastima – dijo, como si hablara en voz alta para si. 

Ambos mirábamos el mismo cuadro de Rothko en el museo y por un momento pensé que aludía a algo concreto. Era una mujer bajita, con el cabello rizado, mestiza y con acento distintivo de la costa este. 

  • Perdón? – inquirí en voz baja. 

Ella se giró para mirarme directamente a los ojos, buscando un interlocutor con la suficiente madurez para entenderla. En mi propia candidez, pensé que estaría ebria o se trataba de otra loca queriendo entablar conversación desde su soledad. 

Nada más alejado de su rostro sereno y su mirada altiva. Le calculé unos cincuenta años, vestida con pulcritud, los dientes alineados y exudando un perfume floral con discreción, maquillada de igual manera y sin excesos. 

  • No pretendo ofuscarlo, señor, estaba sencillamente ponderando la inercia de las redes sociales, lo poco que reflexionan nuestro congéneres. Perdone la intromisión.
  • No se disculpe – le dije, más compuesto. – Roy…Anderson. Y usted es? 

Nos habíamos vuelto de frente para encararnos con cordialidad, de modo que le extendí la mano en señal de aquiescencia. 

  • Lorna Vernon, encantada – tomando mi mano con la suya, regordeta, tibia. 

Le sugerí, ajeno a cualquier afán de seducirla, que nos sentáramos a dialogar en el café del museo, que conozco muy bien tras múltiples visitas. 

  • Si usted gusta, sólo por charlar, Sra. Vernon. 

Ella inclinó la cabeza en un ademán de consentimiento y ahí arrancó una amistad que ha sido reveladora en mi perspectiva de vida. 

La época era sombría. Estábamos a la mitad de la llamada “Operación Tormenta del Desierto” y un hijo de Lorna, recién emanado de la adolescencia, combatía en esas tierras inhóspitas. Su familia tenía un peculiar linaje en la Marina – abuelo, su padre, dos tíos- así que el destino del hijo parecía sellado desde la cuna. Ella, paradójicamente, se jactaba de ser pacifista y haberse opuesto a los sinsabores de la guerra de Vietnam, incluidas las protestas por los estudiantes acribillados en Kent State. 
Solíamos pasear por Central Park cuando el clima lo permitía y acomodarnos al menos una vez al mes en el Russian Tea Room de la 57 aunque las finanzas no estuvieran boyantes. Un ritual, digámoslo así.
Ahí me contó de su divorcio, que surcó aguas oscuras hasta que el hombre, alcohólico irredento, murió en un hospital de mala muerte en Puerto Rico, llevándose consigo lo poco que restaba de misericordia. A mi vez le relaté esa opereta que fue mi matrimonio, disuelto en Bruselas, tras años de bregar por una vocación y terminar, como soy, redimido en un escritor mediocre. Dos novelas que se vendieron a cuentagotas, un compendio de cuentos cortos y los libretos teatrales con los que aún me gano la vida.
Pero basta decir que nuestras charlas eran más que una simple catarsis, compartíamos intereses artísticos y literarios, autores recientes del llamado Boom latinoamericano y pintores que despuntaban en la escena del hiperrealismo neoyorquino. La comunión alcanzó la intimidad sin rozar siquiera la idea de un noviazgo. Ahora que lo medito, era franca camaradería; tanto que nos prometimos acudir juntos al reestreno de Fiddler on the roof en el Gershwin Theatre.

Fue en esas fechas cuando me anunció con profunda ambivalencia que su hijo volvía a los Estados Unidos después de su segundo tour en Irak y tras haber pasado seis semanas en un hospital militar afectado por estrés postraumático.
Danny boy, como solían apodarlo en casa, regresó para pasar la navidad del 90 y con la intención de matricularse en la Universidad de Albany, mediante una media beca otorgada por sus servicios en batalla. Antes de instalarse con otros dos veteranos en Schenectady, decidió visitar a su madre y ella me pidió conocerlo, aprovechando su corto tránsito por Brooklyn.
Lorna eligió un cálido restaurante, Henry’s End, y se vistió de gala, si bien sobria, para recibir al hijo pródigo. Tras esperarlo más de una hora, Dan hizo su aparición. Parecía un fantasma y deambulaba como tal. Lo más llamativo no era sólo su atuendo, roído y sucio, sino un porte sombrío que atrajo la atención de los comensales a su paso.
En franco contraste con el ambiente festivo que se respiraba en el barrio, Daniel arrastraba consigo los estragos de la guerra. Un conflicto ajeno, inútil, que le había robado la sonrisa.
Se sentó sin emitir palabra, oteándonos como extraños y evitando el abrazo de su madre, que no alcanzó a incorporarse cuando él me lanzó una mirada rabiosa.

  • Quién es éste? – preguntó entre dientes, sin dejar de escrudiñarme.

Lorna apenas se recompuso. – Es…es un amigo que quería conocerte, hijo – apuntó titubeante.
– Mmff – emitió Daniel, refunfuñando.
Yo entendí el mensaje implícito, rocé el hombro de mi amiga y salí en silencio del restaurante, consciente de que mi presencia resultaba harto incómoda.
Esperé unas semanas para volver a contactarla, con la intención de dar espacio a que esa relación floreciera de nuevo.
Sin embargo, cuando mi teléfono sonó aquella madrugada y reconocí su voz quebrada, supe que me esperaba un desenlace catastrófico.
– Daniel se quitó la vida – me dijo mi amiga entre sollozos.
Me enfundé en lo primero que encontré a la mano, desatento a la intensa nevada que teñía las calles de Brooklyn. La encontré sentada en el sofá de su sala de estar, desaliñada y rodeada de Kleenex arrugados; parecía como si la muerte hubiese penetrado en esa hogar como una avasalladora presencia. La abracé durante varios minutos, ambos en silencio, en un intento vano de darle cobijo a su devastación. No había voz que alcanzara a darle consuelo alguno.
El funeral fue bastante austero, con algunos veteranos arropados en abrigos negros y con caras extraviadas, acaso más familiarizados que nosotros con tales tragedias.
Tras dejarla en su departamento, al cuidado de una vecina, mi teléfono al alcance, regresé a mi casa hecho trizas. Me senté frente al televisor y pensé por un momento en verter mi aflicción viendo de nuevo “In the Valley of Elah”(1). El absurdo asesinato de Mike (hijo del protagonista) y su ulterior desmembramiento, me hicieron reflexionar de nuevo en la insensatez de la guerra, de conducir a jóvenes idealistas a pelear y morir por causas que nunca entenderemos, a la conquista de territorios que no nos pertenecen y que han quedado desolados tras nuestra presencia destructiva. Lo que nos devuelven esas incursiones diabólicas es una turba de muchachos confusos, drogados hasta el olvido e incapaces de reconocer el valor de la vida tras atestiguar tanto sufrimiento y tanta muerte.
Esta tarde, cuando apenas despunta la primavera y se ven los primeros brotes en las ramas desnudas de los maples y los cerezos que bordean mis calles, me desplazo nuevamente a visitar a Lorna. Le llevo un ramo de rosas blancas y una partitura del concierto de clarinete de Mozart que encontré en el Juliet Art and Music Center en Queens. Quizá este detalle lánguido le devuelva un poco la esperanza y podamos, en alguna jornada próxima, quejarnos juntos del mundanal ruido.

Referencia.
1. In the Valley of Elah. Película estrenada en 2007, dirigida por Paul Haggis con las memorables actuaciones de Tommy Lee Jones, Charlize Theron y Susan Sarandon.

Cielo de invierno

Cielo de invierno

In War: Resolution,

In Defeat: Defiance,

In Victory: Magnanimity,

In Peace: Good Will.

Winston S. Churchill, The Second World War

Stefano sabe que no es único, pero éso es consuelo de tontos. Camina sin reparar en otros transeúntes, ensimismado en sus reflexiones y arrastrando los pies, como enlodado. No ha podido deshacerse de una relación tanto intensa como tóxica que le ha impedido progresar. Se reprocha haber sido tan torpe, tan tibio, a sabiendas de que ella estaba casada y nunca dejaría a su familia. 

Entra al bar de costumbre y se topa con la mirada de dos vecinos que no lo reconocen, pero que él ha visto jugar bolos en el parque cercano. El local huele a tabaco usado y a humedad latente; quizá no sea lo más higiénico para comer unas tapas. Se acerca a la barra y saluda de mala gana a Miquel, el fontanero, que lo observa desde una esquina bebiendo una caña. 

• Tanta melancolía – se dice. – ¿De dónde sacar fuerza para emprender la vida? 

Medita sin proponérselo en la piel de las serpientes, como si eso fuese posible en el cuerpo humano para desembarazarse de falsas promesas y amores errantes. 

Una pareja desconocida entra riendo y atrae las miradas lacónicas de la concurrencia. Ella es rubia, muy joven y se deja abrazar por el hombre que la acompaña con sobrada sensualidad. Se aposentan en un rincón y se besan como si estuviesen solos, desafiando la envidia de la concurrencia. 

Stefano deja escapar unas lágrimas sobre el café que se enfría sin probarlo. Recuerda por momentos los besos furtivos, la clandestinidad, la pasión que edificaron a contramano, ocultos a las miradas de sus compañeros de trabajo. Un juego, que terminó por quemarlos desde dentro. 

• Estará ahora recuperando a su familia, desechando el affaire, cómo se desprenden las hojas inservibles en otoño – se dice, rumiando, mientras seca las lágrimas con el dorso de la mano. 

• ¿Te sirvo otro, chaval? – pregunta el cantinero, reclinándose para acercarle un anís. – Prueba – le dice – esto mitiga los desamores. 

El joven levanta la vista vidriosa y agradece con una mueca, antes de bajar el licor de un trago. 

• Despacio, hombre – le espeta el viejo. – No hay mal que por bien no venga. 

Esa noche, Stefano deambula por las calles del barrio, tratando de olvidar, haciendo un esfuerzo vano por borrarla de su mente. Las prostitutas lo llaman y él sonríe tontamente pero pasa de largo con el corazón maltrecho y sin destino. Así, a oscuras de mente y rumbo, se advierte frente a la casa de su amante. Está pertrechada mediante un zaguán de hierro, flanqueada por dos faroles rústicos y por muros inaccesibles donde asoman apenas unas enredaderas. En una ventana en alto puede distinguir su silueta y la del esposo charlando animadamente, como si nada pasara entre ellos. Stefano fue sólo un vendaval que no hizo mella, un verano olvidado; habrá que aprender a vivir con ese anonimato. Un perro ladra con fuerza en la casa contigua y él retrocede de un susto; la penumbra se cierra en sus remembranzas. 

Con esa frustración a cuestas emprende el camino a su departamento. Cierta luz tibia se filtra desde la calle cuando gira la llave y abre lentamente hasta sentir el olor de pulcritud que daba por sentado. Bajo ese destello, su biblioteca es un bálsamo a la vista porque describe su pasado remoto sin cuestionarlo. En el escritorio yace la última carta inconclusa que no dirigirá a aquel amor arrebatado, pero que luce indiferente y en alguna medida la retiene. Ahora le ha dado por leer ciencia ficción y se sumergirá en el último libro de la trilogía de la fundación de Asimov, que había permitido que se empolvara durante dos décadas en su buró. 

Entre las páginas del viejo texto, encuentra una nota garabateada durante su juventud, cuando solía refugiarse en la poesía para expresar o reprimir sus sentimientos. Es un soneto de Miguel Hernández, que copió a la letra y esta noche aparece evocador sobre un papel amarillento. 

“Fuera menos penado si no fuera / nardo tu tez para mi vista, nardo / cardo tu piel para mi tacto, cardo / tuera tu voz para mi oído, tuera. 

Tuera tu voz para mi oído, tuera, / y ardo en tu voz y en tu alrededor, ardo, / y tardo en arder lo que a ofrecerte, tardo / miera, mi voz para la tuya, miera. 

Zarza es tu mano si la tiento, zarza, / ola tu cuerpo si la alcanzo, ola, / cerca una vez pero un millar no cerca.

Garza es mi pena, esbelta y triste garza, / sola como un suspiro y un ay, sola, / terca en su error y en su desgracia terca.”

Tras leerlo dos o tres veces, se le escapa el cansancio y se desviste frente al ronroneo lejano de la ciudad dormida. Sabe que no podrá conciliar el sueño de nuevo. En su terquedad y en su desgracia se ha quedado solo – se confiesa – y únicamente le queda este canto de sirenas, acaso un soneto enmohecido de aflicciones. 

La madrugada transcurre entre ladridos de perros y paso de ambulancias a la distancia, como es habitual en todo paisaje urbano. Nuestro personaje extiende su tristeza como una cobija y se apresta a pernoctar. Decide a la vez que no beberá más alcohol – ponzoña para el alma – y se limita a observar cómo amanece en un cielo pálido con nubes rasantes. Se avecina el invierno y con ello una pausada melancolía: “el amor siempre es un contratiempo” le dijo alguna vez un buen amigo y hoy esa frase tan poco trillada le brinda cierto alivio. 

Cuando sale a trotar en torno al parque más cercano, se encuentra con los corredores habituales. Una pareja que despliega su atletismo se cruza en su camino y saludan desde sus ojos avispados por encima de los cubrebocas. – ¡Qué difícil es descifrar sus expresiones con estas mordazas! – murmura, al tiempo que percibe el sudor deslizándose en su espalda. Hace tres semanas perdió a un amigo, obeso e indolente sí, pero que llenaba de alegría sus reuniones en otra época, que esta mañana se antoja remota e irrecuperable. No se permitirá más dolor, se repite, tomando un descanso junto a un roble con el corazón en la garganta. 

La rutina del trabajo lo envuelve en la semana, alternando horas interminables frente al ordenador y algunas visitas ocasionales a la oficina para dejar impresos o revisar portadas de libros cuya publicación sigue en veremos. La casa editorial ha repuntado un poco tras lo álgido de la pandemia, tal vez la gente se refugia en la lectura para mitigar el tedio o el aislamiento. Pero siguen las ventas en números rojos, dada la competencia. Se ha rumoreado que habrán despidos a final de año y, con seguridad, que los aguinaldos caerán a cuentagotas. Nadie parece tener garantía en el trabajo y si las vacunas no se distribuyen con uniformidad (acá la influenza, allá el CoVID) tampoco podrán gozar de libre circulación o del remanso que simula el entretenimiento. 

Esta tarde ha decidido acudir al cine, remedando al ex-guardameta Bloch de Peter Handke, para asesinar metafóricamente a su amor perdido. La sala está semivacía, con lugares proscritos y un aire de languidez y de ausencia. Hacía tiempo que quería ver de nuevo “Blue Velvet” y ahora la exhiben en versión original con subtítulos, a los que no está acostumbrado y le cuesta seguir la trama. Se le antojan unas palomitas de maíz pero no encuentra cambio en los bolsillos y desiste, concentrándose en la siniestra relación que convocan Isabella Rosellini y Dennis Hopper. Un dolor profundo se le clava en el pecho y sabe que va a llorar una vez más, de impotencia, de vergüenza. Pero se contiene y sale del cine intempestivamente, tropezando con varias butacas. 

Lo ciega la luz de la tarde, y al restaurar las imágenes, descubre un pequeño café al frente que no visitaba hace años. Es evidente que lo atienden nuevos dueños, porque la fachada está recompuesta y ahora tiene jardineras con tulipanes que le dan una nota de color. Las mesas están separadas y huele a pizza recién horneada. Elige un lugar al azar y observa su entorno, que por primera vez en muchos días lo llena de solaz o de confianza, a saber. Una mesera joven con careta se acerca para atenderlo y sin querer, advierte sus rizos pardos y una mirada luminosa que no se esperaba. Puede adivinar su sonrisa bajo la mascarilla y siente ese calor vibrante que a veces logra atemperar los presagios y darle sentido a las hojas muertas.

Ordena una pasta all’arrabbiata que ella repite con su voz melodiosa. Tal vez le pregunte su nombre y, con algo de perspicacia, adivine si es soltera y si querría departir con un joven desconocido. 

• La vida es una ilusión constante – se escucha decir, burlándose de si mismo – para dejar atrás el rumor de un río que persigue algún otro mar imaginario.

Notas. 

Miguel Hernández. El rayo que no cesa. Espasa Libros, Madrid 1999. 

Peter Handke. El miedo del portero al penalti. Alfaguara. Penguin Random House Grupo Editorial, Barcelona 2006.

Blue Velvet (Terciopelo azul). Película de David Lynch, estrenada en 1986 con las actuaciones de Isabella Rossellini, Kyle MacLachlan, Dennis Hopper y Laura Dern, entre otros.

Cuando las vacas vuelan

Cuando las vacas vuelan

Anoche soñé con la casa donde crecí. Por insólito que parezca, la ciudad era segura y silenciosa (no toda, desde luego. Pero el barullo se confinaba al centro histórico y las grandes avenidas). La barda que circundaba mi jardín apenas cubría los hombros de mi padre y saltarla era un reto cotidiano, como escapar de una prisión accesible por todos sus flancos.

Era una casa sin pretensiones, suficiente para una familia nuclear de profesionistas y sus tres hijos, ajenos a los menesteres que entraña la cimentación de una existencia cómoda y venturosa.

Solíamos ir a pie las tardes de verano a comprar mazapanes con chocolate en una pequeña mercería en el barrio, bajo el sobrentendido de que nuestros confines acababan justo ahí, en la orilla próxima de los arroyos que lo separaban del mundo. Nunca pregunté por qué, era un límite tácito y bastaba.

La dueña nos atendía afablemente (otra perplejidad de nuestro tiempo) y recibía las monedas atesoradas con sudor y paciencia que completaban el precio requerido entre todos. Alguna vez nos regaló una pieza de más y nos sentimos conquistadores del dialecto de las ofertas.

En una ciudad como ésta, los barrios de suyo eran bastante extendidos, e imperceptiblemente se fueron haciendo diversos y amorfos con los años. Entonces cabían tres equipos de futbol —cada uno limitado a su calle, territorio inviolable— y con esa rivalidad disputábamos la primacía. Éramos acaso cinco jugadores titulares, los mayores; mientras al borde de la acera esperaban las reservas, nuestros hermanos y hermanas, que llegaban a participar cuando el triunfo se daba por sentado. Nadie se ofreció a uniformarnos, así que el mejor arreglo era portar camisetas o suéteres del color más próximo a nuestro emblema. El obsequio de cumpleaños o Navidad por excelencia era un balón, que sirviera de aportación y orgullo del equipo. Cuando años después, al despuntar la pubertad, nos atrevimos a probar suerte y comprar una camiseta negra con pantaloncillos blancos, nos miramos todos con cierto desatino y dimos por concluida la inocencia.

Cada rincón, cada terreno abandonado era nuestro, por acuerdo y fantasía, donde escondíamos las reliquias de nuestras andanzas (una vieja placa de auto, trofeos desechados, lámparas en desuso, un librero desvencijado, cadenas enmohecidas o fierros que aguardaban alguna utilidad).

Conocimos la violencia en las disputas territoriales, nada más. No se hablaba de secuestros o tráfico de drogas, y prevalecía la ingenuidad sobre cualquier tragedia que no fuera relevante a nuestra inmediatez o al barrio. La televisión —en blanco y negro, vetada antes de las cinco de la tarde— era la única fuente de noticias, más allá de las anécdotas que hurtábamos de las conversaciones de los adultos. Así que la carrera por el espacio o los magnicidios y las arengas contra la segregación racial que emanaban del Imperio eran más familiares que los derroteros de la política nacional.

El toque de queda ocurría al anochecer y nos despedíamos con las rodillas rotas o las camisas manchadas de gaseosa y polvo del último minuto, disputado con rabia hasta caer rendidos. No había abrazos ni desconsuelo; una batalla más que marcaba nuestra resolución y nos remendaba en la camaradería.

Como podrán suponer, aprendimos a conducir en las calles desiertas cuando despuntaba el alba. Sacábamos el auto a hurtadillas del garage, evitando encender el motor para no dar cuenta de nuestra tropelía. Una vez empujado en silencio hasta la siguiente bocacalle, lo poníamos en marcha y salíamos a practicar nuestras destrezas al volante. Varias veces estuvimos a punto de chocar, nuestros pies ajenos y torpes sobre los pedales, pero quiso la feliz providencia que regresáramos indemnes antes de que iniciaran las actividades hogareñas. 

El otro gran reto eran los campamentos sabatinos. Pese a vivir en una sociedad injusta, donde la desigualdad se agudizó década tras década, entonces podíamos acampar con relativa seguridad en los bosques que aún quedaban sin talar o urbanizarse. Río Frío, Las Estacas, Avándaro, Desierto de los Leones o La Marquesa eran destinos comunes para los preadolescentes del DF en busca de aventuras. Durante la semana planeábamos la excursión, convencíamos a los renuentes progenitores, nos hacíamos de tiendas de campaña – abandonadas en los tapancos o prestadas de casas de vecinos – y decidíamos el atuendo según el clima. No podían faltar botellas de licor y utensilios para hervir un café o preparar unas salchichas. Creo sin temor a equivocarme que todos corrimos nuestra primera borrachera en esos pagos. 

Lo ideal era la vera de un río o una cascada, donde el baño gélido nos desperezara. Jamás fuimos amenazados o asaltados, algo inusitado en esta época de agresiones cotidianas. Dormíamos a pierna suelta, curando el sopor del alcoholismo y habiendo fumado hasta la náusea, mientras contábamos historias de terror frente a la hoguera.

A la mañana siguiente, escalábamos pendientes y descifrábamos atajos con toda la energía juvenil ostensiblemente recuperada tras unas cuantas horas de mal sueño, dichosos de ser parte de un mundo abierto e inocuo. 

Lo mismo en nuestras disquisiciones cargadas de fervor en torno a la guerra fría o el gobierno entrante y la represión del ‘68, cuando argumentábamos bajo los eucaliptos a plena luz del día viendo pasar autos y transeúntes indiferentes a nuestra arengas. Nadie se detenía o nos conminaba a cubrirnos del sol y volver a casa. Una cierta libertad, llamémosle candidez, nos cobijaba. 

Nuestro medio de locomoción habitual era la bicicleta, clasemedieros al fin, ajenos a los lujos o las motocicletas. Los coches era de nuestros padres, por supuesto, aunque aspiráramos en sueños a conducir un Ferrari o un Land Rover, según el recato o la prosapia. 

Pese al pródigo gusto por el rock, los conciertos de las bandas de moda no estaban a nuestro alcance y nos contentamos con  adquirir los LPs más codiciados en aquellas tiendas icónicas de Insurgentes o la Zona Rosa, guiados por ese programa de radio que arrancaba con el largo lamento de Hendrix en ”All along the watchtower”, himno de nuestros tiempos. 

Así compartimos los primeros discos de Led Zeppelin, Blind Faith, la ópera Tommy, The Mothers of Invention, el Exile on Main Street o algo de Black Sabath, resignados a no verlos nunca en vivo. No obstante, rastreamos con denuedo las “tocadas” donde acudían nuestros propios grupos: White Ink, Three Souls in my Mind e incluso el promisorio debut de “La Revolución de Emiliano Zapata”, quizá el primero que se atrevió a impugnar el idioma imperante para el rock autóctono.

Como todo chamaco citadino, asombrado por el entorno que se complica y multiplica, accedimos a vicios menores preñados de la cinematografía y el machismo vigentes. También urdimos travesuras sin lastimar a nadie y nos colamos en los autocinemas bajo la descomunal pantalla para ver con incomodidad y tiritando de frío las películas vetadas.

Nuestras fechorías se limitaban a hurtar algún licor de la cava familiar para aderezar los torneos de ajedrez o apostar nuestras mesadas en partidas de póker que socavaban el descanso nocturno. Todos, o casi todos, cumplimos con la profecía de terminar una carrera universitaria y si la actitud entonces parecía dispersa, llevábamos una semilla de futuro que, por fortuna o albedrío, nunca se secó. 

Fuimos quizá dueños de la calle sin proponerlo, porque no conocíamos de fronteras o intimidaciones. Podíamos jugar desafíos de escupitajos, duelos de albures tanto como retar al vendedor de merengues o de camotes (ay! aquel silbido inconfundible) para ganar una partida y perder las tres siguientes. Todo por cortejar a Carmelita, quien con sus trece años apenas florecientes, desplegaba la sonrisa más excitante de nuestro paraíso. 

Fueron unos cuantos años, un lustro tal vez, suficientes para moldear nuestro carácter y hacernos menos rígidos frente a los avatares del drama cotidiano que se ceñía en nuestra querida urbe de polvo y paja, cada día más ingobernable. Un tiempo que se disolvió a la par que la transparencia de esta región envilecida. 

Tras mudarme en la juventud, esos sueños y proezas se quedaron pululando por aquellas calles, imagino que de noche, cuando el ruido cesa y los niños duermen y divagan.

Rumor estival

Rumor estival

Pocos años atrás, descubrí un libro que me trajo de lleno trescientas páginas de infancia.

Para quienes crecimos de este lado de la frontera más bulliciosa (y con frecuencia, la más asimétrica) del mundo, los gritos o refriegas del béisbol – traducción inútil – nos llenan de nostalgia. Sobre todo en estas fechas que se va configurando la siempre célebre y dramática Serie Mundial.

Mi padre, fanático que oscilaba sin raíz entre las costas este y oeste, nos enseñó a anhelar esa atmósfera, siguiendo el box score, el olor del maní engullido con cerveza, lo trepidante de una derrota bajo el sol plomizo o la angustia de la pelota mala.

“Después de un error viene el hit” – solía repetir, y era para nosotros una sentencia fundacional, como abrir el mar en un ademán bíblico. Aprendimos con él a tolerar la impaciencia del cambio de lanzadores, la zozobra del robo de segunda, los movimientos tácticos de los jardineros y el chasco del “Texas leaguer”, tan inesperado como oportuno.

Guardadas las proporciones, nos educó en las gradas del Home Plate, siempre al margen de tercera, para apreciar el diamante en su esplendor y obviar las atrapadas de foul, que nuestros amigos codiciaban. Lo importante era el desafío, la estrategia, las señales enigmáticas desde los senderos o dictadas entre las piernas del catcher, poseedor de toda perspectiva.

Más avezado en conjuros, por mi parte descifré el significado del “7th inning stretch”, los variados desplantes que conducen a un “balk” y las pantomimas de los managers, tan necesarias para disputar una decisión como para sacar de ritmo al oponente.

Gracias a la madurez inevitable, la experiencia televisiva y otras tantas lecturas, aprendí que el “slider” es más rápido que la curva, y simula una bola rápida hasta que hace un tajo y cae bordeando el guante del receptor. Que hay cambios esperados – a fuerza de estudiar película tras película de cualquier lanzador – pero que cada envío es tan impredecible como el fárrago del cosmos. De poco más que eso se trata este asombroso drama entre almohadillas.

Con ello deduje que batear la pelota es y será, como afirmara el gran Ted Williams, el acto reflejo más complicado, y el más exacto, de todos los deportes.

Lo cierto es que mi viejo allanó el terreno para prodigar una gustosa afición. Hoy pienso que su objetivo no fue despertar nuestra lealtad hacia uno u otro equipo, sino entender que existe un orden, una dinámica interna – desde el ajedrez hasta la serpentina – para dominar al rival con inteligencia y audacia.

Viajar en avión por ocio no fue asunto de su generación, así que nos conformábamos con el televisor en blanco y negro, objeto de aquellos partidos que se colaban los sábados antes del paradigma de Octubre.

En todo caso, las gorras con emblemas atravesaron nuestro incipiente fervor con algunas tarjetas – compradas, más que halladas – de algún compañero rico cuyos padres le traían “memorabilia” antes de volver a clases.

Ansiábamos por supuesto un retazo de Carl Yastrzemski, aunque costara tanto la inflexión de ese nombre, paladín que detonara cuarenta y cuatro HRs y 121 RBIs en la temporada previa. Tal vez la foto imperecedera de Bob Gibson, tomando impulso para vencer a Goliath; o de Willie Mays, arrancando polvo estelar al surcar la segunda base.

El libro en cuestión, “The summer game”, reúne una cadena de reportajes emanados de la pluma más perspicaz del New Yorker, justo en la época en que escuchábamos la cátedra informal de cada otoño. Pero fue tras el largo verano de 1963, que llovía a cántaros por las tardes y nos refugiamos en la programación deportiva, cuando la realidad se hizo fantasía y descubrimos al fin el sortilegio de la pelota caliente.

Durante una semana le rogamos a mis padres que nos permitieran faltar a la escuela ese miércoles de octubre. Una noche antes, mi madre accedió por fin. El duelo en el Bronx no podía acarrear más revuelo: la elegancia elástica de Sandy Koufax – nuestro ídolo por mucho – contra el refinamiento y autoridad de Whitey Ford, invencible en las esquinas, amo y señor de su territorio. La historia del deporte es frugal en epopeyas.

Koufax empezó implacable al punto que en la tercera entrada había ponchado a Mantle, Maris y Pepitone, un trío de bombarderos que de suyo intimidaban. Se coreaba un juego complicado para los campeones, porque nueve jonroneros habían abanicado las curvas recurrentes del zurdo al concluir la parte baja de la quinta.

El anunciador, entre destellos erráticos, sentenció que el récord de Ks en una Serie Mundial databa exactamente de diez años, cuando Carl Erskine de Brooklyn doblegó a catorce “mulos de Manhattan”, incluyendo el orden en la última entrada.

Para el octavo, Koufax había enviado de regreso al Dugout a trece bateadores y todo era expectación, nadie reparaba en la tragedia que se cernía sobre los anfitriones.

El segunda base Howard arrancó la parte baja de la novena con una línea sólida que controló Tracewski y, tras el sencillo de Pepitone, Clete Boyer, el tercera base de los yanquis, elevó sin suerte al jardín izquierdo para el segundo out. Quedaba sólo un bateador designado, Harry Bright.

Nacido dos días antes que mi madre, ostentaba un promedio de .236 con siete imparables en su primera temporada desde su traspaso de Cincinnati.

Como admitió después de esa fatídica serie: “Esperé diecisiete años para llegar al Clásico de Otoño y, cuando por fin lo logro, me encuentro a 69 mil aficionados gritando, gritándome que abanique”.

La cuenta se colocó en dos y dos. Al siguiente lanzamiento, Bright golpeó brutalmente la pelota en terreno de foul mientras el mundo contenía el aliento. Koufax se recompuso en la loma, jaló el gatillo y lanzó una ráfaga a la esquina de adentro que el slugger vio pasar como un relámpago. El reloj se detuvo, aplaudíamos como si nos oyera nuestro pitcher, cincuenta días antes de que nuestro candor se derrumbara e impregnados de euforia hasta el futuro.

Esa tarde fuimos un puñado de profetas, detentamos los alaridos de millones que se conjugaron en aquel instante de gloria, levantamos a nuestro héroe en vilo y creímos sin reparo en la verdad del denuedo y de todo desafío.

No obstante, la falta de tercera dimensión siempre le quitó el lustre al juego, y perdimos – por falta de dinero o por distancia de sobra – la dilecta oportunidad de saborear cada lance, cada error, en la magnificencia de su estadio.

Puede afirmar que fui un niño promedio en las calles de una ciudad del Tercer Mundo, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos. Pero el rey de los deportes fue, además de un vínculo arcano con mi padre, el motivo de muchas pasiones antes de descubrir el amor por las mujeres y la Medicina, en orden equívoco.

Bibliografia sugerida.

Roger Angell. The summer game. University of Nebraska Press, Lincoln 2004. (De manera análoga a la devoción que relata el poeta Billy Collins cuando se agita imperceptiblemente con el ritmo de jazz, el autor aduce que el verdadero fan del béisbol sigue un compás exquisito, marcado por cada repliegue del pitcher que se prepara y tensado al máximo mediante ese medio paso que precede al lanzamiento.)

Wayne Coffey. They said it couldn’t be done. Broadway Books, New York 2020.

Roger Kahn. The boys of summer. Harper Perennial Modern Classics, New York 2006.

Tyler Kepner. K: a history of baseball in ten pitches. Anchor Books, New York 2020.

Jeff Silverman (editor). The greatest baseball stories ever told. The Lyons Press, Guilford CT 2001.

George F. Will. Men at work. Harper Collins Publishers, New York 2010.

PD. Esta noche empiezan los play-offs de la MLS con sendos juegos de comodines (la llamada “Wild Card”). Stay tuned!!

COVID y el alma humana

COVID y el alma humana

En diferentes foros se han presentado deliberaciones en torno al impacto psicosocial que ha provocado esta pandemia. Trataré de contribuir a este cúmulo de discursos con una visión más ceñida a lo individual y lo inconsciente, que es al fin y al cabo el iceberg bajo la superficie.
Por primera vez en la historia, un fenómeno epidémico se conoce en tiempo real y en todo el mundo. Territorios tan distantes como China, Suecia o Sudáfrica proporcionan sus cifras de contagios y decesos cotidianamente; de modo que nos hacen copartícipes de su tragedia al instante y sin filtros. Estamos inundados de datos, estudios e información científica, mezclados con incertidumbre y miedo. Ningún rezo, ninguna frontera y ningún medicamento detienen a este microscópico enemigo, que mata rápido y silenciosamente.
Las imágenes constantes de enfermeras y médicos vestidos de astronautas abonan al terror general hacia este virus implacable. Más aún, la saturación de noticias bajo el encierro acentúa la trama paranoica: ¿Estamos seguros en estas cuatro paredes? ¿Se colará el bicho por las ventanas o las rendijas? ¿Vendrá impregnado en los alimentos que nos traen cada semana? ¿O lo acarreará el personal de limpieza que trabaja en la casa o la oficina? ¿En sus zapatos, sus uñas, su aliento?
No hay nada más siniestro que lo que no se ve y por tanto queda a la imaginación configurarlo e imprimirle significado. Un miasma, un demonio, un germen invisible que arrebata vidas sin ton ni son. Que puede estar en todas partes y en ninguna. Lo siniestro, lo maligno ha cobrado forma y sin embargo permanece en el universo fantasmático de nuestras alucinaciones.

Para mayor efecto tétrico, los viriones son justamente estructuras que oscilan entre lo vivo y lo inanimado. Se replican mediante ácidos nucleicos que los definen, pero carecen de existencia propia; requieren parasitar a una célula viva para subsistir. Utilizan nuestros mensajeros, se anclan en los receptores de nuestros tejidos, pero su propósito es avasallarnos, usarnos, despertar alarma y causar daño. Son entes malévolos (en sentido figurado, la maldad requiere voluntad) que se aprovechan de nuestra naturaleza orgánica para atacarnos y reproducirse: de un individuo a otro, de una especie diferente para colonizar a la humanidad. Aterrador, ¿no es cierto?

Me han instado a quedarme en casa porque – aseguran – es la única manera de evitar contagios, pero diariamente actualizan el número de muertos, que no cesa y además, ya sabemos de varios casos que han fallecido en la vecindad o en familiares cercanos. ¿Se trata entonces de una asolada distante, que surgió de un mercado de mariscos, o más bien es una nube pérfida que en cualquier momento va a caer sobre nosotros, por mucho que nos refugiemos?

Debo asentar primero que lo siniestro es aquello que suponíamos oculto y que aflora súbitamente en la realidad. Es lo contrario y recíproco a lo familiar, lo agradable, lo íntimo. Opuesto a aquello que genera solaz y seguridad a la vez; y que, de manera inconsciente, remeda la voz y las caricias maternas para ahuyentar cualquier peligro. De modo que lo inefable, lo lúgubre nos acarrea desamparo y, por supuesto, temor de muerte, de abandono. En cierto sentido, mucho de lo siniestro se sustenta en la concepción animista del Universo. Bajo esta ideología, todo fenómeno natural debe poseer de suyo un propósito y una cierta facultad, de tal suerte que es producido y habitado por un espectro o una criatura que lo lleva a cabo.

Claro está, en el mundo contemporáneo, donde las películas, las series televisivas o las historietas están plagadas de seres fantásticos, esta concepción animista cobra otra dimensión. Ya no se trata de quimeras o monstruos sobrenaturales, sino de virus o de moléculas, lo más diminuto de nuestro bagaje cultural y por ello potencialmente dañino si se sale de control.

Precisamente en tal falta de control radica su volatilidad, porque al carecer de medidas que lo contengan o de vacunas que lo neutralicen y más aún, dado que nadie está exento de su ataque, el virus adquiere una magnitud terrorífica. Pero aquí me refiero también a la falta de control interno, es decir, que no tengo manera de representarlo (por muchas caricaturas y barridos electrónicos que se publiquen) y mucho menos, tengo algún dominio sobre su contagiosidad y su capacidad destructiva en mis órganos.

La contraparte de esta zozobra es lo que los psicólogos denominan negación. Es un mecanismo de defensa que permite asumir que las ideas que prevalecen no atañen al sujeto que la ejerce como un muro conceptual. Me hace recordar esa zaga histórica en la Edad Media donde los pueblos construyeron muros para detener la peste bubónica. Desde luego, es inútil y paralizante. Pero acaso sirve para subsistir en un mundo que se derrumba. Pensemos en una persona de cualquier rincón de este país que se sumerge en sendas consideraciones:

“He aprendido, a fuerza de repetición compulsiva, que el SARS-CoV-2 penetra por las vías aéreas, se aloja en los pulmones y los inflama, y si – como afirman los expertos – tengo una merma de mi sistema de defensas, puede causarme coágulos, falla de los riñones y el corazón; matarme lenta y dolorosamente. Sí, existen los ventiladores mecánicos, algunos medicamentos novedosos con nombres impronunciables que se están probando en pequeña escala. Pero lo cierto es que esta enfermedad es un relámpago, que pega donde se le da la gana y mata a los más débiles. No, me corrijo, también afecta a los niños, con un padecimiento horrible que han dado en llamar PIMS (enfermedad pediátrica inflamatoria multisistémica, ¡vaya, vaya!). Así que nadie se salva, nadie está inmune, nadie está seguro de sobrevivir.

Hace dos semanas visité a mi amigo Óscar en su casa. Vive en un amplio departamento en la colonia Nápoles con su hija y su esposa, Estela, cuya atención y atractivo solíamos disputarnos en la Preparatoria. Finalmente se decidió por el más guapo y eso nos permitió aceptar la derrota con cierta gallardía. Sigue siendo una mujer deslumbrante. La saludé de beso a mi llegada y tras abrazar a mi amigo, les regalé una botella de Ribera del Duero que sé que disfrutan mucho. Ese día su pequeño tenía tos, algo de febrícula y rinorrea constante. En nuestra animada charla no le presté atención a sus síntomas, porque es habitual que mis amigos se quejen de la contaminación ambiental y los múltiples achaques respiratorios que tiene su criatura a lo largo del año. Si no es invierno porque “hace demasiado frío”, es en verano porque “cambia el clima a cada rato”. De manera que Oscarito suele estar tosiendo y su madre blandiendo un pañuelo en cualquier reunión.

Sin embargo esta vez fue diferente. Estela me llamó alarmada una semana después para decirme que habían optado por llevar al niño con el Pediatra porque sus síntomas se habían agudizado y, además, tenía diarrea y los deditos de los pies morados. La prueba había sido contundente: tanto ella con su hijito tenían COVID-19. Me avisaba de inmediato para que tomara precauciones.

Yo no había sentido nada; quizá un poco de fatiga, inusual para mis estándares. Pero con esa noticia, mi vida ha cambiado por completo. ¿Cómo puedo acercarme a mi padre octogenario, que está a mi cuidado, sin saber si cargo un veneno que lo aniquilará? ¿Cómo saludarlo cada mañana, sabiendo que mi tacto o mi abrazo pueden matarlo?

En una palabra, me siento contaminado, repleto de partículas virales sobre la piel, en la boca; expulsándolas por la orina y la saliva, reptando incontrolables dentro de mí, ensuciándome, carcomiendo. Me debato continuamente entre si debo decirle a mi padre o llanamente dejarlo de ver por dos semanas. ¿Hacerme la prueba diagnóstica o esperar? Y ¿si en efecto resulta positiva?¿A quién acudir? La angustia me arrebata el sueño. Así que me refugio en mi oficina virtual lo más que puedo tratando de eludir estas preguntas”.

Este caso ilustra cómo aquello que no vemos pero que nos asalta desde los temores inconscientes o es fantaseado adquiere una proporción amenazante que desbarata el juicio de realidad. ¿De qué sirve tanta información si en suma el coronavirus puede aniquilarme y matar a su vez lo que más amo?

La Secretaría de Salud ha implementado una línea telefónica para atender de momento la ansiedad que puede suscitar esta pandemia. Es un esfuerzo loable, sin duda, porque brinda el espacio – si bien breve y esporádico – para que los pacientes o familiares infectados encuentren consuelo y reafirmación. Pero la verdad es que resulta insuficiente para desentrañar esa percepción de lo siniestro en el cuerpo. Los seres humanos, enfrentados a lo inefable, somos como niños vulnerables: hambrientos, sedientos, propensos al llanto y atenazados por la indefensión.

Si bien la información científica ayuda a poner en perspectiva el verdadero riesgo, no desata el nudo de angustia que nos corta el habla y la respiración. La gente puede colocarse fuera de los grupos vulnerables, evaluar su integridad física como un acto de afirmación transitoria, pero en lo cotidiano, la muerte acecha y no discrimina. Se preguntarán entonces ¿qué hacemos?

La respuesta más simple, porque es la que tenemos a la mano, se basa en tres preceptos. A saber:

1) Sanear la información. Esto quiere decir alejarse de las noticias alarmistas y parciales que inundan las redes sociales y la televisión. Si están interesados en conocer el curso de la pandemia (curiosidad un tanto malsana a estas alturas) o acerca de los mecanismos de esta nueva infección viral, lo mejor es limitarse a las páginas oficiales de la Organización Mundial de la Salud, el CDC (Centro de Control de Enfermedades) de Atlanta o del gobierno de México. Quien esto escribe suele enviar actualizaciones periódicas, depurando con cuidado lo que vale la pena tener presente y lo que es preferible desechar.

2) Retomar el afecto, privilegiar el contacto humano. Es decir, salirse lo más posible de sus pantallas y recurrir al intercambio personal. Crear en casa un ambiente distinto del fastidio y la reclusión. Volver a los libros, a los juegos de mesa, al ejercicio en pareja, al erotismo y al calor de la ternura. Cambiar las noticias y el miedo por el cariño y las muestras de afecto. El reciente día de las Madres nos dio un respiro a todos. ¿Se dieron cuenta? Bajó el número de contagios, la gente se volteó a ver de nuevo, escogimos flores, compramos chucherías e hicimos manualidades para homenajear a mamá. No hizo falta ir de un lado a otro como energúmenos, saturar los restaurantes o concurrir a los cines. El cariño hizo su trabajo y nos salvó la vida por un día.

3) Reflexionar. Aunque parezca obvio, esto quiere decir “pensar en profundidad”. Significa establecer una escala de valores: qué nos gusta, qué hace de nuestra existencia algo prometedor y benéfico, cómo distribuir nuestro tiempo, qué actividades deberemos retomar en el futuro inmediato y a largo plazo para revolucionar la cotidianidad. Además, volver a las preguntas más ingentes de la existencia: ¿qué hago en esta vida que sea creativo y relevante? ¿de dónde procedo y cómo fui educado? ¿qué avatares en mi infancia pueden ser determinantes de mi comportamiento actual? Se trata de poner nuestra realidad interna en perspectiva. Pueden ser elementos psicológicos, espirituales o educativos que habíamos menospreciado. Otro tipo de limpieza y cuidado de nuestro entorno. Proyectos de vida que suponíamos cancelados y ahora tenemos una oportunidad de retomarlos. Centrarnos emocionalmente en nuestro presente y reconciliarnos con el pasado. En suma, curar el alma.

Por supuesto, no toda la población tiene acceso al apoyo psicoterapéutico que esta catástrofe requiere. Habrá un sinnúmero que se deprima o padezca ataques de ansiedad que serán solamente mitigados con el empleo de psicofármacos. Otros, cuyo riesgo suicida los conduzca (ojalá que sea oportunamente) a un servicio de Salud Mental emergente. Y muchos más a quienes este estado de angustia y desolación los incline a fracturar su salud, su tranquilidad, el matrimonio o su familia. Casualties of war, se dice en inglés.

Pero lo ideal (si tal cosa existe) es asomarse al espacio interior, buscar consuelo en los objetos cercanos, y tratar en lo posible de descifrar el miedo hacia esto que no podemos ver y que está en todas partes. Las epidemias son inherentes a la condición humana y a las concentraciones de población, de ahí que ataquen más a las ciudades que a las rancherías. Pero en efecto, nadie está protegido contra un nuevo virus y se necesita alcanzar cierta inmunidad generalizada (se calcula que dos terceras partes de una sociedad) para que el peligro se atenúe y muera la menor proporción de individuos afectados.

En eso radican las medidas de “sana distancia”. Por un lado permiten que el contagio sea más gradual y limitado (aunque no lo evitan del todo), pero por otra parte crean una sensación colectiva de abandono y ansiedad. La literatura francesa ha sido muy elocuente al respecto y nos ha ayudado, sin fechorías publicitarias, a entender las motivaciones de los seres humanos invadidos por un fantasma y encerrados a su suerte. Les invito a leer por supuesto “La peste” de Albert Camus o “La cuarentena” de Jean-Marie Gustave Le Clézio. Ambos Premios Nobel y extraordinarios novelistas para disecar los paradigmas psicológicos que atañen a nuestra indefensión, desde que nacemos y, pocos años más tarde, cuando hacemos conciencia de nuestra finitud.