El conjuro de Circe

El conjuro de Circe

Un hombre solo, una mujer / así tomados de uno en uno / son como polvo, no son nada… (José Agustín Goytisolo: Palabras para Julia, 1979)

Estamos en plena campaña electoral y, lejos de celebrar la inminencia de una presidenta por primera vez en nuestra historia democrática, las redes sociales están plagadas de diatribas y descalificaciones. 

En otros países latinoamericanos que, huelga decir, sufrieron la calamidad de una o más dictaduras, el máximo cargo ejecutivo ya ha sido ocupado por mujeres con mayor o menor éxito. Me refiero a Michelle Bachelet, Dilma Rousseff y, en Argentina, a las dudosamente célebres, Isabelita Perón y Cristina Kirchner. 

Pero aquí, como entre nuestros vecinos del norte y el sur, el machismo prevalece. La misma misoginia que se observa en frases tan decadentes como calificar a Claudia Scheinbaum de “títere de AMLO” o a Xóchitl Gálvez como “la menos mala”. 

Bajo tal miopía, es difícil postular una sociedad que respete la igualdad de géneros, y eso sin recordar los constantes feminicidios que caracterizan nuestra patria lacerada y penetrada por el crimen. 

Sabremos respetar las decisiones y decretos que surjan de una voz femenina? Acaso nuestra ancestral ambivalencia edípica nos hará culpar indistintamente a Xóchitl o a Claudia de los males heredados? 

Es notorio como, en un país polarizado y habituado a la injusticia, se venera como pocos a una virgen morena y se paralizan las calles y ciudades el diez de Mayo. Pero al mismo tiempo se abusa, se descalifica y se discrimina a las mujeres en todos los ámbitos, además de evidenciar la violencia intrafamiliar (que nunca es recíproca) y la lascivia que nos infectan a diario. 

Pareciera que el inconsciente colectivo de nuestra cultura híbrida, la única mujer aceptable es la impoluta, la virgen eterna, la que no nos traiciona con el otro y se mantiene incondicional y nutricia. Pensemos en la Malintzin, históricamente vituperada por intimar con el conquistador, pese a que de aquel maridaje surge nuestra identidad como pueblo. Lo que me lleva a considerar que más allá de las tragedias periódicas, subsistimos en el inalcanzable horizonte de la Historia y es hora ya de remontar las ambigüedades para construir un país que repare sus fracturas. 

Los cambios que hemos atestiguado en las últimas décadas, obedecen con mucho a la reivindicación que las mujeres en todos los estratos sociales han alcanzado, con destreza e inteligencia superiores a sus congéneres masculinos y a veces, porqué no, con una dosis de violencia y hartazgo que habría que entender antes que reprobar a priori. 

Vivir en una sociedad donde nuestras hijas se ven obligadas a morar en casas amuralladas, ocultarse de noche o salir pertrechadas por amigos o padres para no sufrir vejaciones es lamentable. Y no se diga en Ciudad Juárez, Ecatepec o Chilpancingo, donde son violadas y asesinadas sin miramientos. 

El gobierno saliente prometió muchos imposibles, tales como acabar con la violencia de género, redistribuir la riqueza, elevar la calidad asistencial al nivel de Escandinavia, liquidar la corrupción y someter al crimen organizado. Al margen de sus desatinos y medidas populistas, esa parálisis, esa impotencia, nos deja nuevamente huérfanos. Volvemos ante el próximo dos de junio con esa abyecta sensación de que ningún partido y ningún tlatoani pueden con tales lacras recurrentes que han vertebrado la historia contemporánea de México. Tan lejos de dios y tan avasallado desde dentro y hacia afuera. 

Por supuesto, la falta de una o más organizaciones civiles que aglutinen los verdaderos anhelos democráticos de la mayoría (sin acarreos o manipulaciones) nos mantienen atónitos, esperando – una vez más, otro sexenio – que venga un redentor o redentora que todo lo solucione y a todos complazca. Esa fantasía ha sido la piedra angular de la pasividad con que acometemos como ciudadanos cada proceso electoral. Sin exigir, anhelando como vástagos hambrientos que ahora sí nos rescaten del abismo financiero y la descomposición social. Infantes al fin, atrofiados políticamente y dispuestos a chillar de disgusto antes que hacer valer nuestros derechos.

Estoy convencido de que mientras no procuremos organismos que cuestionen, acrediten y censuren a la cúpula política, seguiremos viendo cómo se suceden los colores (tricolor, azul, amarillo o moreno) con los mismos atavismos y corruptelas. Y naturalmente, seguiremos sufriendo la decepción sexenal y la esperanza candorosa que nos entorpecen y degradan como seres pensantes. 

A dos meses exactos de acudir a las urnas, la percepción cotidiana es de poca esperanza. Por un lado, ante las encuestas y el acarreo popular, se ve poco factible un cambio de ideología. Por el otro, la candidata oficialista no ha mostrado un espíritu independiente de su mentor como para atribuirle credibilidad y legitimidad frente a una sociedad dividida y anhelante. No hay contrapeso ciudadano, más aún, porque todos aquellos movimientos frustrados a lo largo del sexenio que prometían inclusión y autonomía política se han esfumado, presa de contradicciones internas o insuficiencia logística. Nos queda confiar en que las aguas se dilaten y no nos alcance la ira divina.

Sin duda es un avance – para nada incidental – que sean dos candidatas quienes lideren las encuestas, pero no hay garantías de que las dejen trabajar en libertad hasta no verlas ceñir la banda tricolor y rodearse de gente pensante y libre de vicios. En eso confío más en Claudia Sheinbaum, dado que sus deudas son más transparentes y no tendrá salvo un partido que favorecer. Quisiera pensar lo mismo de Xóchitl Gálvez, quien ha demostrado perseverancia y valentía en un proceso abiertamente desigual. Con ello quiero plasmar mi respeto por el trabajo y el compromiso político de ambas en un país donde ser mujer es de suyo una flagrante desventaja.

Tuve la fortuna de crecer en un hogar laico donde se nutrían por igual los derroteros autóctonos, las ideas cardenistas y las venas abiertas del exilio español. Las mujeres siempre tuvieron un lugar privilegiado que respondía a su inteligencia y libertad de pensamiento. Con esa claridad he crecido, me he casado y divorciado, tanto como he educado y alentado a mis hijos e hijas.

Veo a mis pacientes con una ética inflexible donde el respeto a su integridad sexual es preeminente por encima de cualquier ideología o condición social. Y estoy consciente a la vez que debo a mis padres, mis maestros y mis enfermos (de ambos sexos) la calidad que obtienen de mi trato.

Quisiera con toda sinceridad que este dos de junio se transforme en un día insólito y venturoso para mi México. Que seamos capaces de recibir con los brazos abiertos a la candidata triunfante y le allanemos el camino para que sus principios y valores siembren la comunión y la templanza. No pidamos imposibles; nuestro territorio está sembrado de ortigas y ponzoña por generaciones: una sola mujer, por más valiente y bien intencionada, no puede revertir los males que nos contaminan y laceran nuestros pueblos y ciudades.

Confiemos con sentido crítico, exijamos alternancia y representatividad, y reconozcamos que, distantes de los designios del Olimpo, la vida cotidiana es sólo deseo y decepción.

Los anillos de Saturno

Los anillos de Saturno

Esa ojeada traviesa, inédita, fue su presentación. Reíamos en torno a una mesa, quizá unos veinte invitados, deglutiendo uvas para alcanzar las campanadas del nuevo año. Yo dejé caer las tres últimas con torpeza y, al levantar la cara por encima del borde, me encontré con su mirada oblicua, de modo que el tiempo quedó en suspenso. 

Nos habían sugerido cierta formalidad (al fin y al cabo era una reunión de trabajo) y ella vestía un traje sastre con una blusa de seda que dibujaba sus senos. Debo haber quedado boquiabierto y sonrojado ante sus ojos inquietos porque lanzó una carcajada mientras devoraba el resto de la fruta. 

En medio de los abrazos de nuestros colegas, me acerqué entre titubeos y le expresé que me cautivaba su sonrisa (no se me ocurrió otra cosa; estaba flotando entre nubes). Ella se presentó con mesura y me advirtió que no estaba sola. Como si no la hubiese oído y escudriñando en mi derredor, le ofrecí salir al aire frío para compartir una copa de champaña. Para mi sorpresa, accedió sin miramientos y brindamos a la luz de una noche oscura en la ciudad más improbable del mundo. La besé en la mejilla y prometí buscarla, por mar y tierra – así lo dije, embelesado – hasta que fuese mía. 

De nuevo, ella rió con sorna mientras se alejaba, dejando tras de sí su perfume y una perceptible sensación de apremio. 

No pude dormir esa noche pensando en qué malabares haría para conquistarla. Era psicóloga, responsable del reclutamiento de personal en otra empresa, así que urdí la treta para acudir a solicitar su ayuda psicoterapéutica; lo que entonces me pareció un pretexto lerdo pero justificado. 

Cuando entré a su cubículo, me quedé sin palabras. Estaba sentada en un sillón mullido, las piernas cruzadas bajo una falda plisada (de esas que fueron moda en mi juventud) y se había recogido el cabello atrás con una cola. Recuerdo que venía preparado con un monólogo acerca de mi soledad y las dificultades para encontrar pareja, pero su saludo exquisito me desarmó. 

​•​Pensé que serías de los que merodean a su presa. ¿Lobo o cordero? 

​•​Ni uno ni otro – respondí. – Quiero estar en tu vida, antes que en tu diván. 

​•​Pues tendrás que hacer un mejor esfuerzo – me dijo, burlona. – Ahora vete, que tengo pacientes que no me quitan el tiempo.

Creo que le guiñé un ojo, estupefacto como estaba, pero su amplia sonrisa me devolvió el aplomo, así que antes de salir le dije: -Mira, no sé qué elixir vertiste en mi copa la otra noche, pero estoy aquí por necesidad; no por embriaguez. 

Otra vez su risa dorada: – ¿A eso llamas una invitación? 

Me repuse de inmediato: – Ven a cenar conmigo; esta noche, mañana, todos los días. 

​•​Eres un huracán, Fred (primera vez que usó mi nombre con familiaridad). Déjame organizar mis horarios y, de verdad, mi paciente está por llegar. 

Nuestra primera cita fue en un restaurante italiano que supuse que brindaría algo de intimidad sin resultar pedestre. Estábamos tan ansiosos por saber uno del otro, que olvidamos ordenar la comida. La mesera acudió por tercera vez para rellenar nuestras copas e insinuar que cerrarían el local en breve. Traía consigo una burrata para otros comensales y le pedí con desinterés que nos sirviera lo mismo. La mitad del platillo quedó intacto mientras afianzábamos el encuentro e hilábamos recuerdos como advertencias. 

Cuando por fin nos corrieron del restaurante, le ayudé a ponerse su abrigo y le pedí un beso, con cierto candor, tal vez arrogante o envalentonado, que sé yo. Me miró como quien descubre a un niño a punto de hacer una rabieta y me acercó la cara con la boca entreabierta. Como es más bajita, me incliné ceremoniosamente y la tomé de la cintura. No recuerdo cuanto duró ese roce épico de nuestros labios, pero lo saboreé por horas después de verla partir. 

Desde entonces la he llamado no menos de cinco veces por día, filtrando mi impertinencia entre sus sesiones o sus horas quietas. El dichoso elixir parece haberme quitado el sentido común y a cambio me ha devuelto un arrebato que creía olvidado.

Hace una semana le regalé el libro icónico de W.G. Sebald que relata su travesía por la costa de Inglaterra, entre remembranzas y apuntes históricos. Cuando lo leí hace casi tres lustros, me cautivó el título y me prometí algún día compartirlo con mi compañera de viaje. Habiendo cumplido el conjuro, les ofrezco aquí una imagen de ese sugerente texto para empezar un año venturoso: 

El narrador se embarca en un periplo por Suffolk en la costa de East Anglia. Escribe a partir de su alta de un hospital psiquiátrico donde cayó con una profunda depresión y, en cierto modo, éste es un viaje para recuperar el horizonte perdido. Su interés ancla en la figura de Thomas Browne, un médico y escritor del siglo XVII quien esbozó la teoría de que el conocimiento verdadero es inaccesible a los seres humanos porque nunca podremos alcanzar la esencia de los fenómenos naturales. 

El paisaje en su derredor ha cambiado desde su tierna memoria tras la Primera Guerra Mundial. Los pueblos a su paso se ven vacíos, desprovistos del bullicio que él recordaba. Su primera parada en tren es en Somerleyton Hall, una elegante propiedad que ahora está derruida. El jardinero a cargo le relata que dos aeroplanos estadounidenses cayeron en el estanque cercano durante la batalla aérea contra la Luftwaffe. El declive de las residencias mientras prosigue su camino es notorio y resiente cómo la vida y las actividades sociales de otrora parecen suspendidas en el tiempo. Será que la gente, estos habitantes anónimos, entienden de verdad la devastación física y moral que acarrea la guerra? 

En Southwold, más adelante, se adentra en el archivo fotográfico de la Gran Guerra que le reitera la erosión del paisaje y la melancolía que aquellos conflictos sucesivos han dejado en la costa británica, empezando por la invasión holandesa de 1672 (la llamada ”Derde Engelse Zeeoorlog”). Ahí atestigua un documental sobre Roger Casement (1864–1916), que fue colgado por traición durante la rebelión irlandesa de Pascua en 1916. (Inevitablemente, yo evoco aquí el insigne poema de William Butler Yeats que pueden leer al final de este escrito). 

En su momento, durante la expoliación del Congo belga, Casement trabó amistad con Joseph Conrad, autor de “Heart of Darkness” (1899), quien también fue retratado con lucidez por Mario Vargas Llosa en su novela “El sueño del celta” (2010). Mediante tal recuento, nuestro narrador alude a su viaje a Bélgica para visitar el monumento a la Batalla de Waterloo y, como sentenciara el mismo Browne, se percata de que es imposible entender a fondo un suceso histórico sin haberlo vivido en carne propia.

La perspectiva del puente de Dunwich lo hace pensar en el tren oriental que alguna vez lo cruzara. Construido por el emperador de China, divaga acerca del auge y caída de aquel imperio distante y las manipulaciones de la Emperatriz Tz’u-hsi, de su supuesto envenenamiento y el golpe militar que la destronó. 

Prosiguiendo con su viaje, el narrador encuentra a un artesano que lleva veinte años construyendo un modelo del templo de Jerusalén. Visita las iglesias cercanas en un intento de comprender la naturaleza mística de los habitantes que ha conocido y, por fin, al concluir esta peculiar travesía, evoca la industria de la seda que ennobleció al imperio milenario del Lejano Oriente. Los gusanos de seda fueron sustraídos de su hábitat para convertirlos en recursos utilitarios que impactaron comunidades muy diversas, sobre todo mediante distinciones de clase y poder. Es así como la historia refleja la veleidad y las diferencias sociales, el insondable carácter de cada cultura, nos reitera el autor.

Hasta aquí el resumen de ese magnífico libro, que mucho les recomiendo.

Esta mañana Veronika duerme mientras escribo; parece como si se meciera en sueños bajo el murmullo del oleaje en la playa vecina y yo, absorto, la miro de vez en vez, atento a mis movimientos para no despertarla. Me gusta contemplarla así: el cabello revuelto, el rostro de niña, imperturbable, ajena a las horas y al gorjeo de las aves diurnas. En tanto, los anillos de Saturno gravitan en nuestro entorno, iluminando cada pasión, cada dejo de ternura que acaso develamos sin conocerlos a fondo. 

https://www.poetryfoundation.org/articles/70114/william-butler-yeats-easter-1916

Lugares comunes

Lugares comunes

El reciente refrendo del populismo en Argentina – e insertos en una variante con sus propios matices – nos obliga a reflexionar en torno a la reinvindicación de los movimientos de masas y la autarquía en países que consideramos cultos y dignos de una herencia democrática. No se diga el decantado de gobiernos con tintes vindicativos como los que hemos visto sucederse en Hispanoamérica. Tal parece que la máxima de “el hombre es el lobo del hombre” requiere de una cohorte de ovejas para entronizarse.

Como tantos otros apóstatas del determinismo, coincido en que los tiranos no son pocos y constituyen una amenaza para todas las sociedades modernas, más aún para los países débiles o aquellos que dependen económicamente de algún imperio.

Donde no concuerdo es en esa pretendida suposición de que el encumbramiento de los dictadorzuelos es un fenómeno contradictorio, como una maldición, algo ajeno a los anhelos democráticos de la mayoría. Me parece en cambio que la tiranía y el populismo son resultado natural del descontento popular, del hartazgo social ante la clase dominante (que se vanagloria en el Olimpo), oportunamente amalgamado por un líder carismático; the right one at the right time. Baste recordar a Elías Canetti con aquella brillante caracterización psicosocial publicada en 1960, “Masse und Macht”.

El ejemplo obvio fue el ascenso de Trump, cuyo apellido significa indistintamente triunfo o pedo. Un billonario estridente, fanfarrón y misógino que se jacta de no respetar a ninguna autoridad más que a sí mismo. Que escoge mujeres como si fuesen objetos de cambio, a quienes denigra o desecha. Que produce su propio show de televisión, cínico y reaccionario; y que se aloja en su torre de marfil en la capital del Imperio moderno, Midtown Manhattan o en los meandros de sus propiedades en Florida, donde el FBI toca la puerta con sobrados titubeos.

Durante su campaña dedicó todos sus recursos y energía a descalificar a sus contrincantes; por ineficientes, por inocuos, acusándolos de lacayos del sistema o de pusilánimes ante las amenazas – en su mayoría ficticias y exageradas – que se yerguen contra su país. El Estado Islámico tanto como los inmigrantes que roban y asesinan, la usurpación de puestos de trabajo tanto como la avaricia de la industria china, los tratados económicos a la par con el terrorismo internacional.

Poco a poco, su discurso aglutinó la inconformidad con la paranoia, y la percepción de que un santuario a prueba de toda inestabilidad no sólo es deseable, sino que es genuinamente posible. En pocas palabras, el ideal se transforma en cumplimiento de deseo. Lo único que se antepone es refrendarlo, votar por él, elegirlo no obstante sus diatribas y disparates. El mesías económico, el que devolverá a sus paisanos la titularidad y el respeto que merecen. Estamos ante su segunda venida?

Hemos escuchado repetidamente que Trump no ganó el voto popular, que fue el sistema anómalo de votos electorales lo que le permitió hacerse con la presidencia. Por el contario, ganó con toda la fuerza y el estrépito que le proveyeron la prensa y la televisión, con el refrendo de sus compromisarios que lo alababan en letreros, símbolos, gorras y camisetas. Make America great again no fue sólo un eslogan, fue la causa y el motivo, la voz que se gritaba y se susurraba, la que se temía pero a la vez se deseaba sin objeciones.

Me parece además que es una trampa necia querer asimilar a este déspota y a sus sucédanos en América Latina con Hitler, Putin, Stalin o Nerón, para fines prácticos. Lo único que tienen en común es la autocracia, pero se entronizaron en circunstancias sociales y épocas muy distintas. Los dos primeros aupados por sus partidos para erigirse en salvadores – del sometimiento o la confusión política -, pero ante todo pertrechados por guardias pretorianas que garantizaron su ascenso. Parecido a Tiberio Claudio Nerón quizá, salvo por las manos sucias de Agripina y la conflagración de Gaio Ofonio Tigellino.

Lo más perturbador, para quienes vivimos a la sombra del Imperio – además de sabernos beneficiados por los gobiernos republicanos como paradoja política – es que Donald Trump va a la cabeza de las primarias de cara a las elecciones del 5 de noviembre de 2024. Mientras escribo esto, constato que tiene 63 delegados frente a 17 de Nikki Haley, otra vocera del conservadurismo más abyecto. Dado que Joe Biden no ha logrado aglutinar la popularidad ni de sus propios acólitos, el panorama pinta sombrío.

Es verdad que hay lugares comunes, pero lo más constante es la necesidad de las masas por verse legitimadas y arrastradas en un clamor unísono. Los convoco a pensar en los rallies republicanos tanto como en las arengas de Nuremberg o las adoraciones públicas de los líderes religiosos. Dentro de la masa, parafraseando a Canetti, las personas no son adversarios o entes distintos, que privatizan su espacio en relación al otro. Se constituyen inconscientemente en aliados – motivados por la música, el color y los símbolos de pertenencia – cuyas emociones se dirigen y descargan contra un enemigo común. Como omnívoros, carnívoros deseantes, los seres humanos queremos devorar, destrozar, comernos al que se nos opone, insiste Canetti. Los dientes son un arquetipo de poder y sus atributos – la mordida, la gesticulación y la mandíbula apretada – son la metáfora actuante del orden y el dominio.

Más que un antídoto para combatir nuestros temores y aislamiento, la masa es una poderosa fuerza ecualizadora y reivindicativa.

El insigne autor alemán, también Premio Nobel, formula cuatro atributos propios de las masas. A saber:

• 1. La masa necesita crecer. Carece de límites naturales y propugna por su expansión y proselitismo.

• 2. Dentro de la masa hay igualdad. Las diferencias individuales se diluyen. De hecho todas las teorías democráticas y de justicia, a que tanto apelamos, derivan de la experiencia masiva y su legitimación.

• 3. La masa venera la densidad. Nunca es suficiente, nada la divide, mientras más espesa se percibe más vigorosa y opulenta.

• 4. La multitud necesita una directriz. Está en movimiento y requiere descargar su potencial en alguna dirección. Si tal vector se dirige en contra de un enemigo virtual o construido, la masa responde como un todo, sin chistar, sin recular.

Podemos suponer que los líderes no necesariamente conocen estas variantes psicodinámicas, pero sus ideólogos las ven, las intuyen y las instrumentan. Piensen en Joseph Goebbels, Georgy Aleksandrov o, para aterrizar en nuestro tiempo, en Steve Bannon, el más cercano asesor de Trump, ahora depuesto y con el rabo entre las piernas.

El temor que despertó en los cinco continentes este inicuo hombre de negocios armado con misiles nucleares; como su contraparte en el Kremlin, repulsivos gobernantes que despiertan atravesado por delirios paranoicos, ratifica la poca fe que nos adjudicamos los ciudadanos como individuos pensantes, acaso capaces de decidir qué nos conviene para ocupar las casas de gobierno.

Es difícil postular en este momento si tales personajes como Javier Milei, Marine Le Pen, Geert Wilders o el mismo Trump se perderán en las aguas revueltas de su propia demencia racista. Me temo que vendrán otros – siempre – que sepan apelar a la rabia inconsciente que yace en todo sujeto cuando no está satisfecho.

Un fantasma recorre el mundo: la ignorancia…y cabalga sobre el corcel de la manipulación mediática. Contrario a lo que dicta nuestra ingenuidad, el populismo no será derrotado por los hechos o el retorno triunfante de la democracia. En cada hombre y mujer está el sueño, el ideal de verse perennemente ahíto. ¿Porqué habríamos de rechazar las gratificaciones y las promesas, cuando nos devuelven a ese estado de goce donde todo nos habría sido dado?

Dialéctica de la Medicina actual

Dialéctica de la Medicina actual

Con cierta indignación – y más información que lo habitual – el familiar de mi paciente me pregunta: – ¿Porqué la medicina alopática trata de apagar todos los síntomas? ¿No es mejor la acupuntura o la homeopatía, que profundizan?

Cavilo unos segundos, mirándolo con empatía. Le explico que si bien la acupuntura es un método terapéutico milenario que infiere trayectos de energía (Qi o chi) para modular ciertas respuestas orgánicas, es difícil elucidar su asertividad en términos anatómicos y quizá por ello la reservamos para ciertas neuropatías o trastornos músculo-esqueléticos. La homeopatía, por su parte, tiene un lugar en la farmacopea en tanto se basa en el principio de la similitud sintomática y con ello pretende resolver ciertas afecciones – sobre todo funcionales – bajo la premisa de asimilar lo fisiológico y causar las mínimas reacciones secundarias. Pero se queda corta frente a las infecciones graves, aquello que requiere resolución quirúrgica y ante cualquier neoplasia, que responde a sus propios dispositivos.

Pero el nudo de la cuestión es la supresión y/o la anulación de las molestias que prevalece como principio terapéutico en la alopatía. Desde la aspirina hasta la novedosa Terapia Biológica, se trata de cortar, mutilar, mitigar o desencajar el mal que se revela oscuramente por sus signos (objetivos) y sus síntomas (como dimensión subjetiva de lo inenarrable). 

Puesto que la enfermedad es un insulto biológico, es indistinguible conceptualmente del daño, de aquello lesivo que debe erradicarse.  Por tradición, lo patológico se articula en un bagaje observable de síntomas que responden a un curso predecible. Es una noción que data del siglo XVIII, acuñada por el médico inglés Thomas Sydenham, que Kraepelin adaptó en Psiquiatría como recurso para el diagnóstico diferencial entre dementia praecox (esquizofrenia) y hebefrenia.

Esta elaboración fenoménica ha sido suplantada en la modernidad por el fundamento de que los procesos patológicos son cambios nocivos o destructivos que se apartan de la normalidad (homeostasis). De modo que suscitan que una o más partes de un sujeto que son connaturales a su especie adquieran otra dirección. Podemos intuir claramente el fundamento de la fisiopatología como premisa esencial de esta explicación para toda enfermedad. No obstante, tal perspectiva funcionalista ha sido criticada por un modelo actuarial, que se basa en riesgos y umbrales, como podría ser el caso de la hipertensión arterial, que ejerce su acción perniciosa sin evidencia sintomática y en condiciones de escaso daño estructural (modificaciones discernibles en la integridad del endotelio vascular, por ejemplo). 

 La medicina del siglo XXI alardea de ser objetiva. Denomina a los procesos patogénicos a expensas de trastornos de regulación (desde lo molecular hasta lo orgánico ) que pueden ser implicados en la mayoría de los casos, independientemente de las vertientes sintomáticas (individuales) que adopte el padecimiento. De ahí el imperio de las estadísticas, que se nutre de la replicación de eventos observables para generalizar inferencias.

En ese sentido, la Medicina contemporánea tiende a ser conservadora y escasamente inferencial. Basa sus intuiciones y revelaciones en aquello que se desvía de la norma natural para construir argumentos putativos que redondea en principios nosológicos. En ese valor epistemológico radica su éxito, sin desestimar la enorme influencia que ejerce la investigación promocionada por la industria farmacéutica para imprimirle  poder dictatorial. Las leyes biológicas que subyacen tanto a la salud como a la enfermedad pueden acaso ser acuñadas mediante la investigación biomédica, de tal forma que su edificio provee un cuerpo conceptual irrefutable a todo aquel que pretende someterse al quehacer médico, sin objeciones. Pero eso no garantiza el tratamiento eficiente de todo desorden físico o mental, ni siquiera la peculiaridad de prevenirlo o descubrirlo a tiempo. Tampoco explica todos los fenómenos que se apartan de tal normatividad y que constituyen la excepción de cualquier regla.

Suponemos que las ideas relevantes en torno al metabolismo humano son las que derivan de una función adaptativa. Y, ¿porqué no? Hemos recogido incontables pruebas de la evolución de las especies que así lo atestiguan. Pero las ciencias biomédicas emplean una ideación causal, no teleológica, de las funciones vitales. El conocimiento clínico establece que las estructuras funcionales (moléculas, células, tejidos por igual) puedan identificarse y analizarse en tanto contribuyen al mantenimiento del organismo como un sistema vivo.  La falla para articular este comportamiento esencial, esta idealización, se traduce en un estado patológico. 

Un órgano  – como puede verse en un modelo experimental, en un simulador o en un libro de texto – dista mucho de ofrecer un ejemplo estadístico. Es una abstracción. Deriva su autoridad de su eficiencia predictiva, de donde se extrapolan sus defectos o alteraciones funcionales. Así que, en efecto, el comportamiento biológico – y por extensión, patológico – que aprendemos y enseñamos de los seres humanos es una idealización destinada a imponer orden y variabilidad.

La variación de un rasgo biológico es, por cierto, de lo más ubicua. De modo que establecer que un sistema u órgano humano está funcionando correctamente no siempre es empresa fácil. Por ello diseñamos escalas, rangos, límites que pueden modificarse en la medida en que sus determinantes se hacen más estrictas y generalizables. Un ejemplo actual son las diferencias en el metabolismo de medicamentos que vemos en los genotipos de Citocromo P450 entre individuos de raza negra o raza blanca.  O la prevalencia de ciertas manifestaciones cardiovasculares en sujetos con mayor o menor susceptibilidad a la aterogénesis (umbrales al fin, volviendo al modelo actuarial). No se diga en los trastornos neuropsiquiátricos, donde los estímulos y detonantes de psicopatología se restringen a variaciones casi individuales o familiares, pese a la intención de amalgamarlas en sumas vectoriales de neurotransmisores.

Por eso los modelos de estrés, de susceptibilidad psicosomática o de neuroinmunopatología resultan tan escurridizos. A falta de elementos cuantificables, que pueden extrapolarse a otras situaciones análogas o  grupos de pacientes que se asimilan por su sintomatología o destellos clínico-patológicos, estamos en tierra de nadie.  Ahí es donde la medicina alternativa encuentra surcos para explayarse con cierta fertilidad. 

En general, el pensamiento científico valora la neutralidad y el distanciamiento emocional, a fin de recoger información decantada de los fenómenos naturales con el mínimo sesgo que dicten los afectos. La máxima Popperiana de refutar toda hipótesis antes de adoptarla como válida, se basa en esa premisa del investigador como observador y recolector minucioso de su objeto de estudio. La dicotomía planteada en la práctica de la Medicina respecto de las enfermedades mentales y/o físicas sigue induciendo a crear cotos de conocimiento que restringen una perspectiva más integradora del espectro patológico. Lo físico es tangible, lo mental es etéreo.

El tratamiento – bastante exitoso, cabe decir – de los “desórdenes mentales” con moduladores de la neurotransmisión ha permitido restringir el empleo de electrochoques, lobotomía y otras torturas que caracterizaron el despunte de la Psiquiatría moderna. Pero la premisa es análoga: suprimir la angustia, desmotivar la depresión, acallar las voces que claman por otro orden simbólico. 

¿Cómo podríamos ser ajenos a ese dolor? ¿Dónde esconder los afectos, sobre todo habiendo escuchado tantas historias, empezando por la que delata nuestra propia fragilidad? 

Un reto creciente en la clínica es la necesidad de aparear la investigación biomolecular (y sus innegables alcances) con el arte del discernimiento del fenómeno patológico en cada paciente. Hemos repetido que el padecimiento es un proceso que se engarza en la vida del sujeto y la tiñe de síntomas, contrariedades e incapacidades. Como tal, se aleja del modelo nosológico que la enmarca en tanto recae en la narrativa de una experiencia singular e irrepetible. La insistencia en pasar de la genómica a la proteómica da cuenta de este esfuerzo por documentar lo racial, comunitario o familiar por encima de las peculiaridades de especie.

No obstante, lo que resalta a todas luces en la práctica de la Medicina es el distanciamiento afectivo que se antepone al padecer del enfermo. Si bien esta postura – un tanto higiénica, otro tanto fóbica – reviste el interés ético de no condicionar el proceso terapéutico a oscilaciones de la subjetividad, es imposible negar que cada encuentro clínico funda un lazo transferencial. Este concepto, descrito originalmente por Sigmund Freud  hace un siglo, tiende a menospreciarse porque se asume que interfiere con el discernimiento semiológico. Lo cierto es que toda acción que involucra dos individuos en el cauce de analizar un trastorno en el ámbito clínico implica de suyo lo intersubjetivo. Es decir, la transferencia de emociones que se depositan a una y otra parte con implicaciones mediatas o inmediatas de acuerdo al fenómeno clínico que les da origen. La confianza tácita y los resultados inesperados, tanto como los abusos y excesos son resultado directo de esta maquinación que se escurre de la conciencia.  

Sorprende aún más que la Psiquiatría actual, tan atenta a los fenómenos intracerebrales, se aleja del entrelineado que cabe advertir en todo discurso fisiopatológico para incidir a cambio en alguna contracorriente de señales neuronales. La propedéutica ha dejado de enseñar la esencia de lo humano a fuerza de desglosar sus ingredientes. 

Desde luego, los avances técnicos en Imagenología (ante todo en PET y fMRI) ofrecen una ventana de observación a procesos vasculares o bioquímicos que denotan ciertas respuestas conductuales, desde la irritabilidad hasta el sueño REM pasando por la epilepsia. Pero no pueden indicarnos por necesidad el contenido de una pesadilla o la asociación con eventos infantiles que anclan o prefiguran la neurosis. Para eso sigue siendo indispensable la escucha. 

Un médico que no atiende – en el sentido socrático del término – o que no inquiere de manera dialéctica en la narrativa del sujeto que lo interpela, extravía el núcleo del padecimiento por muchos recursos paraclínicos de que disponga.  En algunos países de Europa, estas premisas de la entrevista médica se traducen ya afortunadamente en políticas asistenciales.

Lo que ha traído el ejercicio contemporáneo de la Medicina es una certidumbre de que todo está al alcance mediante parámetros de laboratorio o inferencias virtuales traducidas por equipos cada vez más precisos de diagnóstico por imagen. Tal afirmación, por reproducible que parezca, puede resultar una falacia.

 La experiencia subjetiva de un individuo, que es fundamental en la articulación de su historia médica, tiene como cimiento su herencia; pero así como interactúa con el ambiente desde lo microbiológico y lo metabólico – y lo acopla en modificaciones epigenéticas -, requiere a la par de un horizonte imaginario que dibuja su personalidad y sus características afectivas. 

No hay enfermo sin desorden biológico, cabría afirmar bajo esa perspectiva positivista. Como tampoco hay paciente sin una historia que connota su padecimiento y que lo hace digno de una escucha atenta.  

Tapar los baches

Tapar los baches

Habitamos un mundo irreflexivo, plagado de autómatas y egocéntricos en conflicto. Los amigos escasean, la gente anda en su nube y no hay tiempo para conversar, salvo nimiedades que rebosan las redes sociales. Por más que la educación – frugal recurso – ha tratado de inculcarnos la reflexión y la templanza, el mundo actual nos invita a la frivolidad y al culto por lo efímero. Anhelamos la satisfacción inmediata, la gratuidad, el desvelo en lugar de la meditación, y el parpadeo de las pantallas “inteligentes” en desprecio de la sabiduría y el ejemplo.

¿Cómo podría impactarnos una noticia trágica (un infante ahogado en las costas del Mediterráneo, niños bombardeados sin piedad huyendo de la guerra, por ejemplo) si la vemos reproducida en diferentes versiones sólo durante un día? ¿Cómo podríamos juzgar el contenido de una obra si pasa de largo entre memes, instantáneas y resúmenes triviales? Nos estamos alienando y ese efecto subliminal que aplaca nuestras emociones parece que tampoco importa.

Cuando atravieso los pasillos de mi nosocomio, lo habitual es observar a un sinnúmero de individuos, sobre todo jóvenes, que no levantan la vista de sus teléfonos celulares, caminan de frente por reflejo, desdeñan a los demás y las imágenes que trae el día, el trino de aves que pueblan los árboles en estos jardines, al viejo que requiere ayuda para subir al ascensor, al bebé que sonríe. En fin, su atención está centrada en un escenario intangible y nimio. Uno puede imaginar el tsunami mediático que tendría hoy día una arenga similar a la que hizo Orson Welles por la radio en octubre de 1938 y que ocasionó una histeria colectiva en la ciudad de Nueva York.

  • ¡El gobierno de la Cuarta Transformación nos va a arrebatar nuestros bienes! Aquellos que tienen más de una casa deberán ceder sus excedentes para familias pobres. Firma: una voz “autorizada” y replicada burdamente por los medios.

Como es obvio, los alienígenas ya no son noticia en un mundo donde la ciencia ficción resulta trivial o fruto de la fantasía. Pero la manipulación de un temor generalizado en un sector de la población que late en desconfianza podría tener consecuencias poco predecibles e incluso generar una masa inconforme dispuesta a luchar por lo que no existe.

Hace casi seis años, la mayoría de los mexicanos, por convicción o por afinidad, votó por un gobierno de izquierdas para los cargos más importantes del país. La reyerta electoral fue bastante transparente, se ventilaron defectos, argucias, ideologías y falsas promesas. Los candidatos de derecha y del partido en el poder buscaron por todos los medios reclutar a un electorado indiferente, cansado de corruptelas y nepotismo. No convencieron. Ese domingo de verano vieron disolverse su pretendida certeza en unas cuantas horas del aluvión de votantes que esta vez sí acudieron a las urnas buscando una alternativa a su pasado.
El resultado de tal gesta nos ha decepcionado bastante. Si bien se han otorgado prebendas y recursos a quienes menos los tuvieron por generaciones, la economía se ha estancado (efecto, admito, tanto de malas decisiones como de nuestra inmersión en una relación histórica de país dependiente e improductivo) y la sociedad está visiblemente polarizada.
El gobierno que accedió al poder en 2018 – legítimo en nuestra ingente democracia, debo añadir – estaba obligado a probar que gobernaría para todos, con inteligencia, prudencia y sentido del deber. Lamento, como una buena parte de los mexicanos que no fuimos arrastrados por las arengas populistas, que ha dejado mucho que desear.

El presidente, inmerso en su reticente narcisismo, no ha sabido revertir la maldición del Tlatoani, que abrigamos como especie indígena desde antes que les viéramos las caras a los barbudos de piel blanca. El problema es que seguimos alentando el nepotismo como si siete décadas del PRI no nos hubiesen mostrado suficientemente la película.
Ah! Pero es pertinente señalar que muchos de los ahora morenistas proceden de esa misma genealogía política, y están acostumbrados a robar (o saben mirar hacia otro lado) y a dejarse corromper para que el sistema fluya por cauces habituales.
A estas alturas nadie osa criticar a los opositores (de centro, derecha o pusilánimes), porque bajo la máxima de “se los advertí” nos echan en cara que fuimos ingenuos y que no hay remedio para la enfermedad crónica de la patria y sus testaferros.

La lección es bastante elocuente para todos: nunca debimos otorgarle carta blanca a los políticos que nos han gobernado; un verdadero régimen parlamentario debe sujetarse a prueba de manera constante y verificable. ¡Cuánto daño nos ha hecho el presidencialismo que padecemos! Lo mismo un tirano, que un mecenas o un redentor. Es la tragedia que resuena desde el imperio de Porfirio Díaz hasta los desplantes de telenovela de Fox y Peña Nieto, o las mañaneras incesantes de López Obrador.

Para los que vienen, podremos perdonar errores de alcance, cierta ineptitud que acompaña a su inexperiencia en cargos públicos, pero jamás la arrogancia o el autoritarismo. Son y serán siempre los servidores del pueblo, no sus jerarcas e inquisidores.

Algo muy estimulante, que a veces se pasa por alto (claro, sumergidos en las pantallas somos cada vez más miopes) es quién hizo la diferencia. De acuerdo a las encuestas de salida, fueron los jóvenes, los académicos, los intelectuales y ante todo, las mujeres y los desposeídos. Acepto sin candidez que hubo “acarreos”, como se suele decir en la jerga política nacional; pero el grueso del electorado acudió por su propio pie, dispuesto a hacer valer su voz y su voto.
Lo trágico es que estuvimos dispuestos a apechugar, como rezaban las abuelas, y juzgar, protestar si fuese preciso, e impugnar lo que no nos convenciera de sus proyectos y propuestas. Pero al cabo de casi la totalidad del sexenio, debemos aceptar que recibimos una buena dosis de pan y circo, desarrollos truncos (el vilipendiado aeropuerto) apareados con edificaciones pantagruélicas (el AIFA o el tren Maya) que distan de satisfacer las necesidades de una nación creciente y que respondieron más a fines demagógicos que sociales.
En eso, me duele aceptar, falló una vez más la democracia. Se percibe como un fracaso porque fuimos gobernados bajo la égida del revanchismo en lugar de la conciliación. Es obvio que un país tan injusto arrastra un largo resentimiento social, pero más que exacerbarlo con diatribas, hubiésemos preferido un mandato equilibrado y racional, digno de un genuino estadista y no de un opositor a ultranza.
Si queremos un país más justo, menos dividido y más acorde con la comunidad de naciones, libre de secuestradores y sicarios, tenemos que mantenernos unidos, alertas y vociferantes. Contra cualquier vendaval, sea de izquierda o de derecha, que pretenda manipularnos para su beneficio temporal.

No quiero trasmitirles una nota triste: a mi edad he observado con detenimiento cómo se comporta la clase gobernante (de cerca en México, de lejos a través de mis intereses filosóficos e históricos). Creo que las mujeres y hombres que realmente saben servir a sus conciudadanos son exiguos. Puedo pensar en Jacinta Ardern, José Mújica, Katrín Jakobsdóttir, acaso en Mahatma Gandhi, Benito Juárez o Nelson Mandela, pero no en muchos otros, incluidos los de ficción y sus imitadores (que más bien son parodias vergonzosas).

Lo cierto es que los seres humanos, desde cualquier estrato social, nos movemos por la necesidad y el deseo, ambos motivadores de conductas aberrantes cuando no hay educación  o afecto noble que los module. En eso Charlie Chaplin, gran observador de la naturaleza humana, tenía razón cuando afirmó: “You need power only when you want to do something harmful, otherwise, love is enough to get everything done” (Se necesita poder sólo cuando se quiere hacer daño. De lo contrario, el amor es suficiente para conseguirlo todo). 

Transcurre otra mañana de este incipiente otoño citadino. A mis espaldas, el tráfico de una de las ciudades más pobladas del mundo no ceja; bocinas y alarmas se alternan para perturbar el silencio que reclaman mis enfermos. Aturdido por el ruido pertinaz, bajo a pasar visita en un momento libre entre pacientes. Es una actividad que deleita por la familiaridad, el contacto con las enfermeras, el orden y la limpieza que cobijan a quienes tenemos que hospitalizar debido a la gravedad de sus síntomas.

Mi paciente reposa, esperando un baño de esponja. Sonríe al verme llegar al tiempo que me congratulo de su aparente mejoría y saludo cordialmente a sus familiares. La luz matinal inunda su habitación y todas las pantallas están apagadas. Es un remanso – medito para mis adentros. Nada como observar, escuchar, transmitir confianza.

Solicito su permiso para revisarlo: tórax, ruidos cardiacos, flujo respiratorio; abdomen, con cuidado extremo, para no despertar dolor innecesario, peristalsis, signos elocuentes. Las piernas hinchadas me dicen que tendremos que corregir el aporte de líquidos. Retiro la telemetría y revoco la orden de obtener glucemia por punción de los pulpejos (mera tortura, bromeo con mi paciente). Me encanta su respuesta: – Puras buenas noticias, doctor – me dice, con voz débil pero convincente.

Al salir de su cuarto para cumplir con la obligación de anotar mis observaciones en el expediente y explicitar mis órdenes verbales, me envuelve una gratitud por la vida. Elegí ser médico para mitigar el dolor y el sufrimiento, para acercarme lo más posible a la fragilidad humana y, porqué no, para intercambiar afectos al desnudo, ahí donde el sujeto es deseo y regresión, necesidad y duelo, latencia. He aprendido más de mis pacientes que de todos los libros y artículos que he consultado en mi formación. Es cierto que sin esas brújulas de conocimiento estaría a la deriva, pero son ellos – los enfermos – quienes dictan mi certidumbre y mi capacidad reflexiva. Por eso la inmediatez y la superficialidad me resultan despreciables. Sin un diagnóstico, cualquier tratamiento es especulativo. Sin una dirección, navegamos entre sombras y lo más probable es que encallemos en arrecifes.

Cuando he terminado de anotar, me dirijo de vuelta a mi oficina. En el trayecto me alcanza una enfermera: – Doctor, ¿hizo usted algún cambio?

Es un gesto repetido con frecuencia, pero digno de reconocer. Es en la interlocución, en la escucha, en el intercambio de apreciaciones o en la transmisión de ideas que las personas nos cuidamos unas a otras. Sin ese lapso de conciencia, de esa reflexión con el otro, nada sería posible, menos aún ante el universo virtual que osa distraernos.

  • Sí, Magda, se lo agradezco. Procuré hacer buena letra para que no haya confusiones. Mi celular quedó anotado, pero estaré en mi consultorio si me requieren.

Vamos bien y vale la pena renovar expectativas – pienso mientras me alejo. Eso es todo lo que importa.

PD. A las 8 de la noche del Halloween en 1938, Orson Welles, reportero y escritor de sólo 23 años de edad, decidió tomar unos pasajes de la obra de H.G. Wells “La guerra de los mundos” como si se tratara de un reporte verídico y en curso. Interrumpió un número de swing con su voz profunda para dar la noticia urgente de que extraterrestres con forma de trípodes estaban invadiendo Manhattan y que se desplegaban en ese momento siete mil soldados y una flotilla de aviones para repeler a los invasores. La transmisión radiofónica suscitó escenas de pánico en el este, sur e incluso en la costa oeste de Estados Unidos. Según hemos sabido hasta la fecha, aquellos extraterrestres nunca aterrizaron. En cambio, las cenizas de Orson Welles yacen esparcidas por España, país donde se dice que fue rotundamente feliz.

Mensaje a mis lectores

Mensaje a mis lectores

Estimados pacientes, amigos, colegas y lectores varios:

Los relatos y viñetas que tan gentilmente han recibido en los últimos dieciocho meses en mi blog (www.ocells.wordpress.com) y algunos más inéditos son ya suficientes para una compilación.

Así, tomaré un receso durante el verano para publicarlos en forma de libro, confiando en que verán la luz antes de que termine este 2023. 

Estaré de vuelta si me lo permiten en Otoño con voz renovada. 

Gracias siempre por su constancia y sus amables comentarios. 

APB 

¿Qué significa la nueva normalidad?

¿Qué significa la nueva normalidad?

A medida que la humanidad registra cinco millones de casos de COVID-19 y sufre la muerte de 330 mil – la mayoría de éstas en silencio y rodeadas de máscaras anónimas – se habla de un proceso gradual de restitución.
Restitución del orden, de la movilidad, de la vida pública a tientas y a distancia. Durante doce semanas (en algunos países aún más) los negocios se cerraron, las sillas de los restaurantes se invirtieron, los cines quedaron a oscuras y las playas vieron pasar las olas sin risas o chapuzones. Las plazas permanecieron abandonadas los domingos y los parques ajenos al público, con sus perros confinados, sus pájaros y ardillas ajenas al barullo. Se detuvo la producción, el comercio, el tráfico y la algarabía, en una parálisis sin precedentes.
Si bien rondaron los escépticos y los profetas del Apocalipsis, la mayoría de la gente se tomó en serio la pandemia y se recluyeron confiando en que este diminuto enemigo acabaría por disiparse. No hay tal. Apenas estamos emergiendo de la primera revolcada.
Sin ser médico de trinchera, he podido atestiguar como este coronavirus invade el organismo de los más endebles, secuestra sus pulmones y su aliento, imprime un tinte terroso en el rostro demacrado y agota, succionando la energía y el hálito de vida de quien lo padece. Los casos poco sintomáticos – que afortunadamente son los más -, resultan un verdadero alivio. Pero estamos cerca del final de la primavera y los decesos se siguen acumulando. El optimismo que ha reinado en las comunicaciones oficiales se hace cada día más exiguo y la vuelta al ritmo habitual citadino o rural parece cada vez más distante.
En medio de toda esta incertidumbre, los gobiernos claman por una “nueva normalidad” que presupone el restablecimiento gradual de la educación, el comercio y la movilidad cotidiana, con ciertas restricciones para lo que se denominan “actividades no esenciales”. Es un criterio ambiguo, por supuesto, porque para un funcionario público podría no ser esencial vender jugos o fritangas cerca de su domicilio, pero para un ciudadano de a pie en la precariedad del Tercer Mundo, eso es justamente la razón de su existencia.
Desde una perspectiva básica, cabe preguntarse cómo se logrará el retorno gradual de las actividades económicas en una sociedad tan interconectada mediante un sistema de servicios, intermediarios y flujo de capitales que mantiene apenas la supervivencia en un país zanjado por tantas desigualdades. ¿Se le puede prohibir a los taxistas, las sirvientas, los limpiabotas o los vendedores ambulantes integrarse a la vida social esperando su turno? Desde mi ventana, donde atisbo tres puestos de alimentos perecederos, una florería (que no ha cerrado) y un sitio de autos de alquiler, tal propuesta me parece bastante ilusa.
Piensen por un momento en los diversos estantes improvisados que se colocan en las salidas del Metro, las paradas de autobuses o afuera de las oficinas de gobierno con sus tortas, tamales, carnitas humeantes y dulces de todos colores. Será imposible mantenerlos a raya una vez que se restituya el funcionamiento de sectores como la construcción, la administración pública y la fabricación de insumos. Ningún poder de persuasión logrará que la vendedora de aguas frescas o de atole se quede en su domicilio esperando la señal de arranque, mientras sus competidores obtienen las escasas monedas que se derramarán desde el día uno post-confinamiento.
El fenómeno predecible, como es obvio y ya ha sucedido en otras latitudes, es que los contagios van a recrudecerse. Algunos países del lejano Oriente se han visto obligados a echar marcha atrás en sus medidas de relajación a la luz de un repunte de infecciones. ¡Por supuesto! Todo virus se transmite de persona a persona, no está calladamente esperando en las calles o los edificios a que el clima lo despierte. Recordemos que se replica en organismos vivos y, en cuanto éstos se encuentran disponibles y sin inmunidad previa, el SARS-CoV-2 vuelve a saltar de un individuo a otro para prevalecer y continuar su estrago.

Me temo que es ingenuo suponer que la “sana distancia” se va a mantener en el transporte público, las fondas o los mercados itinerantes. Una vez que se da luz verde para el intercambio social y económico, máxime en megalópolis como las capitales latinoamericanas, la diseminación de la epidemia resurgirá sin obstáculos. Los tapabocas y mascarillas hechizas pueden simular un cierto control, pero recuerden que estamos lidiando con un enemigo invisible que buscará todos los orificios y contactos humanos para reproducirse e infectar a los que estaban alejados previamente.
De otro lado, esta paranoia que nos han infundido las noticias y las redes sociales, y más aún, el rumor de muertes tan cercanas, hará que tan incierta normalidad tenga matices peculiares. Con ello quiero decir que la sociedad en general se mostrará reticente para cualquier cercanía. Estaremos esperando que los restaurantes interpongan mesas vacías para antojarse seguros. Los teatros y cines se verán semivacíos y transitaremos por sus pasillos protegiendo nuestras palomitas con dos manos para evitar que el aliento de nuestros vecinos las contaminen de veneno. La costumbre de besarse ante un saludo cordial será vetada, y los codos sustituirán al estrechar las manos como un saludo prudente y resentidamente fóbico.
Puedo imaginar la profusión de obsesivos lavándose las manos a cada oportunidad y además, obligados a coincidir en los lavabos o baños públicos contrario a su mejor juicio. Agotaremos las reservas de desinfectantes, hipoclorito y gel de alcohol cada semana, en un intento vano por ahuyentar al virus que repta en nuestros árboles respiratorios. Propiciaremos reuniones por Zoom (aplicación que se ha enriquecido monumentalmente en dos meses) y las fiestas multitudinarias que gozábamos de adolescentes serán cosa del pasado.
¿Cómo conquistarán nuestros nietos a sus contemporáneos? El juego de la botella, del teléfono descompuesto o la intimidad de los llamados “antros” estarán prohibidos hasta que no estemos todos vacunados o la inmunidad de manada se haya cubierto con suficiente amplitud. A este respecto, me permito aclarar el concepto que me parece que no ha quedado claro en la mayoría de nuestros conciudadanos. Me explico: cuando ocurre una nueva infección por un germen que era desconocido para la humanidad, los contagios se van sucediendo al ritmo que dicta la aglomeración de las comunidades o la tasa de replicación del bicho. Quienes están más cerca de los enfermos graves, por supuesto tenderán a infectarse más agresivamente y más rápido, como ha sucedido con los valientes médicos y enfermeras que están en la primera línea de batalla. Poco a poco, a medida que se infectan los más sanos y se desplaza la infección de puerta en puerta, se van creando focos rojos de contagio, que pueden aislarse (como se intentó en Corea del Sur, Japón e Indonesia) pero eso sólo retrasa la inmunización (la adquisición de resistencia a la nueva enfermedad), no la detiene del todo. Ya señalaba yo más arriba que este virus, como cualquier otro, requiere de mamíferos y ciertos receptores celulares, para invadir y reproducirse. En tanto esos organismos vírgenes estén disponibles, el coronavirus viajará más temprano que tarde y los colonizará. Si se trata de personas jóvenes y sanas, la infección pasará apenas como una gripe fuerte, una diarrea autolimitada o una pérdida transitoria del olfato. De modo que gradualmente la población se irá infectando con mayor o menor impacto clínico. La estimación gruesa es que se requiere que dos terceras partes de un país o una región se contagie para alcanzar cierto equilibrio epidémico. Desde luego, caerán los más débiles y tendrán que ser hospitalizados aquellos que debuten con una complicación sistémica, pero la mayoría se irá contagiando pasivamente y establecerán una cortina de inmunidad que implica que “la manada” ha adquirido defensas para mitigar la infección masiva. Naturalmente, para que eso ocurra tienen que exponerse casi todos los que habitan en ese país o región, y eso implica que los más viejos y los más vulnerables pueden morir.

No dejo de pensar en esos agradables personajes de la tercera edad que nos ayudaban a empacar las compras en los supermercados o que cumplían labores menores en las iglesias, los centros de recreación o las oficinas. ¿Qué será de ellos y cuándo podremos disfrutar su compañía de nuevo? ¿Cuándo asistiremos a estadios o centros comerciales sin sentir que pulula un asesino? ¿Y respecto de los hoteles de paso y los cotilleos a contramano? ¿Dónde conduciremos el secreto de nuestro amor o nuestras seducciones sin ser desterrados? ¿Podremos resguardar o sacar a pasear a nuestros familiares con la confianza de no caerán fulminados al instante?
Tanto como todos mis lectores, yo quiero ver florecer mi ciudad con júbilo y frivolidad; me encantará ver a los niños correr en las plazas y parques como si les hubiesen otorgado un derecho único para explotar la vida. Deseo volver a mojar los pies en la arena húmeda y tomarme un vino fresco con un par de amigos para burlarnos de todo lo que es nimio e importante. Pero mi pronóstico no es tan halagüeño, lo lamento.
Lo “normal” si así queremos denominarlo, es que una infección viral de novo requiere al menos unos años para estabilizarse. Vendrán oleadas funestas – dos o tres calculan los expertos – antes de que una vacuna introduzca artificialmente anticuerpos que neutralicen al SARS-CoV-2, o bien que la población joven en su mayoría se haya contagiado para que el virus se asiente en las comunidades y ya no diezme a los ancianos y a los enfermos crónicos.
La situación actual, sin embargo, es que seguirán los contagios, curvas epidemiológicas mediante, y habrá que tolerar la pérdida creciente de propios y extraños con dolor e impotencia.
La enfermedad que bautizamos como COVID-19 llegó para quedarse. Se prolongará seguramente hasta el 2022 o 2023 si nos va bien, pero no esperen milagros ni condiciones amables. Es una lucha por la supervivencia y deberemos confiar en nuestra sabiduría y creatividad científicas, tanto como nuestro sentido de solidaridad, para crear eso que han dado por llamar “la nueva normalidad”.