Canto al amor

Canto al amor

Tû no puedes volver atrás / Porque la vida ya te empuja / Como un aullido interminable… José Agustín Goytisolo (Palabras para Julia, (1965)).


Está sentado frente a mí, bastante descompuesto, en tanto cae la luz oblicua sobre su rostro compungido, lo que le imprime una mayor edad de la que aduce. Es el primer paciente de la tarde y ya pone a prueba mi escucha. No bien se acomoda, vuelca en secuencia una letanía de síntomas, pero aún no expone lo sustancial. Por fin, sin interrumpirse, hace una paréntesis y, como si oyera mis cavilaciones, se refiere a su verdadero dolor.

  • Déjeme contarle lo que realmente me aflige. Estoy atrapado en el tiempo o, mejor dicho, en el recuerdo obsesivo de un amor de juventud. Julia la llamaré, aunque entre usted y yo, es un sobrenombre que se adecuó al sigilo. Julia, pues, era una criatura deslumbrante, doctor. Pese a su corta edad, una mujer resueltamente narcisista. Ambiciosa, implacable. Podia haber pasado a lo largo del camino, una sombra más de las que topamos en un día cualquiera. Un personaje nimio, tal vez. Pero me enamoré de ella sin remedio.

La mirada de Ernesto – un tanto lánguida a mi juicio – se remonta súbitamente a horizontes ignotos, enmarcado por el ventanal de mi oficina y la lluvia fina que salpica ahora los cristales.

  • Julia fungía como pasante en el despacho donde yo destacaba en mi papel de promesa entre los penalistas. Mi propia egolatría me mantenía sumergido en los casos más complicados, buscando ascender los escalafones del Derecho Penal sin mirar atrás. Me sobraban alas, créame. El jefe me halagaba abiertamente y yo me pavoneaba ante la envidia de mis correligionarios. No soy guapo, desde luego, pero el poder, por magro que sea, envanece y ciega. Es cierto, médico, pocas cosas nublan tanto y con tal desproporción nuestro juicio de realidad.

En este punto, sus ojos se humedecen y la voz se torna quebradiza, más sutil. El cabello entrecano, su robusta complexión, son los únicos rasgos que lo distinguen del joven ingenuo que evoca en su relato.

  • Me vestía cada mañana para ella, doctor. Elegía mi corbata con esmero, pensando en el color donde anclarían sus ojos. Mi esposa, Maribel (no le he contado de ella, verdad?), me observaba con cierta suspicacia porque, claro, me advertía distante, con la mente puesta en otros parajes. Supongo que justificaba mi actitud evasiva por el exceso de trabajo. Lo más triste es que incluso dejé de besar a mis pequeños hijos cuando salía del hogar, ansioso por recalar en mi amada Julia.


Suena el teléfono que olvidé acallar antes de empezar la consulta. Me disculpo, lo enmudezco, y me enderezo en el sillón frente a él, que no ha perdido el hilo y otea sin interés la neblina que asciende sobre el valle.

  • La primera vez que la vi, trajo unos documentos a mi despacho. Vestía una falda escocesa que delataba su talle y sus nalgas. Me desconcerté, doctor, era bellísima, como salida de un cuento.
  • Qué expresión tan conspicua, Ernesto – lo interrumpo. – “Salida de un cuento?”.
  • Bueno, galeno. Usted me entiende. Me perdí en su imagen.
  • Prosiga – replico, dejando en suspenso mi interpretación.
  • Mmm – murmura, visiblemente molesto por mi alarde. – Me atreví a imaginar sus calzones sensualmente apretados bajo esa faldita plisada mientras colocaba los expedientes en mi librero. El cabello rubio caía por su espalda y yo no podía dejar de observarla, embelesado. Estoy seguro que sabía mostrarse entera para seducirme, a mí o a cualquier otro; ahora lo alcanzo a comprender.


Ernesto toma un respiro y me pregunta si puede usar mi baño. Asiento y lo veo incorporarse, cabizbajo, de brazos abatidos. Cuando regresa, el semblante es opaco, como si los recuerdos lo hubiesen marchitado. El motivo inicial de consulta fue su hipertensión, pero gradualmente ha surgido un hombre descontento consigo mismo y su trayectoria profesional, lacerado por una relación edípica que no ha sabido desentrañar y un padre al que admiró pero quien siempre le resultó indiferente y punitivo.
Es llamativo como tras estos lustros de experiencia, puedo desenmascarar los conflictos emocionales que subyacen a la queja clínica. Uno podría ceñirse a los signos físicos, las constantes vitales, los desórdenes funcionales o las excrecencias anatómicas, pero la psicopatología emerge más tarde o más temprano. Basta una pausa, un viraje en el relato y nuestro paciente se sabe atendido desde un claro en el bosque de los afectos para hurgar al fondo de su dolor, ese dolor intangible que casi siempre yace más adentro.
Una vez de vuelta al consultorio aquella tarde, Ernesto me contó – enjugándose las lágrimas por momentos – como se separó de Julia tras una noche en que salieron a cenar con amigos.

  • Se estaba engalanando frente al espejo de su departamento – altiva como nunca -, mientras yo la observaba sentado sobre el retrete a sus espaldas. No tenía prisa, doctor, era como si fuese dueña del tiempo de todos quienes dependíamos de ella. Me pidió que le cepillara la melena dorada y yo, como un eunuco, la hacía lentamente, imaginando que con ello la seduciría más tarde. Vaya ingenuidad la mía! De repente, aludiendo a nada y sin voltear a verme siquiera, dijo: “Puedes dejar a tus hijos, Ernesto, tienen a su mamá; basta que lo hagas; tú dices cuando”.

Aquí detiene su relato y levanta los ojos llorosos para interpelarme, como si esperara una ratificación que él mismo conoce y reconoce desde hace tiempo, desde aquella caída en precipicio. Callo, por respeto obvio y para darle oportunidad a que concluya.

  • Se puede imaginar usted que en ese instante la tragedia de mi vida emocional cayó como un balde de agua helada sobre mi mente. Coloqué el cepillo en el lavabo y le espeté que mis hijos no eran bultos ni monedas de cambio. Me sorprendió mi propio enojo y la condición de esclavo en la que me había sumido. Ella se giró para tratar de contenerme pero todo estaba roto, irremediablemente, como una metáfora frente al cristal que todavía nos enmarcaba. Esa noche en casa de sus amigos fuimos de nuevo un par de extraños. Al salir, me embargaba una inusitada melancolía. Conduje el auto por las calles a oscuras como un autómata y, ante su sugerencia de pasar la noche juntos, abrí la portezuela de golpe y le confesé que ya no tenía fuerza, que se había agotado la pasión en mi alma y que esa brecha recién descubierta nos apartaba para siempre.
  • Lloré o lloramos juntos, estimado doctor; le aseguro que mi recuerdo se ha empañado. Lo cierto es que desde aquel instante tengo zanjado el corazón por una herida que no para de sangrar y me oscurece el horizonte.

Se había calmado un poco y reclinado sobre la silla, como quien toma un descanso inmerecido. Lo observé detenidamente; no mostraba pesar alguno. Es como si hubiese emergido de un estado de hipnosis y tardara en reconocer su entorno. Cuando reparó en mi presencia, me dijo, en una voz tan tenue que parecía un susurro, emitido para sí:

  • Se preguntará usted si la volví a ver tras aquel desencuentro, doctor. No lo sé, y eso es lo que me consume y me trae a consulta. Encontré a varias mujeres parecidas a ella en los siguientes veinte años, pero no alcanzo a discernir si fueron fantasmas o todo es un delirio que no ha cesado desde entonces.


Me quedé curiosamente lacerado por la historia de Ernesto. No soy ajeno al sufrimiento de mis pacientes pero su desolación me tocó muy hondo, como si las pérdidas inevitables que acarreamos por la vida hubiesen cobrado una luz distinta frente a su duelo. Quizá es que por designio todos somos niños desamparados en busca de ese amor imposible – por etéreo y por ajeno – que nos cobijó en la primera infancia y que permanece al fin y al cabo como un atavismo.
Aquella noche no regresé a mi casa, me corroía la soledad. Cerré la puerta de mi oficina atento a la penumbra y al rumor citadino a la distancia. Me dirigí a casa de mi novia, sin avisarle de mi visita intempestiva y, pensando en su sonrisa, compré dos ramos de rosas en el trayecto. Iba absorto, tomando los cruces de avenida con cautela pero sin advertir la hora o el curso del tráfico. Esperé con cierto apremio a que terminara sus labores y, cuando bajó de su consultorio, aún atónita por mi presencia, le pedí que me abrazara, largamente y en silencio, consciente de que el amor es un manto mágico que nos encubre acaso la fragilidad de la existencia.

Hombre triste

Hombre triste


Ring the bells that still can ring / Forget your perfect offering / There is a crack in everything / That’s how the light gets in… Leonard Cohen


Acude envuelto en una gabardina que coloca con toda la humedad y su incierto peso en la silla vecina. Parece que cada movimiento requiere un esfuerzo adicional, como si mi presencia fuera la de un verdugo al que habrá que someterse, anticipando el veredicto.

  • Buenas tardes – dice, al tiempo que esquiva la mirada.

– ¿En qué le puedo servir? – replico, empleando un tono habitual.
Aquí levanta la vista, los ojos acuosos, como si tal invitación le resultase inusitada. Se sienta con mesurada lentitud, sin dejar de otear hacia la ventana, como si recuperase el horizonte. Le doy tiempo para que se apoltrone, suspire un par de veces y, por fin, me encare y vierta aquello que le aflige.
Me relata, con titubeos e interrumpiéndose para hilar los recuerdos, una historia lamentable de pérdidas y vacío. Ha navegado por una existencia que se antoja sórdida y llagada de emociones. Dos divorcios, hijos distanciados y resentidos, un negocio fallido y una carrera burocrática que se truncó por la edad y el desdén. Es diabético, medianamente controlado, y teme que su enfisema esté por albergar un cáncer. Ha perdido dos tallas y el hambre alcanza apenas para mantenerlo a flote. Se expresa con soltura, sin alardear de su evidente inteligencia, pero la voz lo traiciona: es un lamento tenue, del héroe fracasado, de quien arrojó las promesas por la borda y dejó que el oleaje lo sofocara.

Ajeno al mundo, preso de una hiriente melancolía – pienso, evocando el aire poético que convida. Para mi sorpresa, irrumpe en el consultorio una mujer de cabello entrecano, vestida con sencillez que, sin anunciarse, le toca el hombro y se sienta frente a mí a su lado.

-Mi esposa – profiere él, ensayando una sonrisa tímida.
Lo había imaginado solo, incapaz de prodigar cariño, así que me conmueve reconvenir mi prejuicio. La saludo con cordialidad, atento a sus reacciones y el vínculo que ostensiblemente se me revela. Está maquillada con delicadeza, lo suficiente para ocultar arrugas y otorgarle un dejo de elegancia. Hacen una pareja extraña; él desangelado, ella entera, algo rígida y distante.
Advierto que no llevan argollas, pero su complicidad es patente. La diferencia de edad es tan ostensible como el carácter. Sin embargo, mientras él retoma su perorata, ella lo atiende con ternura, como si verlo envejecer y quejarse le quemara en propia piel. Cada vez que hace una pausa, ella lo mira con patente cariño y, por momentos, cuando la historia clínica toma un sesgo depresivo, lo toma de la mano y lo consuela.
Sin interrumpir su narración, permito que elabore, salvo para precisar fechas que anoto mentalmente. Su lenguaje corporal es pobre, como si todo lo hubiese derramado a lo largo de este cansancio perenne y no quedase lugar para gesticulación alguna.
Suelo hacer inferencias diagnósticas con cierta celeridad en mi trabajo, si bien no me dejo arrastrar por la soberbia o la experiencia, porque eso da pie a reiteradas equivocaciones. Menos aún en este caso. El paciente ha ido delineando su perfil y puedo detectar que procede de una guerra, una larga contienda interna, para ser más precisos. Los síntomas no son más que destellos o heridas de esa beligerancia con la que ha tratado su cuerpo y su vida. Como suele suceder, los enlista de forma deshilvanada y a mi me corresponde darles coherencia y sentido fisiopatológico, pero en cierto modo aquí me parece estar tejiendo un collage de impresiones existenciales.
Cuando estoy por revisarlo, insiste en dejarme pasar antes a la sala de exploración, casi con una reverencia, un gesto curioso de humildad. Observa el entorno con diligencia, parece que estimara la complejidad que requiere entrar a este recinto arcano, donde habrá que desnudarse y mostrar sus temores o sus evidencias. A manera de disuasión, me cuenta que siguió de cerca los recientes sucesos del Medio Oriente. Que le acongoja la decepción de constatar que en la espesura de un pueblo educado, siguen habiendo voces que reclaman sangre y tierra, que excluyen a todos cuantos piensan o visten diferente, que prefieren la arrogancia por encima de la magnanimidad.

– Temo que nos esperan años aciagos – me confiesa, inclinando más la cabeza. Y no sé bien si habla de sí mismo o del clima político que nos atañe.
Lo miro mientras le brindo apoyo para incorporarse al camastro. Me precio de respetar la autonomía de mis enfermos, tanto como de ofrecer mi ayuda si se hace necesario; pero me muestro solícito, no intimidante o presuroso.
De momento percibo que representa a todos los hombres dolientes que me ha tocado cuidar. Algunos que pasaron de largo, esperando mi consuelo y obtuvieron una ratificación y no un presagio; otros que comulgaron con mi comprensión y mi cuidado, hasta que la muerte nos separó, entrañablemente; y quizá también, otros – los menos – que se fueron decepcionados de mi incapacidad para obrar milagros, en busca de otras alas céreas para remontar abismos.
Hace unos cuantos años, aquel Noviembre, perdí a mi padre. Más que su último aliento, que no pude atestiguar o mitigar en algo, me queda el recuerdo grato de haberlo acompañado hasta su Alma Mater y disfrutar con nostalgia de aquellos espacios modificados por la restauración y el olvido. Me mostró con candor los edificios que albergaban su oficina, la biblioteca y el comedor académico como quien vuelve a su rincón de juegos infantiles. Recorrimos despacio, a su ritmo, los jardines y plazoletas mientras se ubicaba en ese renovado territorio que contemplara otrora su juventud y su entusiasmo. Gocé con él ese momento único en que su antigua compañera, Gracie, lo despidió con un beso rebosante de eterna gratitud. Ella lo convocó a los labios y mi viejo, leal a su mujer, le dijo en cuidado inglés:

-Estoy casado, amiga. No te puedo besar en la boca.

Ella replicó con petulancia:

– Mira, Gus (así lo conocía desde sus días de estudiantes), a tu esposa no le va a hacer daño y a mi me dejarás un recuerdo inolvidable. Anda, bésame, tal vez el año entrante estaremos muertos.


Ambos murieron unos meses después; pero en aquel encuentro en que se dieron la espalda satisfechos tras el mimo, quiero suponer que acaso lo anticiparon, intuitivamente; no por viejos sino porque fueron capaces de delinear con recato la amplitud de sus destinos.

La tarde se decantó suavemente sobre el mar sucio del Golfo que lo vio despuntar profesionalmente seis décadas atrás, anhelante, a orillas de su patria. Atestigüé aquel gesto de afecto cándido como quien recibe un legado de constancia, de renovada vitalidad.
Cuando regresábamos de tan añorado periplo, mientras yo conducía el auto alquilado, me contó de nuevo cómo se hizo hombre en esas latitudes, cómo segó la hojarasca que lo separaba de sí mismo y de su modesta estatura, cómo volvió – a pesar de todo – gallardo y dispuesto a crear un sitio digno para él y los suyos, del que soy fruto y consecuencia.
Inmerso en mis pensamientos, sujeto a mi paciente del brazo con suavidad para envolverlo con el manguito del baumanómetro.
– Déjeme tomar su presión, Guillermo – le digo con voz pausada. Y para mis adentros, en silencio agrego: – No hay razón para estar tristes, tenemos la inmensa fortuna de sentir y prodigar afecto.

Oda a la languidez

Oda a la languidez

La playa está desierta y desde el horizonte amenaza un vendaval. Varios pescadores la observan con recelo mientras atan sus lanchas en el vaivén del oleaje; Leonora pasa de largo sin advertirlo, ensimismada con sus propios demonios. Atrás quedaron los días de lucha, pero todavía retumba el fragor de alguna batalla en sus sienes. Se palpa el vientre hinchado y calcula las semanas que restan por parir, sopesando el embrión que lleva dentro y la tensión entre sus glúteos. No ha sido feliz, por más que intente convencerse; tan sólo preñada de deseo y de incertidumbre. 

Su esposo hace lo que puede para alimentarlos a ella y a su primogénito en ese puerto anodino, donde siempre será una extraña. Leonora contribuye dando clases, vendiendo repostería, ofreciéndose en la clínica como auxiliar o secretaria; pero su existencia es frugal y Eduardo parece acomodarse a ese ambiente de privaciones.

Es alta y esbelta, de piernas largas y senos pequeños a pesar del embarazo. Camina con firmeza, hundiendo los pies en la arena húmeda como si quisiera sepultar su rabia con cada zancada. Cuando aceptó ser la mujer de ese joven constructor todo eran albricias; ahora se debate entre el arrepentimiento y la venganza. 

Su nutrida melena parda se revuelve con el viento vespertino y decide, harta de su conmiseración, entrar a un café y sentarse frente a la ventana. Un par de comensales la saludan por lo bajo, suspicaces de una mujer sin compañía en estos arrabales. 

Ante la taza humeante, se permite llorar por primera vez en varios meses; los abandonos precoces son como una herida que nunca cierra, se repite. Ya no buscará más a su padre, ese hombre robusto y evasivo que no la supo cuidar, mucho menos retenerla o hacerla parte de su vida. Se enjuga las lágrimas y vuelve a endurecerse, reajustando su determinación y lo que resta del día. Eduardo estará llegando a casa y la abuela habrá dormido al niño, pero ella intuye que su destino yace en otra parte y pondera las opciones.

La tarde de ensombrece y los silencios campean. Ahí sola frente a sus rumores de tiempo, Leonora decide abandonarlo; no logrará jamás sacarlo de aquel marasmo. Paga la cuenta y sale de cara a la ventisca para confrontar a su amante. Una llovizna tenue empaña la acera, los muros salitrosos, su frente y la noche. 

Él es un hombre mayor, de escaso cabello y mejillas flácidas, que mira desapercibidamente el ocaso desde esa veranda con polilla de años. El habano entre sus dedos está por acabarse y su aroma inunda la calle cuando arriba Leonora, solícita y a hurtadillas. Carlos se incorpora, la besa largamente y le pide que se quede, que no sabe más estar sin ella. Su erección incipiente la retiene, pese a que el hombre sólo conoce el presente y le ha vetado las promesas. 

Ebrios de amor, arrojan la ropa en torno a la cama y dejan que el sudor se mezcle con la oscuridad y el arrebato. Ella se monta a horcajadas para saborear el orgasmo, mientras Carlos la mira, a su ritmo, para grabarse esa imagen de placer que instaura un territorio. Cuenta sus lunares, dibuja sus pestañas y es, por un momento, el escultor recurrente de sus labios y sus senos. 

En la penumbra que ahora percibe acaso más ajena, saciada y contrita, Leonora se sumerge en una inquietud que la abrasa. Lo fustiga para que se comprometa y la lleve lejos, donde el mar no erosione esta pasión tan dispareja. Él la observa y se pregunta si todo es un señuelo, una sórdida oportunidad para eludir la muerte. El cáncer roe sus pulmones y no se atreve a admitir otra derrota; la última, definitiva.

Bañada en lágrimas, ella le propina una bofetada, esperando que se irrite, que reaccione. Pero su amante, quien alguna vez apeló a la ternura con cierta lucidez, se encoge de hombros y la deja ir, rasgando la penumbra con su furia. 

Una cortina de sal arremete cuando abre la ventana y ahoga el grito que la traería de vuelta. Carlos se advierte impotente en su agonía, observando cómo se aleja, imperturbable, y él mismo se confunde – ahora sí – con esos marineros que esperan, con afanosa paciencia, a que pase la tormenta. Más acá del mar embravecido, anónima entre los transeúntes que corren a guarecerse del ciclón, Leonora se recompone y marcha a rescatar a sus hijos. Ningún hombre vale la pena ni merece su despojo. Mientras camina, resuelta e impávida ante el miedo que pulula en su derredor, puede sentir ese calor efímero entre las piernas, una gravidez que la hace más fuerte, más mujer a cada paso.

Es Día de muertos y las calles del mísero puerto se visten de Zempasúchil. Camina absorta en sus inquietudes, ajena a las miradas y al susurro del viento. Abordará el primer tren hacia la capital, con su atado de ropa y dos manojos de dinero que le permitan sacudirse este destino. 

La estación le resulta más sombría que nunca; una mujer sola puede interpretarse como un objeto abandonado entre los migrantes y los oportunistas. Gallarda y en tono desafiante, aborda el transporte eludiendo el contacto forzado con otros cuerpos. Por fortuna, a su lado se sienta una mujer añosa y maloliente que custodia a su hijo en el asiento contiguo. Mejor aún. Así podrá evitar toda conversación nimia durante el trayecto de varias horas. 

El paisaje es agreste, con el verdor en contraste que ha dejado la temporada de huracanes. Aquí y allá los caseríos se suceden; habitantes como fantasmas, perros y caballos macilentos decorando las veredas. Ella nunca se habituó a la pobreza que la rodeaba, quizá eso la alejó definitivamente de Eduardo, de su mundo irreparable. 

Llora en silencio, enjugando las lagrimas contra el cristal para no ser advertida en su melancolía. No tendría nada que explicar, salvo esta soledad que ahora la acompaña. Se toca suavemente el vientre para sentir alivio, su vástago será quien abra el horizonte, se dice entre dientes y, por primera vez en largos años, experimenta una sensación de consuelo, si no de dicha todavía. 

Al llegar a la gran ciudad buscará a Rufina, la matrona de la casa de citas donde habitó con su madre. Fue en su momento una suerte de abuela, generosa y risueña, que le evitaba el contacto con toda esa cuadrilla de hombres que entraban y salían de aquellas habitaciones mal iluminadas donde la desnudez y el tufo de alcohol eran la norma.

Ella era una más de los niños que dormían en el traspatio, a quienes dejó de ver a cuentagotas; unos porqué huyeron de esa vida licenciosa, otros porque prefirieron la calle al desprecio, la lujuria o la violencia, y ella, aterrada, porque recibió una educación precaria en el internado de Nuestra Señora de la Asunción, donde cohabitó como una huérfana más, sin prejuicios ni favoritismos. 

Eso y la generosidad ocasional de Rufina, la salvaron del abismo. Esta noche le ofrecerá su ayuda en retribución, aunque no podrá ocultarle que más bien necesita de un refugio y la confianza para empezar de nuevo. Con esos pensamientos la vence la fatiga, y atenazando los bultos contra su vientre hinchado, se deja arrastrar hasta un sueño ligero, el único admisible para quien sobrevive al borde del deseo.

Aquellos meandros del tiempo

Aquellos meandros del tiempo

La ciencia se destilaba en la familia. Mi madre había cruzado el Atlántico tras su padre, químico farmacéutico, impelida por una guerra fraternal que dejó partido su país hasta la fecha. Apoyada por las medidas liberales del presidente Cárdenas, pudo aspirar a una educación superior en la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas, semillero de grandes investigadores y en aquellos años, una luz de esperanza académica para los exiliados.

En el “Poli” conoció a mi padre, que aspiraba a ser mariscal de campo mientras ella agitaba pompones bajo las gradas. La Ciudad de México era apenas una extensión del centro histórico, se andaba con soltura por sus calles. Con un abuelo socialista y ajeno a las peculiaridades autóctonas, el romance se verificó en la sala familiar, a horas fijas. Mi padre no se resistió y a cambio obtuvo una dosis de cultura europea que nunca habría aglutinado por su cuenta. Las charlas con mi abuelo precedían el encuentro con la novia, quien daba ocasión para el careo mientras ella se emperifollaba a hurtadillas.

Cuando el noviazgo fue sancionado con aprobación —supongo que habiendo puesto a prueba más la inteligencia que la cabalidad del pretendiente— pudieron salir al cine.

Guardamos un retrato de mi madre cuando se inauguró el cine Roble en Paseo de la Reforma, donde casualmente acudió a la premiere, sonriéndole a un país prometedor y fulgurante. Luminarias como Luis Buñuel, Erich Fromm, León Felipe, Isaac Costero, Pedro Garfias y tantos otros encontraron en estas playas un lugar para florecer sin persecuciones.

Era el nuestro un horizonte donde se podía ver más allá de la miseria humana.

Tras un posgrado en el extranjero, volvieron —como se suele decir— con una mano atrás y otra delante. Pasamos algunas penurias mientras el psiquiatra recién ceñido encontraba camino y trabajo. Pero la farmacia del abuelo nos mantuvo a flote. Las tabletas entonces se cortaban a mano y las infusiones se cocían en retortas y matraces que remedaban un escenario de alquimistas.

Caminábamos apenas y nos dejaban mirar esos malabares entre morteros y frascos de cerámica con nombres indescifrables, bruñidos en latín. Bajo ese sello, mi madre configuró más adelante el botiquín que acompañó mi infancia.

Nos mudamos en cuanto nació la benjamina a una tierra prometida, a las orillas de Coyoacán y los residuos del volcán del Xitle, cuando se construía la Ciudad Universitaria y el sur era el nuevo auge citadino. El cuarto en cuestión yacía bajo la escalera, insuficiente para que un adulto entrara de pie, forzado a encorvarse bajo el foco ardiente. Ordenadas en cajas de zapatos (cuya tapa invariablemente servía de soporte por si la humedecía un jarabe derramado), se podían leer las variedades de medicamentos. Sin seguir un orden alfabético o cualquier otra sistematización, rezaban: “dolor”, “estómago”, “colitis”, “urticaria”, “gripe y catarro [sic]”, “riñones” y demás que no recordaría. Quiero suponer que había colagogos, reostáticos, orexígenos y otros menjunjes que la farmacopea de aquella época consideraba necesarios; pero la memoria del cuarto de las arañas me engaña.

Con una dosis de piperazina, destinada a cubrir la cuota semestral de desparasitación, alguno de nosotros hizo un cuadro de intoxicación neurológica y aquello, sumado a la madurez y la cautela, terminaron con la carrera empírica de mi madre. Quizá nuestro querido pediatra, el Cata, cuya puerta labrada en la colonia Roma vio pasar más nalgas tumefactas que un prostíbulo, desestimó también la idea de automedicarnos.

Ante tal salvedad, cruzamos una infancia propia de los vástagos de la pequeña burguesía citadina. Aprendimos otro idioma con la fantasía de que traspondríamos las fronteras que mis padres (ella exiliada, él arrojado de bruces al origen) anhelaron en su propia narrativa. 

No fuimos malos estudiantes. De hecho, aún guardo las medallas oxidadas que portaba en el pecho al fin de curso, adivinando para mis ambiciones candorosas a qué premio equivaldría ese año un primer lugar. De ahí la insinuación se transformaba en promesa y una entrada triunfal a la juguetería Ara, que ocupaba una manzana entera de Insurgentes Sur. Casi el Paraíso …

Después venía el invierno y las ansiadas vacaciones decembrinas con el montante de sueños y la discreción obligada hacia los hermanos menores. Los tiempos y los ingresos no permitían grandes aventuras y bastaba una reclusión en un hotel de Cuernavaca para sentir que el año se renovaba exitosamente. Acaso un campamento para tenernos distraídos y evitar los riesgos de merodear en bicicleta o jugar fútbol en el asfalto esquivando automóviles. Así conocí lugares de nombres inolvidables como Tehuixtla o Palo Bolero, además de debutar entre la atracción y la suspicaz amistad hacia el otro género.

Debo admitir que la ingenuidad era nuestra moneda de cambio. Subíamos en autobuses sin reservas o nos colgábamos deportivamente de los tranvías cuando se agotaba la morralla. La excursión preferida ocurría en enero, cuando viajábamos a las inhóspitas calles del centro: Madero, Cinco de Mayo, Bolívar… en busca de los libros del curso que iniciaba. Nada nos detenía. Era nuestra ciudad, nuestra anchura.

Me resulta inverosímil todo lo que hemos perdido en unas cuantas décadas. Somos extraños en este territorio ocupado; la credulidad que nos conducía sin apremio se desaguó en las alcantarillas. Hay quien afirma que el transporte colectivo (Metro) rasgó las fronteras virtuales que contenían a la sociedad urbana, pero es obvio que la desigualdad y la injusticia rompieron el dique.

Por legado inevitable, nos hicimos médicos o psicólogos. Entre otros oráculos, el “cuarto de las arañas” nos contagió el delirio de conocer y descifrar los secretos de la Fisiología y la Farmacología. Satisfechos, volvimos al puerto; un hedor de vicio y mugre nos recibió a plomo.

Uno tras otro, los gobiernos corruptos se repartieron la plaza. Dejaron crecer sus tribus, impregnaron de avaricia las paredes y los templos, secuestraron el altruismo, escupieron a la integridad y mostraron los dientes. Cuando el paisaje se opacó de cenizas, le dieron paso a los engendros y siguen cobrando el diezmo. Los demás nos encerramos, apagamos las velas y nos sumergimos en la oquedad de nuestras pantallas.

Ante tal encrucijada, la tarea esencial es curarnos y ofrecer una salida a esta sociedad corrompida, destronar a los dioses abyectos y limpiar la casa. En el solaz vespertino de mi consultorio, tras ésta y tantas otras tardes, me asaltan los recuerdos y me escucho decir entre dientes: “cuando se cerró aquella puerta, las telarañas dejaron de brillar en la oscuridad y ninguna voz se oía”.

Hoy veo con cierto desconsuelo todo aquello que no pude cambiar así como atino a discernir las manzanas podridas que pueblan esta patria herida y vilipendiada por generaciones. En un gesto de redención, antes que lamentarme, me reitero acaso en el amor de quienes me han querido, en la vivacidad que aprecio en mi progenie, llena de esperanza e inocencia. Quizá, me digo, en eso y poco más se resume la gota de inmortalidad que me deparó la vida.

Hasta que te encuentre

Hasta que te encuentre
  • Fue toda una revelación, doctor. Me percaté de que no me gustaba el sabor de su piel, que sus ojos simulaban afecto y que en realidad todo lo que quería era fornicarme. 

Lo expresó sin dejo alguno de mojigatería; era un hecho consumado. Su mirada era solemne y parecía estar sumida en una esfera meditativa, de esas que remedan a los grandes iniciados. 

Acudió vestida con informalidad, algo pagada de sí misma. Había pedido la cita dos días antes y se acomodó a mi agenda; no exigió un horario distinto de los pocos huecos que quedaban libres. Mi secretaria lo hizo notar con cierta suficiencia, pero a mi me pareció un gesto digno y estaba ansioso por conocerla. 

A sus cuarenta y nueve años, Violet era un mujer exquisita. Tenía labios carnosos y sutilmente expresivos, un acento enigmático entre cejas y el cabello rizado y sedoso, aunque ciertamente maltratado por los tintes de años. El cuello altivo y las arrugas exactas, si puede decirse así. Entró con esa certeza que me convidó siempre que la vi, mirándome a los ojos, sin presentarse. Hacia frío en mi oficina, así que no se quitó el abrigo durante la entrevista, pero pude adivinar su cuerpo delgado, la firmeza de sus senos y el temple de su espalda bajo la ropa. No negaré que me cautivó desde el primer encuentro.

Creí que ella también habría encontrado algo meritorio de perseguir en mi presencia, pero me equivoqué. Sólo venia a constatar su relato ante la vanidad de otro hombre, y eso mismo la hacía más atractiva, más deseable. 

Acudió a dos citas más, pero cuando indagué con sutileza acerca de su pasado, sencillamente reculó y sin más preámbulos, dio por terminada la sesión…y nuestra incipiente relación terapéutica. 

La encontré casualmente tres años después, en una retrospectiva de Constable en la Somerset House. Por supuesto, no me reconoció. Parecía más joven, llevaba vaqueros y unas botas que la hacían verse más esbelta y gallarda, además de haberse cortado el cabello y teñido de un tinte más oscuro. Oteó en mi entorno cuando la sala estaba semivacía, pero no reparó en mi presencia; un visitante anónimo más, desde luego. 

  • Me da gusto verla de nuevo, Violet, cómo está? – me atreví a inquirir a sus espaldas y en voz baja, para no asustarla. 

Se giró como si hubiésemos interrumpido una añeja conversación y me dijo llanamente: – Usted también me atrajo desde aquellos encuentros fallidos, Malcolm. Qué tal si me invita un té?

Éso, sin mayúsculas, fue el inicio de un tórrido romance que me hizo romper con todos mis enlaces y, por un tiempo, denostar de la academia y perderme en la vorágine de sus besos y el erotismo que había anhelado por más de un lustro. Era fascinante verla adoptar personajes insólitos en la cama, mostrarse desnuda en cualquier momento, como si navegara en un océano propio, a cualquier hora, en cualquier instancia. 
Viajamos juntos sin hacer preguntas; es decir, siguió sin revelarme su pasado como si mirara únicamente hacia adelante, plantada en un presente que por su encanto dejaba de ser efímero. Hablábamos por horas interminables de música o de pintura, mientras se consumían nuestras reservas de vino de dudosa calidad. Fue siempre una mujer argumentativa y me resultaba notoria (y admito que envidiable) su dicción del alemán, cuando cruzamos por Berlín o nos sumergimos en las Galerias de Viena. Compartíamos a Rachmaninoff y a Sibelius, supongo que por un atavismo común, aunque yo aprendí a aceptar su crítica velada del segundo concierto y de Tapiola, sin contradecirla. Con Mahler ocurría una transfiguración mutua, es decir, no había que emitir palabra alguna, bastaba su mano en la mía para sabernos conmovidos y anticipar una madrugada vívida de orgasmos en silencio.

Una noche, tras revelarle que estaba cansado y que necesitaba recuperar mi espacio, se incorporó de nuestro lecho (estábamos en un hotel en Lucerna), se vistió sin proferir palabra y salió de mi vida cómo había entrado: resuelta, exenta de emociones o de duelos. La busqué en Facebook, en los teléfonos que conocía, pero se disipó como un fantasma; si bien supe por amigos comunes que trabajaba como comisionada de asuntos económicos durante la marejada del Brexit. 
En esa época me divorcié por segunda vez – ella lo atribuía a mi narcisismo irredento – y decidí vender mi casa en West Hampstead por un discreto departamento en las afueras de la ciudad. Tenía árboles, aire campestre y vecinos complacientes, lo que necesitaba para rescatar mi turbada paz. 
Cuando se desató la pandemia y nuestro abyecto primer ministro decidió imponernos la inmunidad de rebaño, yo cerré mi consulta privada y me asocié con un grupo multidisciplinario dedicado a tratar pacientes con CoVID y sus familiares. Mi trabajo consistía tanto en velar por sus emociones maltrechas como apoyar a los propios médicos, rendidos por el fracaso y aquellas agotadoras jornadas tantas veces carentes de esperanza. Nuestra labor llegó a oídos de diversos hospitales en Herefordshire y Sussex, a tal punto que me llamaban con cierta frecuencia para valorar casos a distancia. 

Al final del verano de aquel aciago 2020 y con algún prestigio a cuestas, recibí una llamada del director del Saint Richard’s en Chichester. Acudí como lo hacía por rutina, cuando se requerían mis servicios ante casos complicados. Dado que se trataba de una consulta como tantas otras, no corría prisa y me detuve a admirar el vitral de Chagall en la catedral, que no visitaba desde mi juventud. El recinto estaba inmerso en luz mortecina y me sacudió una extraña nostalgia, cómo si hubiese perdido mucho más de lo aquilatado hasta este punto. Salí pensando que era solamente el embrujo que me producen las iglesias, sujeto como estuve a esa educación anglicana que rechacé desde niño. 
El hospital es un edificio anodino que ha sido modernizado con escaso buen gusto a fuerza de dotarlo de luminosidad con domos forzados en su arquitectura. No obstante, me recibieron con cordialidad inesperada y una asistente me condujo a la dirección donde me esperaba el Jefe de Terapia Intensiva en ausencia del administrador. 
– Lamento que no fuimos enteramente honestos al hacerlo venir hasta aquí, doctor Lowry. Pero su visita será bien recompensada. La razón le quedará clara en cuanto me acompañe. 
Con tal admonición, aumentó mi intriga. Lo seguí a escasa distancia y dejé que me colocaran una bata quirúrgica con senda escafandra y me desinfectaran profusamente antes de entrar a la unidad de cuidados críticos. 
En un cubículo a media luz me topé con la ingrata sorpresa de que Violet me esperaba sumida en una expresión de ansiedad y alivio a la vez. Parecía como si hubiera envejecido a golpes: el cabello relamido y entrecano, la mirada triste y el rostro plagado de arrugas que sin embargo no habían logrado arrebatarle su belleza. 
Me sentí tentado a abrazarla, a besarla, a confesarle que nuestra separación había sido un error no superado, pero me contuve debido al protocolo sanitario. Simplemente me quedé observando su precario estado. El cuerpo que tanto admiré parecía haberse encogido bajo las sábanas y sus manos, laceradas por agujas, habían perdido toda vitalidad. 
Con voz opaca por la falta de aliento, me dijo en su muy cortante estilo: – Si te hubieses detenido más tiempo en la catedral, habrías encontrado un cadaver, Malcolm. Qué bueno que puedo despedirme. 
No me pregunté cómo lo supo. Volteé a ver con ojos acusatorios a mi colega, reclamando esta intrusión tan desafortunada, pero me interrumpió acercándome la tabla de signos y resultados de la enferma para que verificara su agonía. No había mucho tiempo y estaba ahí por petición explícita de ella. 
Entendí que su cáncer pancreático la había debilitado de tal forma que la infección por SARS-CoV-2 era más un alivio que una consecuencia. Era obvio que se había negado a que la intubaran y que su última petición fue que me localizaran para una consulta psiquiátrica. Nunca expresó un deseo personal al respecto, pero fue tajante: Lowry de UCL o nadie más. Debido a su posición en el servicio diplomático, me ubicaron de inmediato. 
– Querido – me externó entre jadeos – no me podía ir sin decírtelo, así que por esta vez, aunque sea la última (sonrió en tono de burla), no me interrumpas. 
Visiblemente conmovido, me senté a su lado, desafiando cualquier regla de sana distancia, presto a escuchar lo que tenía que decirme. Más aún, no pude evitar mostrarme abatido y carente de palabras, pero tomé su mano fláccida entre las mías. 

  • Te llamé para decirte que nunca se trató del sexo. Nos separó el amor, cariño, que no supimos darnos, porque es un pozo insuficiente cuando no se ilumina con honestidad y sin condiciones. Sólo eso, Malcolm. Ahora déjame morir tranquila.

No recuerdo del todo como salí aquella tarde del St. Richard’s. Tenía la vista brumosa tras arrojar el corazón mancillado en esa sala de Terapia. Cómo supondrán, no quise saber más; Violet había arreglado sus exequias de antemano y no necesitaba otra cosa de mí que escuchar su confesión. No fue una disculpa, por supuesto, fue la voz definitiva de la única mujer que amé más que a mi mismo.

Lo contrario del amor

Lo contrario del amor

Ella le dio la espalda. Con esa indiferencia que reunía todos sus desatinos. Fue como mirar plasmado en su desprecio cada comentario, cada error, cada rasgo de jactancia que hubiese proferido. 

En otro tiempo se fundieron en el abrazo erótico que sólo el silencio dispersaba. Llovía repicando su ventana y bajo esas sábanas blanquísima olía a semen y a sudor que debió unirlos para siempre. Pero en la vida hay encuentros que simulan ecos clandestinos. Selma de rostro duro y piel tan tersa; Trevor el evasivo, perdido en lontananza. Quizá por eso fue un amor fecundo pero quebradizo, como el arte de seducirse por etapas, a contramarcha. 

Esas laceraciones del alma no se olvidan, se arrastran como un herido de guerra, sorteando obstáculos bajo la metralla enemiga. Así se declaró Selma; incapaz de volver, vencida. Había nevado en primavera y ella arrastró los pies por jornadas incontables, mientras Trevor iba de cacería furtiva por la vida y se ausentaba sin excusas. 

Cuando regresaba, maltrecho y necesitado, ella lo increpaba: – A ti lo que te interesan son mis nalgas. ¿Te das cuenta?  
Trataba de sacudirse sus caricias, poner distancia, pero al final sus ruegos y lisonjas la tomaban por descuido y terminaba en sus brazos, presa del deseo. 
Una vez saciados, él podría admitir cínicamente que había algo de cierto en eso. – Pero también adoro el olor de tu vagina, tus pechos discretos y sensibles a mi boca, la humedad con la que me recibes y el carácter con el que me rechazas. 
Selma lo observa recelosa y si se deja besar de nuevo, es sólo porque intuye que se le colará un “te quiero” entre los labios. 
Esta noche cenarán para celebrar en Mare Nostrum, el pequeño restaurante de su barrio que suelen frecuentar. Selma se anticipa: Trevor querrá su capellini arrabiata y a ella le basta una ensalada fresca. El vino puede dejarse enfriar. 
La charla la endurece más. Reconociendo sus méritos, a su compañero (si puede nombrarlo así) lo han asignado a un hospital de campo donde los contagios abundan. Nada lo hará recapacitar. Selma puede sentir como le hierve la sangre al percatarse de que este hombre volátil no sabe quedarse. Para ella equivale a ignorarla, a no reciprocar su afecto. ¿Cómo puede dejarse horadar en su feminidad, en su maternidad cumplida, por un halcón peregrino?

Por última vez, Selma le abre su cuerpo, sin escatimar humedad o deseo. El hombre se hunde en ella, besándola con fervor inusitado, anunciando su partida. Hacen el amor arrebatados de pasión, ajenos a los lapsos momentáneos de un tiempo que no es suyo, que se esfuma entre orgasmos y suspiros. Las sábanas revueltas, la noche que se antoja interminable, pero que será otra vez cercenada debido a su inconstancia. Ella fuma antes de verlo partir, envuelta en una bata ligera, mostrándole su cuerpo enjuto, de gacela. Trevor no se atreve a despedirse; prefiere mentir, aún a costa de saber que eso acabará por lastimarla, por arrojar ese amor a las cenizas. Pero en efecto, no sabe quedarse y debió ser franco en un principio, a pesar de que Selma lo intuyera.

El resto de la historia se empaña con tintes trágicos. Trevor se alistó para un hospital de emergencia, donde los enfermos llegaban en calidad de cadáveres, manando oxígeno como náufragos, andrajosos y sedientos. La mayoría de esas poblaciones vivían en la miseria, hacinados en cuartos, dos o tres familias sin recursos, con ingresos exiguos y esporádicos. Los hombres dilapidaban en alcohol y tabaco el poco dinero que recogían; sus mujeres en cambio se aliaban para impedir esas derramas. Con tal desorden, la pandemia hizo estragos. Obesos, diabéticos y enfisematosos desfilaban por el magro hospital para ser atendidos en sus últimos sofocos. Algunos acudían con el rostro terroso, sin fuelle para hablar, quejándose entre dientes, casi exánimes. Los más mostraban esa disnea silenciosa que resultaba aún más alarmante, porque de un momento a otro caían en paro respiratorio.

Pronto, las puertas de la clínica se saturaron de carrozas fúnebres, familiares en duelo o expectantes, reporteros disfrazados de astronautas, temerosos de acercarse para precisar la noticia en turno. Dos enfermeras perdieron la vida en una semana de primavera y quince más fueron enviadas a sus domicilios bajo medidas emergentes. Si bien Trevor desestimó los protocolos de la OMS en cuanto se fue definiendo la fisiopatología de la nueva infección, no fue sino hasta mediados de Abril que empezó a anticoagular a sus pacientes. Con ese recurso empírico, notó que los pulmones volvían a expandirse, que incluso se volvía innecesario intubar a muchos de ellos, y así pudo discriminar a quienes proveían con plasma convaleciente, Remdesivir o bloqueadores de citocinas. Decirlo así, a toro pasado, es un alarde, porque tales insumos llegaban a cuentagotas. 

Pese a que contiende con la fragilidad humana, el trabajo es brutal y pierde sentido día con día. Los enfermos llegan a carretadas y en condiciones críticas. A cada instante, Trevor se ve obligado a decidir a quien rescatar o a quien sedar para dar cobijo a una muerte digna y silenciosa. Esta tarde tiene que extubar al padre de un político local para darle aliento a un adolescente que por su diabetes juvenil se debate entre la vida y la muerte. Las consecuencias de un acto de dimensiones éticas cuestionables no se hacen esperar.

  • Doctor Salinger, lo buscan en la dirección del hospital.

Al traspasar el umbral, se encuentra con un séquito de inquisidores. Está la administradora del nosocomio, los directores de Cirugía, Medicina Crítica e Investigación, dos miembros del comité de Bioética y, por si fuera poco, el Fiscal General adjunto del Estado, que lo mira como si contemplara a un criminal a punto de ser ejecutado. 

  • Siéntese, Trevor – le dice en tono amable el Director, aunque la única silla que queda libre es la del acusado, frente a un semicírculo de verdugos.
  • Iré al grano, Dr. Salinger – se adelanta la administradora, una mujer esquiva y solemne -. Lo hemos convocado porque cometió usted un error de juicio que le va a costar mucho dinero y prestigio a este hospital. Entendemos que tomó una decisión precipitada y, para no hacer más grande el asunto, le pedimos su renuncia, que haremos pública de inmediato a fin de apaciguar a la prensa y darle consuelo a la familia. 

Trevor sopesa con cuidado sus palabras. El veredicto está tomando de antemano, así que solamente le resta expresar su criterio, en un vano intento de convencer a sus colegas. Sabe bien que no conseguirá cambiar de opinión a los inquisidores; ellos no tienen idea de que la Medicina no es un albur ni un juego de prebendas; cada vida vale tanto como otra. 

  • Si me permite, Dr. Morris – empieza, dirigiéndose a su colega y amigo, el Director, fijamente a los ojos. – Quiero externar mi sentir respecto de la disyuntiva vital a la que nos ha enfrentado esta pandemia, señor. No ha sido fácil para nadie. Como usted sabe, la medicina y la religión parten del mismo manantial del espíritu humano. Intentan descifrar los miedos más ocultos de la Humanidad. Pero la historia nos enseña que pueden hacerlo sólo de dos maneras, mediante la razón o la magia. 
  • Las religiones han enfrentado ese desamparo construyendo mitos que aluden a la divinidad y la inmortalidad. La medicina ha optado por proveer una teoría científica sobre la enfermedad y la muerte. En condiciones ideales, los privilegiados aspiran a la razón, prefieren las explicaciones doctas antes que los dogmas de fe. Por el contrario, la gran mayoría, mientras estén sanos y confortables, aceptan una pequeña dosis de razón, pero en situaciones de angustia o de necesidad, prefieren la magia. Las religiones han reconocido desde siempre tal menester y se aseguran de que haya suficiente magia en sus rituales para satisfacer a las masas. Mientras tanto, la Medicina se debate cotidianamente en qué grado aplicar tales ensalmos. 

Ahora, dirigiéndose a los otros, prosigue: 

  • Les diré algo más. Una vez revelada la verdad de nuestro curato, podrán comprender que tal investidura esconde la sobriedad científica. La sotana arropa el conocimiento clínico, todos los desatinos y recomposiciones de nuestra práctica, los congresos y horas de lectura, el consenso de los pares y los metanálisis; en suma, el saber universal que invocamos ante cada reto que nos exige otro milagro. La mayoría de los médicos se satisface con cumplir a cabalidad ambas facetas en beneficio de su grey, sin reconocer la contradicción inherente al oficio. Les basta ser un modelo de la profesión y ejercitar su cometido con honestidad. Pero unos cuantos entre nosotros no nos permitimos ese lujo. Despertamos cada mañana encarando la falacia de tal ilusión, aprendemos a vivir con ella para continuar con la tarea de aliviar y guiar a los demás. Sí, sabemos que nuestra postura objetiva es un engaño y que la verdadera vocación está en el dogma, en la espiritualidad.
  • Los triages que ejercemos como semidioses son la manifestación terrenal de tal cometido pseudo-divino que nos ha sido encomendado, señora y señores. Ante la intimación de la muerte, sin embargo, nos volvemos humildes, impotentes y optamos – vueltos hacia nuestra inconsciencia – por lo que dicta nuestro corazón, no los libros o los reglamentos. Me voy de este centro al que he dedicado mi pasión y mi mejor esfuerzo, satisfecho de haber salvado muchas vidas y acongojado a la vez por haber perdido batallas que este coronavirus nos ganó. No aceptaré que mi decisión haya sido errática, porque fue deliberada y, si se tratara de mi padre, la volvería tomar en el mismo sentido. 

Con esta última frase, Trevor se levanta de un golpe de esa silla de inculpado que le fue asignada. No espera respuesta, sabe que está sentenciado y convicto. Mediante un apretón de manos se despide del policía que resguarda el recinto y sale airoso, apreciando el aroma de gardenias y la luz tenue que se decanta al caer la noche. A muchas millas de distancia, tiende un lazo de memoria hacia su amada, y sonríe.

Son las ocho pasadas y el crepúsculo se cierne con un estruendo de aves que se retraen entre las ramas para pernoctar. Selma lee distraída frente a la ventana; nada la perturba, acaso un dejo de ternura que remeda los espacios y las horas muertas. Como dijo alguna vez su padre, en paz descanse, “lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia”.

Nostalgia

Nostalgia

A nuestros muertos, tan idealizados

En aquella cultura urbana de mediados del siglo XX, se respiraba en mi ciudad un aire de candor y de certeza. Las mañanas de Navidad aparecían los niños en las aceras, retando al vecino con su flamante bicicleta, el carrito de pedales o el anhelado triciclo. Solamente los más pequeños iban acompañados, acaso porque se cansaban a poco de cargar su Juanita Pérez o su carro de bomberos. La envidia en buena lid corría por esas calles y, luego del desfile de regalos, cada cual volvía a su casa a esperar a los abuelos. 

Hace unos días recordaba con mi querida hermana la comida familiar que esperábamos con ansia todo el año. Los egregios canelones de mi tía (rellenos de una pasta de pollo y cerdo que nadie podrá igualar), la butifarra blanca y el fuet que suplía cualquier botana autóctona, recién desempacadas del mercado de San Juan. Alguno de los hijos había acompañado días antes a nuestras madres hasta el puesto designado en el mercado aquel para elegir los embutidos – siempre frescos, siempre los mismos – que traía como trofeo de haber sido el favorecido ese año. Otra vez la envidia, pero ésta sí sabía a derrota; era mi turno, yo debía haber ido – repetíamos entre dientes. No obstante, la comida era opulenta y zanjaba todas las rencillas.

Se organizaban entonces las mesas de dominó y ajedrez, mientras los más inveterados jugábamos billar bajo la mirada impávida de Bertrand Russell desde un póster en la pared del fondo. Las mujeres se ponían al día con los chismes y las pequeñas tragedias, al tiempo que la tarde se iba decantando para darle paso a otro invierno en el exilio. Creo que ahí, curioso y boquiabierto, conocí los detalles más ásperos de la zaga.
Mi madre y mi tía habían atravesado los Pirineos tres décadas atrás, huyendo de los bombarderos franquistas que asolaban a la Catalunya vencida. Se refugiarían en Santa Coloma de Farners, a la sazón mi rincón favorito en las vacaciones de una tardía adolescencia. Ahí la casa familiar – tres niveles, techos de vigas, chimenea encendida y presta para asar “llescas de pà de pagés” – acogió a la pequeña familia en su batida hacia el Nuevo Mundo. Quiso la mala fortuna que una bomba artesanal cayera próxima a la casa cuando el más pequeño estaba defecando (anécdota refrendada varias veces), lo que motivó un estreñimiento postraumático sin precedentes. Claro, treinta años después, la carcajada general disipaba el impacto de aquella derrota.
Mi abuelo, cuya bondad iluminó mi infancia y que militaba con orgullo en la ERC, cayó preso tras un ricochet de balas anarquistas y logró escapar un año antes al santuario que ofrecía el presidente Cárdenas. Este cálido país que, pese a todas sus contradicciones de clase, ofreció brazos abiertos a un gran contingente de republicanos.
Por su parte, mi madre atravesó los agrestes caminos de la frontera con una figura del Niño Dios en brazos, que hubo de ser reparada tras varias caídas en la inmensidad de la noche clandestina. Ella, su hermana y mi abuela recorrieron la Francia previa a la ocupación nazi hasta embarcarse con una tribu de desclasados hacia el México post-revolucionario que los aguardaba.
(He visto y leído mucho en torno a ese éxodo que marcó mi historia familiar, pero tendría que detenerme para elogiar la película “Cría cuervos” de Carlos Saura (1976) y las novelas históricas “Los soldados de Salamina” y “Los rojos de Ultramar” como arquetipos de aquella fractura ideológica que aún hoy divide a España).
Bajo ese sino, un joven estudiante de Medicina dio con la dulzura de una niña que apenas descifraba la cultura popular del Politécnico, bastión donde los refugiados encontraron trabajo y futuro académico.
Ella, la mirada melancólica bajo los rizos y la sonrisa tenue; él, gallardo, altivo, incluso fanfarrón ante los ojos de la chicas que acudían a verlo en los partidos de fútbol americano. Dos mundos en eclosión, dos náufragos anhelantes de puerto seguro.
El romance se sancionó en la penumbra de un departamento en la Colonia Juárez, situado en un adusto edificio que parecía por cierto emanado de las Ramblas; una vez que el abuelo Alfonso aprobara las apetencias políticas de mi padre y se cerciorase de que dejaba atrás su vida de gigoló en pos de una familia estable. La foto de la boda religiosa fue siempre para mí un enigma – caras largas y formalidad inusitada -; supongo que pesó más el veto de mi abuela que cualquier reticencia agnóstica que se filtrara a ambos lados del Atlántico.

Para entonces mi padre ya estaba cumpliendo su residencia en Psiquiatra en Texas, y se llevó a lomo de caballo (es un decir) a su flamante esposa para conquistar horizontes. No lo lograron. Los accidentes vitales son precisamente eso: oportunidades segadas y puertas que trasponer. Regresaron a México parcialmente derrotados, cuando resonaba la primera protesta contra la segregación racial en boca de Rosa Parks. (Mi valiente madre había hecho lo propio cuando se sentó con sus compañeras negras de trabajo al fondo de un autobús urbano). Nahhhh!!
Ajeno a tales avatares, fui arrullado en catalán frente al oleaje isleño del Golfo de México y acaso por ello aún me resulta natural que una buena parte de mi identidad esté atravesada por cuatro barras de sangre. Sin advertirlo del todo, crecí leyendo el Cavall Fort y escuchando a Pau Casals, alentado por la “saudade” que mis ancestros destilaron en un hogar partido por la nostalgia.

En tal tesitura era obvio que el Nadal se celebrara bajo la luz tibia del veinticinco, evocando más el destierro que el nacimiento de cualquier deidad. La comida familiar abrigaba todo aquello que podría haberse quedado en el camino.
De modo que una vez que se pasaba a los turrones, “les teules”, “els croquinyols” y la cava de San Sadurní, atestiguábamos las discusiones políticas y taurinas de los viejos, nos acercábamos a descifrar el catalán intimista de las tías y explorábamos los tesoros del tío Óscar, un personaje visionario que instaló una de las primeras computadoras que existieron en Latinoamérica, convencido desde los sesentas que la tecnología de la información marcaba el paso.

Poco a poco, los padres se fueron divorciando, los primos tomaron sendas divergentes y mi país cayó en el marasmo de la corrupción y la injusticia. Crecimos, como es obvio, y abandonamos la inocencia en ese jardín flanqueado por bambúes donde cabían una cancha de fútbol improvisado, la consanguineidad y la glotonería a manos llenas. 

Hoy volteo a ver ese pasado con la gratitud de haber sido un hijo más de otra familia híbrida, que trajo desde el Viejo Mundo la esperanza de recuperar la libertad dondequiera que fuese avasallada.

Victorias paradójicas

Victorias paradójicas

Maltratada y retocada, la Ciudad de México es un bastión del tercermundismo que no cesa de sorprendernos por sus contrastes. Aquí, uno de los magnates más ricos del mundo exhibe sus feudos comerciales y colecciones de arte mientras amasa fortunas inverosímiles cada minuto. El ciudadano de a pie, receloso y acomodaticio, sigue repicando mansamente su teléfono móvil, ignorante de lo que urde desde la superestructura.
Aquí duele la pobreza, pero también se desdibuja en esa peculiar democratización que brindan los centros comerciales, los bares y los “antros”. Aunque no del todo, porque siempre habrá un dialecto —más que lo pecuniario— que distingue a los que alardean de lo superfluo y a los que aspiran o lo resienten.

Mi padre creció aquí, en esos vecindarios del centro histórico que se descarapelaban cada verano y cuyos habitantes, destinados a evitar su derrumbe, dignamente recubrían de yeso a falta de pintura en épocas menos lluviosas. En su barrio, la pertenencia equivalía a identidad. El zaguán apolillado se abría a un umbral en penumbra y maloliente de humedad, con acceso inmediato al patio central, donde jugábamos béisbol y los adultos retaban nuestra ansiedad adolescente demostrando quién era el macho dominante. Entrada la tarde, los adultos veían corridas de toros en una minúscula televisión mientras nosotros nos retábamos para decidir quién se atrevía a penetrar la bodega pestilente del fondo de la vecindad, donde acechaban los monstruos de nuestras pesadillas.

Surgido de tal entorno en desventaja, supo aprovechar las exiguas oportunidades que brindaron los gobiernos post-revolucionarios para hacerse de un perfil profesional exitoso, para debutar como Profesor Asistente en la Universidad de Texas y llegar a Vicepresidente de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Ese logro, para admiración y envidia por igual de sus contemporáneos, opacó todas las carencias que impuso el destino a un chico huérfano de la colonia Guerrero. No obstante, nos llevó de visita repetidamente a casa de su madre, en un intento de mostrarnos la injusta realidad y ubicarnos en el territorio democrático que él quiso inculcarnos, sin agravios o resentimientos.

En aquellas ocasionales visitas de domingo, entendí que, en su orfandad y como muchos chicos del proletariado urbano de entonces, mi padre buscaba un horizonte y una figura con quien identificarse.

No dudo que en ese tenor, el Bombardero Café, de Detroit, resultara un ideal. Así, con ese flamante subtítulo, se refirió siempre a su héroe de la infancia. Hace ochenta y cinco años, en una noche estival del Yankee Stadium, Joe Louis vengó a los descamisados del sur estadounidense y de más acá, cuando noqueó en el primer asalto a Max Schmeling, el gladiador ario que desayunaba con Hitler.

Contrario a lo que se tiene por leyenda, Schmeling no era un adherente del partido nazi, ni siquiera profesaba esa ideología nacionalista, más allá de ser el orgullo deportivo de una Alemania que ya planeaba dominar al mundo. Su entrenador, que hablaba siempre a través de un puro, era judío, y Schmeling lo protegió hasta que la presión dictatorial lo hizo insostenible.

La otra cara de la moneda es que el campeón alemán era el ídolo de la white America que denostaba por igual a los negros y a los judíos. Los arios norteamericanos veían con rencor el ascenso de los deportistas “de color” (siempre me pareció el epíteto más denigrante) sin delatar su propia condición fascista porque representaba the American way of life. En los estados sureños, el embrión del Ku Klux Klan nacía por esa década, negándose a aceptar la democracia y manteniendo la segregación racial que pregonaba Goebbels, aunque con distinta insignia.

El mismo Joe Louis lo denunció: “¿Pueden creer que hay americanos blancos que agradecen lo que Hitler está haciendo? Vienen a ver mis entrenamientos con svastikas en el brazo y se ríen como burros”. Su familia había huido de Alabama en 1926 justamente por las amenazas del kkk (¿por qué se arrogan tres iniciales los delincuentes de extrema derecha, como aquella infame triple A argentina?), para instalarse en el barrio Black Bottom de Detroit buscando trabajo y un futuro más prometedor.

Hizo una carrera meteórica desde su debut amateur a los diecisiete años. Ganó setenta y dos peleas profesionales con sólo tres derrotas: una a manos de Max Schmeling tras doce rounds trepidantes y otra que significó el fin de su carrera pugilística, en contra de una estrella en ascenso, el imponente Rocky Marciano, en 1951. Fue campeón de peso completo entre 1937 y 1949, el periodo más largo de cualquier peleador en la historia del boxeo.

Después de derrotar a Max Baer, a quien nadie había noqueado, Joe Louis era el contendiente por excelencia para llevarse el título mundial de los pesados, que en 1936 detentaba James J. Braddock. El Bombardero Café llevaba veintisiete peleas sin derrota y había demostrado que, como David, podía tumbar a cualquier gigante. Para su primera pelea, se entrenó en Lakewood, Nueva Jersey; un paraje suburbano rodeado de campos de golf. Alabado por la prensa, se dedicó en su fatuidad a disfrutar su joven matrimonio y a jugar golf en vez de entrenar para la pelea. Desde entonces sabemos que las sirenas también abundan en los greens.

Max Schmeling, quien pretendía recuperar su malogrado título, había sido cuestionado por su edad y se entrenó con esmero, además de estudiar en filmes todas las debilidades del famoso boxeador norteamericano. Explotó precisamente su talón de Aquiles: Joe Louis dejaba caer el brazo izquierdo después de lanzar un jab de derecha y por ahí entró el golpe contundente que lo derribó en el doceavo episodio.

Langston Hughes, el gran poeta negro del siglo xx, quien como tantos otros baluartes del afroamericanismo asistió a la pelea, describió las calles de Harlem inundadas de llanto y desolación. Schmeling le dedicó el triunfo a Hitler y el nazismo, en aquella noche fatídica, fue reivindicado ante el azoro del deporte.

El destino no perdona, y la fatal enfermedad del engreimiento cayó en los hombros del joven boxeador Joseph Louis Barrow, el atleta laureado de 1935, que se creía Ícaro y se acercó demasiado al sol de las luminarias y la banalidad periodística. Mi padre recordaba con amargura esa derrota, porque había visto muchos ídolos locales precipitarse hasta el olvido, ahogados en alcohol o rodeados de prostitutas y lisonjas.

Los promotores de Schmeling, saboreando la victoria, intentaron negociar una pelea con el campeón, pero el temor de verse envueltos en propaganda nacionalsocialista retractó al equipo de Braddock, quienes reconocieron una opción más lucrativa contra el contendiente negro.

La pelea por el campeonato se celebró en Chicago el 22 de junio de 1937, fecha en que Joe Louis ganó su ansiado cinturón en ocho asaltos, en medio de la Gran Depresión. Quedaba entonces, por supuesto, la afrenta con Max Schmeling, pero esta segunda vez con el título en juego además de toda la alharaca política y racial que despertaba esa revancha.

El campeón le advirtió a su entrenador, Chappie Blackburn, que descargaría toda su agresividad en los primeros tres asaltos. Desde que repicó la primera campanada, Joe Louis se abalanzó rabiosamente sobre un aturdido Schmeling, quien recibió sin defensa cinco ganchos al costado y un golpe seco que lo hizo gritar de dolor. El referee paró la pelea y ofreció una cuenta de protección al retador, mientras Joe Louis miraba con denuedo desde su esquina. Apenas recibió la indicación, el Bombardero Café arrancó de nuevo contra el alemán, derribándolo de un gancho de derecha contundente. El retador se paró sin escuchar el aullido ensordecedor que lo azuzaba.

Esta vez, Joe Louis asestó todos sus golpes contra la cabeza, tres de ellos directo a la quijada de Schmeling, quien trastabilló y cayó a la lona de nuevo. Se incorporó tambaleante sin esperar la cuenta de protección y de nuevo fue embestido por golpes cruzados que lo arrojaron al centro del ring, una masa amorfa y sin amparo. Desde su esquina voló una toalla, pero el entrenador hubo de ingresar al cuadrilátero para decretar el nocaut técnico. Habían pasado poco más de dos minutos del primer round y Max Schmeling alcanzó a esgrimir dos golpes en medio de la marejada que le propinó el campeón. El altivo luchador alemán fue admitido en el Policlínico de Nueva York donde se encontró que su cuerpo macerado tenía varias costillas fracturadas.

Tras la rotunda victoria, los habitantes de los barrios afroamericanos celebraron tribalmente: de haber perdido —decían— habríamos regresado a la esclavitud, otro negro colgando de un árbol con la soga de la supremacía blanca apretándole el cuello. Las calles resonaban entre saxofones y alaridos con el nombre de ese niño del avasallado sureste, que capitaneaba todos los anhelos de libertad e igualdad.

Schmeling regresó para conformarse con el cetro europeo y luego caer en desgracia frente al régimen nazi, sobre todo porque protegió a dos niños judíos durante la masacre de la Kristallnacht. Regresó a Estados Unidos después de la guerra para hacerse de acciones de Coca-Cola que introdujo con su pequeña empresa comercial en Alemania para deleite los berlineses afines a Kennedy. Trabó entonces una cercana amistad con quien fuera su némesis, que cultivaron hasta su muerte en 1981.

Joe Louis murió desposeído, alcanzado a golpes por su falta de estructura, después de varios fracasos matrimoniales y tras su derrumbe en el licor y la heroína, como tantos otros pugilistas de barrio que mi padre vio caer. Su contrincante y amigo, el viejo Max, pagó parte de las exequias.

Pese a las críticas racistas de los periódicos que relataron su triunfo, el Bombardero Café fue desde aquella noche el símbolo de emancipación en muchos rincones del mundo, identificados con su gesta y su fugaz inocencia. Mi padre lo admiró con un fervor casi infantil hasta su propia muerte. Hoy lo recuerdo con el mismo afecto que él me prodigó, celebrando sus noventa y siete años no cumplidos así como los méritos y beneplácitos que cosechó en su vida.

Destellos de otoño

Destellos de otoño

“Es cierto que uno envejece desde dentro, vistiendo canas y arrugas, ajeno al cuerpo que se aja, insumiso. Hoy me rebelo ante la contumacia y la mesura que nos piden como pretensión, y frente a la condescendencia que traen apareadas sus lisonjas. Soy un viejo, así de simple.

Los recuerdos – algunos sin lustre, pero aún cargados de afecto – se desprenden como hojas secas; efímeros, recurrentes. Titubeo, los autos y peatones me evitan, e invariablemente les estorbo. Se cierran a mi paso las paredes, me desafían los goznes de puertas y ventanas,  y las calles nunca antes resultaron tan anchas, tan amorfas. 

Es curioso, pero siento que habita un fantasma en mi, que me despoja del cuerpo poco a poco. Y que anticipa con calculada ironía que se llevará también mi mente cuando haya cercenado toda mi entereza. 

Puedo percibir en detalle cómo crujen mis articulaciones, como se atrofian mis músculos miembro por miembro, y cómo – quizá con la mayor indiferencia – mi sexo sólo estorba, anuncio sumario de mi decrepitud. 

Por fortuna, mis ojos amplificados por prismas sucios, todavía me permiten leer y con ello, elegir los viejos libros que dejé inconclusos o los poemas en otros idiomas que en mi impetuosidad ahora marchita no alcanzaba a comprender. Acaso eso justamente es el beneficio colateral de soltar las riendas de la existencia: nada te retiene, no hay foto que quieras conservar o conocimiento digno de almacenarse para siempre. En todo caso, queda la vergüenza, que morirá con cada uno, entrañable y peculiar como ningún otro rasgo de carácter. 

Espero no aburrirte con esta letanía, pero ya no tengo más interlocutor que mis periodos de lucidez y la oportunidad de asirme a cualquier incauto que no tiene nada mejor que hacer que tolerarme. Perdón, me excedí en mi cinismo, pero debes aceptar que a mi edad los formalismos están bastante oxidados y suelen desmoronarse sin querella. 

No te abrumaré con mis memorias, que son tan escuetas e intrascendentes que no vale la pena representarlas. Solamente te diré, antes de que te vayas impelido por tu prisa de joven ambicioso, que al final de la vida nada se compara al fresco del mar en la mañana o la piel sudorosa de una mujer que te ha amado un instante, irreflexiva y sin promesas. Garantizo que nada te hará más feliz que el abrazo espontáneo de un hijo, aunque traiga apareada su misericordia. Y, por fin, que la tristeza y la derrota son aves de paso, que no dejan huella, salvo en aquellos entes pusilánimes que las explotan”.

Todo esto me lo contó Saúl de un plumazo, sentado en la misma mesa del Starbucks donde suelo detenerme a planear mi agenda del día. Mi café humeaba cuando se plantó delante de mi y con voz quebrada pescó mi atención. Desde su mirada gris y deslucida puede atisbar un fulgor de sarcasmo, que se veía reforzado por esa inteligencia de quien ha sido testigo de muchas caídas y acarrea sus contusiones con sobrada discreción. Lo invité a comer, pero me rechazó sin pretextos; sólo se negó con un gesto cordial y, antes de que pudiera resultarle más incómodo, se despidió de igual manera. 

Lo volví a encontrar un par de veces a la misma hora. Me saludó de lejos, dándome a entender que esa intimidad que me prodigara aquella mañana era sólo un regalo momentáneo, que no esperaba reciprocidad. Tal vez había olvidado que algún día fuimos comparsas y que lo escuché tragándome mis prejuicios, como requería la hora y la paciencia.

No obstante, el viejo despertó mi curiosidad. Al postrer encuentro, un par de semanas después, me acerqué al sillón donde sorbía su té, imperturbable, y retomé la conversación, ansioso por saber de su pasado.

“Tengo sólo una historia que marcó mi juventud, en los días más oscuros de la guerra fría. Habrás notado un dejo en mi acento, que permanece impoluto desde mi infancia en Southampton. Era yo un chamaco de unos diez u once años cuando llegó el contingente ruso, presidido por Krushchev y Bulgarin, a suavizar las tensiones con el gobierno de Anthony Eden. El barco insignia, el famoso Ordzhonikidze, atracó en el puerto flanqueado por dos fragatas de guerra. La delegación soviética se trasladó en tren a Londres donde, entre halagos y tentativas, ambos mandatarios pretendieron inaugurar un ambiente de distensión. Por debajo del agua, literalmente, los espías seguían actuando sin reparo.

Como te dije, yo era un muchacho enamorado de las historias bélicas. Conocía en detalle los aviones, submarinos y tanques que habían decorado el reciente conflicto mundial, el más sanguinario que había sufrido la humanidad y que vivimos de cerca, refugiados del Blitz y la amenaza de un desembarco nazi. Pero los aliados habían triunfado y con la fragmentación de Alemania, un nuevo episodio – esta vez subrepticio – capturaba la atención de los chicos de esa época. Coleccionábamos estampillas, intercambiábamos recortes de periódicos y nos retábamos a diario para ver que había declarado James Angleton, quien gobernaba con sagacidad la CIA o Dick White, su contraparte británica, el director de contraespionaje del reino.

Unos meses antes, el ex-agente del MI6, el insigne Kim Philly, había dado una lección a sus detractores, demostrando con gran sobriedad su inocencia respecto de la fuga de los espías Burgess y MacLean, agentes dobles de la NKVD. En la casa de su madre, rodeado de cámaras y periodistas, con un temple de acero y sin tartamudear, Philby respondió a las acusaciones que algunos parlamentarios y la prensa amarillista habían lanzado en su contra. Se le había implicado en la trama que después se conoció como “el círculo de Cambridge” y se decía que él era el soplón, el “tercer hombre”. Es decir, el responsable, oculto bajo lo que se ha dado en llamar “cloak and dagger”, en alertar a sus dos cómplices para que huyeran a Moscú antes de ser atrapados por la justicia británica. Su amistad con Guy Burgess, excéntrico personaje que vivía en estado de ebriedad, y a quien había alojado en su casa de Georgetown cuando trabajaban como agentes de inteligencia en Estados Unidos, parecía delatarlo, aunque nadie había probado tal conspiración.

Un amigo y defensor de Philby a ultranza, el ilustre espía Nicholas Elliot, ordenó que se investigara nada menos que la propela del buque soviético, que los informes secretos sugerían que era tan silenciosa que podía escapar a los sonares de los submarinos. Para ello reclutaron al mejor hombre rana con que contábamos, además de ser el héroe de la chiquillada que había seguido sus proezas en los puertos de Europa. Lionel “Buster” Crabb era un personaje pequeñito, de ojos inquietos, que paradójicamente nadaba con dificultad, pero que había desactivado bomba tras bomba durante la guerra y era el responsable de detectar un sinnúmero de torpedos y minas que hubiesen causado muchas catástrofes en la Marina Real sin su valiente entrega.

Nos habíamos fotografiado con él, a poco de que limpió las minas de Venecia y Livorno, hazaña por la que lo condecoraron con la medalla del Rey Jorge. Como buenos fanáticos de aquellas aventuras, seguíamos sus entrevistas en la radio y los periódicos cada semana. En esa oportunidad, su misión era ultrasecreta. Sólo después supimos que se alojó con su enlace militar en el Hotel Sally Port, donde le hicieron llegar su traje de buceo y dos válvulas para sus tanques. Su misión de reconocimiento era bastante simple: recorrer la quilla del barco soviético e informar cada minucia acerca de los adelantos técnicos que ocultaba. La madrugada del diecinueve de Abril de 1956 – recuerdo la fecha como si fuese ayer – “Crabbie” se sumergió en la parte más oculta del puerto. Había pasado la noche previa embriagándose en un pub con los marineros locales que lo reconocieron enseguida y le convidaron varios tragos. No era exactamente lo que la inteligencia británica anticipaba.

La inmersión resultó un desastre porque el buzo desapareció sin dejar huella. La impericia con la que se planeó la operación parecía haberle costado la vida. El primer ministro Eden se enteró después, cuando la delegación soviética ya había partido y, además de ocultar el desenlace al público, despidió a varios de los implicados, sugiriendo que Lionel Crabb había actuado por su cuenta. Recuerdo cómo lloramos su pérdida. Más aún, porque su cuerpo, mutilado encarnizadamente por las criaturas del mar, apareció flotando bajo el muelle casi un año después, todavía envuelto en su traje de hule.

Te preguntarás porque te cuento este relato con tanto detalle. En efecto, fue esa decepción y sus consecuencias indirectas lo que me hizo huir de Inglaterra y buscar parajes más acogedores; como lo hicieran mis admirados coterráneos, D.H. Lawrence y Malcolm Lowry, cada cual en su momento.

Hace pocos años, un buzo retirado de la armada soviética, Eduard Koltsov, declaró en televisión que sus compañeros esperaron a Crabbie durante aquella funesta noche, alertados por el más perverso espía de todos los tiempos, el mismísimo Kim Philby. Para entonces, éste tenía veinte años de muerto y enterrado con honores en la capital rusa. Si te interesa, te puedo contar los vericuetos de su traición algún otro día. Koltsov se sumergió detrás de nuestro héroe y lo degolló después de cortar sus tubos de aire. En la entrevista, mostró la condecoración que Khrushchev le otorgó por defender el imperio y el cuchillo con el que presuntamente asesinó a Lionel. Te confieso que volví a llorar como un niño; de rabia por esa pérdida inconfesable y de pena por el destino de tantos guerreros y sus víctimas.”

Busqué durante muchas jornadas a Saúl después de aquella plática. Pregunté por él a los baristas, quienes lo reconocían, por supuesto, pero negaban haberlo visto en un buen tiempo. Nunca llegó a contarme la tragedia de Philby y los cinco de Cambridge pero supongo que habiendo crecido en esa marejada de sentimientos y lealtades, aquel relato creció en paralelo con su propia historia.

Desde entonces, cada tercer mañana que ordeno mi café en Starbucks, apago el celular, me acomodo frente a un libro y espero, sin prisas, a que algún otro viejo me interpele.

No queda nada

No queda nada

Es domingo y se te ha secado el corazón. Avistas el panorama desde Tropea y el mar está quieto cual si durmiese. Una parvada de gaviotas surca el horizonte en lontananza y los turistas se desperezan para elegir las mesas más cercanas a la playa. Ella se ha quedado en el hotel con lágrimas que ya no concitan sentimiento alguno, tan sólo escurren, indistintas. El dolor de la ruptura hace tiempo que cesó, cuando todo estaba perdido y seguían alimentando aquel naufragio como extraños. 

Se conocieron en Berlín, bajo una lluvia inclemente y las calles vacías. El invierno caía como un fardo y Daniela no llevaba paraguas. Poco antes, él salía de visitar el Reichstag y se refugió bajo un tejado. Justo entonces la vio pasar, ensopada. Era menudita, con el cabello revuelto y botas inapropiadas para ese clima. Silbaba e iba sorteando los charcos con trancos de bailarina. Al seguirla, no pudo desprenderse de su talle, sus senos enjutos bajo la blusa húmeda y esa sonrisa perenne, cándida, que parecía burlarse de sí misma. La alcanzó y le plantó la sombrilla sobre la cabeza sin proferir palabra. 

Al momento ella se giró temiendo un asalto pero los ojos profundos y aquiescentes de Maurice la sosegaron. Le dijo en inglés que si le parecía que la acompañara hasta encontrar un bar o su hotel, lo que ella dispusiera. Daniela respondió en italiano que no tenía idea de lo que estaba diciendo. 

– Non sento niente – le gritó, señalando el aguacero encima de ellos.

Ambos rieron al unísono y ahí mismo empezó un romance que hoy se ahoga en un pozo sin remedio. 

Durante años los amigos los llamaban “los doctores” (a cuenta de sus siglas: M.D.); así de inseparables resultaban. Viajaban mucho y aquello parecía unirlos aún más frente a los vendavales, el jet-lag o los distintos cuartos de hotel donde se amaban. 

Los padres de Daniela les ofrecían asilo cada vez que volvían a Italia e incluso habían prometido adquirir un departamento para ellos si se afincaban en Perugia. Pero el oficio de curador es inestable y la pareja se desplazaba continuamente entre los Emiratos Árabes y las capitales de Europa sin descanso. 

Entonces vino la pandemia y los puso a prueba. Ambos se contagiaron a destiempo y tuvieron que pasar dos semanas aislados mientras los síntomas cedían y discurría el miedo, entre muertes cercanas y a falta de remedios convincentes. 

Solo aquí, exánime, con un café que se enfría y su tristeza a cuestas, todo parece un sueño que se extingue. Daniela en sus brazos prolongando el orgasmo, los dedos entrelazados contando anécdotas, sus ojos inquietos buscándolo, desentrañándolo, cuando sondeaban juntos, siempre juntos, el silencio…

Se cuestiona si no serán preferibles esas relaciones burdas que observa en su derredor, que llanamente se requieren; como dos autómatas que van por la vida en penumbra y hablan por necesidad. Él y su amada, en cambio, profundizaban, objetaban, pasaban de la crítica a la censura o se asignaban tareas intelectuales con cualquier pretexto. ¿Acabó eso por fastidiarlos, por sumergir su cariño en un discurso abigarrado?

Frente a él pasa una caterva de adolescentes chanceando y golpeándose los glúteos entre majaderías. Al verlos, piensa si debieron tener hijos para consolidar el vínculo, pero Daniela – tras el aborto – decidió concentrarse en su carrera literaria y abandonar todo intento. Maurice consideró que era su prerrogativa, pese a todo, y simplemente alzaba los hombros cuando su suegra insistía en que le dieran un nieto.

Además, la muerte de su padre la devastó. Pasaron tardes enteras afuera de su habitación mientras se recuperaba de la eritroleucemia. Si no era el estrago de la quimioterapia, caía fulminado por la aplasia medular que le seguía, con fiebres altísimas y un delirio constante. Maurice deseó muchas veces que muriera, entre dientes, para ahorrarle sufrimiento, pero en el fondo ansiaba librar a su mujer de ese calvario. 

El CoVID no hizo sino empeorar las cosas, porque L’Ospedale da Campo cerró sus puertas a los familiares y se contentaron con hablar con el enfermo – cuando estaba lúcido – mediante teléfonos móviles. 

Su deceso, tan esperado y tan temido a la vez, le arrancó la risa a su madre y a ella la sumió en una amargura inusitada. Deambulaba por la casa envuelta en recriminaciones; contra la viuda, los médicos, el mundo entero. A veces hasta bien entrada la noche. Maurice le rogó que consultara a un psiquiatra, pero Daniela se negó enfáticamente, arguyendo que su duelo era un asunto íntimo y sólo el tiempo lo curaría. Se limitó a cuidar a su madre y no quedó más remedio que separarse por un año. Esa oscura herida también desangró a la pareja. 

Maurice la llamaba todos los días, a distintas horas, estuviera en Estocolmo o en Dubai. Ella a veces contestaba y se ofrecía cortante en el teléfono, acaso preguntaba cómo iban los asuntos de museografía. Otras, sencillamente, se declaraba indispuesta o dormida. Cuando podía, él se apersonaba en Perugia sin anunciarse, con un ramo de flores o un regalo exótico de los países árabes. Daniela lo recibía mediante una sonrisa vaga y se dejaba hacer el amor para saciarlo, pero carente de entusiasmo. Así, con tal indolencia, se deslizaron semanas que fueron meses.

Alguna madrugada en el bar del Ritz Carlton en Bahrein, una mujer le ofrendó sus deslumbrantes ojos negros desde el otro extremo de la barra. Estaba exhausto y el guiño le resultó arbitrario y riesgoso, pero le permitió acercarse y pedir champaña para seducirlo. Se sentía desolado y extrañaba la luz que Daniela había arrojado al limbo. Aún así, trabó conversación insulsa con la odalisca, debatiéndose todo el rato acerca de qué hacer frente a ese envite. Incluso se dejó rozar la mejilla con sus labios, simulando estar aturdido por tales encantos. Quizá lo estuvo, de momento. Sin embargo, cuando ella le pidió que la condujera a su habitación, él se desprendió con un salto de su embrujo y le dijo:

• Añoro al amor de mi vida, Aisha, y no voy a perderlo esta noche. Te agradezco la cortesía y tu belleza, pero no soy lo que parezco, no estoy buscando saciar mi soledad – y le besó la mano tras pagar la cuenta. 

Ese mismo día regresó a Perugia vía Frankfurt y se detuvo a meditar en el aeropuerto como un zombie, ajeno a la aglomeración de viajeros y al vuelo que perdía sin abordarlo. Pasó la noche en el Steigenberger incapaz de conciliar el sueño. Traía consigo una novela de Colm Toíbín que leyó, imperturbable, durante seis horas hasta que aterrizó en Umbria y emergió de su letargo. La terminal aérea le pareció insólita, como si no la hubiese recorrido en decenas de oportunidades. Exhibía una barba rala de tres días, la ropa arrugada y un aspecto de vagabundo que atraía las miradas suspicaces de otros pasajeros.

Había comprado tres juegos de sostén y de thongs en Victoria’s Secret, recordando con deleite las tallas y la tersura de piel de su Daniela. Sonreía cuando pagó las prendas a tal grado que la dependienta, en un inglés entrecortado, le ofreció un perfume de regalo. Guardó todo con cuidado en su maleta de mano y se hospedó en el hotel del aeropuerto. Después cayó en un trance y pasó la madrugada en vela. 

Una vez en Perugia, con su tesoro a cargo y de mejor talante, se encaminó en un taxi a la casa de los Vitti. Intuía que el recibimiento sería de nuevo frío pero estaba dispuesto a reconquistarla. 

Para su sorpresa, no bien franqueó la puerta, ella lo abrazó y lo besó como si hubiese resucitado. Desdeñó el paquete y subió empujándolo a su habitación para envolverlo en un coito como hacía años no tenían. Sudaron y se vertieron en saliva, semen y jadeos sin importar la hora o el barullo que producía aquel arrebato.

Hoy, al recordarlo, Maurice se permite sollozar calladamente. El océano está quieto y la marea retrocede. Impávido, sofoca otro reproche. Su egolatría le ha impedido recoger los escombros, aceptar la derrota y volver a intentarlo.

Es domingo; el sol se oculta tras las nubes, languidece, y el repicar de las campanas distantes convoca a misa. Una voz interna, muy hondo, le ruega que vuelva, que tome el rostro de su compañera entre las manos y le suplique que lo ame, que no olvide, pero que perdone. 

Bajo ese pensamiento en vilo, emprende el regreso a la habitación donde Daniela duerme. Con suerte encontrará sus labios todavía húmedos y le susurrará al oído, atestiguando su esplendor, mientras se despabila: 

• Soy tuyo, mujer, amada mía; dime que no te has dado por vencida.