Tû no puedes volver atrás / Porque la vida ya te empuja / Como un aullido interminable… José Agustín Goytisolo (Palabras para Julia, (1965)).
Está sentado frente a mí, bastante descompuesto, en tanto cae la luz oblicua sobre su rostro compungido, lo que le imprime una mayor edad de la que aduce. Es el primer paciente de la tarde y ya pone a prueba mi escucha. No bien se acomoda, vuelca en secuencia una letanía de síntomas, pero aún no expone lo sustancial. Por fin, sin interrumpirse, hace una paréntesis y, como si oyera mis cavilaciones, se refiere a su verdadero dolor.
- Déjeme contarle lo que realmente me aflige. Estoy atrapado en el tiempo o, mejor dicho, en el recuerdo obsesivo de un amor de juventud. Julia la llamaré, aunque entre usted y yo, es un sobrenombre que se adecuó al sigilo. Julia, pues, era una criatura deslumbrante, doctor. Pese a su corta edad, una mujer resueltamente narcisista. Ambiciosa, implacable. Podia haber pasado a lo largo del camino, una sombra más de las que topamos en un día cualquiera. Un personaje nimio, tal vez. Pero me enamoré de ella sin remedio.
La mirada de Ernesto – un tanto lánguida a mi juicio – se remonta súbitamente a horizontes ignotos, enmarcado por el ventanal de mi oficina y la lluvia fina que salpica ahora los cristales.
- Julia fungía como pasante en el despacho donde yo destacaba en mi papel de promesa entre los penalistas. Mi propia egolatría me mantenía sumergido en los casos más complicados, buscando ascender los escalafones del Derecho Penal sin mirar atrás. Me sobraban alas, créame. El jefe me halagaba abiertamente y yo me pavoneaba ante la envidia de mis correligionarios. No soy guapo, desde luego, pero el poder, por magro que sea, envanece y ciega. Es cierto, médico, pocas cosas nublan tanto y con tal desproporción nuestro juicio de realidad.
En este punto, sus ojos se humedecen y la voz se torna quebradiza, más sutil. El cabello entrecano, su robusta complexión, son los únicos rasgos que lo distinguen del joven ingenuo que evoca en su relato.
- Me vestía cada mañana para ella, doctor. Elegía mi corbata con esmero, pensando en el color donde anclarían sus ojos. Mi esposa, Maribel (no le he contado de ella, verdad?), me observaba con cierta suspicacia porque, claro, me advertía distante, con la mente puesta en otros parajes. Supongo que justificaba mi actitud evasiva por el exceso de trabajo. Lo más triste es que incluso dejé de besar a mis pequeños hijos cuando salía del hogar, ansioso por recalar en mi amada Julia.
Suena el teléfono que olvidé acallar antes de empezar la consulta. Me disculpo, lo enmudezco, y me enderezo en el sillón frente a él, que no ha perdido el hilo y otea sin interés la neblina que asciende sobre el valle.
- La primera vez que la vi, trajo unos documentos a mi despacho. Vestía una falda escocesa que delataba su talle y sus nalgas. Me desconcerté, doctor, era bellísima, como salida de un cuento.
- Qué expresión tan conspicua, Ernesto – lo interrumpo. – “Salida de un cuento?”.
- Bueno, galeno. Usted me entiende. Me perdí en su imagen.
- Prosiga – replico, dejando en suspenso mi interpretación.
- Mmm – murmura, visiblemente molesto por mi alarde. – Me atreví a imaginar sus calzones sensualmente apretados bajo esa faldita plisada mientras colocaba los expedientes en mi librero. El cabello rubio caía por su espalda y yo no podía dejar de observarla, embelesado. Estoy seguro que sabía mostrarse entera para seducirme, a mí o a cualquier otro; ahora lo alcanzo a comprender.
Ernesto toma un respiro y me pregunta si puede usar mi baño. Asiento y lo veo incorporarse, cabizbajo, de brazos abatidos. Cuando regresa, el semblante es opaco, como si los recuerdos lo hubiesen marchitado. El motivo inicial de consulta fue su hipertensión, pero gradualmente ha surgido un hombre descontento consigo mismo y su trayectoria profesional, lacerado por una relación edípica que no ha sabido desentrañar y un padre al que admiró pero quien siempre le resultó indiferente y punitivo.
Es llamativo como tras estos lustros de experiencia, puedo desenmascarar los conflictos emocionales que subyacen a la queja clínica. Uno podría ceñirse a los signos físicos, las constantes vitales, los desórdenes funcionales o las excrecencias anatómicas, pero la psicopatología emerge más tarde o más temprano. Basta una pausa, un viraje en el relato y nuestro paciente se sabe atendido desde un claro en el bosque de los afectos para hurgar al fondo de su dolor, ese dolor intangible que casi siempre yace más adentro.
Una vez de vuelta al consultorio aquella tarde, Ernesto me contó – enjugándose las lágrimas por momentos – como se separó de Julia tras una noche en que salieron a cenar con amigos.
- Se estaba engalanando frente al espejo de su departamento – altiva como nunca -, mientras yo la observaba sentado sobre el retrete a sus espaldas. No tenía prisa, doctor, era como si fuese dueña del tiempo de todos quienes dependíamos de ella. Me pidió que le cepillara la melena dorada y yo, como un eunuco, la hacía lentamente, imaginando que con ello la seduciría más tarde. Vaya ingenuidad la mía! De repente, aludiendo a nada y sin voltear a verme siquiera, dijo: “Puedes dejar a tus hijos, Ernesto, tienen a su mamá; basta que lo hagas; tú dices cuando”.
Aquí detiene su relato y levanta los ojos llorosos para interpelarme, como si esperara una ratificación que él mismo conoce y reconoce desde hace tiempo, desde aquella caída en precipicio. Callo, por respeto obvio y para darle oportunidad a que concluya.
- Se puede imaginar usted que en ese instante la tragedia de mi vida emocional cayó como un balde de agua helada sobre mi mente. Coloqué el cepillo en el lavabo y le espeté que mis hijos no eran bultos ni monedas de cambio. Me sorprendió mi propio enojo y la condición de esclavo en la que me había sumido. Ella se giró para tratar de contenerme pero todo estaba roto, irremediablemente, como una metáfora frente al cristal que todavía nos enmarcaba. Esa noche en casa de sus amigos fuimos de nuevo un par de extraños. Al salir, me embargaba una inusitada melancolía. Conduje el auto por las calles a oscuras como un autómata y, ante su sugerencia de pasar la noche juntos, abrí la portezuela de golpe y le confesé que ya no tenía fuerza, que se había agotado la pasión en mi alma y que esa brecha recién descubierta nos apartaba para siempre.
- Lloré o lloramos juntos, estimado doctor; le aseguro que mi recuerdo se ha empañado. Lo cierto es que desde aquel instante tengo zanjado el corazón por una herida que no para de sangrar y me oscurece el horizonte.
Se había calmado un poco y reclinado sobre la silla, como quien toma un descanso inmerecido. Lo observé detenidamente; no mostraba pesar alguno. Es como si hubiese emergido de un estado de hipnosis y tardara en reconocer su entorno. Cuando reparó en mi presencia, me dijo, en una voz tan tenue que parecía un susurro, emitido para sí:
- Se preguntará usted si la volví a ver tras aquel desencuentro, doctor. No lo sé, y eso es lo que me consume y me trae a consulta. Encontré a varias mujeres parecidas a ella en los siguientes veinte años, pero no alcanzo a discernir si fueron fantasmas o todo es un delirio que no ha cesado desde entonces.
Me quedé curiosamente lacerado por la historia de Ernesto. No soy ajeno al sufrimiento de mis pacientes pero su desolación me tocó muy hondo, como si las pérdidas inevitables que acarreamos por la vida hubiesen cobrado una luz distinta frente a su duelo. Quizá es que por designio todos somos niños desamparados en busca de ese amor imposible – por etéreo y por ajeno – que nos cobijó en la primera infancia y que permanece al fin y al cabo como un atavismo.
Aquella noche no regresé a mi casa, me corroía la soledad. Cerré la puerta de mi oficina atento a la penumbra y al rumor citadino a la distancia. Me dirigí a casa de mi novia, sin avisarle de mi visita intempestiva y, pensando en su sonrisa, compré dos ramos de rosas en el trayecto. Iba absorto, tomando los cruces de avenida con cautela pero sin advertir la hora o el curso del tráfico. Esperé con cierto apremio a que terminara sus labores y, cuando bajó de su consultorio, aún atónita por mi presencia, le pedí que me abrazara, largamente y en silencio, consciente de que el amor es un manto mágico que nos encubre acaso la fragilidad de la existencia.