Me asignaron un buen abogado de oficio, pero los momios pesan en mi contra. Aún así, me declaré no culpable con voz firme y entera convicción. Era una mañana fría y la sala estaba casi desierta, salvo por algunos familiares (que sentía respirar hondo a mis espaldas) y el fiscalista que insistía en la pena máxima, a sabiendas de que mi crimen no lo ameritaba. El juez me miró impasible, dio un martillazo que resonó en toda mi deshonra, fijó una fianza exorbitante y la fecha del juicio en dos semanas más. 

De vuelta a mi celda, que comparto con Jimmy el defraudador, hice un recuento de los hechos, ante todo para refrescar la memoria. Trataba no obstante de darle coherencia a mi relato de cara a las acusaciones que me implicaban en la muerte de Maureen. Me senté en el camastro a reescribir mis notas, mientras mi compañero silbaba tonada tras tonada de viejas películas, haciendo caso omiso del transcurrir del tiempo. Sin duda, yo tengo más apremio.

La llamada, a la mitad de la madrugada, nos despertó. Mi mujer refunfuñó en su modorra y con el teléfono en mano, sin hacer más ruido, me encaminé a la cocina para discernir la urgencia. La paciente, a quien conocía ya por una leucemia mielocítica relativamente estable, ingresaba con fiebre, mal estado general y una radiografía de pulmones con sospecha de neumonía de focos múltiples. No era la primera vez que como hematólogo de un centro de referencia me veía implicado en la evolución tórpida de mis enfermos, pero con Maureen me unía esa amistad arropada de literatura y la música de Beethoven, cuyas diversas versiones intercambiábamos con frecuencia. Yo atesoraba sus regalos: primeras ediciones de libros de medicina escritos en Francia o Escandinavia, partituras que había entresacado de bodegones perdidos, hasta un arco para mi violín que le heredó su abuelo. A cambio, me atrevo a alardear, yo la mantenía viva y disfrutando una existencia grata y bastante asintomática entre los suyos. Su compañero de un entrañable matrimonio es un viejo empresario retirado, al servicio de su comunidad, donde dirige un equipo infantil de beisbol y participa en las jornadas para alimentar a quienes están en situación de calle. En suma, es un buen hombre, dedicado en cuerpo y alma al cuidado de su mujer, quien tras cinco lustros de fumar Pall Mall, acarreaba también su tanque de oxígeno a mis consultas. 

Me vestí en pocos minutos y salí hacia el hospital, evitando los semáforos con cierta imprudencia pero consciente de que a esas horas la ciudad dormía. Gustav, su esposo de origen noruego, me recibió aún en pijama cubierto con un abrigo. A todas luces habían salido de casa precipitadamente después de llamarme. Su aspecto era de alarma y desesperación.

• No puede respirar. doctor. ¡Ayúdenos por favor!

Lo tomé con serenidad de ambos brazos y traté de calmarlo, pero el hombre parecía desconsolado y escuchaba sólo el rumor ingente de su pánico. Asumiendo lo peor, le conminé a telefonear a sus hijas – que habitan en diferentes estados – en cuanto amaneciera. Entretanto, evaluaría la emergencia y consultaría con mis colegas de enfermedades infecciosas y cardioneumología para ofrecerle el mejor cuidado posible.

Al acercarme a su lecho, el aspecto de Maureen reflejaba con creces la inquietud de su marido. Respiraba con dificultad – cerca de cuarenta veces por minuto –  y aún así, el monitor mostraba una saturación de oxígeno alarmante. La taquicardia y la caída de presión arterial auguraban un mal pronóstico y no pasaría mucho tiempo antes de requerir intubación y eso que llamamos aminas vasoactivas (para subir la presión y ayudar a perfundir sus órganos). Ordené los exámenes de ingreso y me comuniqué a la Unidad de Terapia Intensiva; la paciente no podía esperar, su deterioro avanzaba por minutos. Mi colega, el Dr. Henry Bald, acudió a mi lado y, tras una breve discusión, acordamos un esquema de antibióticos convencional y dosis suficientes para cubrir el oportunismo de hongos. Sus condiciones y su radiografía no dejaban lugar para titubeos.

Las siguientes horas fueron desgarradoras. Hablé con toda sinceridad con Gustav y le planteé los escenarios más graves, pero insistió con gesto suplicante que no la dejara morir, que hiciéramos todo lo necesario para salvar a su amada esposa. Las hijas, todas ellas casadas, fueron arribando al hospital en el curso de las siguientes veinticuatro horas. Para entonces, el panorama se había complicado aún más.

Maureen sufría de lo que denominamos una “transformación blástica”. Es decir, que su leucemia había virado a una forma aguda con pocas posibilidades de sobrevida. Mi siguiente reunión incluyó a la familia entera, donde sugerí que tendríamos que limitar el tratamiento de la enfermedad de base hasta no tener la certeza de que la infección estuviese controlada. Asimismo, que de este fino equilibrio entre su entereza fisiológica y la invasión de microorganismos y células en desbandada dependería su existencia.

Para quienes habitamos el universo del dolor y la muerte, las horas se dilatan y tienen un significado tácito. La energía y el conocimiento están invertidos en recuperar al paciente, entender su cuerpo cono una máquina en merma que lucha por subsistir y, desde luego, espantar a todos los fantasmas que se ciernen sobre su integridad avasallada. Cada visita al cubículo me traía recuerdos; revisaba con cuidado las notas de mis colegas, los resultados de exámenes periódicos, los parámetros de presión, pulso, ventilación y las repetidas placas radiográficas con las que despertaba nuestra curiosidad cada mañana. Le tarareaba extractos de los adagios de Brahms que alguna vez compartimos mientras la revisaba, y buscaba su connivencia para volver de ese limbo que la tenía secuestrada.

Además, había tenido que ajustar la quimioterapia a dosis mínimas y como indicio de gravedad, empezaba a notar datos de meningismo, o sea, que las células malignas parecían adueñarse también de su cerebro. Omití comentar estos datos a mis colegas el primer día que lo advertí (ella llevaba una semana hospitalizada), a fin de no despertar prematuramente la amenaza de más intervenciones en una mujer ostensiblemente frágil. Pero sus condiciones no mejoraban y nos reunimos en la sala de juntas del piso contiguo para homogeneizar la estrategia. Abraham y los colegas de medicina crítica argüían el concepto de futilidad; término que genera mucha ambivalencia en el gremio, pero que no se puede soslayar. Por mi parte, les pedí tiempo para sensibilizar a la familia y, en cierto modo, porque había prometido a Gustav agotar todos mis recursos. La culpa inconsciente me precedía, acaso por el peso inefable de otras derrotas; algo tan recurrente en mi especialidad y, no obstante, maldecido. ¿De qué otro modo podría ofrecer mi ayuda y mi experiencia a mis enfermos?

A la tercera semana de intervenciones de todo género y esfuerzos vacuos, Maureen parecía recuperarse por sí sola. Recobró la conciencia y la pudimos extubar confiando en que la neumonía estaba razonablemente controlada. Su oxigenación seguía siendo errática pero las cifras de glóbulos blancos habían descendido y una brisa de esperanza se colaba entre nosotros y su desgastada familia. Sin embargo, algo lamentable ensombrecía el horizonte: había pasado tantos días inmóvil que sus músculos y sus tejidos de sostén semejaban trapos húmedos, el exceso de líquidos (necesarios para administrar medicamentos y sustancias vasoconstrictoras) la tenían hinchada y marchita. Estaba plagada de moretones y heridas de venopunción. Peor aún, los sitios de presión mostraban escaras que corrían el riesgo de infectarse en cualquier momento.  En dos palabras, habíamos desmembrado su cuerpo al insistir en rescatarlo.

Mis colegas y yo empezamos a evitar los encuentros con la familia, pretextando otras ocupaciones, cuando lo cierto es que nos avergonzábamos de nuestros desatinos. Yo los atendía con religiosa puntualidad cada mañana, pero debo admitir que estaba sumido en un impasse ante la inminencia de una recaída. Lo siniestro no se hizo esperar. Cuando anticipábamos egresarla y todo sugería que podríamos brindarle una extensión acaso inútil a su vida, se desató un delirio inesperado y cayó en coma profundo. Los monitores y el laboratorio nos ocultaban algo, pensé, arrojado con todos mis pertrechos en una marejada de incertidumbre.

La confusión se trasladó a la familia, que no entendía este desenlace y me impelía a ofrecerles una explicación racional ante lo ominoso. Traté de hacerles ver que en ocasiones la leucemia invade las meninges, si bien no podíamos descartar una neuroinfección oportunista por criptococos, listeria o bacterias distintas a las que pretendíamos haber cubierto. La actitud de Gustav fue siempre de comprensión y tolerancia, pero dos de sus hijas (una de ellas abogada en Boston) se mostraron iracundas, vociferando a los cuatro vientos nuestra incompetencia. Reuní al grupo médico y traté con ellos de calmar su desasosiego, pero las interrogantes que se filtraron en nuestra evaluación conjunta les dieron pie para acusarnos de negligencia.

Treinta y seis horas después, Maureen fallecía plácidamente – si puedo decirlo así. Con el consentimiento de su esposo, retiré personalmente cada uno de los apoyos como si me desgarrara pieza a pieza: la alimentación parenteral, la presión positiva del ventilador, la norepinefrina y dexmedetomidina, los antibióticos, y poco a poco, mientras sus familiares se despedían en torno a su lecho de muerte, el nivel de oxígeno y las soluciones. En medio de ese ritual, su hija me observaba con un rencor inédito y yo evitaba su mirada acusadora.

Poco después vino la demanda, mis colegas se desentendieron y acabé aquí, donde la noche y el día se confunden. El único consuelo es que Gustav vino a verme ayer, me trajo un libro de Jo Nesbo – curiosa ironía – y unos chocolates belgas para “quitar lo amargo de mi sentencia”. Sé que soy inocente, pero el yerro me quita el sueño y, ante los ojos del mundo, me siento culpable y no dudo que lo muestro.

En nuestra profesión, no anticipar y sopesar las consecuencias de cada acto, por inocuo que parezca, tiene repercusiones. Entre las barras de este calabozo preventivo, alcanzo a ver un prado y un granjero que atraviesa mi campo visual con su tractor oxidado. Es una reminiscencia de que la vida puede ser simple o profundamente azarosa.

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