When I cannot see words curling like rings of smoke round me I am in darknessI am nothing. (Virginia Woolf, The Waves)

El teléfono repicó varias veces desgarrando el silencio del departamento. Atrás quedaron los desvelos y los sinsabores de las últimas semanas, de suerte que Michel camina sereno hacia el hospital. La calle apenas se puebla de vendedores advenedizos que colocan con desgano las varillas y estantes para vender sus frituras. 

​•​Comida chatarra – piensa. – ¡Que metafórico! 

A su paso, los primeros transeúntes se forman para esperar el autobús. Caras largas, tapabocas mal colocados y la misma indiferencia. 

​•​El frío y la humedad – se dice al observarlos; – condiciones ideales para este bicho que no da tregua. 

Nadie parece advertir su presencia, como un fantasma en medio del anonimato. A la distancia, ruido incesante de motocicletas y los frenos agudos de un camión de basura, con su carga desbordada de hombres y costales. 

Al acceder al nosocomio, le sorprende la actitud pasiva del guardia que se dedica a tomar la temperatura de quienes llegan a visitar de lejos a sus enfermos. Todo resulta tan fútil. Las medidas de seguridad se antojan insuficientes para frenar esta andanada de contagios. De nueva cuenta caen los infectados como fichas de dominó, duplicándose las cifras a un paso vertiginoso. Basta una tos a las espaldas para que los que están cerca salten aterrorizados. La paranoia ha vuelto a inundar todos lo confines. 

El ascensor semeja un sepulcro, nadie se saluda por miedo a emitir o recibir partículas virales. Una mujer añosa es la única que profiere los buenos días por lo bajo, sin mirar a nadie. Los botones son presionados con teléfonos o codos como si estuvieran impregnados de ántrax. 

​•​Dos años y la gente no ha entendido – piensa, aunque se pregunta al tiempo si esta actitud obsesiva servirá de algo. 

La sala de Terapia Intensiva sigue envuelta en el ajetreo habitual, sólo interrumpido por los monitores y las órdenes perentorias. No hay sonrisas ni tempo para ello. 

Enfermeras van y vienen, ataviadas con sus escafandras y trajes azules. Se distinguen por un letrero en el pecho: Samia, Valérie, Lizette, Cédric, Dolores…Han olvidado sus facciones por debajo de los ojos fatigados y expectantes. 

Al recorrer los cubículos, como peceras tecnológicas donde yacen los enfermos, se detiene abruptamente. Un paciente con los puños crispados, enchufado a un ventilador que le suple la vida, le resulta familiar. Puede sentir su angustia, su feroz declive hacia la muerte.

La semejanza consigo es pasmosa, excepto por la barba rala que cubre su rostro contrito. Justo en ese momento, irrumpen dos enfermeras y el médico de guardia. La saturación de oxígeno ha caído de nuevo y las aminas no remontan su presión sistémica. Un lenguaje arcano que solamente disciernen los doctores; como él – ahora que lo escucha -, cuando estaba en funciones.

​•​¿Acaso es que ese miserable soy yo mismo? – se pregunta. 

La respuesta no tarda en producirse, cuando su colega Catherine – con quien tuvo un breve affaire hace dos años – solloza a mares mientras trata de reanimarlo. Los demás observan de brazos caídos, conscientes de que todo está perdido. Obstinada, una línea isoeléctrica, pese a las descargas sucesivas del desfibrilador, traduce la inutilidad de los esfuerzos de resucitación.

Justo en el momento en que se da por vencido el equipo, aparecen en su derredor numerosas almas en pena. El albañil diabético que acudió con los pulmones roídos, en un espasmo súbito del que cayó fulminado antes de que pudieran intubarlo. La enfermera Natalie – compañera de batalla- que contrajo la infección pese a estar vacunada y, al ser portadora de una leucemia todavía incipiente, murió un mes después sin recobrar la conciencia. El predicador que denunció las vacunas como una herramienta del diablo y a quien el COVID-19 atravesó de lado a lado como un relámpago. Los esposos que fallecieron en cubículos contiguos, ajenos al predicamento de sus siete hijos que los esperaban ansiosos fuera de la clínica, noche tras noche durante trece jornadas. 

​•​¡Doctor! – le dice una mujer envuelta en una sábana ensangrentada y con el gesto compungido. 

​•​¡Ah! ¿Qué puede usted verme? – replica Michel, abrumado de tantas sorpresas. 

​•​Por supuesto. Usted intentó salvarme…vea, mire los orificios del catéter subclavio y las numerosas heridas para tomar mis gases arteriales. No tengo incisivos (muestra la boca desdentada) debido a la intubación precipitada que usted hizo.

Michel no atina sino a callar y avergonzarse por tanta iatrogenia. 

​•​La verdad es que…

​•​Lo entiendo, no se preocupe – prosigue la muerta. – Está claro que ustedes hacen lo que pueden en condiciones de miseria. Pero, ¿porqué no pertrecharse de nuevo si anticipaban otra oleada, otro invierno de pandemia?  

​•​Tal vez la ingenuidad y una especie de abulia nos condujo hasta este punto – se atreve a sugerir. 

Tal versión de su negligencia parece molestar a su interlocutora, que desaparece del plano etéreo donde dialogan. 

Solo ante la muerte – la propia y todas aquellas que pesan sobre sus hombros – cabila en torno a aquellos años donde la formación lo endureció y le permitió bregar en aguas cada vez más profundas. 

El Instituto fue su crisol, donde los conocimientos recogidos en fragmentos durante los semestres universitarios se decantaron y adquirieron forma y sentido. Por aquellos tiempos, la práctica de la Medicina era contundente, podria decirse que incluso cruel: amputaciones a destajo, sondas de Blakemore atadas con poleas, catéteres de Tenckoff, la anestesia y la indolencia estrictamente necesarias.

Allí, cuatro décadas atrás conoció otra epidemia, marcada por prejuicios, desconocimiento y una profunda intolerancia social hacia las diferencias. Deambulando entre los caídos y los moribundos – que le guiñan un ojo en anticipación – recuerda el diálogo con su primer paciente invadido por lo que entonces se llamó “la linfadenopatía del homosexual”. 

Era un hombre de unos 60 años, otrora chef en hoteles de lujo, que había perdido su escasa fortuna en viajes y dispendios para sus amantes. Ligero de equipaje, nunca dejó de sonreír por encima de su piocha encanecida con sobrado desparpajo. 

Se mezcló entrañablemente con los otros enfermos de las salas contiguas, al grado de organizar partidas de dominó y barajas todas las tardes desafiando el orden que las enfermeras trataban de imponer. Obreros, desempleados, campesinos y hombretones venidos a menos aprendieron a respetarlo y agradecerle su jovialidad. 

​•​Hola, doctorcito, ¿ya viene a tomarme sangre de nuevo? 

​•​Sí, Jacques, tiene usted tres gérmenes distintos que lo están consumiendo. Debería ser más prudente y seguir mis indicaciones. 

​•​Con todo respeto (notorio sarcasmo), yo le doblo la edad, pero aquí soy su paciente; ni hablar. 

Ese tenor de intercambios se repetía jornada tras jornada, sin que el paciente mostrara una mejoría halagüeña. Lo más que se consiguió fue atenuar la fiebre y la tos.

Al cabo de dos semanas (las hospitalizaciones en aquellos ayeres solían ser acomodaticias), le ofreció egresarlo con el “beneficio de la mejoría”, que equivale a no ofrecer garantía alguna. 

Monsieur Jacques se enfundó su traje a rayas, se peinó y enchinó las pestañas, y así, rodeado de abrazos efusivos, se despidió del galeno. 

​•​Te debo más que la vida, Michel. Me has restituido la confianza en la humanidad. Ven por mi taller algún día de estos, para regalarte algo para tu esposa. À toute à l’heure! 

El joven doctor optó por extender la mano con cordialidad y desearle suerte, a sabiendas de que todo esfuerzo adicional habría resultado inútil. 

Un mes después, acudió al taller en el corazón del Barrio Latino; la puerta entreabierta y un olor distintivo a madera y diluyentes lo esperaban. Jacques lo recibió sentado, con el rostro visiblemente demacrado y con marcas de Kaposi en ambas sienes. 

​•​Viniste, doctorcito! Pensé que lo habías tomado a la ligera. 

​•​Lamento verte así, Jacques – devolvió él, titubeante. 

​•​No pasa nada, mi amigo. La vida es una peculiar travesía entre el amor y la muerte. 

​•​Mmmm – susurró Michel. 

​•​Cómo te prometí, tengo este collar para tu mujer. Está embarazada, ¿verdad? 

​•​Sí, nuestro segundo hijo nace en Julio próximo. 

​•​Pues cántale la Marsellesa, para que sepa de mi, ¿de acuerdo? 

Ese fue su último encuentro, por demás venturoso y reparador. Con el sabor de muerte recién adquirido en la boca, Michel otea a ambos lados de su volátil perspectiva y reconoce que, más allá de las epidemias y la fragilidad humana, queda la amistad, ese recuerdo grato, entrañable de los otros. 

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