La playa está desierta y desde el horizonte amenaza un vendaval. Varios pescadores la observan con recelo mientras atan sus lanchas en el vaivén del oleaje; Leonora pasa de largo sin advertirlo, ensimismada con sus propios demonios. Atrás quedaron los días de lucha, pero todavía retumba el fragor de alguna batalla en sus sienes. Se palpa el vientre hinchado y calcula las semanas que restan por parir, sopesando el embrión que lleva dentro y la tensión entre sus glúteos. No ha sido feliz, por más que intente convencerse; tan sólo preñada de deseo y de incertidumbre. 

Su esposo hace lo que puede para alimentarlos a ella y a su primogénito en ese puerto anodino, donde siempre será una extraña. Leonora contribuye dando clases, vendiendo repostería, ofreciéndose en la clínica como auxiliar o secretaria; pero su existencia es frugal y Eduardo parece acomodarse a ese ambiente de privaciones.

Es alta y esbelta, de piernas largas y senos pequeños a pesar del embarazo. Camina con firmeza, hundiendo los pies en la arena húmeda como si quisiera sepultar su rabia con cada zancada. Cuando aceptó ser la mujer de ese joven constructor todo eran albricias; ahora se debate entre el arrepentimiento y la venganza. 

Su nutrida melena parda se revuelve con el viento vespertino y decide, harta de su conmiseración, entrar a un café y sentarse frente a la ventana. Un par de comensales la saludan por lo bajo, suspicaces de una mujer sin compañía en estos arrabales. 

Ante la taza humeante, se permite llorar por primera vez en varios meses; los abandonos precoces son como una herida que nunca cierra, se repite. Ya no buscará más a su padre, ese hombre robusto y evasivo que no la supo cuidar, mucho menos retenerla o hacerla parte de su vida. Se enjuga las lágrimas y vuelve a endurecerse, reajustando su determinación y lo que resta del día. Eduardo estará llegando a casa y la abuela habrá dormido al niño, pero ella intuye que su destino yace en otra parte y pondera las opciones.

La tarde de ensombrece y los silencios campean. Ahí sola frente a sus rumores de tiempo, Leonora decide abandonarlo; no logrará jamás sacarlo de aquel marasmo. Paga la cuenta y sale de cara a la ventisca para confrontar a su amante. Una llovizna tenue empaña la acera, los muros salitrosos, su frente y la noche. 

Él es un hombre mayor, de escaso cabello y mejillas flácidas, que mira desapercibidamente el ocaso desde esa veranda con polilla de años. El habano entre sus dedos está por acabarse y su aroma inunda la calle cuando arriba Leonora, solícita y a hurtadillas. Carlos se incorpora, la besa largamente y le pide que se quede, que no sabe más estar sin ella. Su erección incipiente la retiene, pese a que el hombre sólo conoce el presente y le ha vetado las promesas. 

Ebrios de amor, arrojan la ropa en torno a la cama y dejan que el sudor se mezcle con la oscuridad y el arrebato. Ella se monta a horcajadas para saborear el orgasmo, mientras Carlos la mira, a su ritmo, para grabarse esa imagen de placer que instaura un territorio. Cuenta sus lunares, dibuja sus pestañas y es, por un momento, el escultor recurrente de sus labios y sus senos. 

En la penumbra que ahora percibe acaso más ajena, saciada y contrita, Leonora se sumerge en una inquietud que la abrasa. Lo fustiga para que se comprometa y la lleve lejos, donde el mar no erosione esta pasión tan dispareja. Él la observa y se pregunta si todo es un señuelo, una sórdida oportunidad para eludir la muerte. El cáncer roe sus pulmones y no se atreve a admitir otra derrota; la última, definitiva.

Bañada en lágrimas, ella le propina una bofetada, esperando que se irrite, que reaccione. Pero su amante, quien alguna vez apeló a la ternura con cierta lucidez, se encoge de hombros y la deja ir, rasgando la penumbra con su furia. 

Una cortina de sal arremete cuando abre la ventana y ahoga el grito que la traería de vuelta. Carlos se advierte impotente en su agonía, observando cómo se aleja, imperturbable, y él mismo se confunde – ahora sí – con esos marineros que esperan, con afanosa paciencia, a que pase la tormenta. Más acá del mar embravecido, anónima entre los transeúntes que corren a guarecerse del ciclón, Leonora se recompone y marcha a rescatar a sus hijos. Ningún hombre vale la pena ni merece su despojo. Mientras camina, resuelta e impávida ante el miedo que pulula en su derredor, puede sentir ese calor efímero entre las piernas, una gravidez que la hace más fuerte, más mujer a cada paso.

Es Día de muertos y las calles del mísero puerto se visten de Zempasúchil. Camina absorta en sus inquietudes, ajena a las miradas y al susurro del viento. Abordará el primer tren hacia la capital, con su atado de ropa y dos manojos de dinero que le permitan sacudirse este destino. 

La estación le resulta más sombría que nunca; una mujer sola puede interpretarse como un objeto abandonado entre los migrantes y los oportunistas. Gallarda y en tono desafiante, aborda el transporte eludiendo el contacto forzado con otros cuerpos. Por fortuna, a su lado se sienta una mujer añosa y maloliente que custodia a su hijo en el asiento contiguo. Mejor aún. Así podrá evitar toda conversación nimia durante el trayecto de varias horas. 

El paisaje es agreste, con el verdor en contraste que ha dejado la temporada de huracanes. Aquí y allá los caseríos se suceden; habitantes como fantasmas, perros y caballos macilentos decorando las veredas. Ella nunca se habituó a la pobreza que la rodeaba, quizá eso la alejó definitivamente de Eduardo, de su mundo irreparable. 

Llora en silencio, enjugando las lagrimas contra el cristal para no ser advertida en su melancolía. No tendría nada que explicar, salvo esta soledad que ahora la acompaña. Se toca suavemente el vientre para sentir alivio, su vástago será quien abra el horizonte, se dice entre dientes y, por primera vez en largos años, experimenta una sensación de consuelo, si no de dicha todavía. 

Al llegar a la gran ciudad buscará a Rufina, la matrona de la casa de citas donde habitó con su madre. Fue en su momento una suerte de abuela, generosa y risueña, que le evitaba el contacto con toda esa cuadrilla de hombres que entraban y salían de aquellas habitaciones mal iluminadas donde la desnudez y el tufo de alcohol eran la norma.

Ella era una más de los niños que dormían en el traspatio, a quienes dejó de ver a cuentagotas; unos porqué huyeron de esa vida licenciosa, otros porque prefirieron la calle al desprecio, la lujuria o la violencia, y ella, aterrada, porque recibió una educación precaria en el internado de Nuestra Señora de la Asunción, donde cohabitó como una huérfana más, sin prejuicios ni favoritismos. 

Eso y la generosidad ocasional de Rufina, la salvaron del abismo. Esta noche le ofrecerá su ayuda en retribución, aunque no podrá ocultarle que más bien necesita de un refugio y la confianza para empezar de nuevo. Con esos pensamientos la vence la fatiga, y atenazando los bultos contra su vientre hinchado, se deja arrastrar hasta un sueño ligero, el único admisible para quien sobrevive al borde del deseo.

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