Es un día cualquiera en esta ciudad sin orden. Mientras desciendo hacia la avenida principal, un autobús con gente colgando de sus puertas, se abalanza contra los autos que le impiden el paso. Alguien saldrá herido – pienso -; para mi sorpresa, las piezas se acomodan y el flujo de tráfico sigue su curso aglomerado.

Hay charcos y basura por doquier, los peatones corren para eludirlos y no empezar la mañana ensopados y maledicientes.

Un guardia mal encarado me cede el paso al tiempo que pasan zumbando dos camionetas, la segunda a escasos metros, custodios del atropello, sin duda. La fila de coches con luces intermitentes estorba el paso, pero asumimos la regla de tomar nuestro lugar en la procesión. No obstante, siempre acude un vivales que salta el acuerdo, a sabiendas de que está violando el derecho de los otros. En un país donde se pondera el revanchismo, ésa es la norma, no la excepción.

Con tales pensamientos, esquivo varios taxis y transeúntes que me salen al paso, sin advertencia, justificados y cegados por la prisa. Afortunadamente, las notas de la Kreisleriana de Schumann no se agolpan tanto en el caparazón que me traslada, y puedo reducir la velocidad para atestiguar cómo el mundo se tropieza en mi entorno.

Del otro lado del camino, los bocinazos preceden a una hilera de coches que sortean un accidente. Los conductores están al pie de sus autos, discutiendo incongruencias y atados a sus móviles, llamando entre gesticulaciones vanas al destino. Tardarán horas en resolver el litigio, ya se sabe. Entretanto, el cúmulo de coches se agolpa y el ruido va in crescendo.

Aquí entro al hospital, como un remanso. El estacionamiento ya está ocupado a medias; colegas tempraneros y familiares que pernoctan, enfermeras o personal que se despereza con el café obligado y el pan dulce.

Me acerco al ascensor y antes de acceder del todo me alcanza una pareja que corre como si éste fuese el último tren a la eternidad. Saludan con aliento entrecortado y suben sólo al primer piso, ansiosos y perseverantes en su descompostura. No deja de asombrarme esta zozobra por llegar al elevador que se escapa. ¿Hemos perdido el sentido del tiempo, la paciencia?

Vivimos en este universo apremiante, donde los celulares tienen que ser respondidos aunque se nos vaya en ello la vida. Chatear al volante, interrumpir las conversaciones, estar y no estar, todo al tiempo, por capricho.

Mi primer paciente llega tarde, enmarcado por el rumor incesante que aturde desde la calle vecina y la construcción interminable en nuestros predios. Saluda inquieto, sin mirarme a los ojos, adoptando una curiosa sumisión. Deja su celular sobre el escritorio y extiende una carpeta con estudios antes de iniciar su relato.

Súbitamente todo sufre una transformación. Los motores se apagan, la puerta se torna infranqueable, mi teléfono se aleja hasta hacerse imperceptible y la pantalla que nos estorba, deja de titilar.

Escucho atentamente, entrecruzo los dedos sobre las piernas, giro la silla para ofrecerme y atiendo, sólo atiendo; desmenuzando cada inflexión de voz, cada expresión sintomática, cada gesto de malestar o de angustia.

No he olvidado que mis maestros me enseñaron el valor de la anamnesis, pero ha sido la experiencia, los fracasos, los errores por omisión y la certidumbre cuando la luz fue mía y pude desplegar sin ambages el arte de la cura, que me instruí en atender. Sondear las palabras, matizar los gestos, pintar el cuadro entero del padecimiento y entretejer la narrativa con mis conocimientos y enseñanzas. Urdir la trama del sujeto, observarlo frente al abismo de su cuerpo herido, tomar su aflicción y hacerla un maderamen coherente, incluso explicable, pieza a pieza, ésta y otra vez, como asistir a un ritual atávico. No interrumpo, apenas traduzco al lenguaje más discreto sus desaciertos, evito adjetivar y me abstengo de cualquier término grandilocuente, que sólo nos distanciaría.

Ser médico esta mañana es zarpar hacia el mar donde todos los miedos y las preguntas cobran vida, donde la ballena blanca embiste pero puede al fin ser derrotada, a expensas de uno mismo, de nuestras veleidades y exigencias. De ser por una vez y para siempre, quien puede mitigar el dolor y esperar sólo esa recompensa.

Cuando juramos primero no hacer daño, en la humildad de nuestra juventud recién condecorada, también aceptamos inconscientemente la convicción de hacer el bien, por encima de nosotros mismos, de recibir el pago justo; eso mismo, otorgar un servicio, lejos de la banalidad y el credo.

Como es obvio, tropezamos con frecuencia, somos falibles y acaso perfectibles, miramos a través de una ventana que se va nublando con los años y así perdemos tino, requisando la confianza y la resolución.

Veo a mis colegas viejos arrastrar los pies por los pasillos. Nos conocemos, aunque esquivemos el saludo. Ellos saben que se acerca el momento en que tendrán que ceder, recluirse y abandonar el barco.

Seguimos en turno. Ahora que las canas nos delatan y la energía cobra su cuota, reconocemos que somos solamente un recurso, efímero si bien necesario, para cobijar el dolor que nos compete.

El prestigio es vanidad, y se disuelve con el paso imperturbable del tiempo. Ser o no ser, aunque parezca panfletario, es el dilema simple de toda existencia.

POST HOC ERGO PROPTER HOC

La falacia a que hace alusión este subtítulo se acomete con inusitada frecuencia en el quehacer médico, especialmente en lo que podríamos denominar “fabricaciones  terapéuticas”.

Lo puntualizo con un ejemplo peculiar. Hace algunos años, acudió a mi consultorio un representante de laboratorio quien promocionaba un compuesto que contiene vitamina B12. Como suele ocurrir, lo recibí con amabilidad y le permití desplegar su perorata.

– Usted sabe, doctor; nuestra tableta está indicada en todo tipo de neuropatías – alardeó, extendiéndome una exigua muestra. – Sobre todo en neuropatía periférica de cualquier etiología.

Aún cordial, le pregunté: – Tiene usted alguna evidencia científica de esta afirmación?

– Desde luego, médico, se la traigo en mi próxima visita.

Con cierta petulancia, admito, pero zanjada por la mejor intención, le espeté: – La única neuropatía que mitiga la vitamina B12 es aquella que resulta de su deficiencia, propia de la anemia perniciosa. Pero si usted me puede proporcionar evidencia por escrito de que sus efectos son extensivos a otras neuropatías, rectificaré con gusto.

– Téngalo por seguro, doctor. Le traigo los artículos o al menos las referencias bibliográficas cuanto antes. Gracias por recibirme.

Esa fue la última vez que lo vi.

La tendencia humana – una forma de candidez alimentada por ignorancia – que hace suponer que una relación de causa-efecto deriva de la conjunción de eventualidades, es más común de lo que se piensa. Es tanto como colegir que si el sol sale cuando el gallo canta, su gorjeo es lo que lo hace aparecer. Es también el modo de operar del pensamiento mágico en los infantes o en los obsesivos. Es decir: “Oprimo una tecla y aparezco un muñeco”. “Piso una raya y sobreviene una catástrofe”.

Si en la vida cotidiana tal embuste tiene consecuencias absurdas, en Medicina puede conducir a intervenciones equívocas y no pocas veces, dañinas para el enfermo.

El ejemplo que les mencioné arriba se puede multiplicar con otros nutrientes, a saber:

A. Los suplementos de vitamina C para prevenir la gripe, la influenza o la infección por SARS-CoV-2, asumiendo que las mucosas se ven fortalecidas por el ácido ascórbico. En este caso, el supuesto deriva de que el escorbuto se manifiesta con frecuencia por denudación o fragilidad de las mucosas, facilitando así las infecciones secundarias. Si la vitamina C resuelve el escorbuto, debe servir para aliviar la inflamación o tumefacción de la nariz y garganta. Como reza nuestro lema: post hoc ergo propter hoc. Lo que ocurre después es su atributo… sin prueba alguna.

B. El uso indiscriminado de vitamina A en la degeneración macular o las retinopatías vasculares. Como se sabe, el retinal – de ahí toma su nombre – se obtiene de algunas carnes y de los beta carotenos (zanahorias, papaya, jitomate, etc.). Este compuesto puede dar lugar a dos metabolitos, el ácido retinoico, crucial en la embriogénesis, y el retinol, la forma hidrolizada, liposoluble, que se utiliza como antioxidante y para fines cosméticos. Si bien el retinal es un cromóforo esencial para la visión, en combinación con las opsinas, porque fija los fotones que componen los haces de luz para convertirlos en señales eléctricas que se reconocen como imágenes, su ingesta no se traduce en mejorar la vista de los ojos dañados. Su deficiencia causa la llamada “ceguera nocturna” que, como es obvio, se corrige con suplementos de vitamina A. Pero una retinopatía diabética, una retinosis pigmentaria o una neuritis óptica jamás mejorarán con una dosis extra de ese nutriente. Aún más, el estudio AREDS,  auspiciado por los Institutos Nacionales de Salud (NIH) en Bethesda, demostró que los beta-carotenos por sí solos no detienen la progresión de la maculopatía degenerativa.

Algo similar puede decirse de los complejos vitamínicos para “subir las defensas” (sic) o de los suplementos de cartílago (y sus derivados) para prevenir la osteoartrosis.

Nuestro enunciado también se aplica en la creencia (nada más alejado del espíritu científico) de que un dato aislado constituye un epítome diagnóstico. Me toca verlo con asiduidad por numerosas referencias de pacientes que, sin tener historia alguna consistente con un padecimiento autoinmune, son presuntamente diagnosticados porque sus “anticuerpos salieron positivos”.

Las enfermedades inmunológicas, de suyo complejas, no pueden diagnosticarse a la ligera. Como en todos los casos, se requiere una historia clínica detallada, que rastree antecedentes familiares, recuento de infecciones, exposición a tóxicos y, más aún, un desglose minucioso de todos los síntomas y signos que ha advertido el paciente a lo largo de su malestar. Sin ello, la brújula se pierde en la niebla de la ineptitud. Sólo después de contar con esta información, y haber puntualizado una revisión por aparatos y sistemas, cabe pensar qué se hará para constatarlo.

Es lamentable que hoy se abuse tanto de estudios e imágenes mal orientados. Si no se sabe lo que se busca, lo más probable es que no se logre interpretar y el titubeo termine en mayor oscurantismo.

El proceso diagnóstico requiere de tres elementos fundamentales: capacidad de inferencia, sentido crítico y conocimientos al día. Los dos primeros los brinda el carácter y la inteligencia, y es difícil subsanarlos por mucho que se estudie.

Con ello, y pese al más altruista talante democrático, no cualquiera puede ser un buen médico. Se necesita además disciplina, un alma inquisitiva (que investigue y se atreva a experimentar), un respeto por los propios límites y una actitud sobria para tomar decisiones que afectan la vida misma de los demás.

Pero un galeno mediocre puede apoyarse en otros, más experimentados, más brillantes, que le iluminen la senda. Lo importante es reconocerse y reconocerlo.

Nadie puede curarlo todo, mucho menos en esta época donde la profusión de conocimientos es inalcanzable. Aceptar esa limitación por principio, no sólo es un gesto de nobleza, sino que evita daño al prójimo y abre la posibilidad de colaborar para el manejo integral de los pacientes, que debiera ser nuestra tarea mínima.

Cuando un médico dice a su interlocutor algo como: “creo que usted tiene tal o cual cosa”, “me parece que va por ahí” o “a lo mejor se trata de esto o aquello” lo que demuestra es una ignorancia supina.

El quehacer médico es un arte, en efecto. Pero carente de un sustento científico es un yerro y una atribución, tan delirante como hacerse de unas alas de cera y partir a conquistar el sol; tan artera como creer que un solo ensalmo es capaz de curar todos los males.

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