Disyuntivas

Disyuntivas

Me asignaron un buen abogado de oficio, pero los momios pesan en mi contra. Aún así, me declaré no culpable con voz firme y entera convicción. Era una mañana fría y la sala estaba casi desierta, salvo por algunos familiares (que sentía respirar hondo a mis espaldas) y el fiscalista que insistía en la pena máxima, a sabiendas de que mi crimen no lo ameritaba. El juez me miró impasible, dio un martillazo que resonó en toda mi deshonra, fijó una fianza exorbitante y la fecha del juicio en dos semanas más. 

De vuelta a mi celda, que comparto con Jimmy el defraudador, hice un recuento de los hechos, ante todo para refrescar la memoria. Trataba no obstante de darle coherencia a mi relato de cara a las acusaciones que me implicaban en la muerte de Maureen. Me senté en el camastro a reescribir mis notas, mientras mi compañero silbaba tonada tras tonada de viejas películas, haciendo caso omiso del transcurrir del tiempo. Sin duda, yo tengo más apremio.

La llamada, a la mitad de la madrugada, nos despertó. Mi mujer refunfuñó en su modorra y con el teléfono en mano, sin hacer más ruido, me encaminé a la cocina para discernir la urgencia. La paciente, a quien conocía ya por una leucemia mielocítica relativamente estable, ingresaba con fiebre, mal estado general y una radiografía de pulmones con sospecha de neumonía de focos múltiples. No era la primera vez que como hematólogo de un centro de referencia me veía implicado en la evolución tórpida de mis enfermos, pero con Maureen me unía esa amistad arropada de literatura y la música de Beethoven, cuyas diversas versiones intercambiábamos con frecuencia. Yo atesoraba sus regalos: primeras ediciones de libros de medicina escritos en Francia o Escandinavia, partituras que había entresacado de bodegones perdidos, hasta un arco para mi violín que le heredó su abuelo. A cambio, me atrevo a alardear, yo la mantenía viva y disfrutando una existencia grata y bastante asintomática entre los suyos. Su compañero de un entrañable matrimonio es un viejo empresario retirado, al servicio de su comunidad, donde dirige un equipo infantil de beisbol y participa en las jornadas para alimentar a quienes están en situación de calle. En suma, es un buen hombre, dedicado en cuerpo y alma al cuidado de su mujer, quien tras cinco lustros de fumar Pall Mall, acarreaba también su tanque de oxígeno a mis consultas. 

Me vestí en pocos minutos y salí hacia el hospital, evitando los semáforos con cierta imprudencia pero consciente de que a esas horas la ciudad dormía. Gustav, su esposo de origen noruego, me recibió aún en pijama cubierto con un abrigo. A todas luces habían salido de casa precipitadamente después de llamarme. Su aspecto era de alarma y desesperación.

• No puede respirar. doctor. ¡Ayúdenos por favor!

Lo tomé con serenidad de ambos brazos y traté de calmarlo, pero el hombre parecía desconsolado y escuchaba sólo el rumor ingente de su pánico. Asumiendo lo peor, le conminé a telefonear a sus hijas – que habitan en diferentes estados – en cuanto amaneciera. Entretanto, evaluaría la emergencia y consultaría con mis colegas de enfermedades infecciosas y cardioneumología para ofrecerle el mejor cuidado posible.

Al acercarme a su lecho, el aspecto de Maureen reflejaba con creces la inquietud de su marido. Respiraba con dificultad – cerca de cuarenta veces por minuto –  y aún así, el monitor mostraba una saturación de oxígeno alarmante. La taquicardia y la caída de presión arterial auguraban un mal pronóstico y no pasaría mucho tiempo antes de requerir intubación y eso que llamamos aminas vasoactivas (para subir la presión y ayudar a perfundir sus órganos). Ordené los exámenes de ingreso y me comuniqué a la Unidad de Terapia Intensiva; la paciente no podía esperar, su deterioro avanzaba por minutos. Mi colega, el Dr. Henry Bald, acudió a mi lado y, tras una breve discusión, acordamos un esquema de antibióticos convencional y dosis suficientes para cubrir el oportunismo de hongos. Sus condiciones y su radiografía no dejaban lugar para titubeos.

Las siguientes horas fueron desgarradoras. Hablé con toda sinceridad con Gustav y le planteé los escenarios más graves, pero insistió con gesto suplicante que no la dejara morir, que hiciéramos todo lo necesario para salvar a su amada esposa. Las hijas, todas ellas casadas, fueron arribando al hospital en el curso de las siguientes veinticuatro horas. Para entonces, el panorama se había complicado aún más.

Maureen sufría de lo que denominamos una “transformación blástica”. Es decir, que su leucemia había virado a una forma aguda con pocas posibilidades de sobrevida. Mi siguiente reunión incluyó a la familia entera, donde sugerí que tendríamos que limitar el tratamiento de la enfermedad de base hasta no tener la certeza de que la infección estuviese controlada. Asimismo, que de este fino equilibrio entre su entereza fisiológica y la invasión de microorganismos y células en desbandada dependería su existencia.

Para quienes habitamos el universo del dolor y la muerte, las horas se dilatan y tienen un significado tácito. La energía y el conocimiento están invertidos en recuperar al paciente, entender su cuerpo cono una máquina en merma que lucha por subsistir y, desde luego, espantar a todos los fantasmas que se ciernen sobre su integridad avasallada. Cada visita al cubículo me traía recuerdos; revisaba con cuidado las notas de mis colegas, los resultados de exámenes periódicos, los parámetros de presión, pulso, ventilación y las repetidas placas radiográficas con las que despertaba nuestra curiosidad cada mañana. Le tarareaba extractos de los adagios de Brahms que alguna vez compartimos mientras la revisaba, y buscaba su connivencia para volver de ese limbo que la tenía secuestrada.

Además, había tenido que ajustar la quimioterapia a dosis mínimas y como indicio de gravedad, empezaba a notar datos de meningismo, o sea, que las células malignas parecían adueñarse también de su cerebro. Omití comentar estos datos a mis colegas el primer día que lo advertí (ella llevaba una semana hospitalizada), a fin de no despertar prematuramente la amenaza de más intervenciones en una mujer ostensiblemente frágil. Pero sus condiciones no mejoraban y nos reunimos en la sala de juntas del piso contiguo para homogeneizar la estrategia. Abraham y los colegas de medicina crítica argüían el concepto de futilidad; término que genera mucha ambivalencia en el gremio, pero que no se puede soslayar. Por mi parte, les pedí tiempo para sensibilizar a la familia y, en cierto modo, porque había prometido a Gustav agotar todos mis recursos. La culpa inconsciente me precedía, acaso por el peso inefable de otras derrotas; algo tan recurrente en mi especialidad y, no obstante, maldecido. ¿De qué otro modo podría ofrecer mi ayuda y mi experiencia a mis enfermos?

A la tercera semana de intervenciones de todo género y esfuerzos vacuos, Maureen parecía recuperarse por sí sola. Recobró la conciencia y la pudimos extubar confiando en que la neumonía estaba razonablemente controlada. Su oxigenación seguía siendo errática pero las cifras de glóbulos blancos habían descendido y una brisa de esperanza se colaba entre nosotros y su desgastada familia. Sin embargo, algo lamentable ensombrecía el horizonte: había pasado tantos días inmóvil que sus músculos y sus tejidos de sostén semejaban trapos húmedos, el exceso de líquidos (necesarios para administrar medicamentos y sustancias vasoconstrictoras) la tenían hinchada y marchita. Estaba plagada de moretones y heridas de venopunción. Peor aún, los sitios de presión mostraban escaras que corrían el riesgo de infectarse en cualquier momento.  En dos palabras, habíamos desmembrado su cuerpo al insistir en rescatarlo.

Mis colegas y yo empezamos a evitar los encuentros con la familia, pretextando otras ocupaciones, cuando lo cierto es que nos avergonzábamos de nuestros desatinos. Yo los atendía con religiosa puntualidad cada mañana, pero debo admitir que estaba sumido en un impasse ante la inminencia de una recaída. Lo siniestro no se hizo esperar. Cuando anticipábamos egresarla y todo sugería que podríamos brindarle una extensión acaso inútil a su vida, se desató un delirio inesperado y cayó en coma profundo. Los monitores y el laboratorio nos ocultaban algo, pensé, arrojado con todos mis pertrechos en una marejada de incertidumbre.

La confusión se trasladó a la familia, que no entendía este desenlace y me impelía a ofrecerles una explicación racional ante lo ominoso. Traté de hacerles ver que en ocasiones la leucemia invade las meninges, si bien no podíamos descartar una neuroinfección oportunista por criptococos, listeria o bacterias distintas a las que pretendíamos haber cubierto. La actitud de Gustav fue siempre de comprensión y tolerancia, pero dos de sus hijas (una de ellas abogada en Boston) se mostraron iracundas, vociferando a los cuatro vientos nuestra incompetencia. Reuní al grupo médico y traté con ellos de calmar su desasosiego, pero las interrogantes que se filtraron en nuestra evaluación conjunta les dieron pie para acusarnos de negligencia.

Treinta y seis horas después, Maureen fallecía plácidamente – si puedo decirlo así. Con el consentimiento de su esposo, retiré personalmente cada uno de los apoyos como si me desgarrara pieza a pieza: la alimentación parenteral, la presión positiva del ventilador, la norepinefrina y dexmedetomidina, los antibióticos, y poco a poco, mientras sus familiares se despedían en torno a su lecho de muerte, el nivel de oxígeno y las soluciones. En medio de ese ritual, su hija me observaba con un rencor inédito y yo evitaba su mirada acusadora.

Poco después vino la demanda, mis colegas se desentendieron y acabé aquí, donde la noche y el día se confunden. El único consuelo es que Gustav vino a verme ayer, me trajo un libro de Jo Nesbo – curiosa ironía – y unos chocolates belgas para “quitar lo amargo de mi sentencia”. Sé que soy inocente, pero el yerro me quita el sueño y, ante los ojos del mundo, me siento culpable y no dudo que lo muestro.

En nuestra profesión, no anticipar y sopesar las consecuencias de cada acto, por inocuo que parezca, tiene repercusiones. Entre las barras de este calabozo preventivo, alcanzo a ver un prado y un granjero que atraviesa mi campo visual con su tractor oxidado. Es una reminiscencia de que la vida puede ser simple o profundamente azarosa.

Indignación

Indignación

Me distraigo del quehacer literario para compartirles una reflexión en torno al ejercicio de la Medicina en nuestro polarizado país. 

Desde luego, no se trata de un fenómeno ubicuo, pero es inquietante constatar que se ejercen acciones clínicas con poco juicio o empleando recursos anacrónicos y de dudosa eficacia. 

Citaré tres ejemplos, entre otros muchos que llegan a mi práctica cotidiana. 

Aurora, una paciente joven que atraviesa por un periodo de incertidumbre en su vida profesional, acudió a una cita obligada en una clínica de la seguridad social a fin de obtener medicamentos e incapacidad necesarios para acreditarlo en su trabajo. El trámite es habitual y reviste el engorroso laberinto de la burocracia institucional que tanto ha lacerado a quienes menos tienen por décadas. La escena no me sorprende, porque no es la última ni la más reciente. La doctora en turno recibe a mi paciente con un dejo de desprecio ostensible no bien se sienta ante ella. Las preguntas son airadas y secas, carentes de empatía alguna para quien sufre un padecimiento crónico. 

• Y qué, ¿porqué quieres más incapacidad? (no hay deferencia o respeto alguno, la tutea de inmediato para imponer su “autoridad”). 

• Es que no me he sentido bien, me duele el cuerpo y me cuesta trabajo hacer mis labores – responde la enferma, intimidada.

• Pues yo te veo bien, se me hace que finges. ¿A poco no?

• No, doctora, créame – las lágrimas ruedan por las mejillas, presa de impotencia. 

• Siempre el mismo cuento. Y aquí no me vengas a llorar, porque te vas sin el permiso, eh? 

En ningún momento un gesto de cordialidad, un mínimo interés en el diagnóstico y sus vericuetos, una palabra de aliento. Nada. 

Cuando Aurora me lo relató, pensé en la misoginia que he atestiguado a lo largo de mi experiencia en algunas colegas. ¿Qué las mueve a despreciar a las enfermas de su mismo género? Verán en ellas un reflejo de la vulnerabilidad que han tenido que superar a golpes en un mundo sobradamente machista? Será acaso una contratransferencia vindicativa? 

No pretendo generalizar, pero me parece que hace falta mucho análisis y reflexión en la formación de posgrado para crear médicos (tanto mujeres como hombres) que entiendan el sufrimiento del prójimo como un proceso que requiere empatía, observación, conocimiento al día y, ante todo, respeto. De otra manera, cualquier intervención está destinada a lastimar antes que mitigar el dolor, sea éste físico o anímico. 

El siguiente caso es el de un adolescente tardío quien viene acompañado de sus padres, visiblemente compungidos. Se mudaron hace unos meses a Tucson, Arizona buscando mejores praderas. El chico sufre de dolores crónicos que, de manera incidental, parecen haberse agudizado con el exilio. Es un chico taciturno, que mira a su alrededor con timidez y, si bien asoma vello denso en la cara, se comporta con un niño acomplejado. Como si hubiese acudido a la fuerza, algo fácil de constatar dada la multitud de sobres de estudios previos que carga su padre. La distribución de mis sillas hace que Benjamín quede frente a mi, la madre parcialmente oculta por la pantalla de mi computadora y el padre al fondo, expectante. 

Me relatan al alimón la odisea que ha seguido este joven en ambos países. Exámenes de sangre cada dos semanas, estudios de gabinete al por mayor (desde encefalogramas, electromiografías hasta resonancias de cerebro y esqueleto axial) seguidos de todo género de medicamentos analgésicos, relajantes y antineuríticos. 

Para colmo, los padres lo llevaron con dos neurólogos en Alburquerque y Phoenix que los trataron con displicencia propia de esa Medicina que sospecha de todo y que además los increparon por no haber consultado a un psiquiatra para su hijo “hipocondríaco”.

De nuevo en México, la familia continuó su tragedia hasta que, saturado de efectos farmacológicos y fracasos terapéuticos, tocaron a mi puerta con el muchacho a cuestas. 

Lo primero que llamó mi atención fue la falta de resonancia afectiva que advertí en este paciente. Estará cansado de tantas consultas infructuosas? Será un rasgo de carácter? – me pregunté en silencio. 

Se sorprendió cuando lo interrogué directamente, obviando el relato iterativo de sus padres. Con respuestas entrecortadas y volteando de forma constante hacia su madre, me contó una historia trágica de quien ha sufrido las vejaciones y el desdén de incontables médicos. Su voz se tornó en sollozo cuando le expresé que entendía su sufrimiento y lamentaba la falta de consideración que mis colegas habían mostrado hacia sus síntomas. Sugerí que no necesitaba más estudios por el momento y que, tras ofrecer un par de fármacos neutrales, me gustaría conocerlo mejor como paciente y verlo de nuevo en una semana, de preferencia solo, para explorar otras vertientes.

Esa primera consulta bastó para abrir una brecha de confianza, no pretendo más. La histeria o los trastornos psicosomáticos son tan dignos de una investigación congruente y detallada como la hiperglucemia o la insuficiencia renal. Si queremos cumplir con nuestro compromiso terapéutico, el silencio y la escucha respetuosa son el mejor aliado para no actuar precipitadamente y sin tino alguno.

El tercer ejemplo es el de una paciente, Chantal, que padece artritis reumatoide de inicio reciente. Visita, por recomendación de una amiga, a una colega de mediana edad quien confirma el diagnóstico y, sin indagar sus motivaciones inconscientes o su historia emocional, le receta fármacos inútiles y antiguos (pasando por alto la utilidad de la Terapia Biológica). No sólo eso, sino que le insiste en que no podrá tener hijos debido a su enfermedad. Chantal sale devastada de tal consulta pero entiende, porque su hermana mayor también sufre de artritis, que debe adherirse al tratamiento y aceptar con profundo dolor el dictamen de su infertilidad. 

¿Con qué derecho un galeno se atreve a formular decisiones que afectan el destino de sus pacientes sin conocerlos? Sin calcular con elemental juicio de realidad las implicaciones que tienen sus palabras y sus dictados. 

Quizá ustedes – como yo – habrán recalado en su falta de actualización por prescribir medicamentos que han sido superados en efectividad y valor científico, pero me parece que lo más grave es asegurar una fatalidad que marca a un ser humano desvalido y anhelante, que le resta poder sobre su propia vida y que la obliga a resignarse como si no hubiese futuro ni restitución. 

Estas tres viñetas nos exigen como pacientes, a la vez que nos exponen como gremio médico. Un individuo que ejerce la Medicina en el siglo XXI está obligado a actualizarse, a mantener al día los avances de su especialidad, a evaluar con juicio crítico las investigaciones pertinentes a su práctica y a saberse apoyar por colegas con más experiencia e incluso más jóvenes que tengan información más confiable en todo momento. 

La Medicina combina, como pocas τέχνης del esfuerzo humano, la ciencia y el arte. Como tal, debe amalgamar el conocimiento científico acumulado, probado y actual, junto con el afecto, el respeto y la reflexión más profunda acerca de los avatares del alma. Lo demás, es engreimiento e ignorancia, los peores pecados de quienes juramos “primero no hacer daño”.

Lo trivial y lo trascendente

Lo trivial y lo trascendente

Es un día cualquiera en esta ciudad sin orden. Mientras desciendo hacia la avenida principal, un autobús con gente colgando de sus puertas, se abalanza contra los autos que le impiden el paso. Alguien saldrá herido – pienso -; para mi sorpresa, las piezas se acomodan y el flujo de tráfico sigue su curso aglomerado.

Hay charcos y basura por doquier, los peatones corren para eludirlos y no empezar la mañana ensopados y maledicientes.

Un guardia mal encarado me cede el paso al tiempo que pasan zumbando dos camionetas, la segunda a escasos metros, custodios del atropello, sin duda. La fila de coches con luces intermitentes estorba el paso, pero asumimos la regla de tomar nuestro lugar en la procesión. No obstante, siempre acude un vivales que salta el acuerdo, a sabiendas de que está violando el derecho de los otros. En un país donde se pondera el revanchismo, ésa es la norma, no la excepción.

Con tales pensamientos, esquivo varios taxis y transeúntes que me salen al paso, sin advertencia, justificados y cegados por la prisa. Afortunadamente, las notas de la Kreisleriana de Schumann no se agolpan tanto en el caparazón que me traslada, y puedo reducir la velocidad para atestiguar cómo el mundo se tropieza en mi entorno.

Del otro lado del camino, los bocinazos preceden a una hilera de coches que sortean un accidente. Los conductores están al pie de sus autos, discutiendo incongruencias y atados a sus móviles, llamando entre gesticulaciones vanas al destino. Tardarán horas en resolver el litigio, ya se sabe. Entretanto, el cúmulo de coches se agolpa y el ruido va in crescendo.

Aquí entro al hospital, como un remanso. El estacionamiento ya está ocupado a medias; colegas tempraneros y familiares que pernoctan, enfermeras o personal que se despereza con el café obligado y el pan dulce.

Me acerco al ascensor y antes de acceder del todo me alcanza una pareja que corre como si éste fuese el último tren a la eternidad. Saludan con aliento entrecortado y suben sólo al primer piso, ansiosos y perseverantes en su descompostura. No deja de asombrarme esta zozobra por llegar al elevador que se escapa. ¿Hemos perdido el sentido del tiempo, la paciencia?

Vivimos en este universo apremiante, donde los celulares tienen que ser respondidos aunque se nos vaya en ello la vida. Chatear al volante, interrumpir las conversaciones, estar y no estar, todo al tiempo, por capricho.

Mi primer paciente llega tarde, enmarcado por el rumor incesante que aturde desde la calle vecina y la construcción interminable en nuestros predios. Saluda inquieto, sin mirarme a los ojos, adoptando una curiosa sumisión. Deja su celular sobre el escritorio y extiende una carpeta con estudios antes de iniciar su relato.

Súbitamente todo sufre una transformación. Los motores se apagan, la puerta se torna infranqueable, mi teléfono se aleja hasta hacerse imperceptible y la pantalla que nos estorba, deja de titilar.

Escucho atentamente, entrecruzo los dedos sobre las piernas, giro la silla para ofrecerme y atiendo, sólo atiendo; desmenuzando cada inflexión de voz, cada expresión sintomática, cada gesto de malestar o de angustia.

No he olvidado que mis maestros me enseñaron el valor de la anamnesis, pero ha sido la experiencia, los fracasos, los errores por omisión y la certidumbre cuando la luz fue mía y pude desplegar sin ambages el arte de la cura, que me instruí en atender. Sondear las palabras, matizar los gestos, pintar el cuadro entero del padecimiento y entretejer la narrativa con mis conocimientos y enseñanzas. Urdir la trama del sujeto, observarlo frente al abismo de su cuerpo herido, tomar su aflicción y hacerla un maderamen coherente, incluso explicable, pieza a pieza, ésta y otra vez, como asistir a un ritual atávico. No interrumpo, apenas traduzco al lenguaje más discreto sus desaciertos, evito adjetivar y me abstengo de cualquier término grandilocuente, que sólo nos distanciaría.

Ser médico esta mañana es zarpar hacia el mar donde todos los miedos y las preguntas cobran vida, donde la ballena blanca embiste pero puede al fin ser derrotada, a expensas de uno mismo, de nuestras veleidades y exigencias. De ser por una vez y para siempre, quien puede mitigar el dolor y esperar sólo esa recompensa.

Cuando juramos primero no hacer daño, en la humildad de nuestra juventud recién condecorada, también aceptamos inconscientemente la convicción de hacer el bien, por encima de nosotros mismos, de recibir el pago justo; eso mismo, otorgar un servicio, lejos de la banalidad y el credo.

Como es obvio, tropezamos con frecuencia, somos falibles y acaso perfectibles, miramos a través de una ventana que se va nublando con los años y así perdemos tino, requisando la confianza y la resolución.

Veo a mis colegas viejos arrastrar los pies por los pasillos. Nos conocemos, aunque esquivemos el saludo. Ellos saben que se acerca el momento en que tendrán que ceder, recluirse y abandonar el barco.

Seguimos en turno. Ahora que las canas nos delatan y la energía cobra su cuota, reconocemos que somos solamente un recurso, efímero si bien necesario, para cobijar el dolor que nos compete.

El prestigio es vanidad, y se disuelve con el paso imperturbable del tiempo. Ser o no ser, aunque parezca panfletario, es el dilema simple de toda existencia.

POST HOC ERGO PROPTER HOC

La falacia a que hace alusión este subtítulo se acomete con inusitada frecuencia en el quehacer médico, especialmente en lo que podríamos denominar “fabricaciones  terapéuticas”.

Lo puntualizo con un ejemplo peculiar. Hace algunos años, acudió a mi consultorio un representante de laboratorio quien promocionaba un compuesto que contiene vitamina B12. Como suele ocurrir, lo recibí con amabilidad y le permití desplegar su perorata.

– Usted sabe, doctor; nuestra tableta está indicada en todo tipo de neuropatías – alardeó, extendiéndome una exigua muestra. – Sobre todo en neuropatía periférica de cualquier etiología.

Aún cordial, le pregunté: – Tiene usted alguna evidencia científica de esta afirmación?

– Desde luego, médico, se la traigo en mi próxima visita.

Con cierta petulancia, admito, pero zanjada por la mejor intención, le espeté: – La única neuropatía que mitiga la vitamina B12 es aquella que resulta de su deficiencia, propia de la anemia perniciosa. Pero si usted me puede proporcionar evidencia por escrito de que sus efectos son extensivos a otras neuropatías, rectificaré con gusto.

– Téngalo por seguro, doctor. Le traigo los artículos o al menos las referencias bibliográficas cuanto antes. Gracias por recibirme.

Esa fue la última vez que lo vi.

La tendencia humana – una forma de candidez alimentada por ignorancia – que hace suponer que una relación de causa-efecto deriva de la conjunción de eventualidades, es más común de lo que se piensa. Es tanto como colegir que si el sol sale cuando el gallo canta, su gorjeo es lo que lo hace aparecer. Es también el modo de operar del pensamiento mágico en los infantes o en los obsesivos. Es decir: “Oprimo una tecla y aparezco un muñeco”. “Piso una raya y sobreviene una catástrofe”.

Si en la vida cotidiana tal embuste tiene consecuencias absurdas, en Medicina puede conducir a intervenciones equívocas y no pocas veces, dañinas para el enfermo.

El ejemplo que les mencioné arriba se puede multiplicar con otros nutrientes, a saber:

A. Los suplementos de vitamina C para prevenir la gripe, la influenza o la infección por SARS-CoV-2, asumiendo que las mucosas se ven fortalecidas por el ácido ascórbico. En este caso, el supuesto deriva de que el escorbuto se manifiesta con frecuencia por denudación o fragilidad de las mucosas, facilitando así las infecciones secundarias. Si la vitamina C resuelve el escorbuto, debe servir para aliviar la inflamación o tumefacción de la nariz y garganta. Como reza nuestro lema: post hoc ergo propter hoc. Lo que ocurre después es su atributo… sin prueba alguna.

B. El uso indiscriminado de vitamina A en la degeneración macular o las retinopatías vasculares. Como se sabe, el retinal – de ahí toma su nombre – se obtiene de algunas carnes y de los beta carotenos (zanahorias, papaya, jitomate, etc.). Este compuesto puede dar lugar a dos metabolitos, el ácido retinoico, crucial en la embriogénesis, y el retinol, la forma hidrolizada, liposoluble, que se utiliza como antioxidante y para fines cosméticos. Si bien el retinal es un cromóforo esencial para la visión, en combinación con las opsinas, porque fija los fotones que componen los haces de luz para convertirlos en señales eléctricas que se reconocen como imágenes, su ingesta no se traduce en mejorar la vista de los ojos dañados. Su deficiencia causa la llamada “ceguera nocturna” que, como es obvio, se corrige con suplementos de vitamina A. Pero una retinopatía diabética, una retinosis pigmentaria o una neuritis óptica jamás mejorarán con una dosis extra de ese nutriente. Aún más, el estudio AREDS,  auspiciado por los Institutos Nacionales de Salud (NIH) en Bethesda, demostró que los beta-carotenos por sí solos no detienen la progresión de la maculopatía degenerativa.

Algo similar puede decirse de los complejos vitamínicos para “subir las defensas” (sic) o de los suplementos de cartílago (y sus derivados) para prevenir la osteoartrosis.

Nuestro enunciado también se aplica en la creencia (nada más alejado del espíritu científico) de que un dato aislado constituye un epítome diagnóstico. Me toca verlo con asiduidad por numerosas referencias de pacientes que, sin tener historia alguna consistente con un padecimiento autoinmune, son presuntamente diagnosticados porque sus “anticuerpos salieron positivos”.

Las enfermedades inmunológicas, de suyo complejas, no pueden diagnosticarse a la ligera. Como en todos los casos, se requiere una historia clínica detallada, que rastree antecedentes familiares, recuento de infecciones, exposición a tóxicos y, más aún, un desglose minucioso de todos los síntomas y signos que ha advertido el paciente a lo largo de su malestar. Sin ello, la brújula se pierde en la niebla de la ineptitud. Sólo después de contar con esta información, y haber puntualizado una revisión por aparatos y sistemas, cabe pensar qué se hará para constatarlo.

Es lamentable que hoy se abuse tanto de estudios e imágenes mal orientados. Si no se sabe lo que se busca, lo más probable es que no se logre interpretar y el titubeo termine en mayor oscurantismo.

El proceso diagnóstico requiere de tres elementos fundamentales: capacidad de inferencia, sentido crítico y conocimientos al día. Los dos primeros los brinda el carácter y la inteligencia, y es difícil subsanarlos por mucho que se estudie.

Con ello, y pese al más altruista talante democrático, no cualquiera puede ser un buen médico. Se necesita además disciplina, un alma inquisitiva (que investigue y se atreva a experimentar), un respeto por los propios límites y una actitud sobria para tomar decisiones que afectan la vida misma de los demás.

Pero un galeno mediocre puede apoyarse en otros, más experimentados, más brillantes, que le iluminen la senda. Lo importante es reconocerse y reconocerlo.

Nadie puede curarlo todo, mucho menos en esta época donde la profusión de conocimientos es inalcanzable. Aceptar esa limitación por principio, no sólo es un gesto de nobleza, sino que evita daño al prójimo y abre la posibilidad de colaborar para el manejo integral de los pacientes, que debiera ser nuestra tarea mínima.

Cuando un médico dice a su interlocutor algo como: “creo que usted tiene tal o cual cosa”, “me parece que va por ahí” o “a lo mejor se trata de esto o aquello” lo que demuestra es una ignorancia supina.

El quehacer médico es un arte, en efecto. Pero carente de un sustento científico es un yerro y una atribución, tan delirante como hacerse de unas alas de cera y partir a conquistar el sol; tan artera como creer que un solo ensalmo es capaz de curar todos los males.

El insomnio de Higeia

El insomnio de Higeia

Podemos afirmar que en buena medida la humanidad se ha construido de cara a la finitud. No hay nada más contundente que la certeza de que vamos a morir. Cualquier empresa humana, todo acto creativo o destructivo está constreñido por esa convicción. 

Desde luego se reprime y, como verdad, cabalga con el deseo en los recovecos del inconsciente, palmo a palmo. De ahí que situemos la pulsión de muerte como una fuerza motriz hacia el abandono, que nos urge hacia el retorno a lo ominoso, a la oscuridad insondable de lo que nunca fuimos, porque no hay constancia de ese origen salvo en la propia finitud. 

Existe, no obstante, un impulso (élan en francés) vital que nos hace enfrentar la claudicación tanto como aferrarnos a lo real y a lo simbólico. Paradójico de suyo, porque la tragedia de nuestro destino nos impele a soltar los brazos y dejarnos ir, cediendo la voluntad a los azares y al flujo inevitable de la consunción. 

Los ejemplos pululan. Depresión o fatiga crónica en la esfera de lo psicosomático, la tanatología como expresión utilitaria del deseo más recóndito de todo sujeto, o la batalla contra el cáncer (“los cánceres” habría que precisar), enemigo surgido de la mutabilidad y la inmolación. 

Si hay algo que define tal contraparte existencial es la lucha contra la enfermedad. En efecto, empleo arbitrariamente el sustantivo beligerante para subrayar la disposición combativa que nos hace pelear todos los días contra microbios, descomposiciones, toxicidad o accidentes que asolan a nuestra especie. 

El curandero ayer, hoy el médico, se instrumenta de recursos (conocimientos, templanza, distancia, poder carismático) para asumir esa partitura social cuyo verdadero cometido es evitar la muerte. Sabe que es una causa perdida, no hay remedio que lo impida, acaso podrá postergarla y regodearse de que ha ganado una escaramuza. Apelará a los dioses, otrora inefables —amparados en los astros y las nubes de su entendimiento—; que en la actualidad se erigen desde el Olimpo de la investigación, si bien Prometeo —representado por la industria farmacéutica y de biotecnología— haya robado el fuego y lo haga accesible a precios mercenarios. 

Nos queda entonces la imagen romántica, cada vez menos sostenible, del doctor de familia tomando del brazo a su paciente. Parte gratitud y deferencia, otro tanto autoridad y guía. Pero los hospitales con sus laberintos de higiene, los terceros pagadores con su clientelismo y, porque no, las redes sociales con su influencia perecedera y frívola, han acabado con esta escena. 

Persistimos algunos mohicanos – acaso los últimos – creyendo en la resurrección del alma nutricia, venerando a Hipócrates, Avicena, Virchow, Lister, Pasteur, Osler y tantos otros que abrieron la caja de Pandora para enseñarnos que las alimañas no son invencibles. 

Es una bendición, en el sentido pagano del término, que aún podamos comunicarnos en privado, sin presiones de extraños o atajos mercantiles, con el expreso propósito de aliviar. 

Hace cien años, nueve de cada diez fallecimientos ocurrían en condiciones elegidas por el enfermo o su familia, idealmente en una habitación, ventilada con afectos. Hoy, en las sociedades industrializadas, sólo uno de cada ocho muertes acontece fuera del hospital. La existencia se ha medicalizado a tal grado que los pacientes ya no tienen más opción que debatirse entre la aplicación de medidas extremas o acceder a un quirófano para no volver jamás.

En otro tiempo, los médicos recién graduados enfrentábamos la muerte (a nivel personal, no institucional) durante el año de servicio social, ese lapso de revelaciones que preparaba nuestra liberación al mundo y anticipaba nuestros expectativas más altas. Las más de las veces la defunción ocurría de manera aislada, confrontados con la falta de recursos técnicos y con escaso conocimiento del proceso de agonía y ulterior duelo que se derramaba en todos aquellos que participábamos.

Recuerdo con todo detalle a esa niña con falla cardiaca congénita a quien cargué exánime en brazos en la mitad de la noche entre los caseríos de Temixco; la niebla que nos rodeaba mientras escalábamos una ladera cubierta de basura y ladridos continuos. El llanto de la madre a mis espaldas, la luz parpadeante de la choza donde habitó, el humo del anafre y la culpa rasgando la memoria.

También vi morir a Jovita, con su hepatocarcinoma a cuestas, que me regaló con ingenuidad y sentido del humor antes de caer fulminada por una hematemesis. Los arroyos sucios del pueblo se desviaron para atenazar su tumba; escasa, flanqueada por una cruz de hierro y atados de cempasúchil. No había imágenes ni biopsias; en mi mano se quedó grabado el borde irregular y pétreo de su hígado.

Aquella enferma de rabia, mordida por un cachorrillo en Miacatlán, al borde del barranco, que llegó al hospital profiriendo insultos y sujetada por dos enfermeros, en una escena dantesca propia del Medioevo. En un día de asueto y estando de guardia, me tocó testificar su muerte. Era yo lo suficientemente audaz y consciente de mi lugar en la historia mínima de esos senderos, como para practicar una autopsia, trasladar su cerebro por muchos y agrestes kilómetros para disecarlo y teñirlo con fluoresceína. No se trataba del cadáver, sino del riesgo de contagio y la responsabilidad de un médico joven, un tanto iluso, ante la muerte y sus espectros.

Tras estas aventuras, que todos atesoramos como anécdotas, vienen los exámenes, las entrevistas, la ansiedad y la paciencia. Llega la carta anhelada, con ese volumen que invita a abrirla sin cuidado; la entrada triunfal al coliseo, los laureles codiciados de la residencia.

La muerte, ahora sí, se hace cotidiana. Nadie nos prepara para tal eventualidad, pero ciertamente la institución, los médicos de base o los camaradas en la trinchera cobijan y la hacen menos trágica.

El enfermo de leucemia, aplásico e infectado, que muere entre resuellos. El paciente abatido por el relámpago de un infarto, cuyo monitor exhibe toda suerte de caligrafías, antes de caer en asistolia. El insuficiente renal, rebosando esputo “asalmonado” —como solíamos designarlo— mientras rotábamos torniquetes e infundíamos diuréticos sin éxito. El aneurisma roto en eclosión de sangre, interminable, inextinguible. Muertes lentas, apremiantes o súbitas. Decesos inesperados y otros tantos deseados, éstos para mitigar el sufrimiento, para abreviar la agonía.

Con los compañeros de trinchera, bebíamos hasta quedar exhaustos, tras una semana de batallas que templaban nuestra incipiente madurez y la ciencia que acumulábamos a golpes. Discutíamos cada caso perdido, con pesadumbre y rabia, ante las miradas atónitas de nuestras jóvenes esposas, que nos permitían alcoholizarnos para hacer catarsis y emprender de nuevo el vuelo.

La muerte como un hecho categórico y tácito; como un artefacto del discurrir clínico; como un tropiezo que amerita rehacerse y dejarlo atrás… A otra cosa, mariposa.

¿Porqué detenerse a filosofar si la profesión exige salvar obstáculos y mantenerse erguido?, ¿para qué sondear afectos y decepciones si es parte del quehacer, irremediable? Ésta es claramente una actitud negadora, por muy necesaria que se presuponga. Cabe preguntarse si puede ser de otro modo, si tal impermeabilidad emocional es indispensable para transitar entre aullidos y fantasmas. No nos enseñan, lo aprendemos a contramano, con el embate de las olas y la redención de los naufragios.

Por fin, un día cualquiera, sin prisa, nos sentamos a meditar. Caduceo en mano, admitimos que en efecto cargamos cicatrices, que hay muertos que nos siguen e imprecan durante la noche, que no fuimos tan arrojados y que hemos dejado algo de piel en la contienda.

La sombra en el espejo no es la de un guerrero derrotado. Esa imagen es patética y no refleja la verdad. Somos acaso mujeres y hombres que han sabido sostener el venablo que nos confiaron, que tomamos alguna vez el cielo por asalto y que, tras aquellas recurrentes embestidas, salimos bastante airosos. Pero de tanto en cuanto, en la intimidad de las hojas marchitas, debemos reconocer que el destino nos tumbó o nos apartó de en medio.

Cada encuentro terapéutico es una sorpresa, revela una forma de sentir, de sufrir, de interpretar la fragilidad. La señora que señala su “dolor de hígado” bajo la parrilla costal izquierda; el hombre que afirma que “un aire” le ocupa el pecho; el anciano que mira sin observar, porque sus ojos en penumbra anuncian perentoriamente su sino. Todos ellos son una historia que se articula, que toca, que merece ser vertida en acciones o cuando menos, que requiere una escucha atenta y distintiva. 

Hace unos meses, por conducto de un colega entusiasta, me encontré de nuevo con el pentateuco del quehacer médico. Aquí lo traduzco con el acrónimo VOCES, pues aludo al principio de comunicación (vgr. conexión afectiva) que entraña la relación paciente-médico. 

Valor, para enfrentar decisiones en el mejor interés del enfermo. Objetividad como fruto de un bagaje indispensable de conocimientos. Compasión, que se define a sí misma. Entrega, en tanto compromiso terapéutico, dejando en lo posible al margen nuestro entorpecedor narcisismo. Suficiencia, entendida como capacidad y competencia. 

Escuchar esas voces en cada encuentro clínico es una estrategia ética que permite alejar la fatalidad y rescatar el significado del afecto. Un acto análogo al cobijo materno que nos conminara a la reciprocidad, al placer, a la bondad; en pocas palabras, a desear la vida y asumir la renuncia.