Un hombre solo, una mujer / así tomados de uno en uno / son como polvo, no son nada… (José Agustín Goytisolo: Palabras para Julia, 1979)

Estamos en plena campaña electoral y, lejos de celebrar la inminencia de una presidenta por primera vez en nuestra historia democrática, las redes sociales están plagadas de diatribas y descalificaciones. 

En otros países latinoamericanos que, huelga decir, sufrieron la calamidad de una o más dictaduras, el máximo cargo ejecutivo ya ha sido ocupado por mujeres con mayor o menor éxito. Me refiero a Michelle Bachelet, Dilma Rousseff y, en Argentina, a las dudosamente célebres, Isabelita Perón y Cristina Kirchner. 

Pero aquí, como entre nuestros vecinos del norte y el sur, el machismo prevalece. La misma misoginia que se observa en frases tan decadentes como calificar a Claudia Scheinbaum de “títere de AMLO” o a Xóchitl Gálvez como “la menos mala”. 

Bajo tal miopía, es difícil postular una sociedad que respete la igualdad de géneros, y eso sin recordar los constantes feminicidios que caracterizan nuestra patria lacerada y penetrada por el crimen. 

Sabremos respetar las decisiones y decretos que surjan de una voz femenina? Acaso nuestra ancestral ambivalencia edípica nos hará culpar indistintamente a Xóchitl o a Claudia de los males heredados? 

Es notorio como, en un país polarizado y habituado a la injusticia, se venera como pocos a una virgen morena y se paralizan las calles y ciudades el diez de Mayo. Pero al mismo tiempo se abusa, se descalifica y se discrimina a las mujeres en todos los ámbitos, además de evidenciar la violencia intrafamiliar (que nunca es recíproca) y la lascivia que nos infectan a diario. 

Pareciera que el inconsciente colectivo de nuestra cultura híbrida, la única mujer aceptable es la impoluta, la virgen eterna, la que no nos traiciona con el otro y se mantiene incondicional y nutricia. Pensemos en la Malintzin, históricamente vituperada por intimar con el conquistador, pese a que de aquel maridaje surge nuestra identidad como pueblo. Lo que me lleva a considerar que más allá de las tragedias periódicas, subsistimos en el inalcanzable horizonte de la Historia y es hora ya de remontar las ambigüedades para construir un país que repare sus fracturas. 

Los cambios que hemos atestiguado en las últimas décadas, obedecen con mucho a la reivindicación que las mujeres en todos los estratos sociales han alcanzado, con destreza e inteligencia superiores a sus congéneres masculinos y a veces, porqué no, con una dosis de violencia y hartazgo que habría que entender antes que reprobar a priori. 

Vivir en una sociedad donde nuestras hijas se ven obligadas a morar en casas amuralladas, ocultarse de noche o salir pertrechadas por amigos o padres para no sufrir vejaciones es lamentable. Y no se diga en Ciudad Juárez, Ecatepec o Chilpancingo, donde son violadas y asesinadas sin miramientos. 

El gobierno saliente prometió muchos imposibles, tales como acabar con la violencia de género, redistribuir la riqueza, elevar la calidad asistencial al nivel de Escandinavia, liquidar la corrupción y someter al crimen organizado. Al margen de sus desatinos y medidas populistas, esa parálisis, esa impotencia, nos deja nuevamente huérfanos. Volvemos ante el próximo dos de junio con esa abyecta sensación de que ningún partido y ningún tlatoani pueden con tales lacras recurrentes que han vertebrado la historia contemporánea de México. Tan lejos de dios y tan avasallado desde dentro y hacia afuera. 

Por supuesto, la falta de una o más organizaciones civiles que aglutinen los verdaderos anhelos democráticos de la mayoría (sin acarreos o manipulaciones) nos mantienen atónitos, esperando – una vez más, otro sexenio – que venga un redentor o redentora que todo lo solucione y a todos complazca. Esa fantasía ha sido la piedra angular de la pasividad con que acometemos como ciudadanos cada proceso electoral. Sin exigir, anhelando como vástagos hambrientos que ahora sí nos rescaten del abismo financiero y la descomposición social. Infantes al fin, atrofiados políticamente y dispuestos a chillar de disgusto antes que hacer valer nuestros derechos.

Estoy convencido de que mientras no procuremos organismos que cuestionen, acrediten y censuren a la cúpula política, seguiremos viendo cómo se suceden los colores (tricolor, azul, amarillo o moreno) con los mismos atavismos y corruptelas. Y naturalmente, seguiremos sufriendo la decepción sexenal y la esperanza candorosa que nos entorpecen y degradan como seres pensantes. 

A dos meses exactos de acudir a las urnas, la percepción cotidiana es de poca esperanza. Por un lado, ante las encuestas y el acarreo popular, se ve poco factible un cambio de ideología. Por el otro, la candidata oficialista no ha mostrado un espíritu independiente de su mentor como para atribuirle credibilidad y legitimidad frente a una sociedad dividida y anhelante. No hay contrapeso ciudadano, más aún, porque todos aquellos movimientos frustrados a lo largo del sexenio que prometían inclusión y autonomía política se han esfumado, presa de contradicciones internas o insuficiencia logística. Nos queda confiar en que las aguas se dilaten y no nos alcance la ira divina.

Sin duda es un avance – para nada incidental – que sean dos candidatas quienes lideren las encuestas, pero no hay garantías de que las dejen trabajar en libertad hasta no verlas ceñir la banda tricolor y rodearse de gente pensante y libre de vicios. En eso confío más en Claudia Sheinbaum, dado que sus deudas son más transparentes y no tendrá salvo un partido que favorecer. Quisiera pensar lo mismo de Xóchitl Gálvez, quien ha demostrado perseverancia y valentía en un proceso abiertamente desigual. Con ello quiero plasmar mi respeto por el trabajo y el compromiso político de ambas en un país donde ser mujer es de suyo una flagrante desventaja.

Tuve la fortuna de crecer en un hogar laico donde se nutrían por igual los derroteros autóctonos, las ideas cardenistas y las venas abiertas del exilio español. Las mujeres siempre tuvieron un lugar privilegiado que respondía a su inteligencia y libertad de pensamiento. Con esa claridad he crecido, me he casado y divorciado, tanto como he educado y alentado a mis hijos e hijas.

Veo a mis pacientes con una ética inflexible donde el respeto a su integridad sexual es preeminente por encima de cualquier ideología o condición social. Y estoy consciente a la vez que debo a mis padres, mis maestros y mis enfermos (de ambos sexos) la calidad que obtienen de mi trato.

Quisiera con toda sinceridad que este dos de junio se transforme en un día insólito y venturoso para mi México. Que seamos capaces de recibir con los brazos abiertos a la candidata triunfante y le allanemos el camino para que sus principios y valores siembren la comunión y la templanza. No pidamos imposibles; nuestro territorio está sembrado de ortigas y ponzoña por generaciones: una sola mujer, por más valiente y bien intencionada, no puede revertir los males que nos contaminan y laceran nuestros pueblos y ciudades.

Confiemos con sentido crítico, exijamos alternancia y representatividad, y reconozcamos que, distantes de los designios del Olimpo, la vida cotidiana es sólo deseo y decepción.

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