Me distraigo del quehacer literario para compartirles una reflexión en torno al ejercicio de la Medicina en nuestro polarizado país. 

Desde luego, no se trata de un fenómeno ubicuo, pero es inquietante constatar que se ejercen acciones clínicas con poco juicio o empleando recursos anacrónicos y de dudosa eficacia. 

Citaré tres ejemplos, entre otros muchos que llegan a mi práctica cotidiana. 

Aurora, una paciente joven que atraviesa por un periodo de incertidumbre en su vida profesional, acudió a una cita obligada en una clínica de la seguridad social a fin de obtener medicamentos e incapacidad necesarios para acreditarlo en su trabajo. El trámite es habitual y reviste el engorroso laberinto de la burocracia institucional que tanto ha lacerado a quienes menos tienen por décadas. La escena no me sorprende, porque no es la última ni la más reciente. La doctora en turno recibe a mi paciente con un dejo de desprecio ostensible no bien se sienta ante ella. Las preguntas son airadas y secas, carentes de empatía alguna para quien sufre un padecimiento crónico. 

• Y qué, ¿porqué quieres más incapacidad? (no hay deferencia o respeto alguno, la tutea de inmediato para imponer su “autoridad”). 

• Es que no me he sentido bien, me duele el cuerpo y me cuesta trabajo hacer mis labores – responde la enferma, intimidada.

• Pues yo te veo bien, se me hace que finges. ¿A poco no?

• No, doctora, créame – las lágrimas ruedan por las mejillas, presa de impotencia. 

• Siempre el mismo cuento. Y aquí no me vengas a llorar, porque te vas sin el permiso, eh? 

En ningún momento un gesto de cordialidad, un mínimo interés en el diagnóstico y sus vericuetos, una palabra de aliento. Nada. 

Cuando Aurora me lo relató, pensé en la misoginia que he atestiguado a lo largo de mi experiencia en algunas colegas. ¿Qué las mueve a despreciar a las enfermas de su mismo género? Verán en ellas un reflejo de la vulnerabilidad que han tenido que superar a golpes en un mundo sobradamente machista? Será acaso una contratransferencia vindicativa? 

No pretendo generalizar, pero me parece que hace falta mucho análisis y reflexión en la formación de posgrado para crear médicos (tanto mujeres como hombres) que entiendan el sufrimiento del prójimo como un proceso que requiere empatía, observación, conocimiento al día y, ante todo, respeto. De otra manera, cualquier intervención está destinada a lastimar antes que mitigar el dolor, sea éste físico o anímico. 

El siguiente caso es el de un adolescente tardío quien viene acompañado de sus padres, visiblemente compungidos. Se mudaron hace unos meses a Tucson, Arizona buscando mejores praderas. El chico sufre de dolores crónicos que, de manera incidental, parecen haberse agudizado con el exilio. Es un chico taciturno, que mira a su alrededor con timidez y, si bien asoma vello denso en la cara, se comporta con un niño acomplejado. Como si hubiese acudido a la fuerza, algo fácil de constatar dada la multitud de sobres de estudios previos que carga su padre. La distribución de mis sillas hace que Benjamín quede frente a mi, la madre parcialmente oculta por la pantalla de mi computadora y el padre al fondo, expectante. 

Me relatan al alimón la odisea que ha seguido este joven en ambos países. Exámenes de sangre cada dos semanas, estudios de gabinete al por mayor (desde encefalogramas, electromiografías hasta resonancias de cerebro y esqueleto axial) seguidos de todo género de medicamentos analgésicos, relajantes y antineuríticos. 

Para colmo, los padres lo llevaron con dos neurólogos en Alburquerque y Phoenix que los trataron con displicencia propia de esa Medicina que sospecha de todo y que además los increparon por no haber consultado a un psiquiatra para su hijo “hipocondríaco”.

De nuevo en México, la familia continuó su tragedia hasta que, saturado de efectos farmacológicos y fracasos terapéuticos, tocaron a mi puerta con el muchacho a cuestas. 

Lo primero que llamó mi atención fue la falta de resonancia afectiva que advertí en este paciente. Estará cansado de tantas consultas infructuosas? Será un rasgo de carácter? – me pregunté en silencio. 

Se sorprendió cuando lo interrogué directamente, obviando el relato iterativo de sus padres. Con respuestas entrecortadas y volteando de forma constante hacia su madre, me contó una historia trágica de quien ha sufrido las vejaciones y el desdén de incontables médicos. Su voz se tornó en sollozo cuando le expresé que entendía su sufrimiento y lamentaba la falta de consideración que mis colegas habían mostrado hacia sus síntomas. Sugerí que no necesitaba más estudios por el momento y que, tras ofrecer un par de fármacos neutrales, me gustaría conocerlo mejor como paciente y verlo de nuevo en una semana, de preferencia solo, para explorar otras vertientes.

Esa primera consulta bastó para abrir una brecha de confianza, no pretendo más. La histeria o los trastornos psicosomáticos son tan dignos de una investigación congruente y detallada como la hiperglucemia o la insuficiencia renal. Si queremos cumplir con nuestro compromiso terapéutico, el silencio y la escucha respetuosa son el mejor aliado para no actuar precipitadamente y sin tino alguno.

El tercer ejemplo es el de una paciente, Chantal, que padece artritis reumatoide de inicio reciente. Visita, por recomendación de una amiga, a una colega de mediana edad quien confirma el diagnóstico y, sin indagar sus motivaciones inconscientes o su historia emocional, le receta fármacos inútiles y antiguos (pasando por alto la utilidad de la Terapia Biológica). No sólo eso, sino que le insiste en que no podrá tener hijos debido a su enfermedad. Chantal sale devastada de tal consulta pero entiende, porque su hermana mayor también sufre de artritis, que debe adherirse al tratamiento y aceptar con profundo dolor el dictamen de su infertilidad. 

¿Con qué derecho un galeno se atreve a formular decisiones que afectan el destino de sus pacientes sin conocerlos? Sin calcular con elemental juicio de realidad las implicaciones que tienen sus palabras y sus dictados. 

Quizá ustedes – como yo – habrán recalado en su falta de actualización por prescribir medicamentos que han sido superados en efectividad y valor científico, pero me parece que lo más grave es asegurar una fatalidad que marca a un ser humano desvalido y anhelante, que le resta poder sobre su propia vida y que la obliga a resignarse como si no hubiese futuro ni restitución. 

Estas tres viñetas nos exigen como pacientes, a la vez que nos exponen como gremio médico. Un individuo que ejerce la Medicina en el siglo XXI está obligado a actualizarse, a mantener al día los avances de su especialidad, a evaluar con juicio crítico las investigaciones pertinentes a su práctica y a saberse apoyar por colegas con más experiencia e incluso más jóvenes que tengan información más confiable en todo momento. 

La Medicina combina, como pocas τέχνης del esfuerzo humano, la ciencia y el arte. Como tal, debe amalgamar el conocimiento científico acumulado, probado y actual, junto con el afecto, el respeto y la reflexión más profunda acerca de los avatares del alma. Lo demás, es engreimiento e ignorancia, los peores pecados de quienes juramos “primero no hacer daño”.

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