Esa ojeada traviesa, inédita, fue su presentación. Reíamos en torno a una mesa, quizá unos veinte invitados, deglutiendo uvas para alcanzar las campanadas del nuevo año. Yo dejé caer las tres últimas con torpeza y, al levantar la cara por encima del borde, me encontré con su mirada oblicua, de modo que el tiempo quedó en suspenso. 

Nos habían sugerido cierta formalidad (al fin y al cabo era una reunión de trabajo) y ella vestía un traje sastre con una blusa de seda que dibujaba sus senos. Debo haber quedado boquiabierto y sonrojado ante sus ojos inquietos porque lanzó una carcajada mientras devoraba el resto de la fruta. 

En medio de los abrazos de nuestros colegas, me acerqué entre titubeos y le expresé que me cautivaba su sonrisa (no se me ocurrió otra cosa; estaba flotando entre nubes). Ella se presentó con mesura y me advirtió que no estaba sola. Como si no la hubiese oído y escudriñando en mi derredor, le ofrecí salir al aire frío para compartir una copa de champaña. Para mi sorpresa, accedió sin miramientos y brindamos a la luz de una noche oscura en la ciudad más improbable del mundo. La besé en la mejilla y prometí buscarla, por mar y tierra – así lo dije, embelesado – hasta que fuese mía. 

De nuevo, ella rió con sorna mientras se alejaba, dejando tras de sí su perfume y una perceptible sensación de apremio. 

No pude dormir esa noche pensando en qué malabares haría para conquistarla. Era psicóloga, responsable del reclutamiento de personal en otra empresa, así que urdí la treta para acudir a solicitar su ayuda psicoterapéutica; lo que entonces me pareció un pretexto lerdo pero justificado. 

Cuando entré a su cubículo, me quedé sin palabras. Estaba sentada en un sillón mullido, las piernas cruzadas bajo una falda plisada (de esas que fueron moda en mi juventud) y se había recogido el cabello atrás con una cola. Recuerdo que venía preparado con un monólogo acerca de mi soledad y las dificultades para encontrar pareja, pero su saludo exquisito me desarmó. 

​•​Pensé que serías de los que merodean a su presa. ¿Lobo o cordero? 

​•​Ni uno ni otro – respondí. – Quiero estar en tu vida, antes que en tu diván. 

​•​Pues tendrás que hacer un mejor esfuerzo – me dijo, burlona. – Ahora vete, que tengo pacientes que no me quitan el tiempo.

Creo que le guiñé un ojo, estupefacto como estaba, pero su amplia sonrisa me devolvió el aplomo, así que antes de salir le dije: -Mira, no sé qué elixir vertiste en mi copa la otra noche, pero estoy aquí por necesidad; no por embriaguez. 

Otra vez su risa dorada: – ¿A eso llamas una invitación? 

Me repuse de inmediato: – Ven a cenar conmigo; esta noche, mañana, todos los días. 

​•​Eres un huracán, Fred (primera vez que usó mi nombre con familiaridad). Déjame organizar mis horarios y, de verdad, mi paciente está por llegar. 

Nuestra primera cita fue en un restaurante italiano que supuse que brindaría algo de intimidad sin resultar pedestre. Estábamos tan ansiosos por saber uno del otro, que olvidamos ordenar la comida. La mesera acudió por tercera vez para rellenar nuestras copas e insinuar que cerrarían el local en breve. Traía consigo una burrata para otros comensales y le pedí con desinterés que nos sirviera lo mismo. La mitad del platillo quedó intacto mientras afianzábamos el encuentro e hilábamos recuerdos como advertencias. 

Cuando por fin nos corrieron del restaurante, le ayudé a ponerse su abrigo y le pedí un beso, con cierto candor, tal vez arrogante o envalentonado, que sé yo. Me miró como quien descubre a un niño a punto de hacer una rabieta y me acercó la cara con la boca entreabierta. Como es más bajita, me incliné ceremoniosamente y la tomé de la cintura. No recuerdo cuanto duró ese roce épico de nuestros labios, pero lo saboreé por horas después de verla partir. 

Desde entonces la he llamado no menos de cinco veces por día, filtrando mi impertinencia entre sus sesiones o sus horas quietas. El dichoso elixir parece haberme quitado el sentido común y a cambio me ha devuelto un arrebato que creía olvidado.

Hace una semana le regalé el libro icónico de W.G. Sebald que relata su travesía por la costa de Inglaterra, entre remembranzas y apuntes históricos. Cuando lo leí hace casi tres lustros, me cautivó el título y me prometí algún día compartirlo con mi compañera de viaje. Habiendo cumplido el conjuro, les ofrezco aquí una imagen de ese sugerente texto para empezar un año venturoso: 

El narrador se embarca en un periplo por Suffolk en la costa de East Anglia. Escribe a partir de su alta de un hospital psiquiátrico donde cayó con una profunda depresión y, en cierto modo, éste es un viaje para recuperar el horizonte perdido. Su interés ancla en la figura de Thomas Browne, un médico y escritor del siglo XVII quien esbozó la teoría de que el conocimiento verdadero es inaccesible a los seres humanos porque nunca podremos alcanzar la esencia de los fenómenos naturales. 

El paisaje en su derredor ha cambiado desde su tierna memoria tras la Primera Guerra Mundial. Los pueblos a su paso se ven vacíos, desprovistos del bullicio que él recordaba. Su primera parada en tren es en Somerleyton Hall, una elegante propiedad que ahora está derruida. El jardinero a cargo le relata que dos aeroplanos estadounidenses cayeron en el estanque cercano durante la batalla aérea contra la Luftwaffe. El declive de las residencias mientras prosigue su camino es notorio y resiente cómo la vida y las actividades sociales de otrora parecen suspendidas en el tiempo. Será que la gente, estos habitantes anónimos, entienden de verdad la devastación física y moral que acarrea la guerra? 

En Southwold, más adelante, se adentra en el archivo fotográfico de la Gran Guerra que le reitera la erosión del paisaje y la melancolía que aquellos conflictos sucesivos han dejado en la costa británica, empezando por la invasión holandesa de 1672 (la llamada ”Derde Engelse Zeeoorlog”). Ahí atestigua un documental sobre Roger Casement (1864–1916), que fue colgado por traición durante la rebelión irlandesa de Pascua en 1916. (Inevitablemente, yo evoco aquí el insigne poema de William Butler Yeats que pueden leer al final de este escrito). 

En su momento, durante la expoliación del Congo belga, Casement trabó amistad con Joseph Conrad, autor de “Heart of Darkness” (1899), quien también fue retratado con lucidez por Mario Vargas Llosa en su novela “El sueño del celta” (2010). Mediante tal recuento, nuestro narrador alude a su viaje a Bélgica para visitar el monumento a la Batalla de Waterloo y, como sentenciara el mismo Browne, se percata de que es imposible entender a fondo un suceso histórico sin haberlo vivido en carne propia.

La perspectiva del puente de Dunwich lo hace pensar en el tren oriental que alguna vez lo cruzara. Construido por el emperador de China, divaga acerca del auge y caída de aquel imperio distante y las manipulaciones de la Emperatriz Tz’u-hsi, de su supuesto envenenamiento y el golpe militar que la destronó. 

Prosiguiendo con su viaje, el narrador encuentra a un artesano que lleva veinte años construyendo un modelo del templo de Jerusalén. Visita las iglesias cercanas en un intento de comprender la naturaleza mística de los habitantes que ha conocido y, por fin, al concluir esta peculiar travesía, evoca la industria de la seda que ennobleció al imperio milenario del Lejano Oriente. Los gusanos de seda fueron sustraídos de su hábitat para convertirlos en recursos utilitarios que impactaron comunidades muy diversas, sobre todo mediante distinciones de clase y poder. Es así como la historia refleja la veleidad y las diferencias sociales, el insondable carácter de cada cultura, nos reitera el autor.

Hasta aquí el resumen de ese magnífico libro, que mucho les recomiendo.

Esta mañana Veronika duerme mientras escribo; parece como si se meciera en sueños bajo el murmullo del oleaje en la playa vecina y yo, absorto, la miro de vez en vez, atento a mis movimientos para no despertarla. Me gusta contemplarla así: el cabello revuelto, el rostro de niña, imperturbable, ajena a las horas y al gorjeo de las aves diurnas. En tanto, los anillos de Saturno gravitan en nuestro entorno, iluminando cada pasión, cada dejo de ternura que acaso develamos sin conocerlos a fondo. 

https://www.poetryfoundation.org/articles/70114/william-butler-yeats-easter-1916

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